Nicolás de Miniussir i Giorgeta (1794-1868) permaneció en Bruselas hasta marzo de 1816. Una fragata le trajo a España, junto a sus preciados cajones. A Madrid no llegó hasta junio. El 30 de tal mes, y en un acto celebrado en la Real Academia de San Fernando, el secretario de Estado Pedro Cevallos, el pintor Vicente López, el arquitecto Julián Barcenilla y el interventor Manuel Castor dieron las obras por recuperadas, designando una comisión formada por el conde de Sástago, el pintor Maella, Pablo Recio y Francisco Ramos para que las hicieran llegar a sus propietarios. El teniente coronel partió hacia París para entregar valijas muy reservadas a los embajadores Perelada y Álava. De ahí siguió a Viena, donde llegó entrado el otoño. El embajador, que ya no era San Carlos, le recibió con frialdad, pues no necesitaba un agregado militar. No podía devolverle a España, pero sí abandonarle a su suerte hasta que se aburriera y renunciase. Para su asombro, el joven agregado pronto mostró un nivel de interlocución muy superior al suyo; nunca supo explicarse a qué se debería su amistosa relación con Metternich, a quien veía en un lugar tan exclusivo que por su parte no lograba visitarlo, el salon littéraire de la duquesa de Sagan. Para su fortuna y paz interior, las necesidades del servicio pronto empezaron a requerir asignaciones del bellaco a las representaciones de Londres, París, Berlín, Dresden y Bruselas. Cuando volvía de tales misiones no había forma de sujetarle, aunque cada vez regresaba menos, hasta desaparecer a finales de 1819. La situación del Estado español se había vuelto para entonces tan explosiva que SCM acabó jurando, el 10 de marzo de 1820, la constitución de 1812. Tras aquello, un buen número de liberales, que habían preferido el exilio a la prisión, regresaron ávidos de tomar posiciones. Miniussir consiguió la fiscalía de la Capitanía General de Castilla la Nueva, en Toledo, un puesto en apariencia menor pero donde podía observar, en su conjunto, no ya qué cosas sucedían, sino cuáles tenían mayor aspecto de ir a suceder. Eran tiempos inestables, donde la exaltación romántica daba lugar a radicalismos extremos, los cuales inquietaban a los interesados en que nada cambiara. Era razonable que, dada la corriente ultrarromántica que atravesaba la infeliz España, el buen teniente coronel creyese haber dado con la mujer de su vida, la guapa señorita María del Carmen de Torrijos y Uriarte, la cual, nacida en 1796, era la hermana menor del glorioso brigadier José María de Torrijos, perseguido por sus convicciones liberales y que tras ser excarcelado era la luminaria del momento. Se casaron el 15 de diciembre de 1820, fecha desde la cual Torrijos sustituyó al general Álava como mentor del que a todas luces llevaba una carrera excepcional.

El convulso período comprendido entre 1820 y 1823 concluyó con la invasión de un ejército francés (los Cien Mil Hijos de San Luis) conducido por el Duc D’Angoulême. A los cien mil hijos que numerosos españoles atribuían no sólo a San Luis se opusieron pocas unidades. El Regimiento Barbastro, una de ellas, el 17 de mayo de 1923 se las vio en Castellterçol con la división del Général Donnadieu. Miniussir, que lo mandaba, se llevó un tiro en el pecho, siendo evacuado a Barcelona. Se recuperó a tiempo de unirse a la defensa de Figueras, pero al capitular ésta le internaron en Francia. Quedó libre a los pocos meses, aunque las cosas en España no estaban para regresar. Así, como tantos y tantos otros, inició un exilio que terminaría diez años después, tras morir Don Fernando y decidir la reina regente que sería bueno recuperar los miles y miles de cerebros excelentes, la mayor riqueza de cualquier país, que su difunto marido había regalado a la competencia.

