Viena y Bruselas, miércoles 8 de febrero
Miércoles de Ceniza. Un día importante para los católicos. Entre delegados y plenipotenciarios había unos cuantos, pero salvo Palmella y Labrador ninguno era tan devoto como para saltarse una reunión plenaria, y más siendo la primera con Wellington, aunque de simple oyente hasta que Castlereagh desapareciese. Además de los ingleses formaban Talleyrand, Dalberg, Razumovsky, Kapodistrias, Hardenberg, Humboltz, Metternich, Wessenberg y Gentz. Castlereagh, aprovechando las ausencias, consiguió sin esfuerzo que todos aceptaran que la trata y el tráfico de seres humanos esclavizados por la fuerza eran actividades repugnantes e inmorales, siendo su intención erradicarlas y su compromiso llegar hasta el final en su persecución, con la más firme perseverancia. Sabía que tal declaración era un puro bells & whistles,[72] una salva de grandilocuencia sin efecto práctico alguno, y que torcer el brazo a los españoles y a los portugueses requeriría instrumentos de convicción algo más duros, aunque de momento era suficiente para salvar la cara frente a su gobierno.
Tras la discusión de aquel punto Gentz tomó la palabra para informar de los avances en los contenciosos principales, los que mantenían el Congreso paralizado. En tono plano y cuidadosamente neutro, explicó que, según se le comunicaba desde las diferentes legaciones, Prusia estaba cerca de dar por bueno un acuerdo propuesto por Austria, Inglaterra, Francia y Rusia, en virtud del cual entraría en posesión de dos quintas partes de la superficie de Sajonia. Esos territorios no contendrían ni Leipzig ni Dresden, de donde Prusia retiraría sus guarniciones una vez se formalizara. En ese punto, sin llegar al aplauso, casi todos los presentes —los prusianos permanecían impasibles— compusieron una expresión de alivio y satisfacción. Sabían que a ese compromiso habían llegado Hardenberg y Castlereagh la noche anterior, y que sólo estaba pendiente de que lo refrendara Friedrich-Wilhelm, lo que nadie dudaba que haría, le gustase o no y por mucho que se pudieran irritar sus generales. El fantasma de una nueva guerra continental parecía desvanecerse, siquiera de momento.
Castlereagh resplandecía. Era su éxito, si no su gloria. Wellington participó, cierto, aunque como espantajo, en el desairado papel de «como no lleguéis a un acuerdo con éste, conmigo lo vais a tener fatal»; lo hizo bien —se vio por separado con Hardenberg, Friedrich-Wilhelm y Alexander, transmitiéndoles lo mismo: si Prusia quería guerra, la tendría, y si Rusia quería empréstitos, que diese por bueno lo que se le ofrecía sobre Polonia—, pero el mérito era suyo. El primero en reconocerlo debería ser Liverpool, cuya angustiada contestación a la última de sus cartas le había causado un placer incompartible, por sórdido, pero de los que dejan el mejor de los cuerpos.
—Ahora sólo queda Friedrich-Wilhelm —le susurraba Talleyrand al salir.
—El Zar ya se habrá reunido con él; salvo que le haya dado alguna de sus locuras, a la noche tendremos confirmación, o en todo caso en el festejo de mañana —el baile que daba la Zahánská con motivo de su cumpleaños—. En dos días firmaremos, querido príncipe. Ya verá Su Alteza que así será.
Talleyrand agradecía que de vez en cuando no hubiera una cena, un baile o una recepción. Más aún, tras haber dedicado largo rato a una carta que a esas horas estaría camino de París, de modo que Louis, y Blacas, la leyeran la mañana del lunes. En ella daba cuenta de los acontecimientos del día, que sin ser muchos eran importantes. Se había resignado a que aquella fuera una velada en soledad, pues suponía que Dorothée saldría esa noche como salía casi todas, aunque se abstuvo de mostrar alegría cuando le dijo que prefería quedarse con él a cambio de que la pusiese al día. Tras eso añadió, con sencillez, que le acababa de bajar la regla y no tenía ganas de nada, salvo de sentarse frente a él, cada uno en un sofá, y escuchar. Era inusitado que una princesa-condesa explicase tales cosas a un tío suyo, aunque Talleyrand supo decirse que si algún día todas las mujeres manifestaran la misma naturalidad en relación a «esas cosas», el mundo sería un lugar más agradable, y más pacífico.
