París, miércoles 22 de noviembre
La ciudad se vaciaba. Primero marchó el Kaiser, impaciente por llegar a Viena, donde Maria-Ludovika parecía lista para el gorigori. Schwarzenberg también había marchado, al igual que cuatro quintos de su Oberrheinarmee; las unidades austrobávaras adscritas al ejército de vigilancia ya ocupaban sus posiciones, y en cuanto a la legación diplomática pensaba marchar ese mismo día. Unas horas más tarde no habría otros austríacos en París que los funcionarios de la embajada y los escasos turistas otoñales. El Zar también había marchado, escoltado por varios miles de cosacos —el grueso de su ejército ya marchaba en dirección al Rhein—; su convoy era tan imperial como él, pues eran docenas los carros donde cargaba lo mucho que había comprado en las últimas semanas, una vez liberado de la pía influencia de la escalofriante baronesa Krüdener. La última de sus adquisiciones era un conjunto de treinta y ocho cuadros que hasta poco antes permanecían ocultos en la Malmaison. Su propietaria, la duquesa Hortense de Saint-Leu, ya le vendió el año anterior, al poco de fallecer su madre, la porción principal de su colección, ciento dieciocho piezas de autores flamencos, holandeses y franceses cuya procedencia no se discutía, pese a sospecharse que algunas no estaban allí por haber sido compradas, y mucho menos pagadas. Sobre la procedencia de los otros treinta y ocho no había unanimidad de criterio, pues algunos opinaban que procedían del saqueo de Kassel y otros sostenían que se trataba de regalos hechos a l’Empereur, pasando por alto que los obsequiantes actuaban no a impulsos del gran amor que le profesaban, sino a la vista de las bayonetas de sus más patibularios grognards. Fuera como fuese, Hortense sospechaba que cualquier día se plantaría en la Malmaison algún escuadrón de ulanos negros para llevarse hasta las telarañas, de modo que, con buen criterio, prefirió pactar con el Zar un precio de saldo y así hacerse con algún dinero líquido, por mucho que aquél no fuera ni la mitad del que alcanzarían esas obras, en buena parte del cotizadísimo Rembrandt van Rijn, en las galerías de París.
Friedrich-Wilhelm se había ido esa mañana. Su convoy no era tan largo como el de Alexander, pese a llevar con él otra gran cantidad de cuadros, la excelente colección Giustiniani. Con su marcha desaparecía de París el último de los soberanos mayores y quizá también de los menores, y gracias a eso la casi totalidad de las legaciones diplomáticas mostraba un aspecto de liberación, de un al fin volver a la normalidad que si bien era bueno para casi todo el mundo causaba tristeza en los buenos restaurantes, en las joyerías distinguidas, en las grandes casas de juego, en los más reputados atteliers y a las exquisitas cocottes del Palais-Royal. Aquellos cientos y cientos de plenipotenciarios, diplomáticos, oficiales y auxiliares se habían dejado verdaderas fortunas desde que comenzaron a llegar a mediados de julio, exactamente cuatro meses antes de aquel día otoñal, frío y lluvioso, el habitual de la ciudad en aquella época del año. Para más de un filósofo fácil la revolución de 1789 terminaba, sin solemnidad y sin ceremonia, ese día tan apropiado para no salir de casa, calzarse las zapatillas y leer los periódicos al calor de la chimenea. Exactamente lo que Álava se había propuesto hacer. Ese día, con la cámara de los pares deliberando y debatiendo, no tenía nada mejor en qué ocuparse hasta la caída de la tarde, para entonces cenar en Véry’s con Perelada, celebrar la tan anhelada desaparición de Labrador, conmemorar el segundo aniversario de la boda del general e intercambiar la usual panoplia de cotilleos, para terminar arrumbando al salon de Juliette, donde aquel conde astutísimo, con lentitud diplomática y poniendo un pie detrás de otro, iba conquistando un espacio complementario al que su rango y sus contactos previos le habían procurado desde muy pocos días después de llegar a París. Si algo nadie le podría jamás reprochar, era no conocer su oficio.
Uno de los cotilleos sería el de la despedida de Müffling. Si Álava conocía los detalles era por habérselo llevado a cenar al Frères Provençaux; lo hizo por suponer que no se hallaría en la mejor de las formas, como suele suceder tras haber sido un hombre poderoso y volver a ser un pobre desgraciado al que Gneisenau consideraba no mucho más valioso que una mierda de caballo, y con el que Fiedrich-Wilhelm no tuvo ni siquiera el detalle de ascenderle a Generalleutnant, pese al excelente papel que había desempeñado al frente del gobierno militar. Tan bien debió de hacerlo que al poco de cesar recibió la inesperada visita del conde Chabrol, prefecto de París; no quería que se quedara sin oír de su boca el agradecimiento de los ciudadanos por la caballerosidad y el buen trato que había dado a la ciudad mientras duró su mandato. Le agradecía también, con palabras claras y en términos inequívocos, que contra la costumbre más establecida no se hubiera servido de su cargo para rapiñar sin compasión, tal y como consideraban su derecho los gobernadores militares de las plazas ocupadas, y más si eran tan ricas como París. Siendo notoria su oposición a recibir recuerdos o regalos que poseyeran valor pecuniario le había traído uno que no tendría más remedio que aceptar: una reproducción de un valiosísimo pergamino egipcio que se mostraba en el Louvre y que SM el rey Louis había encargado especialmente para él. No sólo era una reproducción tan exacta como perfecta, cosa que percibió sin dificultad —el Freiherr Müffling era un consumado artista de la plumilla y la tinta china—, sino que además era bellísima. Cierto, no podía dejar de quedárselo, pues como reproducción que a fin de cuentas era carecía de valor económico, de modo que lo agradeció de corazón. Estaba tan contento con aquella imitación de pergamino que la llevaba encima, para enseñársela; no se quedó sin hacerlo, ni él sin preguntarse si en realidad no le habrían dado el timo inverso, el de garantizarle que aquello era una copia para que se lo quedara, pues hasta donde sabía él de papiros y pergaminos aquél estaba lejos de ser una imitación, lo que se abstuvo de comentar. De ningún modo pensaba estropear el buen sabor de boca que aquel buen hombre se llevaba por ser el primer gobernador alemán de París a quien los parisinos no maldecían. Cuando menos, que supiera él.
