Brabante y Valonia, domingo 18 de junio

01.45 h.

Acababa de llegar un mensajero de Grouchy con un despacho para el Emperador, el cual había ordenado ser despertado si llegaran novedades. Tras leer con atención mandó que pasara el oficial. Entre lo que decía y lo que había leído se confirmaba que Blücher marchaba sobre Wavre, donde según calculaba Grouchy las últimas unidades del III Armeekorps llegarían a la una de la madrugada. Suficiente para dormir un par de horas y marchar sobre Mont-Saint-Jean, se decía el Emperador. O no. Alguien debería dejar Blücher tras él, pues debía saberse perseguido. El último armeekorps en llegar se quedaría de cerrojo. Dos días antes el III sumaba veintisiete mil doscientos hombres, pero en Ligny le desertaron unos cuantos. No serían muchos más de veinte mil; Grouchy no debiera tener problemas en barrerlos, pero le retrasarían. Se preguntó si aprovechar la presencia del oficial para ordenar a Grouchy poner en pie a todo el mundo, virar al oeste y avanzar por Abbaye hasta Genappe. Con un gesto pidió a Bertrand le alcanzara su Le Capitaine. Demasiado lejos, y más aún por caminos tortuosos, estrechos y que debían de estar impracticables. Grouchy nunca podría llegar a tiempo de hacer nada decisivo. Mejor que siguiese a Wavre y distrajera tantos prusianos como fuera posible.

—Diga usted al Maréchal que reanude la marcha sobre Wavre, aplaste la resistencia que le opongan y siga tras Blücher si ve que se dirige a Mont-Saint-Jean o a Chapelle Saint-Lambert.

El oficial se cuadró —l’Empereur imponía mucho, incluso en camisón— y salió a grandes zancadas. Bertrand sopló a las velas y salió a su vez. El Emperador aún podría dormir otro par de horas.

03.00 h.

Blücher, medianamente repuesto, empezaba el día con Gneisenau, Grolman y Nostitz. No pretendía recuperar el mando, pues no sentía que lo hubiera cedido; sólo quería ser puesto al día. La tarde antes había charlado con Gneisenau, de modo que casi todo le sonaba, si bien sólo conservaba un recuerdo brumoso. Aquella mañana estaba en mejor forma, pero de mal humor. Le pasaba cuando la concentración alcohólica en su torrente sanguíneo descendía demasiado, y la que padecía entonces era bajísima, pues tras el magnum de Mellery no había bebido una gota. El día que comenzaba sería el de ajustar cuentas con Bonaparte, y quería emprenderlo en condiciones de absoluta sobriedad.

Lo primero era conocer el estado del Niederrheinarmee. A esas horas el I Armeekorps vivaqueaba en Bierges, el II en Sainte-Anne, el III en La Bawette y el IV en Dion-Le-Mont, en los cuatro casos a una hora de Wavre; la retaguardia, sólo fuerzas de caballería, permanecía en Mont-Saint-Guibert, ocho kilómetros al sur. El enemigo, al que no se perdía de vista, permanecía en Gembloux y La Ronce. Dado el estado de los caminos, Grouchy no podría recorrer en menos de siete horas los veinte kilómetros que le separaban de Wavre, de modo que, aun marchando a la salida del sol, no le tendrían allí antes de las once, si no las doce o incluso la una. En cuanto a efectivos, el Niederrheinarmee contaba con noventa y tres mil ochocientos hombres en condiciones de combatir; las pérdidas sufridas eran mayoritariamente de infantería, en su mitad deserciones; la caballería no había mermado en exceso, pese a ser dispersada; sólo se perdieron treinta piezas de artillería y se conservaban intactos los trenes de suministros y municiones. Los cuatro armeekorps estaban repostados y rearmados. Los hombres tenían provisiones para cuatro días de campaña y municiones en cuantía reforzada, ochenta proyectiles por infante. Las unidades más diezmadas se combinaban entre sí o se sumaban a las indemnes, de modo que se contaba con menos batallones, aunque todos al completo. El Niederrheinarmee, concluyendo, se hallaba en mejores condiciones de combate que dos días antes, pues pese a la pérdida de diez mil hombres de valía se había librado de quince mil que nunca valieron para nada. Como fuerza de choque, a Grolman le constaba y Gneisenau asentía, era mejor que al iniciar la campaña.

Gneisenau tomó la palabra, para decir que había hecho saber a Wellington su intención de aparecer en Mont-Saint-Jean con tres armeekorps. La distancia no era excesiva —ocho kilómetros desde Wavre a Chapelle-Saint-Lambert, seis más hasta Plancenoit y de allí dos a Rosomme—, pero el camino discurría por terrenos imposibles. El IV se pondría en marcha en cuanto amaneciera. Le seguirían el I y el II, en ese orden. El III se quedaría en Wavre para cubrir a los otros, tras volar los puentes de madera y fortificar los de piedra. El IV y el II marcharían hacia Chapelle-Saint-Lambert, y desde allí ya se vería; su objetivo era cortar el flanco derecho de Bonaparte, impidiéndole la retirada y partiendo en dos su Armée du Nord. El I arrumbaría más al norte, hacia la granja Papelotte, a fin de unirse al ala izquierda de Wellington. Al hablar señalaba en el Ferraris los diferentes vectores de avance, con la paciencia necesaria para que la nada veloz mente de Blücher lo asimilase. Lo que mostraba era un plan operativo ajustado al menor detalle, aunque lo hacía con cuidado de ocultar qué había detrás. En el conjunto del KPA todo el mundo coincidía en que quien mandaba era él y que su jefe no era capaz ni de ir a mear sin que previamente lo aprobara, pero la realidad era distinta; Blücher, aun respetando sus ideas, carecía de sangre fría, cosa muy mala para mandar un ejército; como se tenía por un buen táctico era frecuente que al calor de la batalla quisiera dar órdenes, y cuando mandaba una estupidez él no siempre conseguía reconducirla, como en Ligny. Por eso había dispuesto las cosas de forma que marcharan despacio sin que fuera evidente lo mucho que saboteaba los deseos de Blücher. Su desconfianza nacía de que Wellington, al que consideraba un bellaco, en cualquier momento podría levantar el campo, dejándoles vendidos frente a Bonaparte, desperdigados entre los bosques y lejos de sus fuentes de aprovisionamiento. Serían aniquilados, sin la menor duda, y no pensaba permitir que su impulsivo superior, tan aficionado a ir con el resto, se lo jugara sin una buena mano. Por ello no pensaba intervenir hasta bien iniciada la batalla, cuando Wellington estuviera debidamente desangrado. Él no sólo pensaba en el combate de aquel día, que si el inglés no jugaba sucio sería una victoria segura. Lo hacía en el global de la guerra. Para llegar el primero a París no sólo necesitaba conservar su fuerza tan íntegra como fuera posible, sino que la de Wellington se redujera. Se daría por satisfecho si el lunes 19 Wellington no alinease más allá de sesenta mil hombres. Si Bonaparte hacía bien su trabajo, sería más que posible.

03.15 h.

Wellington se acababa de levantar. Lo primero que hizo fue llamar a De Lancey. No tenía nada que decirle, salvo encargarle que verificara el despliegue del ejército —lo que De Lancey llevaba toda la noche haciendo— y que trasladase al Prins Frederik, destacado en Halle, la orden tajante de que bajo ningún pretexto abandonara su posición, salvo por orden escrita firmada por él. Como un deber de cortesía gastó un minuto en explicar que, de ir mal las cosas, no marcharía sobre Bruselas. Su intención sería buscar el cobijo de la flota y preservar sus fuentes de suministros, y tanto la una como las otras estaban en Amberes. Necesitaba un camino despejado, y de ahí que renunciase a medio Army Corps; un precio importante, cierto, pero pagándolo compraba seguridad. De Lancey, que no decía nada, pensaba que algo más habría. Quizá la desconfianza de Wellington en un jefe tan inexperto como aquel imberbe de dieciocho años, aun contando con la presencia cercana de un tipo tan experimentado como Sir Charles Colville. También, el deseo de no arriesgar la vida de los dos príncipes; si ambos perecieran sería una desgracia que, con independencia del dolor que se pudiera sentir en el reino, de sentirse alguno, zarandearía la difícil estabilidad del VKN, que se quedaría sin el Kroonprins y sin el de respeto. La muerte de uno solo, sin embargo, sería tolerable, sobre todo si el que caía era el inútil del primero. Por último, quizá Wellington, siempre diplomático, quería proteger al rey Louis, al que un avance relámpago de Bonaparte sobre Gante podría pillar con las miserias al aire. No era un mal análisis, habría dicho Wellington de haberlo escuchado, pero era tan errado como falsas sus explicaciones: él sólo pretendía impedir que a cualquier otro idiota holandés le diera por ponerse a pensar.

Una vez despedido De Lancey se arregló con esmero, y tras eso tomó asiento y comenzó a escribir. Se había levantado con el deseo de redactar cinco cartas, cuyos textos ya flotaban en su cabeza. Para todo lo demás que le deparase la jornada todavía tenía tiempo.

03.30 h.

De Lancey había pasado la noche inspeccionando la línea de batalla, los bastiones de La Haie Sainte y Hougoumont, el camino a Papelotte, por donde llegarían los prusianos, y, por fin, las diversas rutas de huida, por el bosque de Soignies o hacia Braine-le-Château y de ahí a Halle, abandonando Bruselas a su suerte. No necesitaba que Wellington le ordenara estudiarlas. Su decisión de prescindir de las divisiones de Colville y el Prins Frederik significaba que no veía clara la victoria. Quizá ni la buscara. Tal vez pretendía iniciar un combate limitado y atraer a los prusianos hasta que se situaran en una pésima posición, para entonces levantar el campo y dejar al ingenuo Blücher que pagara la cuenta. Seguramente sospechaba que Gneisenau quería devolverle la jugada de dos días antes, dejándole plantado ante Bonaparte. Fuera por lo que fuese, las precauciones de His Grace indicaban que no le preocupaba vencer; le preocupaba no encoger demasiado. El terreno, al natural, le gustaba más que visto en el Ferraris. Su copia lo señalaba como una buena posición defensiva, pero dijera lo que dijera el mapa no quería dejar nada en el aire; de ahí su infatigable recorrer la línea, moviendo los batallones y las baterías tantas veces como juzgó necesario para incrementar su fortaleza, enmendando el criterio del propio Wellington. Si algo no quería De Lancey era que la derrota, que consideraba probable, recayera sobre su cabeza. Como noches antes explicó al paciente Álava, salía más barato crucificar a un oscuro coronel que a un glorioso mariscal.

La característica esencial del plateau era un talud de cuatro kilómetros; iba del château de Fichtermont, en el este, a Braine-l’Alleud en el oeste, y su altura oscilaba entre los tres y los seis pies ingleses. Frente a él discurría un arroyo, el Ohain. En su centro se cruzaba con la carretera Bruselas-Charleroi, que sería la senda de avance natural de l’Armée du Nord, el cual, en su progresión, debería vencer el talud tras una carrera en cuesta de unos seiscientos metros. Sería difícil no ya para la infantería, sino para la caballería. Más allá el terreno descendía; la pendiente se detenía en las primeras estribaciones del bosque de Soignies, que se prolongaba dos kilómetros al Norte, hasta Waterloo, el feo poblachón donde Wellington le ordenó establecer el headquarter. La posición era ideal para mostrar sólo una parte del ejército. El resto yacería tranquilamente al otro lado del talud, hasta que llegara su momento. Ni siquiera los cañones deberían ser vistos. Sólo asomarían la boca de fuego y el borde superior del tren de rodadura. El resto, igual que sus servidores, permanecería oculto.

A la izquierda del presumible avance de l’Armée du Nord, o a la derecha de la línea del Army of the Low Countries, se alzaba el château de Hougoumont, que tenía más de pequeña fortaleza que de mansión campestre. Lo rodeaba una muralla, construida con propósito de proteger la propiedad de ladrones y cuatreros. Era grande y alto, pues poseía una ermita coronada por un campanario. Los ingenieros de Carmichael-Smith llevaban días abriendo troneras en los muros, de forma que, al ser éstos de recia piedra brabantina, lo que nació como simple manor rural se convertía en sólido baluarte. Su posesión sería determinante, ya que desde sus troneras y sus ventanas se podía batir en total impunidad el flanco izquierdo de las columnas francesas que se lanzaran contra el centro de la línea. Boney no tendría más opción que tomarlo, cosa que le costaría miles de bajas; mientras no lo consiguiera las esperanzas de Wellington serían elevadas, pero si llegase a ver la tricolor en lo alto del campanario habría llegado el momento de largarse, lo que tampoco necesitaba que se lo explicasen; Sir William era un excelente profesional, de los que sabían juzgar a la primera cualquier posición.

En la orilla este de la carretera, doscientos metros antes del cruce con el camino de Braine-l’Alleud a Smohain, se alzaba la granja La Haie Sainte. Su valor era similar al de Hougoumont, no sólo por interceptar la senda de avance de l’Armée du Nord, sino porque permitiría tirar a quemarropa contra el flanco derecho de los que cargaran contra el centro. Su defensa sería difícil. Los muros no eran totalmente de piedra, y pese a los esfuerzos de Carmichael-Smith no estaba tan fortificada como Hougoumont. Si los franceses la tomaban la batalla se perdería, temía él y temía Wellington. Se trataba, pues, de resistir hasta que llegaran los prusianos. A eso se debía que la unidad responsable de conservarla fuese la V División, la de Sir Thomas Picton. Era el general más experimentado, pese a ser el único no ennoblecido de sus iguales en la guerra peninsular. Wellington estimaba su valía, pero le trataba con la distante frialdad que reservaba para quienes no consideraba verdaderos caballeros; a eso se debía que Sir Thomas apenas se relacionara con sus estirados iguales —sólo sonreían a quien el jefe sonreía, como en todas partes—, al punto que salvo el comprensivo Álava, que tampoco había pisado Eton, y mucho menos sus playing-fields, nadie se preocupaba de invitarle a cenar.

Si el centro de la línea pivotaba sobre La Haie Sainte y el ala derecha sobre Hougoumont, la izquierda carecía de referencia. Se prolongaba muy hacia el este sobre dos granjas (Papelotte y La Haye), una pedanía (Smohain) y un château (Fichtermont); más allá, un pueblo (Chapelle-Saint-Lambert) y tres bosques (Ohain, Paris y Saint Lambert) que venían a ser uno solo. La línea del frente, semicircular, pasaba de cinco kilómetros. Tenían setenta mil hombres para defenderlos, lo que suponía una densidad de unos doce mil por kilómetro lineal. De Lancey jamás había visto una posición así. Nada que ver con Busaco (cuatro mil cuatrocientos por kilómetro y catorce de frente) ni con Fuentes de Oñoro (cuatro mil ochocientos y diez). El campo de batalla mediría tres kilómetros de profundidad y casi cuatro de anchura —el de Ligny superaba los nueve, según le dijo Álava—. El centeno cubría dos tercios de la superficie; las plantas se alzaban por encima de los seis pies, de modo que no sería fácil observar el avance del enemigo. Además de centeno había plantaciones de trébol, avena y cebada; no eran tan altas como el centeno, pero sí muy densas, lo que dificultaría la puntería de los artilleros y de los tiradores del 95.º.

El disco solar ya se alzaba tras Chapelle-Saint-Lambert. Aunque llevaba horas sin llover, la senda de avance francesa presentaba grandes zonas inundadas. Eso era bueno, se decía De Lancey: les haría difícil andar por el lodazal en que aquello se convertiría una vez los granaderos empezasen a marchar, tanto que quizá Boney encontrase preferible demorar el baile hasta cuando el campo se hubiera secado lo bastante para que su artillería fuera eficaz. De ser así, se habría cavado su tumba.

Un kilómetro al este de La Belle Alliance se alzaba Plancenoit. Sus habitantes lo habían abandonado, salvo algunos jóvenes que aceptaban los peligros de una batalla cercana contra los beneficios de quedarse, que iban desde levantar unas monedas a cambio de servir de guías hasta despojar de lo que ya no necesitasen a los muchos franceses y no franceses que a la noche se habrían quedado allí hasta el día del Juicio Final. Permanecían en la iglesia, pero los de mejor vista se habían encaramado al campanario, extrañados de no ver soldados. Estarán por ahí, durmiendo, decían algunos, aunque a medida que se alzaba el sol la realidad se abría camino: de Plancenoit no se acordaba nadie, salvo un general prusiano que desde Papelotte lo medía con su catalejo. Había dejado la Jean de Nivelles para verificar el despliegue del Army of the Low Countries. Tenía órdenes de hacer llegar a Gneisenau su opinión sobre si las fuerzas de Wellington ocupaban posiciones de batalla o tenían aspecto de levantar el campo al primer signo de peligro. Cuando ya estuvo seguro de lo que veía, incluyendo que no había franceses en Plancenoit, despachó al teniente Wurcherer con un mensaje verbal para Gneisenau y otro escrito, rutinario y sin valor, para Grolman. El saber que su opinión finalmente decidiría que hubiera o no batalla le hacía sentirse importante por primera vez en mucho tiempo.

03.45 h.

Había dormido mal. En otro tiempo, no lejano, ante la batalla se mostraba incansable, inspeccionando su despliegue una y otra vez. Una energía que añoraba, y con dolor. Sólo tenía cuarenta y cinco años, uno más que Wellington. Había engordado, cierto, pero quince meses antes, en la campaña contra rusos, prusianos y austríacos, estaba igual de grueso aunque más en forma que nunca. ¿Cómo había podido envejecer tanto en tan poco tiempo? No quería explicárselo, se decía mirando por encima los mensajes, los despachos y los informes que se amontonaban en su mesa. Soult no los filtraba; era incapaz de discriminar lo importante de lo irrelevante, lo que debía llegar a los ojos de su amo de lo que podía él tramitar. Entristecido, se concentró en los papeles. El primero decía que uno de sus aides-de-camp, Gourgaud, había reconocido la línea enemiga escondido en el centeno, a menos de quinientos metros, y certificaba que allí seguía, en posiciones consolidadas; parecía constar de veinte mil hombres; sin duda eran más, pero estarían al otro lado del talud. Entre setenta mil y setenta y cinco mil, se decía l’Empereur. Wellington contaba con más de noventa mil, pero había desplegado en Halle de quince mil a veinte mil, sin duda por temer una maniobra de pinza. No hacía mal en precaverse, porque aún pensaba en ella. Si la tarde anterior no hubiera llovido habría desviado el I para que cayera sobre su ala derecha precisamente desde Halle, aunque con aquellas pavorosas dificultades no habría podido llegar allí hasta muy entrada la mañana, demasiado tarde para servir de nada. Su intelligentzia, gracias a la cual sabía dónde andaba cada unidad enemiga, funcionaba bien; sus agentes no sólo se sabían mover: era que la práctica totalidad del pueblo valón era un agente francés. El informe le devolvió el buen humor, pues liquidaba su preocupación de que Wellington cediera Bruselas y se refugiara en Amberes. Su objetivo estratégico era Bruselas, cierto, pero no era lo mismo izar el pabellón tras haber hecho pedazos a ingleses y a prusianos que ocupar una ciudad abandonada. Necesitaba que Wellington aceptase batalla para poder destrozarle, cosa que intuía más sencilla que fijarle al terreno. Wellington se había escurrido tantas veces de sus mariscales que igual lo intentaba otra vez. Era lo que profetizaba Soult, quizá por haberle pasado eso unas cuantas veces. A él, a l’Empereur, no le habría ocurrido jamás.