—Ha sido lo que me oíste profetizar hace meses. Friedrich-Wilhelm consigue menos de lo que habría sacado de haber venido con un talante más abierto, aunque aun así debería estar contento, pues se hace con dos quintos de Sajonia. Tu lejano tío Friedrich-August conserva Leipzig, Dresden y dos tercios de sus almas, lo que no está mal, pues ha estado cerca de perderlas todas. Friedrich-Wilhelm se queda también con Posen, Dantzig, Pommern, la isla Rügen, Westfalen y Rheinland. En cuanto a las diversas pequeñeces, Hannover se queda con Ostfriesland, lo que hace feliz a Castlereagh, ya que deja en las manos de su BCF la desembocadura del Ems, y de paso quedan definidas las fronteras del VKN, de modo que ya podremos entregar al burro de Willem su corona y su reino, a ver cuánto le duran. Por último, y en un regateo final que nos ha pillado tan cansados que si hemos dicho que sí ha sido por hastío, Prusia se quedará con Nassau tras desgajarlo del VKN, aunque a cambio cederá Luxemburgo, siempre y cuando Willem acepte que durante unos cuantos años siga ocupado por tropas prusianas. Ya ves, querida: más o menos, como en un zoco moruno.
Cuánto le gustaría, suspiraba Dorothée para sí, vivir aquellas negociaciones en persona y no a través de nadie, incluso de aquel formidable maestro de los cambalaches. Qué penoso era saberse tan capaz como cualquiera de aquellos rijosos carcamales y verse condenada, por razones de género, a no ser más que un cacharro auxiliar. Un adorno en los bailes y en las cenas, un consuelo para los fatigados guerreros de la palabra y, todo lo más, un estímulo para los que tras haber conquistado incontables territorios sin más arma que su verborrea no podían dormir sin llevarse a sus camas alguna princesa o alguna duquesa, cuanto más vistosa y disputada, mejor. Definitivamente, ser mujer era un asco. Más aún, con aquella regla del demonio. Su estado perfecto era la gravidez. En ninguno de sus embarazos había sentido molestias, los partos no fueron mucho más que un par de apretones y de los tres se recuperó en menos de un mes. Así seguía su figura, no ya menos esquelética que cuando se casó, sino del pleno gusto de un barón Gérard que se moría por retratarla desnuda, seguro de que una vez la despojara de su ropa no encontraría nada inferior a la Mademoiselle Lange que tan espléndidamente pintara Girodet-Trioson quince años antes. Se lo había pensado, porque posar en cueros no era cosa que le repugnase; no sólo eso: le apetecía, por no decir que la excitaba, pero aquello quedó en nada cuando salió para Viena. Mientras su vientre siguiera igual de plano, sus pechos tan en su sitio y su trasero tan alto y tan duro, ¿por qué no? Se ruborizó levemente al pensar en la cara que pondría Karl-Joseph si la viera posar. Debería pensar en ello. Parecía ofrecer un sinfín de posibilidades, y cada día que pasaba estaba más y más a favor de no renunciar a ninguna.
—¿Y ahora que pasará? ¿Se acaba ya el congreso?
—No, qué va. Queda mucho. El asunto de Nápoles, el lío de la Dieta que pretenden formar los alemanes, la maquiavelada que se quiere sacar de la manga el Zar con el asunto de Polonia, y mil tonterías más. Padeceremos bailes y cenas hasta muy entrada la primavera, ya lo verás.
La condesa se lo quedó pensando. Le gustaba vivir en Viena. Sentía un leve malestar cuando pensaba en lo abandonados que andaban sus hijos, pero no le costaba sacudirse tan molestos nubarrones. Como bien le hizo aprender su madre, los niños pequeños existían para ser mantenidos a distancia. Una vez crecidos, cuando ya fuera seguro que sobrevivían, se podía empezar a quererles, aunque sin exagerar. Quizá por eso ella y su madre se llevaban tan bien. Tenía razón su escéptico tío: no hay madre más estupenda que la que sólo se soporta unos pocos días al año.
