Bruselas y París, domingo 5 de marzo
Álava se había ido a la cama molesto por no izar su bandera, ya que la conformidad de Cevallos seguía sin llegar. Quizá su jefe no tuviera claro cuál debería ondear en la Rue de l’Empereur 8, pues la que cien años antes implantara Felipe V,[85] primer Borbón de los seis que llevaba padecidos la desdichada España, se vio tan arrastrada en Bayonne que igual no convenía mostrarla. No sólo eso: hacerlo indicaría sometimiento de los Borbones españoles a sus primos franceses, y los tiempos no eran los mejores para tales vergüenzas. De sus conversaciones con Wellington extraía la conclusión de que arrimarse al árbol francés no depararía la mejor de las sombras. El inglés era más frondoso. No ya per se, sino a la vista de los levantamientos en las colonias. Si algo necesitaba España para enfrentar lo que se venía encima era no llevarse mal con El Inglés, pues en otro caso sería difícil que llegase a Las Américas algún transporte de tropas, y de allí el oro que tanto necesitaba el Estado. A todo eso se debía que, tras larga reflexión, decidiese izar la de Carlos III, el único Borbón que a su juicio no fue un cretino total. Cuando menos aceptaba consejos. En su reinado, y en los anteriores, los encuentros de la Marina Real con la Royal Navy se contaban por derrotas; unos cuantos, su tío Ignacio a la cabeza, sostenían que una de las causas era que, una vez la batalla en marcha y habiéndose llenado los aires de humo negro, los barcos españoles apenas se reconocían entre sí, mientras los ingleses, con aquellas enormes Cruces de San Jorge gualdrapeando en todos sus palos, siempre sabían cuál era de los suyos. A eso se debió que su secretario de Marina, Valdés, convocara un concurso de ideas, a resultas del cual propuso a SCM doce opciones distintas. En mayo del 85 Don Carlos eligió una para los buques de guerra y otra para los mercantes; bajo la primera, roja y amarilla, fácil de identificar incluso en la peor de las nieblas, el guardiamarina Miguel de Álava se hizo a la mar por primera vez. Bajo ese pabellón recorrió los siete mares y combatió docenas de veces, siendo la última el desastre de Trafalgar. Era Su Bandera, y en la práctica la de su país, ya que ondeaba en los arsenales y fortalezas de la Marina Real, y en los pocos barcos que aún flotaban. De ahí que aquel día se levantara con la decisión tomada. La bandera, que le acompañaba desde Vitoria, yacía en un arcón. Acompañado de un consejero que no veía la razón de tanta ceremonia, salieron a la calle y la izaron con toda la majestad que pudieron movilizar, que no fue mucha porque caían chuzos de punta.
—Mi general, ¿no estaremos metiendo la pata? Es que no sé si nadie reconocerá esta bandera.
—Ya lo harán. Es muy bonita, si se fija usted —el consejero levantó las cejas, escéptico—. Es porque no es una bandera. Es una señal. Las banderas son trapajos despreciables con los que algunos pretenden afirmar su independencia de los vecinos, de ser distintos de sus hermanos y de sus primos. Esta sólo nació para que nuestros serviolas distinguieran al amigo del enemigo. Es un instrumento funcional, no un símbolo dinástico. De ahí que sea tan hermosa. La belleza de los objetos, Miniussir, depende de su funcionalidad. De que sirvan de algo. La flor de lis sólo sirvió para que nos odiáramos los unos a los otros. Esta es otra cosa. O debería serlo.
Habrían vuelto al interior de la embajada, pero se detuvieron al pararse frente a ellos el carruaje del Prins van Oranje, que aquella mañana, cosa en verdad rara, se levantaba temprano.
—Miguel, ¿no lo sabes? —el general negó con la cabeza, en gesto de perplejidad—. Boney se ha escapado. Más de un almirante debe andar preocupado por su pescuezo. ¿Qué cómo lo sé? Por un propio de Graham. Voy a verle, para que me cuente más. Vente luego y te pongo al día.
El embajador y su consejero se miraban, perplejos.
—¿Y ahora qué pasará, mi general?
—Ni la menor idea. Sólo sé que debemos mandar un despacho. En buena lógica ya se sabrá, pero la lógica no abunda en Madrid. Además, nuestra embajada, la de Londres y la de Viena son las únicas en servicio. Las únicas con un embajador capaz de mandar mensajes. Bueno, y un consejero —se sonrieron—. Ningún otro ha tomado posesión y todavía tardarán en hacerlo. Es que son duques, y condes…, ya sabe. No estará de más que Cevallos advierta quién trabaja y quién no.