04.00 h.

Bülow se ponía en marcha. Sus órdenes eran avanzar por la senda Wavre-Nivelles hasta Chapelle-Saint-Lambert, donde se desplegaría en espera de instrucciones; para entonces habría recorrido trece kilómetros, lo que para un día caluroso y con las tropas portando su equipo de combate, sus raciones y una generosa provisión de brandy, ya era un esfuerzo de consideración. El I marcharía tras él, hacia Froidmont y Ohain, para desde allí unirse al ala izquierda de Wellington, si bien Zieten tenía órdenes de Gneisenau para proceder con acuerdo a dos premisas. La primera, comprobar que Wellington estaba bien involucrado; la segunda, no darse prisa. Cruzar el arroyo Lasne sería penoso para su artillería. Bien, pues que procediera con el mayor cuidado. La guerra no acabaría en Mont-Saint-Jean. Aún podían pasar infinitas cosas, todas malas para Prusia, y la obligación de los dos, la suya y la de Zieten, era conservar los dos tercios que aún quedaban del I Armeekorps tan indemnes como fuera posible. Gneisenau, a Zieten le parecía evidente, no sólo pensaba en la batalla que se avecinaba. Sus inusitadas determinaciones sólo se comprendían a partir de lo que sería la carrera por París.

04.15 h.

Grouchy se organizaba en dos columnas. La de más al norte agrupaba el III y el IV, así como el 2.º de Chevalerie; se puso en marcha con el sol, que prometía brillar ese domingo con la intensidad del verano inminente. La de más al sur la formaban el recortado 1.º de Chevalerie y la 21.ª División d’Infanterie, los refuerzos que l’Empereur se dignó concederle para que hostigase al Niederrheinarmee cuando escapaba camino de Lieja, una orden que pese a sugerírselo en el último despacho seguía sin revocar. Así pues, y aun considerándolo una completa estupidez, ordenó a sus jefes, los generales Pajol y Teste, dirigirse desde Mazy, donde vivaqueaban, a Grand-Leeze, desde ahí a Tourinnes —dando un rodeo de muchos e innecesarios kilómetros— y tras eso se reunieran con él en Wavre. Definitivamente, Su Majestad no se parecía demasiado al de nueve años antes, el de Ulm, al cual no había dudado en considerar el general más brillante de todos los tiempos. El de aquella campaña le parecía un gordo asqueroso que pensaba con el culo, pero mientras no fuera depuesto, y él jamás alzaría el sable contra su jefe, fuera Bonaparte o fuera el que fuese, su deber era obedecerle al pie de la letra, y eso era lo que se había propuesto hacer, con todas sus consecuencias.

05.00 h.

Wellington llevaba hora y media escribiendo. La primera carta fue para Lady Frances; un amorío, si lo fuera, que a sus próximos no les sorprendería, pues no sería la primera vez que The Beau se dejaba ver en compañía de robustas bellezas de abultadas barrigas. Parecía tranquilizarle saber que no dejaría tras él hijos indeseados ansiosos de recibir pensiones, y quizá también el creerse a salvo de las asechanzas «secretas» que incordiaban a los caballeros aficionados a visitar establos ajenos. Las señoras preñadas y decentes rara vez estaban podridas —o eso pensaba él—, de modo que aquel doble seguro económico-sanitario compensaría la incomodidad de amar a unas damas tan rotundas. Lady Frances, por otra parte, no sólo era de rostro gracioso y estilizada figura, dentro de lo que su estado permitía. Era culta, refinada, de conversación interesante y exquisitos modales. His Grace, certificaban sus íntimos, no se acostaba con cualquiera, ni la mera coyunda era su interés principal. Más agradecía una placentera comida y una sobremesa relajada, o un paseo a caballo, o un acudir a un teatro en compañía no sólo de su amada del momento, sino de mucha más gente; de ahí que para nada resultara sospechoso verle próximo a Lady Frances, pese a que un Feldmarschall no debería estar tan cerca de la esposa de un oficial retenido en Londres con a saber qué incierta misión.

La carta para Lady Frances era conminatoria: hoy libraré una batalla, puedo ganar aunque puedo perder, y en previsión de lo último marche usted ahora mismo para Amberes. El comandante de la fortaleza tiene órdenes de no franquear el paso a nadie que no muestre mi salvoconducto. Bien, pues esta carta es el suyo y el de Lord Mountnorris. La segunda era para el tal comandante de Amberes. Le ordenaba declarar el estado de sitio, cerrar las puertas y sólo abrirlas a la familia real francesa y a un determinado número de aristócratas británicos y extranjeros cuya relación le acompañaba, y que coincidía con la que había empleado Lady Charlotte para confeccionar la parte civil de su lista de invitados. La tercera y la cuarta, destinadas al Duc de Feltre y al Duc de Berry, eran para instarles a dejar Gante y ganar Amberes si Bonaparte —jamás le llamaba Napoleón, y no por desprecio; Napoleón era un usurpador miserable, pero al general Bonaparte le tenía por un igual perfectamente respetable— lograba desbordar la posición defensiva que había montado en Halle a las órdenes del Prins Frederik. La quinta y última era para Sir Charles Stuart; le rogaba que organizara, en coordinación con el duque de Richmond, la retirada sobre Amberes de la colonia británica, sin precipitación y sin pánico, al menos mientras fuera posible que todo marchara bien para las armas británicas.

A la mitad de su tarea le llegó un mensaje firmado por Blücher pero escrito por Gneisenau en su rupestre inglés; lo acompañaba una copia en alemán, con el ruego de hacerla llegar a Müffling, al cual hizo llamar. Blücher y Gneisenau aseguraban que atacarían el flanco derecho de Bonaparte con tres armeekorps; no con los cuatro, porque debían dejar el III a retaguardia y con él contener a Grouchy, cuyos treinta y cinco mil hombres y cien cañones no estarían en Mont-Saint-Jean. Suficiente, pensó His Grace: los dados estaban echados. Tras garrapatear al pie del documento su lacónica respuesta[177] pidió a Müffling que lo devolviese al Fürst Blücher. Müffling lo hizo a través del oficial que lo trajo, al cual ordenó que si se diera en el camino con el Graf Bülow le mostrara el papel y añadiera de palabra que la suerte de la batalla dependería de lo pronto que llegase al plateau de Mont-Saint-Jean.

Le daba tiempo a leer un par de cartas que había dejado apartadas. Una era de Talleyrand. Escribía desde Baden-in-Baden, donde se dejaba torturar de una forma sumamente placentera. Tras ese preámbulo mundano se deshacía en deseos de buena suerte y mejor gloria, lo cual era de agradecer aunque no en aquel momento; ya lo haría si vencía. La otra era de Mina. Mientras desplegaba el papel reconstruía su silueta, preguntándose si la seguiría encontrando deseable la próxima vez que se vieran, lo que si vencía ocurriría con seguridad; si no, debería resignarse a disfrutar los placeres del olvido. Decía que dejaba München para recogerse unos días en el Hotel Pupp, en Karlsbad, donde tantos veranos encantadores había pasado con su madre y sus hermanas. Le deseaba la mejor de las suertes y le rogaba que, si encontrara un minuto, le dirigiera unas líneas para explicarle qué tal le iba. Pues muy bien, se dijo con frialdad. Les contestaría lo mismo, más o menos a la vez, cuando tuviese algo que contar. Algo que justificara seguir siendo adorado.

Las cinco y cuarto. Se puso el bicornio, bajó al patio de caballos, donde Beckermann sujetaba de las riendas al piafante Copenhagen, montó y salió al exterior. Allí le aguardaba el que sería su séquito del día. Bueno, el del comienzo del día, se corrigió. A saber los que formarían para cenar.

En pie sobre los estribos examinaba el cuadro. Sus acompañantes inmediatos eran De Lancey y Lord Fitz-Roy Somerset. Les seguían sus ocho ADC y diez más de rango superior a major. A continuación el Prins Willem, Lord Hill, Lord Uxbridge y unos cuantos generales más; les había ordenado acompañarle a pasar revista, lo que harían a caballo y entre los alaridos de los soldados, a los que por una vez consentiría vitorearle. Cerrando la comitiva, los comisionados y sus ADC. El primero, Müffling, de sobrio azul oscuro aunque con demasiadas condecoraciones para el gusto de Wellington. Tras él, Pozzo di Borgo en el feo verde culebra de los generales rusos; lo vestía mal, sin gracia, cosa natural porque Pozzo era un diplomático mercenario, no un militar; otro, más prudente, iría de civil, pero aquel corso renegado era incapaz de ser discreto. A continuación, el Freiherr Vincent, en el blanco inmaculado de los generales austríacos; lo vestía con elegancia, pues por algo era un verdadero Generalleutnant. Cerrando la formación, Don Miguel de Álava en impecable atuendo de teniente general español, el cual coincidía en todo menos en el bicornio con el de un Full General of the British Army. Así vestido, poco en él haría pensar que no era otro británico más, tal y como Wellington deseaba. Quizá porque, sin saberlo, Don Miguel ya era un completo inglés.

No marcharían solos; les escoltaría un escuadrón de light dragoons, y frente a la iglesia de Saint Joseph, por si no bastara, presentaba sus armas el batallón del 27.º Enniskillen que había hecho guardia durante la noche. Su banda de música embellecía el momento con sus pífanos, sus tambores y sus cornamusas, lo que combinado con el límpido aire de la mañana convertía la ocasión en merecedora de los pinceles de un Lawrence. Miniussir encontraba en verdad adecuada, por lo conmovedora, la pieza que con alguna machaconería repetía y repetía la incansable banda del 27.º. Resultaba un tanto monótona, pero añadía en la grandiosa escena, tan magnífica que muy pocos mortales lograrían disfrutar algo parecido a lo largo de sus insignificantes vidas, un punto de grandeza y solemnidad que bordeaba lo sublime. Todo ello lo archivaba en los cuévanos de su memoria, para tener algo que contar a sus nietos en el improbable caso de que llegase a padecer alguno, registrando con cuidado los innumerables detalles que abarcaban sus admirados ojos, pero le faltaba el nombre de aquella hipnótica melodía que con tanto éxito conseguía erizarle los pelos del cogote.

—¿Qué cosa es ésta que suena, mi general?

—Es un aire irlandés, aunque no de católicos reacios a ser británicos, sino de protestantes partidarios de que haya pocos católicos. Se puso de moda, según creo, a raíz de la sublevación de 1641, que si mal no recuerdo fue una de las carnicerías más grandes de la historia irlandesa, o algo así me contó Richmond, que hace años tuvo la desdicha de conocerla en profundidad. Esto que suena, y que se llama Lillibullero, nació no sólo como una melodía pegadiza, sino fácil de acompasar al paso de un batallón. Supongo que a eso se debió que desde nada más nacer quedase asociada de por siempre a los regimientos de voluntarios unionistas que salían por ahí de vez en cuando, a exterminar rebeldes —el general Álava sonreía, soñador; las obligaciones de su carrera militar y de su lastre familiar le habían obligado cantidad de veces a comportarse como un devoto creyente, pese a tener nada de lo primero y aún menos de lo segundo; en materia religiosa, como en tantas otras, coincidía de pleno con la práctica filosofía de Wellington: la fe viene bien después de las batallas, pues va de maravilla para consolar viudas—. A las tropas les encantaba y a sus mandos también, y en la Península era notorio que a Ciudad Rodrigo no le disgustaba. Quizá sea, mi joven amigo, porque a His Grace, que por algo nació en Irlanda, los católicos nunca le han gustado mucho.

Los irlandeses del 27.º Enniskillen, protestantes fanáticos del recalcitrante Fermanagh, se animaron a cantar nada más ver al temido Hookie —a la hora de colgar por violar y saquear parecía sentir predilección por el más salvaje de sus regimientos irlandeses— dar la orden de marcha.

The Protestant Boys are loyal and true

Stout hearted in battle and stout-handed too

The Protestant Boys are true to the last

And faithful and peaceful when danger has passed.

Where cannon were flashing and sabres were clashing

The Protestant Boys still carried the day!

05.45 h.

Wurcherer había entregado a Gneisenau el último despacho de Müffling. El Army of the Low Countries, según decía, se desplegaba en orden de batalla, la derecha en Braine l’Alleud, el centro en Mont-Saint-Jean y la izquierda en La Haye. L’Armée du Nord no parecía completa, porque seguían llegando batallones. Aquello confirmaba, pensaba Gneisenau, que Bonaparte iba retrasado. El camino de Frasnes a Mont-Saint-Jean debió de quedar la noche antes tan impracticable como el de Wavre a Gembloux. Bonaparte, así pues, no podría empezar tan pronto como habría deseado. Cuanto más tardara, más garantías habría de aniquilarle. Según Wurcherer, el camino desde Wavre al bosque de París estaba en malas condiciones, con veredas muy tortuosas y estrechamientos excesivos para las piezas de artillería. Las pistas estaban sucias de hojarasca, resbaladizas y embarradas, y por si algo faltaba presentaban un perfil ondulado, de continuas subidas y bajadas. A lo largo de la ruta se alzaba una docena de aldeas y caseríos que obligaban a cruzarlos casi en fila india. Una perspectiva muy mala para el avance de la infantería, y todavía más horrible para el de los cañones y sus carros de munición. El IV no podría llegar a Chapelle-Saint-Lambert antes de las doce. Minuto más o menos, lo que tenía él por mejor para los intereses del Niederrheinarmee. Así pues, todo parecía ir bien, a pesar de que Bülow encontrase dificultades inesperadas a su paso por Wavre, debidas a un incendio en la Place du Sablon y a que se le partiera el eje a una de sus piezas de doce libras, la cual se quedó atascada en el punto más angosto de la salida de la ciudad por la vieja ruta de Nivelles. Blücher, a caballo, iba de un lado para otro rugiendo de impaciencia, pero Gneisenau insistía en que aquello no era malo. Que todo marchara despacio no sería bueno para Inglaterra, pero sí para Prusia.

06.00 h.

A Wellington, al llegar al plateau de Mont-Saint-Jean, le presentó armas uno de sus regimientos favoritos, el 95.º de Infantería Ligera, inconfundible por los verdes uniformes de la tropa y, ya para entendidos, por sus rifles Baker de ánima rayada. Su banda de música, que solía ser un punto traviesa, le obsequió con algo que muchos de los presentes, como Uxbridge y tres de los cuatro comisionados, no reconocían, pero que a los oídos de Álava resultaba familiar.

—¿Qué tocan esos tipos, general d’Álava? ¿Por qué a His Grace le hace sonreír?

—Es una broma del 95.º, mi querido Müffling. Tocan nuestra Marcha de Infantes, la pieza más antigua de la música militar española; Wellington se la tenía que tragar cada vez que revistaba una de nuestras unidades, porque lo mandado es que suene cuando llega el general en jefe, si no el mismísimo rey. Me parece que intentan saber de qué tal humor llega, y como sonríe debe de ser bueno.

La revista no duró demasiado, pues Wellington la pasó al trote. La sabía necesaria para elevar la moral, pero aquellas cosas le aburrían. De ahí que acabara cuanto antes, para descabalgar donde había dicho a De Lancey que pensaba situar su puesto de mando, en la esquina sudoccidental del cruce de la carretera Bruselas-Charleroi con el sendero Ohain-Braine-l’Alleud, en una pequeña elevación natural y bajo un olmo bastante frondoso. Desde allí, con ayuda de su catalejo —y cuando no fuera suficiente con la de Álava, que a sus cuarenta y tres años seguía teniendo una vista de serviola—, podía divisar la totalidad del campo de batalla. Se celebraría, seguro, porque no había una nube, pero no sabría pronosticar a qué hora empezaría. Desde antes de salir el sol sus ADC le informaban cada cuarto de hora de las novedades en el campo francés, y salvo que seguían llegando regimientos nada rompía la monotonía. Todo indicaba que aquella mañana, como en Ligny, Boney no tenía prisa.

—Es natural; con la cantidad de charcos que hay sus chicos embarrancarán[178] en cuanto den dos pasos. Necesita que todo eso se seque un poquito.

Wellington asintió. A la vista de lo que divisaba en el campo francés, difícilmente se hallarían listos para el combate antes de las ocho, si no de las nueve. Muy a lo lejos, una densa columna llegaba muy despacio desde Genappe, seguramente por tratarse de artillería o de municiones. Era posible que Bonaparte debiera esperar unas cuantas horas a que acabaran de llegar sus últimas unidades. «Benditas sean las tormentas», musitaba recordando la muy violenta de la tarde anterior. En el triángulo Bruselas-Charleroi-Namur llovía sin parar desde hacía semanas, tanto que las inundaciones debidas a la última borrasca superaban todos los registros de casas anegadas y ganado perdido. Gracias a todo eso no sólo Bonaparte andaba retrasado, sino que los senderos trazados bajo los cultivos no podían estar secos, o no lo suficiente para resistir sin embarrarse la marcha de sus setenta mil hombres.

—Müffling, ¿se sabe algo del Fürst Blücher?

—No, Herr Feldmarschall. Mis últimas noticias son las que me pasó Your Grace hace un par de horas. He mandado un mensajero al Graf Gneisenau. No debería tardar mucho en regresar.

His Grace no dijo nada. Pesimista, no contaba con una presencia significativa de prusianos antes de las cuatro. Si Boney comenzase a las diez, lo que parecía probable, él aún se mantendría. Si para entonces Boney no aflojara el lazo, por no haber prusianos cerca, no le quedaría más opción que retirarse por su derecha, salvando cuanto pudiese de su artillería. Lo pagaría Blücher, porque sus regimientos serían aniquilados. Mal para el pobre viejo, pero bueno para él, porque así Bonaparte se abstendría de perseguirle. Que los dioses quisieran, terminó a modo de oración, que Boney no abriera el baile hasta las once, o aún mejor a las doce. Más tarde, lo aceptaba con realismo, sería imposible. Por mucho que hubiera degenerado Bonaparte, tan loco no podía estar. Ni tan mal informado.

Los soldados entretenían el tiempo a la manera de lo que a fin de cuentas eran, profesionales avezados. Encendían fuegos, secaban sus uniformes, desayunaban —desde las cinco sólo líquido—, se preparaban ingentes cantidades de té y daban cuenta de las bien medidas raciones de ron y ginebra con que sus mandos jamás dejaban de ser generosos a la hora de marchar hacia la muerte. Se ocupaban de sus armas, también. Secaban las ánimas, las limpiaban con cuidado y culminaban el proceso disparando un tiro, para comprobar que funcionaban. El viento, que venía del sur, pese a no pasar de tenue les hacía saber que los franceses hacían lo mismo, aunque más nerviosos. Era natural; ellos, a diferencia de aquellos pobres diablos, no tendrían que subir a pecho descubierto una ladera de seiscientos metros, a tiro de las balas de cañón, los shrapnel,[179] los botes de metralla y, cuando ya estuvieran a treinta pasos, las descargas de fusilería. Ellos estarían a cubierto tras el talud, al menos mientras la caballería francesa no se les viniera encima. Y aun así. También ellos contaban con caballería, y debía ser buena, que la tarde anterior había dado a las vanguardias francesas un excelente repaso. No todos ellos, bien lo sabían, seguirían vivos y de una pieza cuando cayera la noche, pero aquel era su oficio y a fin de cuentas eran profesionales. Los franceses, no. Si no todos sí la mayoría eran reclutas despreciables. Luchaban por un ideal, aunque no suyo, sino de los politicastros que les llevaban allí, al matadero, lo cual no podía ser más asqueroso. La patria, el honor, Dios, la virgen, las tradiciones y todo eso no eran más que un montón de mierda. Ellos, soldados profesionales, mercenarios legítimos, si se jugaban la vida era por dinero, el de la paga y el del botín. De ahí que todos aquellos imbéciles les parecieran lo que a fin de cuentas eran: un rebaño de borregos.