Álava llevaba dos días en Bruselas. Apenas había salido de la que algún día sería su embajada. La pareja que lo cuidaba no era un modelo de simpatía, si bien eran dispuestos y obedientes. La mujer, además, sabía coser, de modo que, tras vencer algunas dudas, le confió las piezas de tela que se había traído de París. Los colchones no estaban mal, pero si quería dormir en sábanas nuevas debería procurárselas él. Y no sólo las sábanas. También las cortinas y las toallas, y los manteles y, en general, cualquier cosa que pudiera encajar en el concepto «ajuar», tanto para él como para el ignoto Miniussir que cualquier día entraría por la puerta. Costaría esfuerzo, pero en unos días aquel caserón podría empezar a llamarse Residencia del Ministro Español sin que sintiera excesiva vergüenza.
A la noche pensaba salir. En las anteriores no tuvo ganas de nada que no fuera una cena sencilla, un poco de vino, un libro y dejarse llevar por el sueño, pero aquella mañana se había levantado con la satisfacción de saberse al fin en casa. El día era magnífico, de modo que, tras un largo paseo y una buena siesta, se sentía en la mejor de las formas para empezar su trabajo, pues cenar con el Prins Willem, por placentero que pudiera ser, era su trabajo. Willem era un chico simpático, superficial y absolutamente britanizado, aunque sólo en la vertiente frívola del término. Para la «familia», el selecto grupo de aristocráticos ADC del que se rodeaba Wellington, era Slender Billy, y también Joven Sapo, en contraposición al Stadhouder Willem, su padre, de siempre Viejo Sapo.[73] La mejor propiedad del Prins van Oranje-Nassau, que cuando su padre recibiera la corona sería Prins van Oranje a secas, era su capacidad de abrir puertas. Álava no creía que fuese a disfrutar en exceso de su compañía, pues los veinte años que le llevaba separaban demasiado sus gustos y sus aficiones, pero aquel era su buey, el único que poseía en aquella tierra extraña, y con él tendría que arar.
La cocina del príncipe no destacaba por nada, pero al general le daba igual. Valoraba más la cordialidad. Saldrían al cabo de media hora para padecer el baile de la noche, que según decía el indolente príncipe lo daba la vizcondesa Hawarden. En el entretanto hablaban de su común amigo, antiguo jefe y gran valedor, el duque de Wellington. El príncipe sentía por él más admiración que por su propio padre. Casi todo lo que sabía de la vida se lo había enseñado él, o al menos fue a su sombra donde lo aprendió. No le preocupaba el futuro, ni pensaba que los primeros años del VKN fueran a ser tempestuosos. La situación era tranquila, todo el mundo estaba en paz, el dinero circulaba y la perspectiva de padecer un soberano neerlandés a nadie le preocupaba, ya que los valones y los flamencos llevaban sometidos a monarcas lejanos desde que llegaron los vándalos, o los godos, o quienes diablos fueran. La ventaja de la nueva situación sería que Amsterdam, donde viviría su padre, quedaba más cerca que París, Viena o Madrid, y además estaba el no pequeño detalle de que buena parte del gobierno residiría en Bruselas, con él a la cabeza y no en calidad de virrey, según gruñía la desorganizada oposición, sino de príncipe de la Corona y comandante supremo de los ejércitos.
—¿La gente de Graham estará también a tus órdenes?
—Formalmente sí, pero no me hago ilusiones. Los ingleses pretenden que haya calma y paz, y que Amberes permanezca tan ordenada y disciplinada como Plymouth. Con el tiempo acabarán por largarse, cuando Bonaparte sólo sea un mal recuerdo y este país funcione lo bastante bien como para que ya se puedan fiar, aunque no será mañana. Espero vivir lo bastante para verlo con mis propios ojos, pero dejemos ya estas cosas tan serias. ¿Qué te va pareciendo Bruselas?