El segundo cotilleo no era público: Antoine-Marie Chamans, conde de Lavalette y responsable imperial de La Poste, la organización que desde mediados del XVII se ocupaba del servicio de correos, había sido condenado a la horca por incontables delitos de conspiración y espionaje postal; si de momento se salvaba era por haber recurrido la sentencia, lo que quizá le concediera otro mes de vida. Todo eso lo sabía por Wellington, a quien visitó tras despedirse de Müffling. Lo que no comentaría con Perelada era que unos cuantos muy audaces, capitaneados por un gran amigo del propio Lavalette, Louis-Amable Baudus de Villenove, se habían conjurado para sacarle de la Conciergerie si el recurso fracasaba. Wellington no le dijo más, pues no estaba puesto en los detalles, aunque aseguraba que sería una operación no sólo ingeniosísima, sino que haría reír al mundo entero.
Faltaban minutos para la medianoche cuando el Fürst Metternich se acercó a su carruaje, donde le aguardaba Gentz, para volver a Viena. Prefería salir de noche, a fin de dar esquinazo a los periodistas —las noticias interesantes, tras nueve meses prodigiosos, comenzaban a escasear—; en cuanto a los riesgos inherentes a todo viaje nocturno por la bandoleresca Francia de la segunda Restauración, estaba tranquilo: Schwarzenberg había dejado atrás cuatro escuadrones de caballería ligera para que su gran amigo y valedor no debiera preocuparse de otra cosa que no fuese aburrirse demasiado.
Con la puerta del vehículo entreabierta se volvió hacia la casa, para despedirse de donde vivió cuatro meses nada fascinantes, ni tampoco divertidos. Lo habrían sido si Mina hubiese vuelto al redil, pero lo cierto fue que no le hizo maldito caso. Al principio pensó que, tras quitarse Pumpernickel la máscara bajo la que ocultaba sus verdaderos planes, sólo sería cuestión de mostrarse tan agradable como a fin de cuentas era él de por sí. El que se cruzara por en medio el aide-de-camp de Álava no habría debido ser un obstáculo que superara la semana —rara vez Mina soportaba sus «consuelos» por más tiempo—, pero el que se hubiera vuelto loca por él habría podido destrozarle de no haber recurrido a toda su fuerza de voluntad. Aun así seguía sin comprender qué habría visto en él, además de una prestancia física innegable. Igual revivía su archivado idilio con Windisch-Grätz: también era guapísimo, también era muy joven y, probablemente, también calzaba una belle fille, pero hasta entonces Mina no se había rendido tanto a un hombre como para renunciar a su papel de anfitriona perfecta y musa de las grandes ideas. Algo cambiaba en la que debería volver a considerar como una gran amiga, y no el amor imposible de los últimos dos años. Igual ya no le divertía ser la mujer más influyente de dondequiera que residiese, fuera Viena, París o Praga. Igual, si había degenerado lo bastante, sólo quería ser una mujer feliz. Lo mismo que pretendía su hermana Dorothée, a la que sabía en Venecia con su chevalier servant y a la cual, si su información era correcta, su bello y bravo amante se hallaba cerca de plantar, tras explicarle que la idea de vivir en adulterio con una condesa católica encinta no le subyugaba, y que, por si fuera poco, los dardos de Cupido le habían empujado hacia una tal miss Selina Meade que carecía de todo lo que a ella le sobraba: un esposo, dos hijos camino de tres y una familia de arpías. Miss Meade, que sólo tenía dieciséis años, estaba sentada en una dote colosal, lo que redondeaba el atractivo de unos ojos verdes prodigiosos, una larga melena irlandesa y un cuerpo que, según Gentz, habría deseado para sí la mismísima Gran Prostituta de Babilonia. Los tiempos se avecinaban duros para las Von Biron, pues los años, implacables, se les echaban encima. Lo mejor para su paz anímica, se decía conteniendo una mueca de dolor, sería sacarlas cuanto antes de su vida. Pensándolo bien, el que Mina se largase a su adorada Italia cabalgando en su garañón español, como según sus informes podría suceder, sería lo mejor que podría pasarle. A él.
Lady Selina Meade, empeñada en disputar a la condesa de Périgord el guapísimo conde Clam-Martinitz
Había ocupado su asiento sin preocuparse de cerrar la puerta; ya lo hacía por él alguno de sus criados, a saber cuál; tras un suspiro se volvió hacia el silencioso Gentz, que le miraba del usual modo especulativo, y exhibiendo una sonrisa desencantada dejó caer una frase ridícula.
—Mon cher Fritz, la commedia é finita.