Francia, el VKN y Londres, miércoles 21 de junio

El Emperador llegó a l’Élysée con las primeras luces del día. Le recibió Caulaincourt. Desganado, le dio cuenta de la magnitud de la derrota, incidiendo en que con lo principal, los hombres, aún se podía contar; con su moral y su espíritu pudiera ser que no, pero él sabía cómo hacerlos revivir. Las pérdidas peores eran las de armamento, pero en Avesnes había suficiente para rearmar otros dos ejércitos como el que se había perdido. Terminó diciendo que se sabía frente al día más difícil de su reinado, porque la batalla que se avecinaba con el Corps Législatif le agotaba sólo con pensar en ella, tanto que antes de comenzar necesitaba un baño. Tras eso se adentró en sus aposentos, donde Alí ya lo preparaba. Mientras se desvestía pidió a Caulaincourt, que permanecía del otro lado de una cortina, que le contara cómo estaba el ánimo de la ciudad. No le sorprendió saber que aún era bueno. Los parisinos seguían en Ligny, aunque sería cuestión de horas que supieran de Mont-Saint-Jean.

Apenas se había sumergido cuando Alí anunció a Lavalette, uno de sus parlamentarios más fieles. Tras hacer que Alí extendiera una púdica toalla de lado a lado de la bañera, ordenó que se le hiciese pasar. Lavalette, muy alterado, le contó que la noticia de la derrota se había divulgado la noche anterior, que las cámaras ya estaban al corriente y que «abdicación» era la palabra en boca de casi todos. Sin apenas tiempo para encajar la noticia vio llegar a Davout, cuya impaciencia le había impedido esperar. De un modo directo, cien por cien militar, le hizo saber —ignorando al aprensivo Lavalette— que todo estaría perdido si no tomaba medidas inmediatas, empezando por disolver las cámaras, dispersar a los parlamentarios, encarcelar a los recalcitrantes y poner la ciudad en estado de sitio. Davout no podía calcular que l’Empereur no estaba listo para soportar una presión semejante; de ahí su sorpresa, la de verse frente a un hombre derrumbado, inmerso en una bañera de donde a todas luces no quería salir, como si aquello fuera un útero caliente, protector y confortable, y él un nasciturus horrorizado de nacer. Era toda una novedad: por primera vez en su vida, Napoleón había sido verdaderamente derrotado. De un modo irreparable. No le quedaban fuerzas para luchar. Ni contra el parlamento, ni contra la opinión pública, ni contra los prusianos. Él sabía, porque las comunicaciones militares funcionaban, que horas antes Blücher rebasaba Charleroi, y que más o menos al mismo tiempo Schwarzenberg iniciaba el cruce del Rhin. Davout era un excelente mariscal, el mejor para leer un campo de batalla e interpretar una posición. Lo que veía frente a él era inequívoco: la guerra estaba perdida.

La 1.ª de Infantería VKN marchaba sobre Houdain, la primera de las fortalezas donde pretendía plantar su bandera. Sir Charles Colville se despedía del Prins Frederik, al que deseaba perder de vista del modo más cordial. En lo personal no tenía nada contra él, pero su desconocimiento de «lo militar» le hacía maravillarse de la colosal imprudencia de His Grace, la de poner nueve mil cuatrocientos hombres y tres generales tan veteranos como Stedman, d’Hauw y Eerens, a las órdenes de aquel pajillero atontado.

Antes de abandonar Merbeu-le-Chateau Blücher había firmado una proclama de adiós a los valones; también, pese a no comprenderla del todo, la reorganización del Niederrheinarmee. Seguía sin ver la necesidad de poner a Hake y a Pirch I a las órdenes de un mando superior, y menos que Gneisenau insistiera en que fuera el Prinz August von Preußen, pero si tanto empeño mostraba sería por algo, así que además escribió, al dictado de aquél, una carta urgente a Friedrich-Wilhelm, suplicándole pusiese las fuerzas de aquellos dos al mando del puñetero Prinz August. La justificación de Gneisenau era que un mando meramente militar despertaría quisquillosidades en los estados que aportaban sus regimientos al Norddeutsche Bundeskorps. August, todo un príncipe de sangre real, sería bien aceptado, tanto por todos ellos como por Seiner Majestät, de siempre fastidiado por la renuencia de sus generales a ser mandados por sus hermanos, hijos, primos o sobrinos. Con aquella designación Gneisenau pretendía no sólo desentenderse de las incidencias cotidianas del aún hipotético armee del Prinz August, sino ganar a éste para su causa, pues el apuesto primo del rey estaba mal visto gracias a ciertas murmuraciones.[218] Gneisenau necesitaba más amigos, y con aquello ganaría uno de veras importante, pues sería gracias a él que resucitase de su ostracismo.