El orden de combate era el que Wellington estableciera en Busaco, su primera batalla en la Península: en primera línea, la infantería ligera con sus magníficos rifles Baker de ánima rayada —el resto de las tropas usaba el barato Brown Bess de ánima lisa—, ocultos por la vegetación. Tras ella, las piezas de seis libras. Más allá del risco, las de mayor calibre y la infantería de línea. En los extremos, la reserva de caballería. Hougoumont lo defendían cuatro compañías de guardias británicos y un batallón de nassauers. En total, mil quinientos hombres a las órdenes de los coroneles Fraser (Lord Saulton) y MacDonnell. De La Haie Sainte se ocupaba un batallón de la KGL reforzado con dos compañías de nassauers, al mando del Major Baring. Cerca de la última, en el otro lado de la carretera, se ocultaba la 1.ª Brigada VKN, así como un batallón del 95.º de Infantería. El ala derecha quedaba en manos del Prins Willem, el centro en las de Wellington y la izquierda en las de Hill. Un despliegue ortodoxo, se decía el general Álava. Si algo jamás se le podría reprochar a His Grace, siquiera en materia de táctica defensiva, era ser audaz. De siempre sostenía que lo que bien funciona no se toca, y hasta esa mañana, con docenas de combates a su espalda, nadie podía presumir de haberle ganado uno.

En el extremo este, límite del ala izquierda, la 2.ª Brigada de Infantería VKN, al mando del Prinz Sachsen-Weimar, hacía lo mismo que las demás unidades, a excepción del pensativo príncipe, que prefería pasear con las manos a la espalda. No dejaba de mirar a su izquierda, sabedor de que por allí debería llegar Zieten al frente del I Armeekorps. En sus pocos días de permiso en Bruselas más de una vez había esperado en la esquina de una callejuela que desembocaba en la Grand Place la llegada de una joven muy bonita que alguna vez le había mirado con un recatado punto de curiosidad, pese a caminar acompañada de una carabina de aspecto disuasorio. Una tarde se armó de todo su valor y no poca temeridad; vestido con su mejor uniforme, luciendo todas sus condecoraciones y armado de una docena de rosas, tomó posiciones en la tal esquina, justo enfrente de una pequeña estatua que representaba un niño meando. Había movido sus contactos y recurrido a sus conocidos holandeses y británicos, pero ninguno supo decirle quién era la misteriosa señorita de prodigiosos ojos negros, tan negros que pensaba él sería española. Esa tarde saldría de dudas, aunque a la caída de la noche hubo de aceptar que los hados no estaban de su lado, de modo que pegó un puntapié a las inocentes rosas y regresó a su hotel dispuesto a emborracharse. A lo largo de las tres horas que pasó en aquella esquina procesó un gran número de pensamientos, de muy diversos tipos, siendo el dominante uno que decía «cuanto más mires menos vendrá». Era el mismo que le asaltaba entonces, oteando hacia la lejana Ohain e implorando al cielo que aquella vez fueran mejor las cosas.[180]

08.30 h.

L’Empereur desayunaba con Soult, Ney, Reille, Drouot, Bertrand, Maret y su hermano Jérôme. Soult insistía en llamar al IV, pero su señor no hacía caso. Achacaba el temor que le inspiraba Wellington a que le había derrotado varias veces. Él no aceptaba que aquel Général de Cipayes fuera competente. Sus éxitos frente a los indígenas indostánicos y los debilitados ejércitos franceses en la España de 1812 y 1813 no eran de categoría. Reille, otro de los derrotados, prefería valorar la fuerza enemiga, visto lo poco que l’Empereur estaba dispuesto a conceder al inglés. En su experiencia, la infantería británica era lenta y pesada, pero si se asentaba en una buena posición resultaba muy difícil de batir. El plateau de Mont-Saint-Jean era la clase de lugar donde Wellington solía instalarla, por lo cual pensaba que desalojarla supondría un coste altísimo en vidas, de las que no andaban sobrados, así que recomendaba una maniobra por el oeste, rodeando el ala derecha del enemigo y cogiéndole así entre dos fuegos. El Emperador no la desestimó. Incluso reflexionó un largo minuto antes de rechazarla, no por mala sino porque Wellington, a poco que advirtiera el movimiento, levantaría el campo y escaparía por el Noroeste, justo lo que trataba él de impedir. Prefería sacrificar un tercio de su ejército pero acabar con él de un modo definitivo y así dormir a satisfacción aquella noche, tranquilo, feliz y aún no sabía si en el Kasteel van Laeken o en el hôtel particulier de la Rue de la Montagne du Parc.

Era el momento de pasar revista. Con ayuda de La Bédoyère montó en La Marie y comenzó el recorrido, con las diversas bandas tocando sus piezas favoritas: Partant pour la Syrie —compuesta por la reina Hortense, cuya maldad no tenía límite— y la muy galvanizante Marche de la Garde Consulaire. Los vítores resonaban por doquier. Satisfecho, descabalgó en el que sería su puesto de mando, un montículo cerca de Rosomme que dominaba el campo de batalla. Faltaban minutos para las nueve. A las diez, pensaba Soult, deberían abrir fuego, pero el terreno seguía empapado. A l’Empereur no le importaban las dificultades que deberían soportar sus infantes y sus jinetes. Para él, que nunca dejaría de ser un artillero, lo que contaba era que con aquel suelo blando los proyectiles de doce libras no rebotarían más de una vez. El empleo de artillería frente a densas concentraciones de infantería era similar al de un juego de bolos: el proyectil salía del cañón con un momento de inercia colosal. Seguía una trayectoria relativamente rasa y tocaba tierra justo antes de la línea enemiga. Desde ahí avanzaba en una sucesión de rebotes, llevándose todo por delante. Así hasta que la pérdida del impulso le hacía detenerse, a menudo tras haber destrozado unos cuantos pechos, bastantes barrigas y varias docenas de piernas. Con el terreno en el estado de aquella mañana pararían mucho antes de lo normal, y eso no se lo podía permitir. Contaba con doscientas cuarenta piezas de todos los calibres, una cantidad superior a la de Wellington, aunque no andaba sobrado de proyectiles. Si todo marchaba según lo planeado habría bastantes para barrer a Wellington y tomar Bruselas, pero ahí debería reaprovisionarse. Había gastado en Ligny más de lo previsto, y el primer convoy de Avesnes tardaría dos días en llegar. No quedaba otra, pues, que aguardar a que Su Majestad el Sol hiciera su trabajo.

09.00 h.

Wellington estudiaba el despliegue de Bonaparte. Sus posiciones eran simétricas: formaciones cóncavas separadas trescientos metros en los extremos (Hougoumont y Papelotte) y mil quinientos en el centro. La fuerza enemiga no bajaría de setenta y cinco mil hombres. Los suyos eran sesenta y nueve mil. Los de Boney no sólo eran más, sino mejores: todos franceses, todos hablando lo mismo y todos con al menos una campaña en sus mochilas. Ninguno había luchado en menos de tres batallas, y los grognards pasarían de cien. Los había que combatieron allí en 1793 y 1794, y luego en Rívoli, Marengo, Austerlitz, Ulm, Iéna, Wagram y Borodino, y todos supieron salvar la piel en Leipzig. La infantería británica quizá fuera más eficaz, pero los regimientos que le habían dado se componían en buena parte de novatos. Confiaba más en la KGL, donde todos eran veteranos de la Península. En cuanto a los demás, era pesimista. Los del VKN habían luchado más de doce años bajo los colores de Bonaparte y los alemanes de Nassau, Hannover y Brunswick eran disciplinados pero inexpertos, además de que su heterogeneidad era patente: cada unidad vestía su propio uniforme y el de no pocas era calcado al francés. Un mal panorama, pero, como decía Miguel, esos eran sus bueyes y con ellos tendría que arar.

09.15 h.

Grouchy había llegado a Walhain. La vanguardia del III ya estaba en Corbais, apenas diez kilómetros hasta Wavre, donde las avanzadillas del general Exelmans ya incordiaban a la caballería del III Armeekorps. Allí, en Walhain, sus informes de intelligentzia decían que vivía un antiguo suboficial francés. Mandó que le buscaran, aunque sin necesidad, pues ya venía él solo. No temía ser visto por sus escondidos conciudadanos, pues allí todo el mundo se sentía más francés que holandés. El antiguo suboficial, que de no faltarle una pierna ya se habría reincorporado, le relató en dos minutos, con precisión militar, que por allí habían pasado el IV Armeekorps y después el III, a buen andar y mostrando una disciplina impecable. De ningún modo le pareció gente derrotada. La ventaja que llevaban era considerable, tanto que sin duda estarían no ya en Wavre, sino más allá, dondequiera que arrumbasen. A las preguntas de Grouchy sobre la calidad del camino que iba de Wavre al plateau de Mont-Saint-Jean respondió que no podía ser peor. Si Grouchy no se hacía con al menos uno de los puentes de piedra que cruzaban el Dijle, sus posibilidades de pasar al otro lado y avanzar hacia el plateau serían nulas. El buen ex suboficial, puesto frente al mapa que le mostraban los aides-de-camp, señaló con precisión dónde se hallaban, los tres. El buen hombre merecía no ya el agradecimiento del más moderno de los Maréchaux, sino una bolsa con diez napoleones, dos pistolas cargadas, por si algún día le hacían falta, y tres de las mejores botellas de su despensa particular. Lamentaba profundamente, lo decía con sinceridad, no poder hacer más por él, pero debía seguir adelante.

10.00 h.

L’Armée du Nord no terminaba su concentración. Daba igual, porque no había prisa. Pese al ya elevado calor, los charcos seguían ahí. «Una hora, Sire», decían Soult y Drouot. Quedaría luz sobrada para desembarazarse de Wellington y abrirse paso hasta Bruselas. Se sentía tan seguro que había encargado a su cocinero, para cenar, una paletilla de cordero bien asada. Sólo una, que le preocupaba estar tan gordo. Grouchy. ¿Dónde demonios andaría? Le tenía en buena consideración, pero jamás había mandado un ejército independiente. Grouchy era un ejecutor eficaz de las órdenes de un jefe al que pudiera ver con sólo enfocar su catalejo. Volvió a pensar en Murat, y en Davout. Cualquiera de los dos le habría ofrecido una confianza superior, pero Murat era un irresponsable que le había privado de una de sus pocas bazas para llegar a un acuerdo con los austríacos, y Davout era irreemplazable. Si hubiese dejado en París a cualquier otro, a esas horas Fouché los habría sublevado a todos, el primero a Lanjuinais. Una vez más se preguntó por qué no le fusilaba. No se contestó porque sabía la respuesta: el que le sustituyera no sería mejor ni más leal, pero sí mucho menos eficaz.

—Soult —en el campo de batalla prescindía de tratamientos; hacían perder tiempo—: haga saber a Grouchy que vamos a luchar hoy, aquí, contra Wellington. Que siga marchando sobre Wavre y que haga frente a cualquier fuerza que Blücher mueva contra él. Que nos tenga bien al tanto de las disposiciones que tome, del progreso de su marcha y de cualquier información que consiga del enemigo. Y que no deje de comunicarse con nosotros. Quiero saber, en todo momento, por dónde anda.

Soult y su ayudante tomaban notas; luego, entre los dos, redactaban los mensajes. Convertían, lo primero, el «nosotros» operacional en el «nos» mayestático del que Napoleón no se apeaba desde que se coronó a sí mismo. Quedaba poco de aquel joven general, todo sencillez, que a la cabeza de un pelotón se lanzara contra el puente de Arcola. Claro que, por entonces, el pobre diablo de Nicolás Soult, soldado raso desde 1785, ni por asomo habría soñado que años después sería todo un Duc de Dalmatie. Sobre todo porque la primera consecuencia de la Revolución fue que Francia jamás padecería otra vez duque alguno. Ni príncipes, ni condes, ni marqueses, ni reyes. Mucho menos, emperadores.

El plan de ataque consistía en machacar el centro de Wellington con la grande batterie desplegada en Rosomme (cien piezas de doce libras); tras eso, hacer avanzar el aún intacto I Corps d’Armée, flanqueándolo a la izquierda con el un tanto desgastado II. El objetivo sería tomar el cruce de la carretera de Bruselas con el sendero Ohain-Braine-l’Alleud. La línea enemiga quedaría partida en dos, para desbandarse acto seguido. Sería el momento de decidir cuál de los dos grupos resultantes convendría perseguir, si el de la derecha, que intentaría retirarse a Waterloo, por la carretera y a través de Soignies, o el de la izquierda, que marcharía sobre Braine l’Alleud para desde allí seguir a Halle, donde las patrullas de Lefebvre-Desnoëttes vigilaban una fuerza considerable, tamaño Army Corps, y que según l’Empereur era la razón de no lanzar la maniobra por el oeste que sugirió Reille.

El ataque sería dirigido por Ney. Para otra cosa no valdría, pero insuflar moral lo hacía bien. Era único para marchar al frente de una formación, sin bicornio, para que todos apreciaran su maraña pelirroja, enarbolando su sable y aullando como un poseso. No lo merecía, pero conseguía ser seguido a todas partes. Si no por otra cosa, porque siempre se las arreglaba para regresar en una pieza.

—Soult: que todos ocupen sus posiciones. Abriremos fuego a las once y media.

«Él sabrá», se dijo el cauto Soult; «ojalá no nos arrepintamos de haber cedido tanto tiempo».

El Emperador se había sentado en una silla plegable, tranquilo y relajado. Frente a él, sobre una mesa requisada en Le Caillou, su mapa Chanlaire & Capitaine, una versión simplificada del Ferraris pero aun así muy detallada. Soult era el único de sus hombres que permanecía junto a él. Los otros aguardaban a pocos pasos, en silencio. La suerte, pensaban, ya estaba echada.

11.15 h.

Grouchy se había detenido algo más allá de Walhain, en el château de Longpré. Sus corps d’armée no estarían en condiciones de combatir antes de las tres, y por débiles que fueran las defensas asaltar una ciudad no era un asunto de minutos. A eso se debía el valorar la idea de dirigir hacia el oeste las divisiones de Pajol y de Teste. Con su Le Capitaine sobre la mesa determinaba que a esas horas se hallarían a la misma distancia de Wavre que de Genappe, y tan inútiles serían en un lugar como en el otro, pues no llegarían a tiempo de pelear, pero si el Emperador se veía obligado a retirarse aquellos seis mil hombres le vendrían bien. Despacharlos hacia Genappe era desobedecerle, pero estaría justificado, pues no había prusianos al este de Walhain. Ahora se trataba de ver qué ruta les ordenaba seguir; si marchaban a Court-Saint-Étienne, y desde ahí seguían el curso del Dijle, acabarían por encontrar un lugar donde vadearlo y marchar desde ahí a Genappe. Lo haría sin informar, pues era una decisión arriesgada. Lo pensaba mientras daba cuenta del déjeuner à la fourchette que su anfitrión, el notario Hollert, había ordenado le sirvieran; lo peor de tener un jefe como l’Empereur era que, hiciera que lo hiciese, nadie se podría considerar seguro del terreno que pisaba.

11.35 h.

Una batería de la Garde Impériale acababa de hacer fuego con tres piezas. Tras eso vendría un breve silencio. El que necesitaban todos para encomendar sus almas a Dios.

—Que los mandos ocupen sus posiciones —a His Grace le flanqueaban De Lancey y Lord Fitz-Roy Somerset; a pocos metros, tres grupos de ADC, los suyos, los del uno y los del otro; algo más alejados, los comisionados, de los que sólo uno, Álava, tenía el suyo junto a él—. ¡General Müffling! ¿Se sabe algo de Blücher? —el aludido, sorprendido de ser interpelado a gritos— no terminaba de acostumbrarse al Duke of Wellington de las batallas, —se acercó denegando con la cabeza—. ¿Tendría la bondad de mandarle un oficial, a ver si logramos saber qué pasa?

—Todos los míos están de camino al cuartel general del Fürst Blücher, o regresando. ¿Sería posible —por Sir William De Lancey— contar con alguno de los suyos?

—Ninguno de los míos sabe una palabra de alemán.

—General Álava, su ayudante sí lo habla, ¿verdad?

—Así es, Your Grace.

—Tenga la bondad de ponerlo a las órdenes del general Müffling, siquiera por esta vez.

El minuto de cortesía expiraba. Los doscientos cuarenta cañones de l’Armée du Nord abrían fuego, al fin.

11.45 h.

Grouchy seguía en el château de Longpré, tras haber enviado al Major de la Fresnaye con un mensaje a l’Empereur dando cuenta de la posición del enemigo y de su intención de atacarle, desbordarle por la izquierda e impedir que se uniese al Army of the Low Countries. Era lo que había escrito, pues su pensamiento era menos optimista. En esas reflexiones andaba, saboreando unas fresas gordas y jugosas que le había traído el notario en persona, cuando vio llegar un Gérard muy alterado, quien desmontó de un salto y en dos zancadas se plantó ante su impasible superior, aunque sin hablar. Se conformaba con señalar hacia el oeste, lo que Grouchy encontró irregular; aquellos no eran modales, se decía, pero aun así se levantó para seguir a Gérard al otro lado de la casa, donde llegaba un bramido lejano y sordo, como de tormenta; para unos oídos tan entrenados como los suyos no había confusión: aquello era fuego de artillería, y a plenas fuerzas, pues lo que retumbaba no era el cantar de un par de baterías, sino el de las doscientas y pico piezas con que contaba Su Majestad.

—Maréchal Grouchy, si hay una norma que ningún general se puede saltar es que al iniciarse una batalla debe abandonarse cualquier plan que se tenga y dirigirse adonde suena el cañón.