El Nicolás de Miniussir que regresó a España el 1 de noviembre de 1834 no tenía que ver con el que la dejó a mediados de 1823. Con los ideales extinguidos, siendo un extraño para su mujer y sus dos hijos, sus peores cicatrices no eran las que lucía en su piel de cuarentón. Los costurones de su alma eran peores. Sin dinero y sin contactos, y con su carrera estancada, sus oportunidades de prosperar dependían de su aura de liberal exiliado y del afán que le dejaran mostrar en sus cometidos. Tuvo la suerte de ser nombrado inspector de las comandancias de carabineros de Málaga y Granada, lo cual le supuso ponerse al frente de las fuerzas encargadas de perseguir partidas de bandoleros, endémicas en Sierra Morena. Le fue bien, pues al poco liquidó a la más temida, la de un tal Orejitas. Sabedor de lo que se jugaba se comportó a la prusiana, pasando por las armas a todos los que capturaba; en pocas semanas se acreditó como un despiadado defensor del orden, lo que le valió ascender a coronel y ser nombrado gobernador de San Felipe de Xátiva. En ese cargo mostró un ardor insuperable al combatir las partidas guerrilleras del general Cabrera y de un fraile apodado Esperanza, con tal éxito que a los pocos meses, el 9 de julio de 1836, fue trasladado al frente donde a la reina regente le apretaba más el zapato, el del Norte. Allí ya no se trataba de acosar guerrilleros y bandoleros, sino de participar en campañas a campo abierto contra fuerzas, las de Don Carlos María Isidro, tan regulares como las de su cuñada, la reina regente María Cristina de Borbón. El general en jefe del Ejército del Norte, Luis Fernández de Córdova, le confió primero un regimiento, el 15.º Extremadura, y después una de sus brigadas. Se distinguió de sus iguales de un modo sobresaliente, pasando a ser uno de los favoritos del general Espartero, al punto que, tras el éxito de la batalla de Luchana, que se alcanzó gracias a él, le propuso para el empleo de brigadier. Ahí acabó su buena suerte, pues resultó herido al cruzar el río Lichani. Pasó seis meses en Alhama de Aragón, convaleciendo. Al reincorporarse, a mediados de diciembre de 1837, fue nombrado comandante de Ciudad Real, lo que no era una canonjía, pues en La Mancha operaban dos fuerzas guerrilleras, mandadas por unos tales Sabariego y Palillos, contra los que no tuvo suerte, pues además de resultar zarandeado cerca de Malagón, en febrero de 1838 resultó herido en un pie. Se pasó en el dique seco el resto del año, el siguiente y la mitad del otro, para reincorporarse a mediados de 1840, con el país en relativa paz, a la capitanía general de Andalucía. En el entretanto se le había vuelto a distinguir, y no sólo con las condecoraciones al uso, sino sumando a su antigüedad los años que pasó en el servicio austríaco, lo que a efectos de ascensos y pensiones era importante. Aun sin andar en fondos tenía suficiente para comprar una propiedad en Almagro, de las expropiadas a la Iglesia. Eran buenas tierras, pese a que sus anteriores propietarios las tuviesen abandonadas. Aún convalecía de su herida, lo que no le impidió marchar a Francia para visitar a sus amigos y establecer nuevos contactos, por lo que pudiera pasar. En Troyes tuvo tanto éxito en lo segundo que regresó a Madrid con una señorita de veinticuatro años —él tenía cuarenta y cuatro— llamada Sofía Kermarschii y George —un exótico cruce de francesa y polaco—, a la que unas veces presentaba como ahijada y otras como sobrina, un viejo ardid propio de los eclesiásticos que sólo pretendía salvar las formas, sin engañar a nadie. Su ahijada-sobrina dio a luz el 13 de agosto de 1841 un robusto varón que fue inscrito con el nombre de César Giorgeta Kermaschii, quedando adjudicada la paternidad a un espectral marido de la señora y ciudadano de Trieste llamado Gaudencio Giorgeta, del que nadie oyó jamás hablar, ni antes ni después de ser consignado en el registro de la madrileña Iglesia de San Martín, cuyo buen párroco estaba más que acostumbrado a mirar para otro lado.

La carrera del brigadier Miniussir prosiguió con más incomodidad de la que habría él deseado, ya que fue nombrado fiscal del consejo de guerra que se ocuparía del general Diego de León, el cual se había sublevado junto a su colega O’Donnell contra el regente, general Espartero. De resultas del proceso el general De León fue fusilado el 15 de octubre de 1841. Espartero, agradecido a Miniussir por lo bien que había cumplido su deber de severo fiscal, le otorgó una codiciada sinecura, presidir la junta de revisión de ordenanzas, y no mucho después, en mayo de 1843, le ascendió a mariscal de campo, nombrándole comandante general de Ciudad Real. No estuvo más de un mes en ese puesto, ya que viendo lo que al país se le venía encima pidió la baja por razones de salud, así como permiso para viajar a Austria y allí seguir un tratamiento médico, y así fue como quedó en una suerte de limbo militar, percibiendo sus haberes íntegros hasta cuatro años antes de su muerte.

Regresó en 1848, cuando las aguas de la política bajaban más tranquilas. Su intención era no salir de Almagro, viviendo como un respetable terrateniente, aunque al volver Espartero del exilio, en 1854, le fue a ver, por si habría para él un sitio en su gobierno, pero sin éxito; sus sesenta mal llevados no le hacían atractivo para un Baldomero Espartero, duque de la Victoria, que necesitaba savia fresca. En 1856 sufrió un derrame cerebral que le dejó en cama los doce años que aún viviría. Los últimos cuatro los pasó en Valencia, donde su hijo César prosperaba de un modo encomiable. Falleció allí el 5 de mayo de 1868. Sus restos reposan en el cementerio de Valencia, junto a los de Sophia Kermarschii —le sobrevivió doce años; nunca le abandonó—, su hijo César y su nuera Teresa. Cerca de siglo y medio después de su muerte Nicolás de Miniussir está olvidado casi por completo. Queda tras él un excelente retrato que le pintó Federico de Madrazo en su mejor facha de mariscal —tenía cuarenta y nueve años—, donde se le advierte una prestancia impactante, y poco más, aunque cada vez que alguien termina de leer, por primera vez o revisándolo, el informe de Waterloo que Miguel de Álava escribiera la madrugada del 19 de junio de 1815 en la fonda Jean de Nivelles, el espíritu del guapísimo capitán Nicolás de Miniussir, de los Tiradores de Doyle, aletea de nuevo, siquiera un poquito.

Nicolas de Miniussir i Giorgeta, por Federico de Madrazo

Álava en Waterloo
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