El Army of the Low Countries entraba en Francia rumbo a Malplaquet, donde Wellington había ordenado se instalara el cuartel general. Él llegaría un día más tarde. Si eligió ese lugar para pasar la noche del 22 quizá fuera por invocar el espíritu del que hasta cuatro días antes era la mayor gloria militar de su país, Sir John Churchill, Duke of Marlborough, que allí, en ese mismo Malplaquet, consiguió el 11 de septiembre de 1709 una de sus más sonadas victorias, quizá la que más —al menos fue la más sangrienta— en la muy larga y gloriosa historia británica, por supuesto hasta Waterloo.

L’Armée des Alpes abandonaba los puertos de montaña que tomó al amanecer del día 15; el Maréchal Suchet, en manifiesta inferioridad numérica, sólo podía retirarse hacia Lyon.

La 16.ª Brigada se desplegaba frente a la fortaleza de Maubeuge. Bülow exigió a su adalid la inmediata capitulación, y con acuerdo a la etiqueta prusiana lo hizo del modo más antipático. A eso quizá se debiera que la negativa se formulara en similares términos, lo que alegró a Bülow, pues negociar capitulaciones honrosas no se le daba bien. Aun así no tendría que hacerlo en Maubeuge, ni en Landrecies, pues sería Pirch quien las tomase; su función era cercarlas en tanto éste no le relevara, y de paso impedir que los fugados de l’Armée du Nord se rearmaran en su retirada sobre Laon. Maubeuge y Landrecies eran importantes no sólo por eso, sino por el tráfico fluvial. Los ríos Sambre, Oise, Marne y Sena se comunicaban entre sí mediante una red de canales. Cuando hubieran tomado los bastiones que los bloqueaban podrían despachar barcazas entre Lieja y París, lo cual, según Gneisenau, sería más rápido, barato y seguro que usar las carreteras francesas. Ahí, como en tantas otras cosas, su filosofía se apartaba de la establecida por Bonaparte, según la cual lo primero y esencial para encarar campañas era contar con buenas carreteras; en su concepción, que partía del principio de hacer marchar a las tropas un mínimo de diez leguas diarias, el transporte fluvial era irrelevante. No dejaba de ser llamativo que sus peores enemigos fueran los primeros en creérselo, salvo Gneisenau, que seguía pensando de las barcazas y los canales lo mismo que Friedrich der Große.

El Emperador, en su habitual estampa de coronel de los chasseurs-à-cheval, permanecía en silencio a la cabecera de la mesa donde se reunían sus ministros y secretarios. Estaban todos: Cambacérès, Fouché, Davout, Maret, Mollien, Gaudin, Regnault, Carnot, Decrès, Caulaincourt, Boulay, Defermont, Merlin de Douay, Joseph, Lucien y Berlier, el secretario del consejo. Su aspecto físico era mejor de lo que temían. Más les preocupaba el mental. Su legendario espíritu combativo no asomaba por ninguna parte, y cuando al fin se decidió a comenzar se hizo claro que aquel no era el Napoleón invencible al que llevaban veinte años adorando. Su tono era plano y monocorde, amén de aburrido. Según enunciaba con lentitud, casi con morosidad —él, que tan rara vez explicaba nada; lo suyo era despeñar órdenes, sin más—, para vencer a los tres ejércitos invasores, que serían cuatro cuando los rusos llegaran al Rhin, haría falta movilizar a Francia en su conjunto, de Dunkerque a Hendaye y de Brest a Niza. El que se situase a la cabeza del país para enfrentarse a la invasión habría de poseer poderes dictatoriales. Los podría conseguir enviando a las cámaras un batallón de la Garde Impériale, si a Davout le quedase alguno, pero no quería proceder de un modo brutal. Los poderes deberían serle otorgados por las cámaras, voluntariamente. Lo había pensado a fondo y de ningún modo los aceptaría de otra forma. Tras eso cedió la palabra. Después de un breve debate quedó claro que sólo su hermano Lucien, más Carnot y Davout, estaban a favor de un movimiento rápido y decisivo, bayonetas por delante. Cambacérès, Caulaincourt y Maret, de siempre moderados, se inclinaban por buscar un entendimiento con los diputados y los pares. Fouché nadaba entre dos aguas, aunque al tiempo anotaba la necesidad de mandar un propio a La Fayette urgiéndole a tomar medidas inmediatas, si no quería ver el Palais-Bourbon tomado por una horda de grognards.