Grouchy la conocía, pero también sabía cómo las gastaba l’Empereur con los que desoían sus órdenes. Gérard, además, no era un hombre de modales amigables —un tosco hijo de alguacil que a los dieciocho se alistó de granadero; a fuerza de valor, coraje, determinación y suerte había recorrido el escalafón al completo, salvo el grado de Maréchal, que a su juicio merecía más que nadie; seguía sin comprender por qué l’Empereur lo había otorgado a ese desgraciado fusilador de prostitutas, pues para otra cosa no valía, en vez de a él—, lo cual se agravaba en el trato personal. De habérsele dirigido en buenos términos, los de un subordinado respetuoso, quizá se habría pensado la respuesta, pero llevaba tragada tanta quina por culpa de aquellos ladrones —Exelmans, Vandamme y Gérard; Grouchy,[181] contra lo usual en el generalato francés, robaba poco— que aquella desabrida exposición le llevó a plantarse sobre su bastón de mando, sin entrar a razonar. Así, dejó caer en tono más despectivo que displicente su convicción de que unos cuantos cañonazos bien podían no significar nada, y que las órdenes del Emperador establecían tajantemente que debía perseguir a Blücher, y nada más. No encontraba razón para destacar hacia el oeste al IV Corps d’Armée. Por si fuera poco, el lugar donde se hallaban, al sureste de Wavre, no era el más aconsejable para lanzarse desde allí sobre las posiciones que ocupara l’Empereur, las que fueran, porque no le había hecho saber ni cuáles eran ni dónde pensaba vérselas con Wellington. Los caminos seguían intransitables, sobre todo para los armones y los carros de municiones, y por si algo faltaba no había un solo punto para cruzar el Dijle que no requiriese arrebatárselo a los prusianos. A todo eso se debía que no pensara cambiar de plan. Una vez tomaran Wavre ya vería qué hacía, pero en el entretanto sólo esperaba del general Gérard que cumpliera sus órdenes y dejara de perder el tiempo de aquel modo tan lamentable y tan indisciplinado.

General Dominique Vandamme

General Étienne Gérard, por David

Ninguno de los mariscales a quienes había servido Gérard se permitió jamás hablarle de aquel modo, cosa que le hizo considerar la posibilidad de sacar el sable, pero ahí recordó que Grouchy poseía una bien ganada fama de sabreur, de modo que optó por subir a su caballo y regresar con su IV Corps d’Armée. Grouchy se quedó con muy mal cuerpo, pero de ningún modo desafiaría la mala crianza de un Napoleón cada día más iracundo. En el ejército francés no se practicaba la libertad de acción en el campo de batalla que tan buen resultado solía dar a los prusianos —y algún disgusto, también—. Los mariscales jamás debían perder de vista que su papel era ejecutar las órdenes que recibían. Los pocos que se las saltaron y vivieron para contarlo se vieron apartados del mando, si no arrojados a las tinieblas y el crujir de dientes. Salvo a Lannes, que no sobrevivió, y a Davout, cuya buena estrella le llevó a ganar Austerlitz, Auerstädt y Wagram —el Emperador, era de reconocer, jamás reprochaba que se saltaran sus órdenes a los que le ganaban batallas que ya tenía perdidas—, a ningún Maréchal le había sentado bien pensar por su cuenta. Grouchy no era cobarde, ni estúpido. Sólo valoraba con lucidez qué significaba ser Maréchal d’Empire. Mejor, Maréchal de l’Empereur.

12.00 h.

El Prinz Wilhelm (dieciocho años) era el segundo hijo de Friedrich-Wilhelm III. Se incorporó al Schlesischesarmee para luchar la campaña de Francia con la distinción no de un príncipe de sangre real, sino de un consumado jinete y un soldado de indiscutible bravura. Gracias a esas virtudes el Graf Bülow le confió la caballería de su IV Armeekorps, formada por diez regimientos (tres mil trescientos hombres); en apariencia era una fuerza formidable, pero siete de los diez eran landwehr, con un caballo para cada dos jinetes; su verdadero potencial residía en tres regimientos de húsares y uno de ulanos. Medio escuadrón del último acababa de surgir de la trinchera que formaba el Lasne a la entrada de Chapelle-Saint-Lambert. Tras asegurarse de que no había franceses dieron aviso al príncipe, que al minuto se les reunía con la otra mitad del escuadrón. Lo que apreció le asombraba: no había húsares enemigos, ni al suroeste, hacia Fichtermont, ni al sur, en la dirección de Couture. A Bonaparte no se le había ocurrido que por ahí podría surgir el Niederrheinarmee. Una simple batería bien colocada le habría bastado para masacrarles en cuanto asomaron por el talud, pero el Prinz no tenía tiempo para maravillarse; asegurar el perímetro era más importante, sobre todo tras ver que sus oficiales señalaban al norte, donde aparecía un grupo de jinetes al paso. Estaba por mandar desenvainar cuando reparó en sus uniformes. Los recordaba de la revista de Lord Uxbridge; eran húsares de Hannover, los Herzog von Cumberland, y a su frente marchaba un Oberstleutnant Hacke que le saludaba con alegría. Llevaban dos horas esperándoles, por orden de Wellington. No podrían darle mejor noticia que la de su llegada.

12.30 h.

L’Empereur examinaba los resultados del largo bombardeo. No eran decisivos. La posición enemiga era muy buena, mucho mejor de lo que pensó al verla, pero no era cosa que conviniera comentar.

—Sire, un mensaje de Grouchy, enviado a las seis. Confirma que Bülow y Thielmann se retiran hacia Wavre. Todavía no está en condiciones de decir si Blücher quiere hacerse fuerte allí, seguir hacia Bruselas o girar al oeste para reunirse con Wellington.

Se concentró en el mapa que La Bédoyère mantenía sobre la mesa. Si Blücher a las seis estaba en Wavre, y dada la clase de camino que había de ahí a Mont-Saint-Jean, ningún soldado suyo podría unirse a Wellington antes de las tres. Aún había tiempo, se dijo justo antes de oír que Soult divisaba una mancha oscura en el horizonte oriental, en el área de Chapelle-Saint-Lambert.

—Caballería, Sire. Uniformes muy oscuros.

El emperador callaba. Seguía sumido en sus pensamientos, pero de ahí le sacó La Bédoyère.

—Sire, acabamos de capturar un sargento del 2.º de Húsares. Traía una nota de Bülow para Wellington. En alemán. No especifica hora ni lugar. Parece anunciar la llegada del IV Armeekorps.

El sargento no parecía un tipo formidable. Baja estatura, grandes bigotes, poco pelo, marcas de viruela y cierto aroma de brandy. No tenía nada de particular que se hubiera extraviado.

—La Bédoyère, que le interroguen. Quiero saber hacia dónde marcha ese IV Armeekorps.

En realidad era un dato que no hacía falta. La pequeña mancha oscura en el horizonte de Chapelle-Saint-Lambert se desdoblaba en tres. A la izquierda, la misma caballería de antes. Las otras eran columnas de infantería, y también se divisaba un cañón. A esa distancia, ocho kilómetros, no era posible apreciar más detalles, salvo lo muy oscuro de los uniformes.

—Soult, tenemos menos tiempo del que suponíamos. Haga saber a Grouchy que le necesito en Plancenoit. Que venga cuanto antes, con toda su fuerza. ¡Vamos, deprisa!

12.45 h.

El I Armeekorps iniciaba el camino desde Bierges, un arrabal de Wavre donde sus destrozados efectivos apenas habían descansado; se dirigían a Ohain, donde Zieten pensaba unirse al ala izquierda de Wellington. Él y Reiche habían invertido su descanso en reorganizar compañías, batallones, regimientos y brigadas, unificando las que sufrían mayores pérdidas. A eso se debía que ya sólo contaran con una brigada de caballería, la cual abría la formación. A la cabeza marchaba lo que restaba de los tétricos Schwarze Ulanen; sus tres escuadrones ya sólo eran dos, aunque los seguía mandando el infatigable Bürsche, un hombre que sólo a base de caer reventado cada noche conseguía mantener a raya su profunda melancolía, el origen de la cual seguía siendo una murmuración, aunque con posibilidades de llegar a leyenda; sucedía que dos años antes, poco después de la batalla de Göhrde y cuando aún era capitán, una bayoneta francesa le dejó sin el ser que amaba más que a su vida y con quien pensaba pasar toda la que Dios les diera: el imberbe fusilero de dieciocho años August Renz. Su relación era un secreto que preservaban del modo más férreo, aunque no por miedo al terrible castigo por pecar contra natura, sino porque aquel fusilero de inmensos ojos verdes y larguísimas pestañas había nacido fusilera y se llamaba Eleonore Prochaska. Que a un ulano le gustase un fusilero no estaba bien visto, pero mientras reinara la discreción se solía mirar hacia otra parte, y más en el relajado Freikorps Lützow; ahora, que los fusileros fueran fusileras se toleraba mucho menos. No era un suceso infrecuente, porque las temibles prusianas, llevadas de su ardor guerrero, no solían vacilar a la hora de hacerse con un mosquete, si no un cañón, y emprenderla contra los invasores, y aunque a eso nadie se oponía no se aceptaba que lo hicieran de uniforme. Aquello era lo que más temía la insospechadamente afectuosa Eleonore —Bürsche habría podido explicar que llamarla «Heldenjungfrau»[182] no fue un completo acierto—, que la expulsaran si se descubría que, contra la definición del general Scharnhorst al señalar quiénes serían los elegidos para ser llamados a filas, ella estaba muy mal dotada para mear contra una pared. La profunda pena del Major Bürsche le había llevado alguna vez a valorar la receta de Heinrich von Kleist —se sabía de memoria el Estamos muertos en el camino de Potsdam; era un hombre singularmente culto, lo que predispone a pegarse un tiro mucho más que la siempre saludable ignorancia—, pero la influencia de su paternal jefe le había llevado a sustituir tan lúgubre remedio por un elogiable afán de matar. Aquella mañana, cabalgando al frente de sus sombríos ulanos totenkopf, pensaba darse un atracón. Por falta de franceses no quedaría.

13.00 h.

—Abren marcha dos brigadas de infantería y una de caballería, Sire. Vienen por la garganta del Lasne, subiendo al plateau de Chapelle-Saint-Lambert por una rampa natural. Aparecen a razón de un batallón cada cuarto de hora. Todavía no desplegaban patrullas de observación, pero no tardarán.

—¿Hacia dónde apuntaban?

—A mi entender, Sire, su objetivo es Plancenoit.

Era natural, se decía tras ordenar a Bernard, uno de sus mejores aides-de-camp, que contase todo aquello a Domon y Subervie;[183] la maniobra de Blücher era la más lógica para caer sobre su retaguardia, pero no lo encontraría fácil. Plancenoit era tan angosto que se podía defender con muy poco; lo primero sería hostigarle con la caballería de aquellos dos; luego desplegaría los siete mil hombres del VI a partir del Lasne y hasta el bosque de Ranson, al norte de la carretera de Plancenoit; por último, un par de batallones de la Guardia Joven deberían bastar para contener a los que llegasen a Plancenoit en tanto él se hacía con Wellington. Tras eso se volvería contra Blücher, y en cosa de minutos le dejaría en la mitad. Nada estaba perdido, pues. Podía seguir con el plan original.

13.15 h.

Bülow había llegado a Chapelle-Saint-Lambert. Una vez allí debía detenerse. Las órdenes de Gneisenau eran terminantes: que no fuera más lejos en tanto no estuviera seguro de que Bonaparte y Wellington luchaban un verdadero hauptschlacht. Fue justo entonces cuando se cruzaron los primeros disparos entre la caballería del Prinz Wilhelm y un escuadrón enviado a observar. La consecuencia fue la primera baja prusiana: el Oberst Schwerin, comandante de la 1.ª Brigada. Los soldados del Niederrheinarmee entraban en fuego cien minutos después que sus colegas del Army of the Low Countries.

13.30 h.

El emperador estudiaba el centro de la línea británica. Eran cientos los cráteres dejados por sus proyectiles en la ladera del risco tras el que se ocultaba El Inglés. De los que hubieran superado la elevación sólo aquellos que lo hicieran lamiendo la cresta pudieron causar daño. El bombardeo había sido una pérdida de tiempo y un inútil desperdicio de pólvora y munición, pero de nada valía lamentarse. Lo pagaría en gente, por penoso que fuera. Romper el centro de Wellington le costaría un corps d’armée. Aún le quedarían cuatro. Suficientes para tomar Bruselas y desde ahí negociar.

—A Ney: adelante.

Primera carga de Ney. Si hubiera traído con él una compañía de zapadores con clavos habría inutilizado los cañones de Wellington y éste no habría tenido más opción que levantar el campo, abandonando a los prusianos.

Era un espectáculo magnífico. Los diecinueve mil doscientos infantes del I Corps d’Armée, organizados en cuatro columnas de cuatro regimientos cada una, las armas cargadas y las bayonetas caladas, al compás de cuatro bandas que tocaban la Marche de la Garde Consulaire, iniciaban su avance contra La Haie Sainte. Quinientos metros a su izquierda, los quince mil que aún sobrevivían del II, repartidos de la misma forma y al compás de lo mismo, marchaban contra Hougoumont. No habían recorrido un tercio del camino cuando los cañones ocultos tras el risco aclararon su voz. Lo tenían todo a favor: tiro en mínima elevación, terreno descendente, suelo endurecido. Los primeros proyectiles cayeron cortos, aunque pronto comenzaron a barrer las filas de infantes, como si fueran bolos. Nada con lo que l’Empereur no contara. Llegaba el momento de lanzar la caballería. El propósito sería llegar a los cañones antes de que diezmaran a la infantería, espantar a los artilleros y dejar las piezas a los propios infantes, cuya misión sería introducir gruesos clavos en el canal de fuego de cada pieza, de forma que no pudieran disparar mientras no se repararan, lo que allí, en el campo de batalla, sería difícil. El peor enemigo del soldado de infantería era el cañón, de modo que para los del I y del II había dos opciones: acabar con los de Wellington o perecer. El problema era que la infantería británica también conocía las suyas: impedir que los jinetes franceses llegaran hasta sus baterías o dar la batalla por perdida.

La fuerza que defendía La Haie Sainte no debía bajar de dos mil hombres. Su dueña, la familia Cornet d’Elzius de Chenoy, era profrancesa, no como sus arrendatarios, unos campesinos apellidados Van Achter que quizás observaran desde lejos lo que pasaba con su casa. Lo lamentaría por ellos si prestase atención a esos asuntos, pero lo único que le importaba de aquella granja era que sus divisiones no podrían hendir la línea enemiga mientras se les acribillase desde allí. Antes no creía que fuera un obstáculo de consideración, pero ya veía que Wellington había cuidado de convertirla en un fortín. Tomarla costaría dos cosas que cada minuto se le ponían más caras: gente y tiempo.

13.45 h.

Müffling se había desplazado hacia el lado este, porque por ahí llegaban los mensajeros de Grolman y también por curiosidad profesional, pues también allí era donde la batalla entraba en crisis. Le asombraba que Vivian y Vandeleur, que mandaban las Brigadas de Caballería 6.ª y 4.ª, permanecieran impasibles ante la carnicería que se celebraba frente a ellos, entre la KGL y dos divisiones francesas. Aquello sería impensable bajo la doctrina de Libertad de Acción tan querida para Gneisenau. En virtud de la tal, los jefes de unidades importantes poseían libertad para explotar oportunidades que se les presentaran en el devenir de las batallas. Si Gneisenau estaba tan orgulloso de aquel principio y tenía en él tanta confianza era porque los oficiales prusianos aprendían en la Kriegschule a pensar por sí mismos, no a ser meros intermediarios entre los comandantes supremos y las tropas. Perplejo, se dirigió adonde los dos generales observaban como la KGL y el I Corps d’Armée se hacían pedazos. Los dos se mostraron de acuerdo: si se lanzaran pendiente abajo con sus seis regimientos de light dragoons (el 10.º, el 11.º, el 12.º, el 16.º, el 18.º y el 1.º de la KGL) destrozarían la línea francesa y regresarían con no menos de tres mil prisioneros, pero las regulaciones de la caballería británica eran claras: ningún jefe de brigada cargaría contra el enemigo sin recibir orden de hacerlo. No eran regulaciones generales, sino de Wellington, y si se lanzaran contra los franceses y vencieran, el Old Attie no por ello dejaría de ponerles frente a un consejo de guerra. De la magnitud de su victoria dependería que les fusilaran o no, pero sus respectivas carreras habrían terminado. Tras explicar todo eso al atónito Müffling, añadieron que su pensamiento era conocido desde Vimeira: si un jefe de brigada, llevado de su ardor, abandonaba su posición y actuaba por su cuenta, podría ser que consiguiera un éxito local, pero al precio de poner en peligro acciones de mayor importancia donde se contase con él, con lo cual se cambiaría un éxito parcial por una victoria general o, aún peor, por una derrota. De ahí que a ningún coronel o general inglés se le ocurriese actuar por su cuenta en un ejército mandado por Wellington. Los que servían a sus órdenes amaban la Victoria, pero mucho más amaban su Cabeza.

14.00 h.

La visibilidad era precaria gracias al humo de pólvora negra de varios cientos de cañones disparando a razón de dos o tres salvas por minuto, al que se unía el de docenas de miles de mosquetes; la confusión, en consecuencia, resultaba ingestionable. Ni Wellington ni Bonaparte podían controlar lo que sucedía en los cuatro kilómetros de frente, lo cual encaraban de dos formas distintas: Wellington, recorriendo arriba y abajo la línea de fuego, seguido a todas partes por De Lancey, Somerset, Álava y sus ADC; Bonaparte permanecía fijo en su puesto de mando, despachando mensajeros y ayudantes de un modo continuo, y no sólo para transmitir órdenes, sino para que fueran sus ojos allá donde no llegaba él con los suyos. Ambos estilos de mandar tenían ventajas e inconvenientes, pero Álava, que con frecuencia echaba largos vistazos hacia Rosomme, donde se suponía estaba el puesto de mando imperial, se decía que, si algún día se viera en situación de adoptar uno de aquellos dos estilos, se inclinaría por el de Wellington, si no por otra cosa porque allá donde se le veía, impertérrito sobre su charger, la moral de la tropa se inflamaba. No dejaba de ser curioso que Wellington, usualmente despectivo ante las diversas figuras de Bonaparte (político, legislador, estratega, diplomático, seductor, hermano, padre, marido e incluso amante), afirmara que, pese a todo, la vista de su tricornio en el campo de batalla valía por cuarenta mil hombres, cuando era una vista ciertamente difícil de apreciar, al menos de cerca; la suya propia, en cambio, estaba en todas partes.

Entre la ingente cantidad de notas que De Lancey tomaba sin parar —Álava se maravillaba de que pudiera estar pendiente del duque, seguir sus pasos, no pisar heridos, despachar ADC, estudiar informes y no caerse del caballo, todo ello sin dejar de garrapatear en su cuaderno— destacaba la creciente relación de bajas en el mando. La encabezaba el duque de Brunswick, seguía con la media docena de tenientes coroneles y coroneles caídos en Les Quatre Bras y se reiniciaba con Sir Thomas Picton, al que una bala del 17,5 le había dejado sin cerebro según increpaba, en pie sobre los estribos, a unos soldados que le adoraban pese a que les tratara de son-of-bitches. Al suceder a la vista de todo el mundo la moral se resquebrajó, lo que llevó a Wellington a dejarse ver por el sector y apoyar a Sir Dennis Pack, jefe de la 9.ª Brigada y Major-General más antiguo de la V División. La situación se volvía difícil para el ala izquierda, crecientemente machacada por la infantería y la caballería pesada francesa, pero ahí comenzaron a dejarse ver las unidades de Uxbridge, comenzando por la Household Brigade[184] de Lord Edward Somerset —los elegantísimos regimientos 1.º y 2.º Life Guards, 1.º King’s Dragoon Guards y Royal Horse Blue Guards—; en total eran siete los escuadrones de caballería pesada[185] que cargaban contra sus iguales franceses, galopando talud abajo por la derecha —según marchaban ellos— de la carretera Bruselas-Charleroi. El encuentro entre las dos fuerzas dio lugar a que la francesa dejara de cooperar con las divisiones[186] que se obstinaban en aplastar el centro de Wellington, gracias a lo cual los fusileros del abrumado 92.º —los Gordon Highlanders que tantos aplausos cosecharon en el baile de Lady Charlotte— recuperaron el aliento necesario para seguir bloqueando el avance francés.