Las noticias llegaban a París al tiempo que a Bruselas. Napoleón había desplegado a lo largo y a lo ancho de Francia un telégrafo de naturaleza óptica, el cual dejaría en pocas horas el tiempo necesario para recibir en París, o transmitir a los puntos más alejados del hexágono francés, las noticias relevantes y las órdenes urgentes. Cuando funcionara sería un avance magnífico, pero el caso era que acababa en Lyon, y eso sin considerar la irregularidad con que funcionaba y las pocas palabras que permitía transmitir. A eso se debían los cuatro días que tardó aquel telegrama en llegar al rey, para desde ahí, tras dejar éste caer con el hastío de los soberanos un indiferente «parece que Bonaparte ha escapado de su isla», regresar a las del barón Vitrolles, secretario del Conseil Privé, y después a las de Blacas. Bonaparte debía de estar muy desesperado para perpetrar ese disparate, se decía el Ministre de la Maison du Rei. Sus posibilidades de llegar a París, juzgaba sin el necesario desapasionamiento, eran nulas. Sin embargo, las que tenía de hacerse con alguna ciudad donde sus simpatizantes fueran mayoría, como Grenoble o Lyon, y desde allí declarar una guerra civil, sí merecían una reflexión.
Dos horas después, y tras reunirse con Soult, mandó enviar contra el Corso los regimientos acantonados en Grenoble. Pese a eso no se quedó tranquilo, por mucho empeño que pusiera Soult en afirmar que Bonaparte no tenía nada que hacer. En los últimos tiempos andaba todo tan mal que a menudo se preguntaba qué más podría ir aún peor. Bien, ahí estaba la respuesta.
¿Se habría fugado de verdad? ¿No le habrían soltado los ingleses? De ser así, ¿para qué?
Pues no podía estar más claro, se contestó con un profundo malestar: para provocar una guerra civil, desposeer de su trono al rey Louis y entendérselas con un Bonaparte domesticado, ansioso de no volver a verse solo contra todos. Quizá para Liverpool, y para esa serpiente de Castlereagh, los enemigos a batir habían pasado a ser Alexander y Friedrich-Wilhelm.
¿Y qué diablos estaría enmierdando Talleyrand? ¿Qué habría hecho para que los ingleses decidieran liberar a Bonaparte o, si no tanto, mirar hacia otro lado mientras organizaba su fuga?
El Duc d’Otrante también conocía la noticia. El ambiente ciudadano era de tranquilidad, pero bien sabía él lo mucho que cambiaría en cuanto empezaran a esparcirse rumores. Aun así, no era lo que centraba su atención. Era la fría evaluación de las oportunidades del Corso. Tenía muchas, aunque no todas. El aparato estatal estaba en manos del rey, como el Ejército y la Guardia Nacional. Si Louis supiera explotar esa ventaja tendría la partida ganada, pero era demasiado irresoluto para jugarla bien. Su Conseil Privé, desde que marchase Talleyrand, era la lista de los cretinos más grandes que se pudieran encontrar en Francia. Eso ponía las posibilidades de Bonaparte más altas de donde por número y fuerza les correspondía. Contaba, sin duda, con su influencia en el soldado francés, incluyendo a la oficialidad y al generalato. No sólo le añoraban, sino que la llegada de Louis XVIII fue la licencia para más de la mitad, a media paga los oficiales y a nada los demás. Las perspectivas se habían vuelto muy duras para el soldado francés y no mucho mejores para el oficial de carrera. Con Napoleón regresarían los buenos tiempos. De momento no había más por evaluar. Era cuestión de permanecer atento y vigilante, su estado natural. En cuanto a su apuesta, no tenía por qué realizarla. Mejor dicho, apostaría por los dos, Louis y su viejo amo. La vida sólo es larga para los tramposos.
Le llegaba un mensajero de Les Tuileries: Vitrolles le ordenaba presentarse a SCM. Muy nervioso debía de estar para quererle ver, siendo, como era, el votant [86] más notorio. Sería una gran oportunidad para no comprometerse pareciendo que lo hacía, diciendo, por ejemplo, que todo dependería del primer regimiento que se despachara contra el Usurpador; si se pasase a su bando, los que marcharan tras ése harían lo mismo, así que SCM debería elegir uno de fidelidad contrastada. Con una toma de posición como esa, ni l’Empereur ni le Roi podrían jamás acusarle de deslealtad.