Al cabo de una hora, cansado de palabras inútiles, zanjó la discusión preguntando a favor de quién estaban las cámaras; habría debido dirigirse a Regnault, responsable de las relaciones con el Corps Législatif, pero el que mangoneaba el Palais-Bourbon era su ministro de Policía, y si quería saber lo que de veras sucedía él era quien mejor podría decirlo. Fouché, con su mejor flema, respondió que los diputados sólo querían hablar de abdicación, y que si Su Majestad rehusara discutirían su deposición. Esa irritante verdad, dicha con sencillez un punto brutal, pareció galvanizar a l’Empereur, que cambió de tono, abandonando el comedido de hasta entonces para pasar al que tanto añoraban los presentes: el de conquistador. Comenzó por desgranar las opciones militares para enfrentarse a los prusianos, a los ingleses, a los austríacos y a los rusos, según fueran llegando. Bastaría con replegar sobre Lyon los cuerpos de Suchet, Brune y Lecourbe, dejando las fronteras del este a cargo de las fortalezas, las cuales podrían sostenerse durante meses, muchos más de los que necesitaría él para pasar de invadido a invasor. París se pondría en estado de sitio bajo el mando de Davout, aprestándose a una lucha popular, barrio por barrio y casa por casa. Los austríacos y los rusos serían los primeros en pensárselo, y tras ellos los británicos. Los únicos irreductibles serían los prusianos, pero estaban tan desangrados que no podrían hacer nada frente a una Francia en armas. Sus ministros rugían a favor, aunque Fouché con reservas. Le preocupaba que aquel demente se presentara en el Palais-Bourbon enarbolando aquella misma oratoria épica. De ahí el avisar a La Fayette; debería movilizar a las cámaras, constituirlas en asamblea permanente y negarse a recibir a l’Empereur. De ningún modo debían los dos, él y su aliado, correr el riesgo de que se hiciera con las 746 almas de los 746 idiotas con una simple soflama de su inflamado verbo, y no porque tal cosa significase la destrucción de Francia, sino porque significaría la suya. La manera que tenía de mirarle no era tranquilizadora. Debía pensar que se hallaba detrás de lo que sucedía en el Corps Législatif, porque no había podido volverse tan imbécil como para no sospecharlo. Si aún no le había fusilado sería por pensar que todavía le podría ser de utilidad, pero a poco que las posturas se acerasen sus reacciones se volverían extremas, y lo último que deseaba era pasar a la historia como el último mártir de Napoléon I.