A Müffling le admiraba la ubicuidad que mostraba el duque, y le maravillaba que con la extrema economía de medios que aplicaba lograse resistir los golpes con que le martilleaba Bonaparte. Si aquel ejército fuera el prusiano y a su frente se hallara Blücher, habría ya volcado la mayor parte de las reservas en apoyo del impertérrito medio millar de «amazonas».

—Álava, ¿estos hombres luchan siempre así? Con falda, quiero decir.

—Las veces que les he visto, sí. Ponerse otra cosa debe ir contra su religión.

—Ah, ¿es que no son cristianos?

—Pues no lo sé, pero ante todo son celtas. Según creo, en vez de capellanes tienen druidas.

El general Müffling prefirió acallar su curiosidad. A veces se preguntaba cuándo su colega español hablaba en broma y cuándo lo hacía en serio, y seguía sin salir de dudas.

La caballería francesa debía pensar que ya tenía bastante, pues empezó a recular. La Household habría debido regresar, pero un escuadrón de los Life Guards y otro de los Dragoon Guards, ebrios del peor alcohol, el de la victoria, se lanzaron a perseguirles, desoyendo los cornetines de órdenes, para ser acorralados un kilómetro más allá por los coraceros de Hubert y la infantería de Bachelu. No regresó ni uno. Wellington seguía la escena sin hacer comentarios. Aquello confirmaba uno de sus más arraigados prejuicios: la caballería británica se componía de locos e irresponsables; de ahí la necesidad de poner a su frente los jefes más fríos, como Stappletton-Cotton. Él habría sujetado aquellos escuadrones, no como Uxbridge, pues si por él hubiera sido se habría lanzado tras ellos al frente de la reserva entera, con lo que habría perdido la batalla, y la guerra, en media hora. Meneó la cabeza en gesto de malestar, aunque sin decir nada. Su catalejo enfocaba otro tramo de la línea de fuego, en búsqueda de la siguiente crisis. Hasta que llegara Blücher le quedaban unas cuantas.

Hougoumont. Para los ingleses, el cénit del heroísmo.

14.30 h.

Al II Corps d’Armée no le había salido bien su asalto a Hougoumont. Sus divisiones regresaban a la línea de partida en un cierto desorden, lo cual podría ser una excelente oportunidad para la caballería británica, se decía un Uxbridge deseoso de lavar el penoso espectáculo que había dado la Household Brigade. Tenía confianza en la Union,[187] por la solera de sus regimientos y porque la mandaba Sir William Ponsonby, un aristócrata y político irlandés al que le gustaba ser Major-General en sus ratos libres; hombre cercano a la serenidad (cuarenta y tres años), le parecía el más adecuado de sus jefes de brigada para una carga contra los desordenados infantes del II, de modo que tras rebanar unos cuantos pescuezos regresaran con las menos bajas posibles, restaurando así la sonrisa en la faz de Wellington. Tras instruir debidamente a Sir William le vio lanzarse al frente de sus tres regimientos, el 1.º y el 6.º en cabeza y los elegantes Scots Greys, magníficos en sus soberbios chargers grises, cubriéndoles las espaldas. En contados minutos ganaron la retaguardia del II, comenzando a dar sablazos y mandobles; el éxito era tan completo que resultó excesivo, al punto que Sir William acabó dejándose llevar, él también, por la borrachera de las batallas. Se veía frente a una victoria épica, de las que hacen pasar a la historia, de modo que levantó su sable, lo apuntó hacia las líneas de la grande batterie y cargó al galope, sin preocuparse de si le seguían o no; dos de los escuadrones Scots Greys tampoco se lo pensaron, lanzándose tras su venerado jefe, mientras los otros, que tenían presente lo sucedido con la Household Brigade, volvían grupas e iniciaban el regreso a muy buena velocidad. Sir William y los suyos, mientras tanto, ya se cernían sobre los indefensos cañones, que sólo pudieron dispararles un par de andanadas —estaban trincados a media elevación, y apuntarlos más abajo llevaba tiempo y esfuerzo—; hacer una escabechina con los servidores de los treinta que les pillaban más a mano fue un juego de niños, pero regresar era otra cosa, pues los lanceros del general Jacquinot, que aparecían por la derecha, y los coraceros de su colega Farine, que lo hacían del otro lado, se les venían encima. Los Scots Greys que pudieron regresar fueron ciertamente pocos; Sir William no estaba con ellos, de modo que se ahorró un consejo de guerra; si bien pensaba que tenía punta de velocidad suficiente para esquivar a lanceros y coraceros, su caballo no era de la misma opinión —siendo un hombre riquísimo, con docenas de monturas excelentes en sus cuadras, aquel día se había inclinado por el peor de sus pencos—, de modo que no tardó en verse alanceado por todas partes, hasta venirse al suelo con su jinete debajo; el sargento Urban, del 4.º de lanceros, no tenía la menor idea de quién sería ese oficial inglés de aspecto más sorprendido que asustado, pero el hecho de que varios de sus hombres dieran media vuelta y vinieran a quitárselo le hizo pensar que para l’Empereur sería mejor que no lo consiguieran, de modo que le descerrajó un pistoletazo entre los ojos y tras eso clavó espuelas para reunirse con los suyos y volver a perseguir a los ingleses, los cuales, a la vista de que su jefe ya no estaba en este mundo, se afanaban en huir a su mejor velocidad. Tuvieron suerte —fueron los últimos de los suyos en tenerla—, y así minutos después Wellington pudo saber de primera mano que aquel imbécil de Sir William se libraría, mala suerte, de ser fusilado tras un consejo de guerra sumarísimo.

Hougoumont. El punto álgido unos quieren entrar y los otros prefieren que no.

14.45 h.

No era una tregua, pero Bonaparte necesitaba unos minutos para rehacerse, o eso pensaba el general Álava. Lo creía porque la infantería y la caballería se habían replegado tras la grande batterie, la cual no cesaba de hacer fuego, lo que quizá fuese un error, pues la distancia que la separaba de la línea enemiga oscilaba entre ochocientos y mil trescientos metros, demasiado para que los cañones de doce libras pudieran tirar en trayectorias rasantes. Necesitaban alzas cercanas a 45o, lo que dificultaba la puntería y, lo peor, daba lugar a que los proyectiles se incrustaran en el suelo al primer impacto, sin que se produjeran los rebotes propios de las trayectorias planas. A eso se debía que pese a más de tres horas de bombardeo —sólo se interrumpió cuando la infantería cargaba contra Hougoumont y La Haie Sainte— la línea británica sólo registraba unas pocas bajas, imputables a los contados impactos directos.

La línea y los bastiones habían resistido el primer ataque, aunque muy tocados. De la Household Brigade y la Union Brigade sólo quedaba un tercio; la caballería pesada, en consecuencia, estaba prácticamente liquidada. Los defensores de los dos bastiones también sufrían fuertes pérdidas, igual que las unidades que defendían el centro de la línea. De Lancey las estimaba en tres mil hombres, sumando los muertos a los heridos graves, a los que habría que añadir un apreciable número de deserciones, sobre todo entre los nassauers. El daño, a su juicio, no era desmesurado, pero dada la hora del día y la fuerza que conservaba Bonaparte, si los prusianos se retrasaban más de tres no quedaría otra opción que levantar el campo, pues el riesgo de que Boney hundiera el centro y les partiera en dos se volvería inaceptable. Se lo dijo a Müffling, que se limitó a poner cara de circunstancias. El IV Armeekorps aún seguía concentrándose, como su interpelante podía comprobar enfilando su catalejo hacia Chapelle-Saint-Lambert, pero a De Lancey aquello no le tranquilizaba, pues había ocho kilómetros desde allí a las posiciones de Boney, lo que por sí solo representaba dos horas y media de marcha; en ese tiempo Bonaparte no tendría que distraer un solo regimiento para cubrir su flanco, y él no estaba seguro de que la línea británica pudiera resistir todo ese tiempo sin romperse. Wellington, por su parte, no les oía. Estaba pendiente de su artillería, que había comenzado a devolver el fuego de un modo selectivo, con pocas piezas pero de acreditada puntería. Veía caer los proyectiles propios en lo que desde allí parecía reserva de la Garde Impériale, y quizá con resultados, porque divisaba cierta confusión en la batería enemiga,[188] la cual tenía dificultades para disparar con todas sus piezas. Esa era la ventaja de su posición sobre la de Boney, pensaba el general Álava enfocando su catalejo en la misma dirección: mientras ellos veían las doscientas y pico piezas francesas, los apuntadores imperiales no veían las británicas. El gran maestro de la defensa parecía llevar la mano al genio del ataque, siquiera en hacer buen uso de sus cañones. Un pensamiento de autocomplacencia del que se arrepintió al escuchar el silbido de un proyectil de doce libras cayendo a veinte pies tras llevarse por delante unas cuantas ramas del olmo que marcaba el puesto de mando. Era para pensar que, después de todo, aquel día podría ser no sólo el último de su carrera militar, sino el de su juicio final.

15.00 h.

El château de Hougoumont —así venía en el Ferraris, pero Hougoumont sólo era la transcripción fonética en alemán del término au Goumont, su nombre francés—, tras más de tres horas de combate, resistía más o menos incólume las acometidas del príncipe Jérôme y su deteriorada 6.ª División. El angustiado König Lustik había comprobado en propia carne la solidez de las defensas británicas, al punto de comprender que sin artillería de sitio no las podría rendir. Para su sorpresa, el Emperador no sólo no estaba furioso, sino que compartía su visión táctica: sin obuses sería imposible tomar Hougoumont. A eso se debía que le adjudicase una batería y le ordenase volver a intentarlo, tras dedicar la hora que la tal necesitaría para reventar el château a recomponer su maltrecha 6.ª División.

Si l’Empereur apenas le riñó fue por reflexionar sobre lo que decía un mensaje de Grouchy, fechado en el château de Longpré, Sart-à-Walhain, a las once de la mañana. En él explicaba que pretendía lanzarse contra las posiciones enemigas hacia las tres de la tarde, que su caballería mantenía el contacto y que gracias a eso podía informar de que uno de los armeekorps había evacuado Wavre, sin poder precisar hacia dónde se dirigía, si al norte o al oeste. Aquello le causó un profundo malestar, tanto que debió sentarse. Dado que Grouchy a las once seguía en Walhain, desde que recibiese la orden de marchar a Plancenoit hasta que su vanguardia consiguiera llegar pasarían no menos de diez horas. Sería imposible que llegase antes de las diez de la noche, lo que de nada le valdría y sin que le pudiera reprochar nada, pues seguía sus órdenes al pie de la letra. En eso se notaba que no era un maréchal como Davout o como Murat; ellos se habrían lanzado adónde sonara el cañón. Decididamente, poner su ala derecha bajo el mando de un hombre tan disciplinado fue un error fatal.

15.15 h.

Las últimas compañías de la 14.ª Brigada, la del Generalmajor Funck, alcanzaban Chapelle-Saint-Lambert. Los treinta mil quinientos hombres y las cuarenta y ocho piezas del IV estaban listos para lanzarse contra el flanco derecho de Bonaparte. Nada sería más del agrado de Bülow que dar orden de hacerlo, pero el recién llegado Gneisenau insistía en acumular efectivos —la primera brigada del II no tardaría en llegar— y, mientras, observar cómo se desarrollaba la batalla. En su opinión, que sostenía frente a Blücher con firmeza desusada, era pronto para cargar contra Bonaparte. Wellington aún debía desangrarse más.

15.30 h.

Ney había congregado las divisiones de caballería 1.ª y 2.ª —Jacquinot y Piré-Hippolyte, adscritas a los corps d’armée I y II—, y la de chasseursà-cheval de Lefebvre-Desnoëttes, para cargar contra el centro de Wellington. Pretendía destrozar su artillería y después caer sobre su infantería, facilitando así que la del I Corps d’Armée avanzase sin ser molestada. Sumaban cuatro mil quinientos jinetes distribuidos en diez regimientos, dos de coraceros, cuatro de lanceros y cuatro de húsares o chasseurs-à-cheval. Ney era consciente de que tras coronar el risco encontraría la infantería enemiga organizada en cuadros. Wellington le dedicaría toda su atención, facilitando que la del I, que aun habiendo ya perdido cinco mil hombres seguía siendo una fuerza respetable, se hiciera por fin con La Haie Sainte, la cual, para él y para todos los que tenían alguna experiencia en asaltar posiciones fuertes, era la clave de la victoria.

Aún faltaban unos minutos para estar listos; Ney consumía la espera observando la línea británica, pese a que desde allí sólo se divisaran unas cuantas unidades de infantería ligera desplegadas a lo largo del talud. Algo llamaba su atención: los infantes dejaban sus escondrijos y se replegaban tras el risco. Alguien con la mente más fría supondría que marchaban a formar cuadros, pero Ney disfrutaba una gran propensión a pensar que sucedía lo que se ajustaba más a sus deseos. Le parecía, en síntesis, que Wellington se retiraba, de modo que procedía elevarse sobre los estribos, enarbolar el sable, mirar a derecha e izquierda, señalar la posición enemiga, sentarse y picar espuelas. No hacía falta que mirase tras él. Los cuatro mil quinientos, como tantas y tantas veces, le seguirían sin vacilar.

15.45 h.

Wellington examinaba la línea francesa. La caballería parecía lista para zarpar; al tiempo, el bombardeo sobre Hougoumont se hacía notar. Saulton decía que se había hundido la techumbre y que sufría seiscientas bajas entre Coldstreams y Scots, pero que no se retiraba. «Bien por los guardias», murmuró antes de regresar con la inquietante masa de caballería. No necesitaba dar órdenes porque la situación era de manual y De Lancey ya emitía la más perentoria: reunir la infantería tras el risco, formando dieciocho cuadros a continuación de la línea de los cañones. La masa de caballería ya se movía, con lentitud inicial aunque ganando velocidad. Era la señal, también, para moverse al cuadro del 42.º Royal Highland —los Black Watch—.[189] Los oficiales artilleros, a su vez, prorrumpían en estentóreos Open Fire! Las dos primeras andanadas fueron shrapnel. Cuando los jinetes llegaron a quinientos metros cambiaron a botes de metralla.[190] Los efectos fueron serios, aunque no lo suficiente para detener a los franceses, que al llegar a cien metros pasaron de galopar a cargar. Quedaba el tiempo justo para disparar la última salva y ganar los cuadros de infantería; los oficiales habían ordenado que la carga de cada pieza fuera doble, una bola maciza y un bote de metralla; el alcance, con tanto peso, no superaría los cien metros, aunque no hacía falta que lo hiciera, porque los franceses ya estaban a cincuenta. El efecto fue devastador, pero quedaban muchos lanceros —iban en cabeza—, húsares y coraceros. La primera fila quedó desintegrada por efecto de la metralla, y los rebotes de las bolas abatían a las siguientes como si fueran tentetiesos, pero Ney seguía y seguía, tras la misma coraza de buena fortuna que le había protegido en Neuwied, Elchingen, Iéna, Eylau, Güttstadt, Friedland, Borodino, Weissenfels, Lützen, Bautzen y Les Quatre Bras. En cuestión de segundos él y sus lanceros llegaron a los abandonados cañones. Ahí fue donde debió darse cuenta de que no había ordenado a la infantería subir tras ellos; una orden que tampoco dieron Soult o el Emperador, pues en aquel momento, fatalidades del destino, estaban concentrados en el flanco derecho, donde los soldados del IV Armeekorps empezaban a moverse. Al hacerse con aquellos cañones Ney ganaba la batalla, pero la perdía por no disponer de unos infantes que los clavaran.[191] Aquello sería dramático de no ser ridículo, se decía el general Álava observando la contraída expresión de un Ney inconfundible, no tanto por pelirrojo sino por ser el único que llevaba la cabeza descubierta. Los cuadros más cercanos, aliviados por sólo vérselas con jinetes sin infantes, abrían un fuego asesino apuntado a los caballos, por entonces a no más de cincuenta pasos. Los jinetes también disparaban, y a tan corta distancia su fuego era demoledor, sobre todo el de los que se habían quedado sin montura y tiraban parapetados tras sus bestias moribundas. Las bajas en los primeros cuadros iban siendo numerosas, al punto que los muertos rendían el último servicio a Inglaterra: volverse parapetos. Los húsares y los coraceros, menos diezmados, también caían sobre los cuadros, que aún defendiéndose bien, haciendo cantidad de bajas, comenzaban a tambalearse. Aquello tenía el aspecto de terminar en una doble masacre, pero ahí llegaron las pocas unidades de caballería pesada que aún le quedaban a Uxbridge, los dragones de Dörnberg y d’Arenschildt, a los que se sumaban los de Van Merlen y Ghigny; eran menos de tres mil, aunque suficientes para convencer a Ney de que su oportunidad había pasado y que, tristemente, llegaba el momento de lanzarse pendiente abajo y regresar a las líneas propias.

En los cuadros se respiraba mal. El humo destrozaba las gargantas, al punto que los infantes suspiraban por sus cantimploras, no tanto por la sed como por la irritación de sus faringes, pero no era momento de relajarse, sino de recargar, deshacer los cuadros, rematar a los ciento y pico franceses malheridos que se habían quedado allí —la costumbre de los jinetes, cuando llegaba el momento de la retirada, era llevarse con ellos a todo el que pudiera subirse a la grupa sin forzarles a desmontar—, salvo media docena de oficiales que tampoco pudieron escapar —había órdenes de no degollarles, no por caridad sino para canjearlos; la tropa nunca era objeto de trueque personal, en ninguno de los bandos—, saquearles con la eficiencia que sólo da la experiencia, evacuar a los heridos, apilar a los muertos, recuperar los cañones, avituallarse de munición, alinearse tras el risco y prepararse para la siguiente carga, pues no dudaban que habría otra, y otra, y otra más. Sólo al llegar ahí se ocuparon de refrescar sus gargantas. El arte de resistir cargas de caballería tenía su propia liturgia.

16.00 h.