—No puedo decir mucho. Salvo a ti, aún no conozco a nadie. Mi casa está bien y todo parece agradable, pero no sé más. Por cierto, ¿a qué se debe que mi calle se llame de l’Empereur? ¿Es por Boney?
—No, qué va. Por ninguno en particular. Por aquí han pasado incontables emperadores, lo que hace que la gente sea pragmática. Ese nombre vale para todos, incluso para Bonaparte si resucitara. Cambiando de tema, ¿te han hablado de los Richmond? Me refiero a His Grace the fourth Duke y su enorme familia. ¿Recuerdas al joven March? Si, el crío que Wellington se llevaba con él a todas partes hasta que le pegaron un tiro, en Orthez; es asombroso que aún no se haya muerto, porque lleva la bala encajada en el costillar. Su papá y Wellington son grandes amigos. Tu obligación es conocerle, de modo que nos dejaremos ver donde la Hawarden y después arrumbaremos a su caserón. El duque tuvo una juventud brillante, de lo más alegre, tanto que hasta se batió en duelo cantidad de veces, una de ellas contra el mismísimo Duke of York. Ahora ronda los cincuenta y de lo guapísimo que fue no queda nada. Gordo de hartarse y no moverse, calvo, dipsómano, gotoso y dispéptico. Del último cargo que tuvo, gobernador de Irlanda, salió mal parado, pese a las muchas manos que Wellington tuvo a bien echarle. A resultas padece problemas a cuál más grave, gracias a los cuales exhibe un aire melancólico que a nadie le gusta nada. Su cuita principal es que anda en la ruina. Con catorce hijos, y salvo March[74] ninguno independizado, si se ha venido con la tribu no es porque le vaya bien el clima, sino porque con las pocas rentas que le quedan aún puede vivir bien, sin que la bruja de la duquesa le llame calzonazos cada cinco minutos. Es su segunda tribulación. Charlotte, que así se llama el virago, es una dama terrible: arrogante, despótica, dominante, caprichosa, esnob, escocesa y tan implacable como despiadada en su afán de cazar maridos de riñón cubierto para sus siete desdichadas hijas. Si puedo describirla con tan gran precisión es porque March está empeñado en que los visite. Lady Charlotte pretende colocarme una de sus niñas, y lo hace de la forma en que una pescadera de Wapping te cogería la mano para meterla en el barril de las pescadillas. Las chicas no están mal, vaya eso por delante. No son los engendros que algunos murmuran, y alguna incluso es lista, y hasta divertida, pero de ahí a que abjure de mi soltería falta muchísimo. La miseria y la duquesa, ya lo ves, son los infortunios mayores del pobre Richmond, aunque no los únicos. Otro muy malo es que no consigue trabajo. Cosas del regente, que se la tiene jurada por las tonterías que hizo en Irlanda; colgó demasiados católicos, según creo; bastantes más de lo que se consideraría una cifra razonable. Liverpool tampoco le quiere mucho. Si lo pones todo junto, pues ya lo tienes: nada podría explicar mejor que se pase los días borracho como una cuba. Con decoro, eso sí. No se tambalea, pero le cuesta horrores poner un pie detrás del otro. De ahí que rara vez se levante del sofá.
El príncipe no estaba bien dotado para la conversación ingeniosa, pese a su exquisito acento de Oxford, pero Álava sí lo estaba para perdonar a todo aquel con quien conviniera estar a bien.
—Llevan aquí desde agosto. Demasiado tarde para encontrar una buena casa en una buena zona y a un buen precio. Los Capel, que sólo tienen diez hijos, vinieron en junio. Se arriesgaron bastante, porque las cosas en Bruselas andaban lejos de aclararse, pero consiguieron una choza magnífica, frente al parque. Cuando vinieron los Richmond, o los Lennox, como también les gusta que se les llame, los grandes chollos ya estaban liquidados. Se tuvieron que conformar con el caserón de un carretero de la Rue de la Blanchisserie, tras la puerta de Anvers. Lejísimos de todas partes. La casa es grande y posee una caballeriza inmensa, tanto que la duquesa la está convirtiendo en un segundo salón, pero no deja de ser un edificio feote y ruinoso, y además está en un barrio nada distinguido. En Bruselas, te lo digo por si aún no te orientas, moverse por fuera de las bayonetas, las de Graham o las mías, es arriesgado, y ni las unas ni las otras son fáciles de ver más allá de la Place Saint Michel.