Las cámaras se reunían en sesión conjunta. No alcanzaban el total de 629 diputados y 117 pares, aunque se superaba el quórum. La Fayette les informaba cuando le llegó una nota de Fouché. A partir de ahí todo se volvió confuso. La situación requería que alguien de prestigio tomara la palabra y arrastrase a la manada. La Fayette quizá fuera el más favorecido por Atenea cuando repartió el don de la elocuencia. De la suya dependería que Francia pagase una factura dolorosa pero conservara su patrimonio y su integridad, o resultase arrasada, desmembrada y repartida entre los vencedores, pues de seguir bajo la bota del Corso así acabaría por suceder. Su propuesta, nada improvisada —él y Fouché le dedicaron una hora la noche anterior—, establecía que la cámara conjunta se declarara en sesión permanente, que cualquier tentativa de disolverla se considerase delito de alta traición y que quien osase ordenar tal cosa fuera declarado hors la loi. La cámara, para su sorpresa —él no tenía tan buena opinión de su oratoria—, le respaldó en el acto. El panorama de sangre, fuego y destrucción desencadenado por la vesania de un lunático les hacía entender que la suerte de Francia dependía de su firmeza. Lo que viniera después tendría una importancia secundaria. Louis XVIII, Louis-Philippe d’Orléans, Schwarzenberg, Wellington, Blücher, el Kaiser, el Zar, Fiedrich-Wilhelm… qué más daban todos ellos, al menos en ese momento. A medida que llegaran, ya les harían frente.

Aquello llegó en minutos a l’Élysée, causando en la debilitada moral de l’Empereur un efecto devastador. Sus deseos de luchar comenzaron a diluirse tras un hastío fatal. A propuesta de Lucien, que comprendía mejor que los demás lo que atravesaba su cabeza, Regnault y Carnot —el mejor orador de todos ellos, tanto que a menudo conseguía imponerse a La Fayette— dejaron el consejo para marchar al Palais-Bourbon. Su propósito era predicar a pares y diputados la voluntad de concordia del Emperador, así como su respeto a la legalidad, eso último por imposición del propio Napoleón, que les ordenó dejaran claro que de ningún modo haría nada sin el respaldo del Corps Législatif.

La princesa estaba preocupada. Los lejanos cañonazos de días antes, más los comentarios del retén que le dejó Mouton, decían que la guerra se desencadenaba por su curso natural, muy alejado del idílico Chimay. En la mañana del lunes, sin embargo, comenzaron a dejarse ver soldados que marchaban hacia el sur, más agotados que hambrientos y que decían haber sufrido una gran derrota cuando ya casi estaban en Bruselas. Ella, prudente, limpiaba y vendaba heridas, y repartía con generosidad embutidos, queso, agua y pan, consciente de que convenía ponerse a favor del viento. Fue un día de sobresaltos, porque cada vez que aparecía un nuevo grupo se preguntaba con qué talante vendría, y si llegado el caso sus custodios no preferirían cambiar de bando y pasar de protectores a saqueadores, aunque llegó la noche sin que las peores predicciones del sargento se cumplieran, quizá porque Chimay quedaba un tanto apartado del camino más corto hacia París. No obstante, y según decían los que se detenían a llenar el zurrón, el peligro no estaba en ellos, sino en los prusianos sanguinarios que les perseguían con sus banderas negras muy en alto. Su vieja pesadilla, el demoníaco Maréchal Blücher, les pisaba los talones, y contra eso no habría solución, pues el sargento y sus hombres no podrían hacerle frente. Un oficial del VI Corps d’Armée, que recordaba el château y la hospitalidad de su châtelaine, decía que las órdenes eran marchar hacia Laon para unirse allí a los Corps d’Armée III y IV, con los cuales l’Empereur pensaba reorganizar l’Armée du Nord. Fuera como fuese, le dijo al día siguiente su entristecido sargento, ni él ni sus hombres podían quedarse. Sólo le quedaba desearle suerte con los prusianos; en su experiencia de otras campañas podían ser brutales y despiadados, aunque solían ser disciplinados. La suerte de la princesa dependería del oficial que mandara el primer grupo que llegase. Si pertenecieran a un regimiento de línea no le pasaría nada, salvo quedarse sin lo poco que aún había en su despensa. Si fueran reclutas landwehr todo iría peor, pero era notorio que rara vez marchaban en vanguardia. Quizás incluso dejaran Chimay de lado, pues la ruta de París pasaba por Avesnes-sur-Helpe, mucho más al oeste.