El ala derecha se alineaba frente a Wavre. Grouchy atacaría tras leer un mensaje de Soult despachado a las diez. Daba órdenes inequívocas, lo que no sólo le supuso un íntimo alivio, sino la satisfacción de llamar a sus generales —Gérard, Exelmans y Vandamme; Teste y Pajol estaban lejos— y dárselo a leer. La razón real era demostrar que tenía razón, si bien la disfrazó de compartir con ellos que l’Empereur les quería precisamente allí, sin que se preocuparan del concierto de cañón que les llegaba del oeste. Otros asentirían, pero Gérard por su orgullo herido, Vandamme por su obcecación natural y Exelmans por su sentido estratégico, seguían mostrando un tenaz escepticismo. La batalla de verdad, decían, era la de quince kilómetros al oeste; lo que tenían delante sólo era un III Armeekorps dejado atrás para clavarles al terreno; de nada serviría barrerlo si l’Empereur perdía su batalla, lo que sería menos probable si se desentendían del señuelo, cruzaban el Dijle y caían sobre los prusianos. No les hizo variar el gesto saber que, horas antes, había ordenado a Pajol y Teste que cambiaran su rumbo, cruzaran el río por donde pudieran y se lanzaran en apoyo del Emperador. Tras eso volvió a lo que tenían enfrente; según el manual de campaña, el III Armeekorps poseía veintisiete mil doscientos hombres, en su mayoría de pésima cualificación; entre sus bajas y sus deserciones, a Thielmann no podían quedarle más de quince mil. Nada que pudiera detenerles, aunque deberían tomar precauciones para no sufrir excesivas bajas. La primera era valorar la posición enemiga, pues Wavre no era un simple pueblo, sino una ciudad casi tan grande como Charleroi. Dos tercios estaban en la ribera izquierda del Dijle, un río ni ancho ni profundo, pero las lluvias hacían que bajara muy crecido. No había posibilidad de vadearlo, cuando menos en Wavre; sólo podrían cruzarlo si antes tomaban el Pont du Christ, el único de piedra. Dos días antes lo cruzaban cuatro de madera, pero los zapadores de Blücher los habían destruido. El más cercano a Wavre aguas arriba, el de Bierges (a cuatro kilómetros) estaba en manos prusianas. Los de Limal y Limelette quedaban lejos, al menos para su fuerza principal; por ellos cruzarían Teste y Pajol tras aplastar la defensa prusiana local, o eso quería pensar el aprensivo Grouchy.

Al otro lado del Pont du Christ, en el château de La Bawette, Thielmann y Clausewitz estudiaban el despliegue de Grouchy. Le suponían treinta mil hombres, el triple de los que tenían ellos en Wavre, tras enviar varios batallones a defender los puentes de Bierges, Limal y Limelette. Sus líneas, organizadas en semianillos irradiados a partir del Pont du Christ, no eran tan inexpugnables como parecerían desde abajo, por los pocos cañones con que contaban (sólo 34), pero aun así serían duras de romper. A Grouchy —sabían quién era, igual que a sus órdenes formaban cinco generales bien conocidos; por Vandamme sentían especial predilección; los partidarios de trocearle vivo no serían menos que los de arrojarle a una caldera de mierda hirviente— le costaría muchas bajas hacerse con el puente, si bien no era sangrarle lo que Gneisenau les encargaba, sino que le anclasen allí. Era una orden de las que se formulan con pesar y se reciben con dolor, pues no se les pedía que vencieran, sino que se sacrificaran por un bien superior, el de que nadie importunase a los otros armeekorps en su marcha sobre la línea de Bonaparte. Si lo contaban, y no apostaban por ello, sería para quedar como unos idiotas, pues el día de las medallas sólo las habría para los que vencieran al Corso, no para los que debían dejarse matar para que los otros tuvieran éxito, pero así era la guerra y ellos dos, bien lo sabían, eran los malditos entre sus iguales, los condenados a tragar lo que de ningún modo nadie aceptaría, y que sólo pagando aquel precio comenzarían a ser considerados libres de sospecha. Una batería del IV Corps d’Armée les sacó de su ensimismamiento al disparar la consabida salva de tres piezas. Llegaba su momento, y Thielmann se santiguó. Clausewitz, no.

16.15 h.

Los informes que llegaban a Chapelle-Saint-Lambert, donde se hallaban Blücher, Gneisenau, Grolman, Bülow y Valentini, coincidían en lo esencial: Wellington empeñaba toda su fuerza, salvo dos divisiones destacadas en Halle; para Gneisenau significaban que Wellington no pensaba ser un segundo Eleazar ben Ya’ir, y menos aún convertir el plateau de Mont-Saint-Jean en otra Masada. Se desangraba desde las doce y no parecía que pudiera resistir mucho más, de modo que bien podría iniciar la retirada y dejarles vendidos. El IV Armeekorps, en consecuencia, tenía su autorización para marchar sobre Plancenoit y así vérselas con el VI Corps d’Armée —las patrullas del Prinz Wilhelm lo habían identificado—. Wellington, según comentaba con Grolman, merecía más castigo, aunque no por haberles vendido en Ligny, sino para que no pudiera disputarles la carrera por París. La derrota de Bonaparte ya era segura, como se deducía de la mera observación de las fuerzas en presencia, pero si se retiraba no sería decisiva. De ahí su empeño en maniobrar de forma que, cuando Bonaparte se sintiera vencido, no pudiera retroceder con orden. Bien había él demostrado que un ejército derrotado, si no se le dispersaba, en cuestión de horas podía volver a combatir. De ningún modo permitiría que a l’Armée du Nord le fueran tan bien dadas como dos días antes al Niederrheinarmee.

El cornetín de órdenes comenzó a sonar. Los soldados del IV se levantaron de un salto. No habían comido, pero casi todos habían bebido cantidad de café, con mucho ron y azúcar. Sabían que, salvo milagros, no tomarían otra cosa mientras no cayera la noche, los que llegaran a verla caer.

16.30 h.

Habían pasado veinte minutos desde que los últimos chasseurs-à-cheval se lanzasen pendiente abajo y Wellington ordenara ponerse a cubierto, intuyendo el siguiente movimiento. No se confundió, pues nada más cruzar la línea de la grande batterie ésta comenzó a disparar. Los proyectiles de 12, 8 y 6 libras, mejor apuntados que antes, comenzaban a caer cerca del olmo de Wellington, así como del borde superior del risco. Dados el ángulo de caída y la pendiente que comenzaba tras aquél, las bolas tocaban tierra e iniciaban una larga serie de rebotes, por lo cual los oficiales dieron a los infantes la orden de ganar el borde del talud, de forma que solamente hicieran daño los impactos directos sobre la cresta o pocos metros más allá. Wellington se veía centrado —los apuntadores franceses habían tardado en dar con él, pero ya le tenían en sus catalejos—, de modo que se desplazó unos metros a su izquierda, los suficiente para descentrarse aunque sin perder ángulo de visión. Su QMG y su séquito de ADC, comisionados y secretarios hacían lo mismo, aunque con suerte algo peor. El comisionado Vincent fue la primera baja; un proyectil de seis libras le rozó una mano, sin arrancársela pero causándole una gran laceración; los huesos se le veían y la hemorragia era por demás aparatosa, de modo que De Lancey le ordenó retirarse al hospital instalado en el caserío de Mont-Saint-Jean. El comisionado Pozzo se brindó a escoltarle. Allí no pintaba nada, los proyectiles caían excesivamente cerca y De Lancey, a su vez, no estaba en contra de arrojar lastre, de modo que los dos caballeros se alejaron a buen trote. La segunda baja fue Sir Alexander Gordon. Un proyectil de ocho libras —cada calibre tenía su silbido— le golpeó de refilón en el muslo izquierdo, muy cerca de la cadera. Una herida de las malas, se dijo Álava mientras cooperaba con dos ADC para sostenerle sobre su montura, sorprendentemente intacta. Dada la hemorragia y el trozo de fémur que asomaba por el calzón, Sir Alexander podía ir despidiéndose de su pierna, y seguramente de su vida, pues las heridas tan altas eran muy difíciles de cerrar. De lo deprisa que acabaran de cortársela y de lo enérgicamente que cauterizaran el muñón dependería que Sir Alexander siguiera entre los vivos al amanecer del día siguiente.

Aún le veía marchar, sostenido por los ADC, cuando una nueva bola impactó en el codo derecho de Lord Fitz-Roy. Otra herida muy mala, lo sabían él y su ecuánime observador, el cual le perdió de vista mientras se alejaba con otro ADC. La medicina de los tiempos establecía que los miembros con huesos averiados debían amputarse, pues el riesgo de una embolia, para lo que no había salvación, era de cuatro a uno. Algunos preferían conservarlo —solían ser los que perdían varios a la vez; las embolias, en consecuencia, no les importaban mucho—, y de ellos unos pocos, tiempo después, podían presumir de sangre fría, pero lo habitual era no discutir con los amputadores. El destrozado codo de Lord Fitz-Roy no dejaría espacio a la duda, pero la batalla no permitía preocuparse de los amigos, se decía el endurecido Álava mientras veía pasar volando a Sir William de Lancey. Según explicaba Miniussir, una bola de seis libras le dio en la espalda, no de lleno pero sí con el suficiente ángulo para lanzarle sobre las orejas de su excelente caballo, yendo a dar con sus huesos diez yardas más allá. Las costillas desgajadas de su espina dorsal le asomaban a través de su desgarrada casaca, si bien para su fortuna —o su desdicha— no sangraba mucho. La evidencia de que, sin ganas, era de nuevo el QMG le llevó a echar pie a tierra, indicar a Miniussir que sujetase las riendas de su caballo y el de Sir William, y en dos zancadas situarse junto al coronel, al cual ya rodeaban Percy, March y dos soldados llamados a gritos. El coronel no estaba inconsciente; mareado, sí, aunque no al punto de no saber qué pasaba y qué suerte le aguardaba, por lo cual pedía que le dejaran morir allí mismo, pero Percy, que le quería, no hizo caso. Desplegaron una manta, le pusieron encima y se lo llevaron en volandas a la casa de las amputaciones urgentes, no sin que Álava le quitara su silbato, el de convocar a los ADC. Su interés en De Lancey terminó ahí, pues la batalla no cesaba, en derredor seguían cayendo proyectiles y él aún necesitaba recuperar el también caído cuaderno de operaciones. Tras eso fue por el caballo de Sir William, un excelente purasangre irlandés regalo de su suegro. Lo hacía porque una de las carteras que llevaba en la grupa contenía el inventario de anotaciones y las copias de las órdenes dadas desde que comenzó la campaña. Marginalmente, la vida media de un caballo en una batalla como aquella se medía en minutos; Miniussir y él seguían montados, pero en cualquier momento podían quedarse a pie; de ahí que pidiese a Miniussir —un excelente jinete; se le notaba el haber aprendido en la escuela española de Viena— conservara el suyo de las riendas, como «respeto» para cualquiera de los dos, mientras él subía en el de Sir William. Lo que vivían, se decía el también curtido Miniussir, era un festival de sangre y vísceras, y si no se asombraba de su propia serenidad era porque los había vivido peores con Morillo. Allí, en Mont-Saint-Jean, la sangre corría por igual, pero con menos aullidos. Los oficiales británicos no perdían la compostura ni aun sabiendo que les quedaban minutos.

Wellington había presenciado la escena desde veinte pasos más allá; repartía su atención entre la battleline y la significativa merma de su staff, pero le tranquilizó ver que Álava enarbolaba el cuaderno del QMG. Una señal de asentimiento y volvió el catalejo no a la línea francesa, sino a lo que ya sabía se llamaba plateau de Chapelle-Saint-Lambert —Müffling, siempre cartógrafo, se lo había dicho—, por donde una masa de uniformes muy oscuros iniciaba la marcha sobre la derecha de Bonaparte.

16.45 h.

Las brigadas del IV avanzaban precedidas por los húsares Westpreußen. Los dragones franceses les saldrían al paso de un momento a otro, aunque lo tendrían difícil, pues las baterías del Oberst Bardeleben, desplegadas en el borde del plateau, ya dejaban oír su voz. Las órdenes de Bülow eran despejar a hierro y fuego el sendero que acababa en las primeras casas de Plancenoit, así como arrasar los campos de centeno donde se ocultaría la infantería de Lobau. Bülow sentía una total antipatía por Gneisenau, pero aquella tarde no le discutía una orden; su objetividad, que no le faltaba, le hacía reconocer que, de haber estado en el lugar del otro, habría dado las mismas, punto por punto y coma por coma. El condenado sajón sería lo que fuese, pero desde luego sabía caer sobre un enemigo tomado por el flanco, y él, a su vez, no tenía igual en conducir una marcha y una carga como las que se avecinaban. De ahí que hubiera enterrado el tomahawk hasta mejor ocasión. Aquella jornada, no le importaba reconocerlo ante sí mismo —sólo ahí—, Gneisenau estaba dictando cómo debía comportarse una horda de novatos contra el mejor de los ejércitos europeos.

El Oberst Pfül seguía el desarrollo de la otra batalla desde lo alto del campanario de Chapelle-Saint-Lambert. Presenció la carga de la caballería francesa, se dijo que un ataque como aquél sería imposible de contener, se maravilló de que la infantería francesa no corriese pendiente arriba y concluyó que Bonaparte no estaba en buena forma. La breve tregua que siguió al penoso sacrificio de aquella caballería tan valiosa, y tan valiente, le vendría bien para correr al hauptquartier de Blücher, a explicar lo que había visto. Lo hacía un tanto ensordecido por las baterías de Bardeleben, preguntándose si Wellington, desde su posición, las podría oír. El que sin duda las escuchaba era Bonaparte. Por muy sordo que se hubiera podido volver, de aquella música celestial no podría esconderse.

17.00 h.

Ney no conseguía enfriarse. Había estado tan cerca de quebrar el centro de Wellington que no aceptaba lo que decía Jacquinot, que deberían haber llevado con ellos algún regimiento de infantería. La pendiente, respondió, era demasiado larga para los infantes. Sólo cuando la línea defensiva se hubiera reblandecido podrían avanzar sin ser diezmados, y para eso hacía falta más caballería. Le constaba que l’Empereur andaría despotricando contra él, pues era lo que hacía mientras no lograba vencer. Cuando al fin lo conseguía todo eran parabienes, así que no desfallecía. Los cuatro mil quinientos que había llevado con él difícilmente pasarían ahora de cuatro mil; necesitaba más gente, y el Emperador, según le hizo saber La Bédoyère, que hacía de correveidile imperial, se los concedía. Podría contar con las dos brigadas de Kellermann (ochocientos dragones, ochocientos carabineros y mil seiscientos coraceros) y los ocho escuadrones de Guyot (dos mil seiscientos grenadiers-à-cheval [192]); en total, nueve mil ochocientos hombres, casi el doble de la vez anterior, contra unas defensas que, lógicamente, algo debilitadas estarían. Sólo quedaba esperar a que llegaran desde Rosomme, donde se concentraba la caballería de la Garde Impériale, y lanzar la que, con un poquito de fortuna, sería la carga que rompería el centro de Wellington dando paso a La Victoria.

L’Empereur le observaba desde su puesto de mando. Sería la última mirada que le dirigiría en un buen rato, porque había decidido trasladarse a La Belle Alliance, donde la visibilidad era mejor hacia el este. Seguía sin comprender por qué Blücher había retrasado su avance, pero el caso era que por fin atacaba. Lo que ahora convenía era contenerle con los menos recursos posibles. Luego, tras liquidar a Wellington, volvería con él y le haría comprender su colosal error de no haber marchado a Lieja, pero de momento sólo interesaba que no le pusiera en dificultades, y sabía cómo lograrlo.

17.15 h.

Los defensores de la granja Papelotte rugieron de sincero entusiasmo al ver aparecer un escuadrón del 1.º de Húsares Schlesien. El hauptmann al mando decía ser la vanguardia del I Armeekorps, y que le seguían el resto del regimiento, el 6.º de Ulanos y la 1.ª Brigada de Infantería. Lo explicó tres veces; la primera, en alemán, al jefe de los hanoverians; la segunda, en francés, a los generales Vivian y Vandeleur, comandantes de la 4.ª y la 6.ª Brigadas de Caballería; la tercera y última, de nuevo en alemán, al exultante Müffling, que había acudido al galope. Sin embargo, la gran alegría de verles llegar no despejaba la preocupación que sentían; Hougoumont seguía sitiado por el II Corps d’Armée, La Haie Sainte combatía furiosamente con el I y Ney no sólo se reorganizaba, sino que parecía formar una masa todavía más numerosa que la de hacía hora y media. Que la 4.ª y la 6.ª estuvieran allí se justificaba por la situación anterior, pero el flanco izquierdo ya se podía considerar en manos del I Armeekorps. Ellos sabrían, afirmaba Müffling, pero sus dos mil cuatrocientos light dragoons hacían más falta en el débil centro de la línea, y nadie les podría reprochar que, habiendo quedado a cubierto el extremo este, se movieran allí. Los dos generales ingleses sabían leer un campo de batalla, y a lo que aquel pedante prusiano decía en francés habían llegado ya, pero temían la feroz disciplina de His Grace. Sólo al ver que del bosque brotaba un segundo escuadrón de húsares navy blue decidieron que sí, que no se jugarían la cabeza lanzándose al apoyo del centro, y más viendo que la masa francesa ya estaba lista para lanzarse al ataque. Un minuto después cabalgaban al frente de sus seis regimientos hacia el centro de la línea, donde Uxbridge les veía llegar con gran alborozo; ignoraba qué les habría llevado a dejar sus posiciones, pero no podían ser mejor bienvenidos.

Un kilómetro al sur se alzaba el château de Fichtermont; allí acababa de llegar un destacamento de la 15.ª Brigada (la del general Losthin), para verificar que no había franceses. No sabían que lo defendía un batallón de la 1.ª de Nassau, la cual vestía los uniformes con que antes formaba en la Grande Armée. Fue un combate breve; acabó cuando los prusianos, sorprendidos, oyeron mentar a sus madres de un modo indiscutiblemente alemán. Superado el incidente, no con alegría —en el suelo quedaban varios nassauers malheridos—, el destacamento volvió con su brigada, la cual se había reunido con la 16.ª, la del Oberst Hiller von Gärtringen, y las dos, precedidas por el 10.º de Húsares, siguieron hacia Plancenoit por el collado de Genlau. La zona era boscosa y la visibilidad limitada, pero se orientaban sin problemas: bastaba con que algún soldado se subiese a un árbol y señalase una casona situada en lo alto de una loma y que, siguiendo las instrucciones de Grolman, tanto el IV como el II tomaban como referencia geográfica: la posada La Belle Alliance.

17.30 h.

Ney señalaba la posición británica, el mismo plateau que habían visitado una hora y pico antes. Tras él formaba casi la totalidad de la caballería de l’Armée du Nord; sólo faltaban las divisiones de Domon y Subervie, destacadas en el flanco derecho, y el 4.º Corps, la última fuerza montada que se reservaba l’Empereur. Nueve mil ochocientos jinetes, los lanceros en vanguardia, los húsares y los carabineros a continuación, y los dragones y los coraceros, de monturas más grandes y lentas, cerrando la formación.