—¿También los tratas mucho? A esos Capel, digo.
—Es inevitable. Allá donde haya un baile, allá que te das con unas cuantas señoritas Lennox que acompañan a otras tantas señoritas Capel. Superado el trauma, viene lo ventajoso: ser soltero, no desmesuradamente feo y con algún dinero está bien visto. Por cierto, tú te casaste, ¿no? —el embajador, sonriente, asintió; le divertía la forma en que aquel príncipe desenfadado se hacía el olvidadizo, pues debería recordar haber firmado, él también, la ensaladera que presidía la fabulosa vajilla que le regalaron los oficiales de Wellington con motivo de su boda—. Eso te coloca fuera del mercado matrimonial, aunque seguro que caerás en el de las alcahueterías, el de las honorables damas que para colocar a sus retoñas necesitan un go-between. Verás lo poquito que tardan en hacerse contigo.
—No me digas que Lady Capel y Lady Lennox cazan con reclamo.
—Pues igual que todas. Por mucho que se hayan organizado en alianza de intereses, la competencia es brutal. Eso da lugar a que ambas, y otras muchas, lancen de continuo sus escuadrones de alcahuetes, a ver si hay suerte y pica un coronel con fincas. La Capel, en eso, es temible. Tiene dos hijas, Lady Mary y Lady Georgiana. Dieciocho y diecinueve. No del todo feas, aunque les ha dado por escribir. Es una moda indeseable, te supongo al tanto. ¿Que no? En España estáis fuera del mundo, Miguel. Para que lo sepas: Inglaterra está infectada de mujeres engorrinadoras de cuartillas. Hace un tiempo, una provinciana incasable conocida por Miss Austen, o algo así, publicó un par de noveluchas aborrecibles. Desde aquello, la cultura británica es un sinvivir. Proliferan como las setas en noviembre. Deberían colgarlas, malditas sean. Londres, gracias a ellas, está crujida de oleadas y oleadas de romanticismo infecto. Así pasa, que cualquier idiota con una mínima instrucción se considera preparada para escribir un Orgullo y prejuicio… ¿qué? Sí, la más insufrible de todas. Es tan repugnante que hasta yo la leí. A escondidas, claro. Bueno, ¿qué tal si marchamos? La noche se presenta bien. Bruselas rebosa vírgenes ansiosas por dejar de serlo, ¿sabes? Lástima que te hayas retirado. En esta prodigiosa ciudad te sacudirías tus tenebrosas telarañas españolas, no lo dudes.
—No me hagas ir a bailar, haz el favor. Me gusta conocer gente, aunque no al precio de verla pegar saltos. Menos aún, de pegarlos yo. ¿No podríamos ir directamente a la cueva de los Richmond?
El joven príncipe se rascaba la barbilla, pensativo.
—Bueno. En atención a tu fatiga, iremos al Vauxhall. Representan algo muy de moda en Londres. No tendría interés, pero la primera dama es La Jordan. Que no te dice nada. Ensalzo tu sinceridad, aunque te aconsejo que aquí la luzcas menos, no vayas a quedar como un paleto. La Jordan es la muy celebrada ex querida del duque de Clarence, el hermano del Regente. No lo hace mal, aunque no siempre se la oye bien, porque todo son murmullos acerca de los cuarenta y cuatro tacos que ya tiene, de lo fondona que se ha puesto y de cómo se le notan los diez bastardillos Fitz-Clarence que le hizo el hermano de su Alteza Real, así como de la ruina en que se halla, porque nuestro posible George IV la tiene con una mano delante y otra detrás. Ya ves, todo a mayor gloria de Talía. Bien, tú: ¡andando!