Les despidió con aprensión aunque con principesca generosidad, pues además de llenarles los zurrones entregó al sargento cincuenta napoleones, para que los repartiera como quisiera. Tras eso se quedó sola con sus asustados hijos y sus temerosos sirvientes, acongojada pero tranquilizándoles con su mejor expresión de serenidad. Se le descompuso un poco al ver llegar por la carretera de Beaumont un escuadrón de caballería. Unos tipos siniestros de uniformes negros, caballos negros y lanzas negras que lucían calaveras plomizas en sus ridículos gorros negros. Casi todos mostraban largos mostachos a la tártara, y en conjunto componían una visión terrorífica, salvo el que marchaba delante, de uniforme azul, bicornio emplumado y caballo gris. El teniente O’Etzel, que así dijo llamarse, hablaba un francés comprensible. Anunciaba que Su Alteza el príncipe Blücher quería pasar allí la noche. También que, atendiendo una petición del general Álava, les otorgaba su protección, tanto a ella como a su familia y a sus bienes. Su Alteza, que pensaba cenar allí con otros oficiales, deseaba contar con su amable presencia, y a ser posible con los servicios de su acreditado chef. En el entendimiento de que su despensa podría estar vacía, le había encargado entregarle algunos víveres, así que le rogaba que señalase dónde debía dejarlos —al tiempo hacía un gesto a un par de soldados que conducían una carreta muy cargada—. Por lo demás, ellos permanecerían allí hasta que Su Alteza marchase, defendiéndoles a ella y a su propiedad de cualquier merodeador que asomara su cabeza.

La princesa volvió a examinar la lúgubre tropa. El buen Miguel, qué magnífico inquilino había resultado ser, suspiraba para sí señalando el camino de la cocina. El sol aún estaba muy alto, de modo que a su chef podría darle tiempo a preparar un buen caldero de sopa y unos cuantos pollos para dar de comer a los cincuenta lanceros. Tras eso no le cabía duda de que serían suyos para siempre.

La respuesta de las cámaras al discurso de Carnot fue pedir al gobierno que los ministros de Guerra y Asuntos Exteriores, Davout y Caulaincourt, se personaran allí, ante la soberanía popular, para informar de las dos situaciones, la militar y la diplomática. Regnault regresó a l’Élysée, muy abatido, para sorprenderse de que l’Empereur escuchara con flema, si no con indiferencia. Era porque nada de aquello le sorprendía. Sabía de sobra que para conseguir algo debería ir en persona. Entraba en lo probable que a él le concedieran lo que tan ásperamente negaban a sus ministros, pero le atenazaba el pavoroso recuerdo del 18 Brumario, el de verse acorralado y zarandeado por una masa de diputados levantiscos y encrespados. De ahí que aceptara esa nueva humillación, que Davout y Caulaincourt fueran a informar. Todo le parecería bien mientras no tuviera que ir él.