Los cañones ingleses comenzaron a disparar antes que la otra vez. Los lanceros deberían cubrir mil trescientos metros a una velocidad media de 30 km/h, lo que supondría tres minutos, lo cual permitiría disparar seis salvas completas: tres de munición shrapnel, dos de canisters y una doble, bola maciza y bote de metralla. Tras eso, una carrera y al interior del cuadro de infantería que pillase más a mano. La caballería británica no se reservó para el final, sino que tras la última descarga cayó sobre la formación francesa, reduciendo la cantidad de jinetes que coronaban el talud y se ocupaban de los cañones. Los cuadros de infantería formaban más cerca que antes, de modo que los lanceros fueron recibidos con un nutrido fuego de fusilería que dejó el terreno rebosante de animales abatidos, dificultando el paso de quienes los seguían. Pese a ser el doble que la vez anterior, los franceses pronto vieron claro que aquel no era su día. Sólo fueron capaces de dispersar al 69.º South Lincolnshire, aunque a cambio de un enorme número de bajas. Ney, su sobrio uniforme convertido en harapos, demostraba una y otra vez estar listo para morir; evolucionaba de un lado para otro, pretendiendo estar en todas partes y superando sus asombrosas cifras de caballos muertos entre sus piernas, pero al cabo de veinte minutos también él vio claro que para quebrar los diecisiete cuadros restantes necesitaría mucha más gente; no le quedaba más opción que mandar retirada y lanzarse pendiente abajo, dejando tras él más de mil buenos jinetes muertos y otros tantos, sin montura, que no tardarían en estarlo.

Wellington seguía el combate desde la sombra de su árbol. Era el primer momento desde que la batalla comenzara en que sus más próximos le detectaran nerviosismo, al juguetear compulsivamente con su catalejo; su rostro, aun así, seguía tan de piedra como de costumbre. No estaba descontento, aunque hacía falta conocerle a fondo para percibirlo. La flema de sus británicos, el coraje de sus alemanes, la tenacidad de sus holandeses y la energía de su caballería le habían salvado del desastre. Sucediese lo que sucediera, Bonaparte no podría enviar contra él nada más poderoso que aquella horda derrotada. El Sol de la Victoria estaba empezando a brillar sobre su cabeza.

17.45 h.

El IV Armeekorps formaba una pinza que a su debido tiempo caería sobre las posiciones del VI Corps d’Armée. Tras él avanzaban cinco baterías, con la intención no sólo de abrir fuego sobre Plancenoit, sino contra el cuartel general de Bonaparte; los apuntadores de Bardeleben lo situaban en La Belle Alliance, por el insólito flujo de jinetes que llegaban y marchaban. La 15.ª y la 16.ª brigadas seguían los meandros de la carretera de Genlau, donde ya cruzaban disparos con los escuadrones de Domon y Subervie, mientras la 13.ª y la 14.ª, inadvertidas, habían dejado atrás Aywières. Faltaba un cuarto de hora para las seis cuando las dos columnas, que habían recorrido en poco más de una hora los cuatro kilómetros entre Chapelle-Saint-Lambert y las líneas del VI Corps d’Armée, situadas en los límites norte y este de Plancenoit, abrieron fuego con sus piezas de seis libras. El Comte de Lobau no se lo pensó mucho. La posición no le gustaba, por mucho que l’Empereur la hubiera señalado en el mapa de un modo terminante, de modo que ordenó retirarse al interior del pueblo. Disparando desde las casas, cualquiera que no fuera un genio de la guerra lo sabría, se combatía mejor. Así, también, despejaba el campo para que sus propias piezas de ocho libras disparasen sin miedo a matar franceses. La situación mejoraría, pero no por mucho tiempo. Se le venían encima treinta mil prusianos, a los que no tardarían en unirse los del armeekorps que vinieran detrás, mientras él sólo contaba con doce mil infantes. Necesitaba refuerzos, lo que puso en conocimiento de l’Empereur mediante cuatro mensajeros, no fuera que las granadas prusianas, por entonces demoliendo la primera línea de casas del desdichado Plancenoit, se los cargaran mientras galopaban hacia La Belle Alliance.

Los prusianos, cabreadísimos, entran en Plancenoit

18.00 h.

La posición prusiana en el Pont du Christ era inexpugnable. Sería un milagro que la tomase antes del anochecer, pero la llegada de un sudoroso mensajero le hizo desentenderse: a la una menos veinte Soult le ordenaba moverse hacia Plancenoit, caer sobre la espalda de Bülow y acabar con su IV Armeekorps. Preocupado, echó mano del mapa para confirmar lo que ya veía en su cabeza: ni aun saliendo en ese mismo instante su infantería conseguiría llegar antes de las dos de la madrugada; en cuanto a la caballería, necesitaría las mismas cinco horas que aquel pobre diablo de mensajero; no estaría en posición antes de las once, cuando todo lo que hubiera de suceder habría ya sucedido. Lo más conveniente, y no sólo por la suerte de la campaña si el Emperador vencía, sino por la de Francia si perdía, era terminar lo que le había llevado a Wavre y prepararse para una larga marcha, sobre Bruselas si al Emperador le iba bien y hacia Namur si lo contrario. Lo único en su mano era separar la 7.ª División de Caballería, la de Maurin —dos regimientos de dragones; para tomar Wavre no hacían falta—, enviarle con Pajol y urgir a éste, y al general Teste, a cruzar el Dijle y galopar hacia Plancenoit. Lo mandaría con el mismo mensajero de Soult. En un momento redactó dos notas, una con órdenes para Maurin, Teste y Pajol, y otra notificando a Soult su situación, la hora, lo que tenía enfrente, lo que había ordenado y la imposibilidad de llegar a Plancenoit con su infantería antes de las dos de la madrugada, suponiendo que Thielmann no le obligase a combatir. La suerte, le gustase o no a Soult, estaba echada, y no era él, Grouchy, quien había lanzado los dados.

Tras despedir al mensajero volvió su atención al Pont du Christ. Allí no hacía falta; Vandamme ya sabría quebrar la resistencia de Thielmann, él solo; mejor haría marchando a Bierges, donde se alzaba el otro puente. Allí estaba Gérard con sus tres divisiones de infantería; sin duda se reiría cuando le diera la novedad, cosa molesta pero que no le preocupaba. Lo que contaba era que aquel puente había que tomarlo, se repetía veinte minutos después, al descabalgar frente al puesto de mando de un Gérard tumbado en el suelo y rodeado de sus generales. Una bala prusiana le había herido en el pecho, no se sabía con qué consecuencias, salvo que sangraba poco. Debería designar un sustituto, pero el general más antiguo, Baltus, se negó a tomar el mando, aduciendo carecer del espíritu necesario; se ponía incondicionalmente a sus órdenes, pero eso sería todo; estaba tan convencido como su herido superior de que no era en ese maldito lugar donde deberían estar, sino donde sonaba el cañón desde hacía seis horas. Una mirada le bastó para entender que los otros dos, Pêcheux y Vichery, dirían lo mismo, de modo que asumió el mando. Tras eso se asomó por el parapeto desde donde Gérard había dirigido el asalto, para entender que su fracaso no se debió a bajo espíritu: Thielmann, Barón d’Empire y caballero de la Légion d’Honneur —se la impuso l’Empereur en persona— ocupaba una posición formidable. Llevaría horas desalojarle, y seguramente para nada. Mejor ahorrar vidas sin escatimar lo único que se tendría que quedar allí, sucediera lo que sucediese: pólvora y balas de cañón. Contaba con veinte belles filles; bien, pues si no había otra posibilidad, fuego a discreción.

18.15 h.

Tras casi siete horas de lucha l’Empereur aceptaba que la posición británica era excelente, aunque como todas las posiciones excelentes tenía una clave de bóveda, la cual, si caía, provocaría un desplome general. La del plateau de Mont-Saint-Jean era La Haie Sainte. Había que tomarla costase lo que costara. Una vez se consiguiese, sus columnas podrían lanzarse contra el centro y el ala izquierda del inglés sin que sus tiradores les acribillasen, con lo cual su línea se quebraría donde no la defendieran ingleses, sino los flojos nassauers, brunswickers y hanoverians. Lo haría en dos columnas, una mandada por Ney, al frente de lo que aún quedaba del II Corps d’Armée, y la otra por Durutte, que ocupaba el puesto de Drouet —era su general más antiguo— al haber quedado éste fuera de combate.

Ney marchaba en cabeza. No era el mariscal más listo, pero nadie le podría jamás acusar de cobardía frente al enemigo. Al frente de sus seis mil cargó contra los defensores de La Haie Sainte, que andaban cortos de munición; se les terminó en cuestión de minutos pero se negaron a capitular, eligiendo resistir a la bayoneta, para escapar a la carrera cuando sólo quedaban cuarenta y seis, casi todos heridos si no mutilados. Nada más gualdrapear la tricolor sobre La Haie Sainte se acercaron varias baterías montadas, para disparar contra el centro inglés a menos de ciento cincuenta metros. No era la peor amenaza que podía sufrir el tal centro —eran piezas de pequeño calibre—, pero en la línea británica también había comandantes capaces de perder los nervios. El que más los perdió fue Zigne Doorluchtige Hoogheid Willem, Prins van Oranje, que juzgando la posición perdida ordenó al coronel de la KGL Christian von Ompteda que se lanzase al frente del 5.º batallón de su 2.ª Brigada —todo lo que aún quedaba de la vapuleada unidad— para neutralizar las baterías francesas y retomar La Haie Sainte. Wellington lo habría impedido, pues era la clase de acción que no se podía emprender sin un sólido apoyo artillero, pero ni el Prins Willem sabía de aquellas cosas ni conservaba la cabeza sobre los hombros. Ompteda no sólo sabía que partían, él y sus hombres, hacia una muerte segura, sino hacia una muerte inútil, pero en su filosofía germánica las órdenes se daban para ser cumplidas, de modo que tras santiguarse ordenó cargar contra el enemigo a sus pocos cientos de hombres, con los resultados esperables. Más de un veterano de la KGL habría descerrajado un tiro al príncipe imbécil, aunque dentro de lo que cabía éste tuvo suerte, pues una bala perdida le rozó un hombro, dándole una magnífica excusa para ceder el mando al espantado Hill, que jamás había visto una exhibición de incompetencia semejante, y escoltado por el capitán Constant-Rebecque, hijo de su chef d’état-major, abandonó el campo rumbo a la granja Hospitalliers, en Mont-Saint-Jean, y de allí a su palacio de Bruselas. El Prins Willem había tenido demasiado, al igual que sus exasperados subordinados, aunque a éstos les aliviaba ver que a partir de aquel momento les mandaba un militar y no un cretino de sangre real.

Generalleutnant Herr Karl von Alten,Comandante en Jefe de la KGL(King's German Legion)

La última hora estaba siendo trágica para el Army of the Low Countries, anotaba el general Álava en el cuaderno de Sir William. Además de los muchos miles de bajas no reseñables —sólo consignaba generales— habían caído el Major-General Sir George Cooke, jefe de la 1.ª División, el Lieutenant-General Sir Karl von Alten, jefe de la 3.ª, y el Major-General Sir Colin Halkett, comandante de la 5.ª Brigada de Infantería. El anotar en la relación al Prins Willem era por motivos diplomáticos, porque su baja no era una desgracia, pero en el fragor de una batalla como aquella un QMG no se podía permitir emotividad alguna. El que su caballo avanzase pisando sesos, intestinos y criadillas le daba igual; ya tendría tiempo para espantarse, si antes no se lo llevaba una bola de ocho libras, como a Sir William y como a tantos otros. Su destino era seguir a Wellington allá por donde avanzara, y eso era lo único que habitaba en su estoico cerebro, ajeno a que tras él marchaba un major provisional que aprendía muy deprisa el supremo arte de no dejarse horrorizar, sucediera lo que sucediese.

Con su bandera ondeando en La Haie Sainte, a Ney le parecía que nada se podría interponer entre su persona y la Gloria Suprema, la de ser el vencedor de la batalla más grandiosa en la historia de Francia. De ahí que reorganizase sus fuerzas para lanzarse otra vez contra el centro de Wellington, reemplazando las bajas con las brigadas de Bachelu y Foy. De nuevo contaba con seis mil hombres. La visibilidad era exigua, pues el humo de las pólvoras, siete horas ya de cañonazos y descargas de fusilería, flotaba muy bajo y tardaba en dispersarse. Marchar, además, era difícil, pues el suelo estaba plagado de cadáveres, de hombres y de bestias, sobre los que revoloteaban millones de moscas, indiferentes a que allí se disputaba el destino del continente. Marchaban envueltos en una confortable neblina, bien a cubierto de los disparos británicos, tanto que se oían muy pocos. Las municiones comenzaban a escasear, en los dos bandos, y era natural que todo el mundo afinara la puntería.

A doscientos pasos de la cresta el aire se aclaraba. Los franceses surgían de la neblina, para en el acto recibir nubes de metralla, lo que no les disuadía. La fiebre de las batallas se había hecho con ellos, al punto que, como sus enemigos, se transfiguraban en seres sin emociones. Sólo querían coronar el talud y ponerse a matar gente, como sin duda esperaban los que, al otro lado de aquél, tenían la mente tan vacía como ellos. La unidad que les hacía los honores era la 1.ª Brigada de la KGL, con su coronel Georg-Karl du Plat al frente; la formaban cuatro batallones de infantería que llevaban doce años en el negocio. Eran cualquier cosa menos aficionados, estaban frescos y, a diferencia de sus iguales franceses, andaban lejos de haber tenido demasiado. La lucha fue breve, aunque insuperablemente sangrienta. Cuando Ney mandó retroceder fue por ver que un minuto después se habría quedado solo; los supervivientes ya se lanzaban pendiente abajo, dejando atrás mil quinientos muertos y heridos que minutos después serían mil quinientos muertos a secas. La 1.ª Brigada también había tenido lo suyo, comenzando por el ensartado Du Plat. Sus cuatro batallones contarían por uno solo, aunque casi todos sus heridos lo podrían contar. Era, esa, la gran ventaja de la defensa frente al ataque.

L’Empereur se había perdido la función, y no por la neblina que ocultaba el escenario. Sabía por La Bédoyère que su bandera ya gualdrapeaba en La Haie Sainte, pero no se alegraba. Su atención seguía en el flanco derecho, donde la presión del IV Armeekorps era excesiva para su VI Corps d’Armée. Habían cedido mucho terreno, al punto que se luchaba en las calles de Plancenoit, una vez la infantería prusiana tomase la iglesia. Los impactos de su artillería contra los muros de piedra, por si fuera poco, casi no le dejaban hablar con su gente; a eso se debía que Soult insistiera en dejar La Belle Alliance, aunque no para volver a Rosomme, pues también lo ahorquillaban. La técnica de los artilleros prusianos, disparar tres piezas a la vez con mínimas diferencias de alza, les permitía centrar con rapidez el tiro a larga distancia. En deriva no lo hacían tan bien, pero en alcance l’Empereur reconocía que aquella práctica, que según creía se llamaba gabelgruppe,[193] resultaba por demás incómoda para quien la sufría, como por entonces era él. Según Soult, tenía un tercio menos de aides-de-camp, mensajeros y ordenanzas que hacía media hora, y las perspectivas eran de ir a peor. A regañadientes aceptó marchar, ante la evidencia de que cualquier proyectil bien apuntado les sepultaría bajo un muro, pero no sin antes ordenar se destacasen dos batallones de la Vieille Garde —uno de chasseurs-à-pied y otro de grenadiers-à-pied; en total, mil hombres— bajo el mando del general Pelet-Clozeau. Se sumarían a los ocho de la Jaune Garde (cuatro mil y veinticuatro cañones), al mando de Duhesme, que había despachado al mismo sitio cuando Ney iniciaba su marcha sobre La Haie Sainte. Con eso debería bastar para contener a los prusianos otro par de horas, si no llegaban más. Temía que así fuera porque Mouton había detectado unidades no identificadas llegando por el Sur y por el Este. Aquello sólo podía indicar que otro armeekorps estaba uniéndose a Bülow. Fuera como fuese, le daría igual si Mouton, Duhesme y Pelet-Clozeau se sostuvieran las dos horas que necesitaba para quebrar la resistencia de un Wellington que ya debía estar tan exhausto como él.

18.30 h.

Desde su puesto de mando al norte de Plancenoit, Blücher y Gneisenau observaban la toma del pueblo, que a todas luces no iba bien. Los regimientos que más progresaron en el avance hacia la carretera Bruselas-Charleroi, el 15.º de Infantería y el Landwehr Schlesien, estaban acorralados entre la iglesia y el cementerio por los recién llegados grenadiers-à-pied de la Jeune Garde. Pese a los esfuerzos de sus oficiales no conseguían salir de allí, lo cual empeoró al llegar lo que parecían grenadiers-à-pied de la Vieille Garde, inconfundibles por sus morriones de piel de oso. Blücher, con horror, veía cómo aquellos asesinos forzaban a capitular a los reclutas landwehr parapetados entre las tumbas, para tras eso liquidarlos sin piedad, unos a tiros, otros a bayonetazos, los más degollados. Las lápidas quedaron teñidas de infeliz sangre prusiana, mientras que los encantados bárbaros, satisfechos con su hazaña, cedían la posición a la Jeune Garde. Aquello era demasiado para el Generalfeldmarschall, que sin dirigirse a ningún oficial en particular ordenó en voz muy alta que de inmediato se convocase a Zieten, para que sumase su armeekorps al IV, se tomase Plancenoit y se cazase a los criminales de los morriones negros. Quería sus cabezas y le daba igual el precio que debiera pagar.

El Major Scharnhorst ni siquiera consultó a Grolman con la mirada, pese a tenerle al lado. Subió de un salto a su caballo y se alejó hacia Ohain, donde poco antes había oído que Zieten llegaría de un momento a otro. Era un buen oficial, aunque de miras más estrechas que las de su difunto padre. La traición de Wellington al abandonarles en Ligny merecía una recompensa proporcional, y privarle del I Armeekorps sería lo menos que le podrían hacer, de modo que no sentía la menor congoja por ser él quien transmitiera la fatídica orden; debía ser incapaz, pensaba el aterrado Grolman, de imaginar que aquella insensatez terminaría costando no ya la batalla, sino el Niederrheinarmee.

Grolman y Gneisenau se miraban con pesadumbre, aunque tan disciplinados como siempre. No entraba en su naturaleza discutir las órdenes de un superior, y menos aún oponerse, por mucho que la consecuencia de aquella locura sería que Wellington levantaría el campo y les dejaría solos frente a Bonaparte con Grouchy avanzando por su espalda. Podría ser incluso el fin de Prusia, pero con aquel viejo alcoholizado al mando nada podían hacer. En todo caso, rezar.

18.45 h.

Zieten, al frente de la 1.ª Brigada, varios regimientos de la 2.ª y las baterías 3.ª y 8.ª, tomaba posiciones en Ohain tras una dura marcha desde Genval, pues hacer rodar sus piezas de doce libras era poco menos que imposible; pretendía desplegar las dos baterías y avanzar hacia Papelotte, pero el panorama, muy sombrío, le hacía reconsiderar sus planes. No necesitaba el catalejo para ver que la infantería francesa cargaba en la misma Papelotte contra los hanoverians, quienes no parecían determinados a resistir mucho más. Su falta de ardor quizá se debiese a que por su derecha se retiraban cantidades ingentes de camaradas, no podía determinar si alemanes, holandeses o ingleses, aunque le parecía que las casacas más numerosas eran las verdes. Lanzarse a reforzar un ejército casi en desbandada era contrario a los más elementales principios tácticos, pues la huida entraña confusión, la confusión genera desorden, el desorden equivale a indisciplina y ésta sólo es buena para perder. Reiche, también dubitativo, no recomendaba nada; como él, miraba y remiraba con el catalejo, hasta divisar algo aún más de asustar: en el límite norte de la posición británica, donde la carretera se adentraba en el bosque de Soignies, numerosos carros competían entre sí por ser los primeros en desaparecer. Al tiempo, el ataque francés, reforzado con caballería y artillería montada, parecía cerca de romper la por momentos más débil ala izquierda. Era para preguntarse si no sería más prudente cambiar de objetivo y sumar sus fuerzas a las de Bülow, al que sabían enfangado en Plancenoit. La respuesta llegó por el camino del Lasne, de donde surgía un presuroso Major Scharnhorst. En un minuto le tuvieron con ellos, para escuchar sus órdenes verbales: dirigirse a Plancenoit, donde la Garde Impériale y el VI Corps d’Armée parecían a punto de masacrar al IV Armeekorps. Tras aquello, y pese a que la orden era verbal, Zieten no tenía opción: por mucho que las de Gneisenau —se las dio en persona— eran reforzar a Wellington cuando le viera en auténtico peligro, contra lo que veía y lo que decía Scharnhorst no había más alternativa que señalar el sur y dar orden de marcha.