Daban las seis cuando Lucien, flanqueado por Carnot, Davout y Caulaincourt, iniciaba una disertación sobre la discutible magnitud de la derrota, la necesidad de una unión nacional en torno a l’Empereur y la salvación de Francia en calidad de objetivo general. Pese a la brillantez de sus palabras no reblandeció la postura común, que con el paso de las horas se había endurecido hasta la petrificación; los Bonaparte, para su consternación, ya no asustaban a nadie. Alzándose sobre las tempestuosas voces que le interpelaban, resonaba la del sombrío Verdier de Lacoste. Se preguntaba qué necesidad tenía Francia de seguir aguantando un Emperador como el que padecían, y que gracias a sus delirios Francia estaba en guerra con Austria, Rusia, Prusia, Inglaterra, el VKN y España, naciones que no lo estaban contra Francia, sino contra él; suprimirle sería poner fin a esa guerra que al país ya le había costado treinta mil muertos y que pronto serían muchísimos más. Aquellas palabras dieron lugar a que los encendidos diputados renunciaran a debatir si a Francia le convenía o no seguir sufriendo a Napoleón. El tono de las intervenciones mudaba del que se vivió un Grenade de Brumaire al de un Mûre de Thermidor.[219] Lucien, al igual que Robespierre, sentía próximo el horripilante «hors la loi!»; de ahí que sintiese algún alivio cuando Jay, un señalado turiferario de Fouché, pidiera en tono conciliador el nombramiento de una comisión cuyo mandato sería exhortar al Emperador a que abdicase, y anunciarle que si se resistía las cámaras votarían su deposición. La Fayette, que además de muy caliente se hallaba inspirado, le respaldó al recordar los muchos franceses cuyos huesos yacían desperdigados por Europa, Siria y Egipto. Nadie, sostenía, podría decir que habían sido desleales a l’Empereur. La frase con que acabó su arenga fue la más devastadora de todas las dichas ese día: «Hemos hecho suficiente por él; nuestro deber, ahora, es salvar a Francia». Los aplausos acabaron de hacer ver a los hombres de Napoleón que no había nada que hacer, y menos tras votarse una comisión de cinco pares y cinco diputados (Thibaudeau, Boissy, Drouot, Grenier, Dejean, Lanjuinais, Andréossy, La Fayette, Flaugergues y Dupont de l’Eure) para que se incorporase al Consejo de Ministros. Lucien no quiso ver más; corrió a l’Élysée, para sorprenderse de que a su hermano mayor no le sorprendiera nada de lo que decía. Parecía conforme con que sólo hubiera dos posibilidades, Abdicación o Disolución, o tres si se unía la Deposición. Están locos, murmuraba; no comprendían que apartándole sólo conseguirían que Inglaterra reimpusiese a L’Inévitable. Mejor harían extendiéndole su confianza; para empezar no las disolvería, lo cual sería lo primero que haría Louis. Gracias a la decisión que tomaban durarían en sus puestos lo que tardara Blücher en tomar el Palais-Bourbon.

El III Armeekorps vivaqueaba cerca de Beaumont. Thielmann mandó parar dos horas antes de lo previsto porque la tropa estaba extenuada; desde que comenzara la campaña ningún día recorrieron menos de quince kilómetros, y algunos más del doble. Los primeros, lloviendo y con frío, fueron horrorosos, pero aquél, de ardiente verano, les había reventado. De ahí el detenerse. Una cosa era la disciplina y otra provocar un motín. Mejor que cenaran caliente y descansaran hasta el amanecer. Clausewitz y él aún debían seguir: Gneisenau les había citado en Chimay, a dos horas de allí.

La princesa se preguntaba cómo sería Blücher. Sólo sabía que ya era muy mayor. El resto, empezando porque verle diera miedo, sería leyenda, o eso quería pensar. La de su petit gringalet no era mucho mejor, aunque bien sabía ella que, si se le manejaba con destreza, era como un niño. Quizá con Blücher ocurriera lo mismo, se decía según veía que por el camino de Beaumont se acercaba otra comitiva, precedida por una nueva horda de lanceros. Ella presentaba un idílico aspecto de princesa medieval que recibe a un gran guerrero; de blanco, el talle muy alto y con un escote razonable, formaba frente a su château a la cabeza de su prole, igualmente dispuesta en tonos virginales. El teniente O’Etzel, junto a ella, esperaba en rigurosa posición de firmes. Tras ellos, dos docenas de siniestros lanceros negros, que la princesa ya sabía se llamaban «ulanos», presentaban armas. Blücher debía de ser el cuarto jinete una vez apartada la escolta, por ser el único anciano. Los otros tampoco eran niños, pero ninguno mostraba guedejas blancas asomando bajo la gorra, bigotazos canosos y manos sarmentosas sujetando las riendas; ahora, ninguno tenía unos ojos entre azules y grises que aun siendo severos parecían saber mirar a una mujer. Le vio descender de su caballo, un tanto astroso para ser de un príncipe, para cogerse de un tipo muy guapo, de unos treinta y tantos, y cojear en su dirección.

—Gebhard-Leberecht von Blücher, Madame.

La princesa inició una reverencia, para ser izada por la fuerte mano del príncipe, que así demostraba saber de coger mujeres al vuelo; tras eso se hizo con la mano de la encantada castellana, para tras besarla mascullar unas palabras en un idioma excelente para tomar castillos al asalto, y princesas también.

—El príncipe le agradece profundamente su hospitalidad, alteza.

—¿Por qué cojea tanto? ¿Le ocurre algo?

Tras un breve intercambio en alemán, el que decía ser coronel Nostitz explicó que se le había caído un caballo encima, y no una vez sino dos. La primera fue veinte años antes, a lo que debía cierta cojera, y la última el viernes pasado, gracias a lo cual apenas podía moverse.

—Para los huesos molidos no hay nada como un baño de agua muy caliente con sales de mi tierra. Tras eso, unas buenas friegas a manos de alguien que sepa darlas. En el cuarto de aseo del príncipe hay una bañera enorme. Si se pusiera en las mías, a la hora de cenar cojearía mucho menos.

El coronel, con expresión divertida, tradujo el ofrecimiento. El príncipe, tras mirar a la princesa, pareció decirse que, tras haber desafiado los peores peligros imaginables por cualquier húsar que se preciara, no pasaría nada por aceptar aquel otro. Cuando menos, sería interesante.

—El príncipe acepta encantado y le agradece su gran amabilidad.

—Siendo así, déjemelo a mí. Ya se lo devolveré a la hora de cenar.

La princesa se asió del príncipe, señalándole las escaleras. El sonriente Nostitz, tras ellos, se decía que Gneisenau había tenido una excelente idea.

Los diez miembros de la comisión se reunieron con los ministros, aunque no en l’Élysée, sino en Les Tuileries. Horas después, tras ásperos forcejeos, acordaron designar un comisario que representase al Corps Législatif, depositario de la soberanía nacional, en las negociaciones con la Coalición. A fin de salvar las formas, y con ánimo de acabar la desmesurada jornada —los parlamentarios, como era propio de su oficio, no pasaban por esforzados trabajadores—, se aceptó que l’Empereur diera su visto bueno al comisario que se designase, lo que no tendría ningún valor pues no se le daría más opción que aceptar. Aquello era una deposición y no se pretendía disimularlo; tras constatar que a ninguno de los presentes le quedaba duda en eso se acordó levantar la sesión, pues el que más y el que menos estaba reventado, y hambriento. Fouché habría preferido dejar todo acordado, aunque no pasaba nada por terminar al día siguiente. Como explicaría de un modo enigmático al aprensivo Thibaudeau, los acontecimientos del 22 de junio iban a vengar los del Grenade de Brumaire.

El ejército de Grouchy vivaqueaba en Givet, a la sombra de Mont d’Haur. Sus seiscientos y pico muertos serían enterrados allí, al pie de la fortaleza. Sus tres mil heridos habían seguido hacia el Fort de Charlemont, donde serían hospitalizados. Le quedaban veintinueve mil hombres, así como su artillería, su caballería, sus carros, sus banderas y sus águilas. Se sentía en paz, pues había cumplido sus muchas órdenes: batió a los prusianos en Ligny y en Wavre, se retiró con pocas bajas y se hallaba en Francia tras dejar atrás unos perseguidores que le doblarían en número. Su comportamiento profesional había sido no ya irreprochable, sino magistral. Lo malo era que nadie lo sabría valorar, empezando por Napoleón. Con la serenidad de la lejanía, y dada la magnitud del desastre, que siguiera siendo l’Empereur de la France le parecía improbable. Al cabo de unas semanas habría un rey Bourbon en el trono de Francia. Con él llegaría una purga militar en toda regla; sus oportunidades, siendo el único Général ascendido a Maréchal mientras duró el vuelo del Águila, y el comandante del ala derecha que tan malamente vapuleó a Blücher, serían escasas, al punto que mejor haría si estudiase dónde guarecerse hasta que las aguas se calmaran y de nuevo hubiera en Francia sitio para él.

Gneisenau, Thielmann y Clausewitz intercambiaban recuerdos y vivencias de aquellos días memorables, explicando Gneisenau que sin el sacrificio del III no se habría conseguido la colosal victoria que celebrarían cuando volviera Blücher, si volvía. Nostitz, antes, había discutido con el chef la cena que le gustaría ingerir al príncipe, de gustos muy sencillos, y también había repartido habitaciones de acuerdo con el mayordomo. En el château sólo pernoctarían Blücher y ellos cuatro —lo normal era invadir las casas tras echar a patadas a sus habitantes, pero Gneisenau quería dejar allí un buen recuerdo—; los oficiales vivaquearían en los cobertizos del jardín, si bien se les daría de cenar, igual que a los ulanos; de ahí venía que las cocinas del château registraran una febril actividad y que fueran varias las mujeres llegadas a echar una mano, y de buena gana; si con su trabajo conseguían que la guerra pasara de largo tan sin hacer daño como hasta entonces, bien valdría el esfuerzo.

A la mesa, muy larga, se sentaría el Fürst con Nostitz a su derecha y Thielmann a su izquierda; frente a él estaría la châtelaine, flanqueada por Clausewitz y Gneisenau. Dado que la princesa no sabía una palabra de alemán, y que todos salvo Blücher se defendían en francés, Gneisenau había dispuesto que sólo se hablara en ese idioma, con lo cual Nostitz difícilmente probaría bocado, pues le tocaría traducir para Blücher, quien se demoraba tanto que la inquietud se apoderaba de los cuatro. Nostitz ya se planteaba ir a rescatarle cuando el mayordomo abrió la puerta para dar paso al Maréchal y a la Princesse, que venían del brazo y encantados el uno con la otra. Blücher, cosa rara en él, no iba de uniforme, sino con una túnica blanca que Nostitz no le recordaba; la princesa lucía un vestido que de tan vaporoso como era casi resultaba transparente, coronado por un escote del que resultaba difícil apartar la mirada, cosa que Blücher, por cierto, no hacía. Componían una pareja de las que provocan el aplauso, y si no les recibieron con uno fue porque la etiqueta prusiana no preveía esas cosas, pese a que Blücher fuera el más venerado de sus comandantes en jefe.

Aún tardarían en sentarse, pues era obligado que la châtelaine departiera unos minutos con aquellos caballeros tan marciales; lo hacía sin apercibirse de que uno de los cuatro, el más corpulento y con aspecto de mandar más, se hacía con el sonriente invitado principal y se apartaba un par de pasos, sin preguntar nada de palabra pero sí con la mirada.

—August, te juro que ni sé lo que me ha hecho ni cómo me lo ha hecho, pero me ha dejado como nuevo. No me sentía igual desde mis tiempos de teniente.

El Graf Gneisenau no respondió. Se limitó a sonreír, él también. La vanguardia del I (3.ª Brigada de Infantería y 1.º de Húsares Schlesien) ocupaba posiciones desde mediodía frente a la fortaleza de Avesnes; el resto del armeekorps llegó a lo largo de la tarde, para completar el cerco. El ataque comenzó nada más trincarse las piezas que marchaban tras la vanguardia, quince de las cuales eran belles filles, aunque al oscurecer ya se veía que, sin apenas artillería de sitio —sólo dos obuses—, no prosperaría. Zieten se preguntaba si a los efectos generales bastaría con rodear la fortaleza y seguir adelante dejando frente a ella un retén de vigilancia, en espera de que llegara el II y rematara el trabajo, pero Reiche insistía en debilitar a los defensores a fuerza de no dejarles dormir. Así, a las doce menos cuarto se reinició el bombardeo desde más cerca, pues al amparo de la oscuridad las piezas se habían desplazado a trescientos metros de las fortificaciones exteriores. Zieten y Reiche querían dormir, pero justo a medianoche una violentísima explosión les puso en pie, a ellos y a toda la ciudad: uno de los proyectiles había hecho estallar la santabárbara de la fortaleza, lanzando por los aires buena parte del edificio principal. Al poco, un alborozado general Jagow les anunciaba que la guarnición capitulaba. Pese a los catastróficos daños causados por la explosión, en los pañoles de Avesnes aún debía de quedar un gran arsenal e ingentes cantidades de suministros, suficientes para que los cinco armeekorps se abastecieran al completo. Como había profetizado Gneisenau, aquella fortaleza con fama de inexpugnable se convertiría en la ubre del Niederrheinarmee.

Húsares Totenkopf, también llamados 'de la calavera' o 'de la muerte'

Álava en Waterloo
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