Las dudas de Zieten se reflejaban en los catalejos de Wellington y Álava. «¿Pero qué pasa con ese imbécil?», se preguntaba el primero, y no de pensamiento. Lo del otro aún era peor, respondía el segundo señalando un punto entre su posición y la de Zieten; allí estaba Müffling, sin visibilidad sobre Ohain y por las trazas aguardando la llegada del I Armeekorps. Álava, que no necesitaba recibir instrucciones, indicó que dejaba la posición y hacía por Müffling. La distancia era de media milla, o un poco más si se desviaba por el interior, no sólo para esquivar las balas de cañón, sino para no galopar sobre cadáveres, sobre los cuales suele ser fácil salir por las orejas. Dos minutos después se juntaba con Müffling, que no le había visto llegar, ni oído —el ruido era infernal, y además era «un pelín sorderas», como decía Miniussir con irrespetuoso desenfado—, para cogerle de las solapas a dos manos e impelerle, a gritos —a la hora de dar voces, Álava no lo hacía como los ingleses ni como los prusianos; su escuela era la española, y no la vulgar, la de cualquier sargento furioso, sino la de hacerse oír en el fragor de Trafalgar desde la cofa del Príncipe de Asturias—, a que se llegase junto a Zieten y le recordase la promesa del Fürst Blücher. A eso añadió, sin soltar la casaca del atónito prusiano —jamás habría imaginado que Don Miguel, imagen misma de la suavidad, fuese capaz de ponerse tan como un energúmeno—, que Zieten tenía que saber que con su actitud estaba llevando a Wellington a ceder la batalla y retirarse a Halle, dejando al puto Niederrheinarmee a los pies de Bonaparte, y que si él, Müffling, no tenía suficientes cojones para decírselo, él estaba dispuesto.

—Descuide, general, pero lo haré yo. Ha de ser un asunto entre prusianos.

Zieten levantaba la mano para virar a Plancenoit cuando vio llegar a Müffling. Zieten le despreciaba, pero no podía ignorar lo que gritaba. De ahí que mantuviera el brazo alzado, en una congelada señal de «por ahí», como si fuera una estatua de sal en azul prusia. Scharnhorst, viendo que aquello tomaba mal cariz —no deseaba verse a sí mismo explicando al iracundo Generalfeldmarschall que no logró convencer a Zieten; los sajones borrachos de Borstell sólo eran los últimos de los muchos cientos de infelices que Blücher había hecho fusilar a lo largo de su interesante vida de sangre, fuego y disciplina—, volvió a insistir en las órdenes del Fürst, lo que pareció devolver al brazo de Zieten una cierta vida, como si quisiera girar, pero Müffling lo detuvo al despeñar lo que dos minutos antes le dijese Álava, reforzándolo con que sería Zieten el responsable de perder el Niederrheinarmee por desobedecer una orden recibida en persona, y sólo porque un simple major —al que no le gustaba nada lo que oía— decía traer, contra los usos oficiales del Königlich Preußische Armee, una orden verbal que igual no había entendido.

Las palabras de Müffling tuvieron la virtud de componer en la mente del nada imaginativo Zieten la visión de sí mismo frente a un pelotón de fusilamiento, de modo que ya no dudó más. A fuerza de rodillas hizo girar su montura para enfilarla en la dirección de Papelotte, acabó de alzar la mano, señaló allí precisamente y exclamó una sola palabra, pero muy fuerte:

Vorwärts!

19.00 h.

El Emperador estaba lívido. Ney regresaba descalabrado, la toma de La Haie Sainte seguía sin determinar que se hundiera la línea de Wellington, la carga contra Papelotte no daba resultado, la presión sobre Plancenoit le hacía sacrificar recursos valiosísimos y en cosa de una hora llegaría otro armeekorps. Si tenía que vencer debía ser entonces, y para conseguirlo no le quedaba otra que lanzar contra Wellington lo que aún le quedaba, sin guardar nada. Sería el último tiro, aunque serviría para vencer. Si al fin hundía el centro inglés, la situación cambiaría en un abrir y cerrar de ojos. Ney, frente a él, esperaba. Con muy pocas palabras le ordenó formar tres columnas, con él, Ney, a la cabeza de la central; la integrarían los últimos quince batallones de la Vieille Garde, siete de grenadiers-à-pied al mando de Fryant y Roget, y ocho de chasseurs-à-pied a las órdenes de Moran y Michel. Sus últimos doce mil hombres; no eran muchos pero eran los mejores, incomparablemente superiores a cualquier cosa que Wellington conservara. Escoltándoles, los restos de los otrora imponentes regimientos de Guyot y Lefebvre-Desnoëttes, que aunque diezmados aún sumaban mil jinetes. Con aquello Ney no podía volver a fallar. Quizá no fuera mucho, pero a Wellington tampoco le podía quedar más. Ney asentía. La Vieille Garde jamás había fallado. Esa vez tampoco sucedería, pero no acababa de creérselo. Aunque no se daba cuenta, él también había tenido demasiado.

La columna de Ney avanzaría contra el centro de Wellington. Por la derecha, los restos del II con Reille al frente, más la caballería de Kellermann. Por agotados que se hallasen, aún eran seis mil soldados excelentes. Con La Haie Sainte fuera de combate no podrían fallar frente al ala izquierda de Wellington. Su misión sería romperla por Papelotte y cerrar filas con Ney más allá de la línea, cercando a los batallones holandeses y hannoverianos que defendían el sector, con instrucciones precisas de pasarlos a cuchillo. Dada la inminencia de un ataque prusiano, sería ilógico sacrificar un quinto de las pocas fuerzas que le quedaban en contener una masa de muchos miles de prisioneros. No sentía escrúpulos en razonar así; después de todo fueron los ingleses los que hicieron eso mismo cuatro siglos antes. Ney asintió de nuevo; sería como en Agincourt, aunque al revés: ahora serían los franceses quienes degollarían a los ingleses. En ese momento, llevado de la hiperexcitación, no le parecía mala idea. Reille no pensaba lo mismo; degollar prisioneros era una práctica desaconsejable, pero se veía incapaz de oponerse a las desesperadas medidas que tomaba l’Empereur.

La columna de la izquierda, con Durutte al frente, la integrarían los despojos del I y los supervivientes de las divisiones de caballería 1.ª, 13.ª y 14.ª, así como las pocas unidades de artillería montada que aún existían. El objetivo sería Hougoumont. No pensaba que lograsen capturarlo, pero sus defensores, al menos, se desentenderían de Ney. La suma de las tres columnas pasaba de veintidós mil hombres, la mitad frescos. Avanzarían en un frente de quinientos metros, separadas entre sí por espacios de ciento cincuenta. Sería la clase de Gran Ocasión que la historia solamente ofrece a unos pocos elegidos, como Ney, Reille y Durutte, en cuyas manos el Emperador encomendaba el destino de Francia. Lo único que le quedaba por decir antes de darles la orden de marchar, era que no debían, no podían, fallar.

19.15 h.

El séquito de Wellington se veía muy mermado. Sólo quedaban Álava, Percy, Fremantle y March. Tras ellos, docena y media de ADC, unos de Lord Fitz-Roy y otros de Sir William. Miniussir no estaba; Wellington le había enviado a tomar el mando de lo poco que aún quedaba de los brunswickers, pues habían perdido todos sus oficiales y no contaba con nadie, salvo él, capaz de mandar en alemán. A la batalla no podía quedarle mucho, pensaban. El fuego de la grande batterie se había detenido, aunque no parecía que por falta de munición. La razón debía tener que ver con la rápida reorganización de batallones y regimientos que observaban con sus catalejos a través de la neblina.

—Boney piensa tirarnos a la cabeza todo lo que le queda.

Wellington asintió. Cualquiera con un catalejo advertiría desde donde creía él que se hallaba Bonaparte que otra masa de uniformes oscuros rebasaba Chapelle-Saint-Lambert, y que la de más al norte, la de Ohain, se agrandaba por momentos, acercándose a muy buena velocidad. En media hora otros veinte mil prusianos, de los armeekorps I y II, se unirían a los treinta mil del IV. Bonaparte se vería dividido frente a cien mil hombres con los cincuenta y cinco mil que aún debían de quedarle. Debería elegir entre sus dos últimas opciones: lanzarle sus últimas reservas o retirarse a Charleroi. Una hora después no tendría ninguna de las dos, y a juzgar por la forma que iba tomando su línea no pensaba desistir. La batalla, hiciese lo que hiciera, estaba ganada, o casi. Se trataba de conservar la cabeza fría, no dejarse llevar por los impulsos, maniobrar con orden y dar tiempo a que los prusianos acabaran de llegar.

—Álava, que Chassé ocupe posiciones ahí enfrente —señalaba el extremo más al oeste de una media luna formada por la 1.ª Brigada de Infantería y las once baterías de nueve libras que aún le quedaban; el resto estaba fuera de combate, bien por acción de los franceses, bien porque no quedaban artilleros o bien por falta de munición—; Fremantle, recorra las posiciones y haga saber que los prusianos ya llegan, pero que aún debemos resistir una última carga. Que la gente se reaprovisione de munición, la que aún les quede. Nos espera una última hora interesante.

David-Hendrik Chassé, un antipático general holandés que había pasado diez años luchando para la Grande Armée y del que Wellington no se había fiado en ningún momento —en la Península se habían visto las caras más de una vez; la de aquel Barón d’Empire siempre le pareció la de un tipo absolutamente devoto de Bonaparte—, mandaba la 3.ª División de Infantería, una unidad de seis mil quinientos hombres compuesta de dos brigadas —la 3.ª y la 4.ª, mandadas respectivamente por el general D’Aubréme y el coronel Detmers, exactamente igual de sospechosos—, no podía estar más fresca, pues llevaba todo el día sin hacer nada, salvo permanecer a cubierto en el extremo más occidental de la línea, tras el caserío de Brainel’Alleud. Wellington lo había decidido así por no confiar ni en Chassé, ni en sus oficiales, ni en los subalternos ni en los propios soldados, de modo que sólo la usaría de no haber más remedio, justamente lo que sucedía entonces. Era un riesgo, pero calculaba que su probable ánimo de cambiar de bando habría disminuido con el paso de las horas, a medida que hubieran visto que los prusianos estaban ahí mismo, visibles incluso sin catalejo, y que las otras unidades holandesas permanecían firmes en sus puestos, sufriendo tantas bajas como las británicas y las alemanas, sin descomponerse y sin desfallecer. Considerando todo eso, era probable que Chassé terminara colocando sus apuestas al caballo ganador, por mucho que sus tripas le pidieran lo contrario.

El arma definitiva de Bonaparte rompía marcha. Pese a la deficiente visibilidad, era evidente que los grenadiers-à-pied, los merecidamente aborrecidos grognards, encabezaban la columna central, empuñando sus mosquetes y avanzando al Pass de Charge de les Grenadiers —a los mil doscientos metros que les separaban de la terrorífica formación, ni Wellington ni ninguno de los suyos, todos ellos con los oídos muy castigados tras siete horas y media de bombardeo, podían oír qué tocaban las bandas francesas, pero intuían que no podía ser otra cosa—; con un minuto de diferencia, otras dos columnas, éstas de infantería de línea, se lanzaban a lo mismo, cubriendo entre las tres un frente de quinientos metros que venía derecho adonde les observaban ellos, en el extremo este del semicírculo que comenzaba en Hougoumont, bordeaba Braine-l’Alleud y giraba sobre un centro imaginario para terminar en el también castigado árbol bajo el que piafaban con explicable nerviosismo los caballos de todos ellos, salvo el indiferente Copenhagen, que parecía tan esculpido en piedra como su jinete.

—Dan sesenta pasos por minuto. En cuanto empiecen a pisar cadáveres bajarán a dos tercios. Les tendremos a veinticinco metros en poco más de un cuarto de hora.

Las cuentas de Álava eran las mismas que había echado Wellington. Pocas cosas sincronizan más las mentes que la inminencia de un combate a muerte, a quemarropa y a la bayoneta.

—Que Maitland se prepare. Sus guardias serán los que decidan esto. ¿Por dónde va Zieten? —His Grace había vuelto su catalejo hacia Papelotte—. No le veo. ¿Le habrán entrado más dudas?

—Mire un poco más arriba, Your Grace. Al fondo y a la derecha. Álava señalaba un anfiteatro entre Papelotte y Fichtermont donde se desplegaban docenas de cañones en intención de tiro rasante. A su izquierda, cientos de jinetes en uniforme oscuro parecían listos para lanzarse pendiente abajo, al amparo de su artillería. Zieten, por las trazas, aguardaba el mejor momento para lanzarse sobre la columna más cercana, la que marchaba sobre Papelotte.

—Les harán pedazos. Por donde avanzan no les pueden ver —era probable; al sur de la posición de Zieten se alzaban las estribaciones occidentales del bosque de París; los franceses de más al este sólo les verían cuando se les echaran encima—. Deben de tenerles muchísimas ganas, Your Grace.

El duque y sus ya pocos acompañantes asentían en ceñudo gesto de aprobación a lo que decía el general Álava. Wellington, en particular, por una vez no razonaba en términos estratégicos, en que a partir del día siguiente competiría con sus aliados por llegar el primero a París. En esos momentos era un simple general agradecido al aliado leal que le permitía, o así debía suceder, volcarse sobre sólo dos tercios de un enemigo todavía ignorante de que para él no había esperanza.

19.30 h.

El Emperador no tenía el alma para esteticismos, de modo que no disfrutaba el espectáculo que Ney le regalaba. Las columnas —muy airosa la central, un tanto descangalladas las otras dos; en cuanto a la caballería, organizada en dos largas filas aún más exteriores, sus cabizbajos jinetes sugerían que habían vivido tiempos mejores— marchaban a buen paso mientras sobre sus cabezas silbaban los proyectiles de doce libras que la grande batterie disparaba con un alza de 40o, la necesaria para que las columnas llegaran a trescientos metros de las posiciones británicas sin riesgo de ser despedazadas por fuego amigo y la justa para que los proyectiles no acabaran en el bosque de Soignies. Los artilleros de la Garde Impériale se tenían a sí mismos por los mejores del mundo, pero la evidencia demostraba que la suerte de centrar el tiro en alcance no era la que mejor dominaban; de ahí venía que, pese a las docenas de miles de cañonazos que habían pegado aquel día, casi todas las piezas enemigas, sus objetivos prioritarios naturales, aún seguían en condiciones de tirar. Los grognards estaban a mitad de camino, de modo que aún no les caían encima las fastidiosas shrapnel. Su silbido era muy característico, porque su perfil se apartaba de la redondez de las bolas macizas; a eso se debía que cuando los infantes las oían llegar echaban cuerpo a tierra de un modo no ya instintivo, sino incontenible. Más de un oficial flemático y valeroso habían visto quedarse sin cabeza, sin piernas o sin huevos, según les increpaba por su vituperable cobardía. También era verdad que, pese a todo, las shrapnel resultaban preferibles a las canisters con que los artilleros ingleses les asesinaban a quemarropa, pero cuando llegaba ese momento ya cargaban vociferando, de modo que rara vez debían hacer frente a más de dos andanadas. Por el momento tenían bastante con esquivar los cientos y cientos de cadáveres atravesados en su camino, los más de soldados como ellos, casi todos despedazados —cruzaban el área donde las bajas se debían a fuego de artillería; también las había por cargas de caballería, pero ésas solían estar menos desmembradas—, aunque los caballos muertos no escaseaban; tampoco lo hacían los que tuvieron la suerte de quedarse sin jinete; la mayoría de los que perdían el suyo solían ser recuperados entre carga y carga, pues a l’Armée du Nord no le sobraban las monturas, pero una buena parte se mostraba insumisa y nada deseosa de que le volvieran a poner un idiota encima. Como pasaba con los infantes, también ellos habían tenido demasiado.

L’Empereur se repartía entre observar a sus columnas y vigilar Plancenoit. Quedaban dos horas de luz; bastaría con una para romper la línea inglesa, empujarla contra el bosque y volverse contra Blücher. Wellington estaba tan sin reservas como él; no podría resistir aquella carga final, pero el rugido de los nine pounders le sacó de su ensimismamiento. Las columnas de Ney se hallaban a quinientos metros del risco, la distancia ideal para las inmorales granadas shrapnel, tan en absoluto caballerescas que sólo un caballero inglés las habría podido inventar. Al tiempo, la caballería británica, que seguía negándose a desaparecer, se lanzaba contra la suya en el flanco izquierdo. No necesitaba preguntarse la razón de que desguarnecieran el derecho: por ahí aparecerían los otros prusianos, los que las patrullas de Lobau decían haber visto en Ohain. No tardarían en aparecer. Quizá media hora. Debería inyectar un punto suplementario de moral en sus exangües fuerzas, sobre todo en la columna derecha, la que marchaba sobre Papelotte. En la batalla la moral lo es todo, lo había dicho mil veces. Debía subir la de aquellos seis mil desgraciados, aunque para ello debiera recurrir a la medida más desesperada, similar a la de arrojar aceite por las amuras de un navío a punto de zozobrar en la bocana de un puerto. Con los dados arrojados sobre la mesa tanto daba una última mentira.

—¡La Bédoyère! Recorra el flanco derecho gritando que ya llega Grouchy, que la gente que sin duda ven a su derecha es la vanguardia de Vandamme. Dese prisa, que casi no hay tiempo.

Charles-Angélique Huchet, Comte de La Bédoyère, tenía veintinueve años, un patrimonio respetable, una mujer joven, hermosa y riquísima que le adoraba, y un primer hijo recién nacido. Lo que no tenía era sentido crítico, ni veía bien de lejos. A eso se debió que vinculase su destino al de l’Empereur. Hasta entonces no había puesto en duda su decisión, pero ahí, mientras clavaba espuelas, no pudo evitar el preguntarse si no se habría confundido al apostarlo todo al caballo Bonaparte.

19.45 h.

La columna del oeste había llegado a Hougoumont, que seguía bajo el fuego de los morteros de asedio. La caballería de Uxbridge la hostigaba, los chasseurs-à-cheval y los grenadiers-à-cheval la defendían, y todos ellos, sumados a los setecientos u ochocientos guardias que defendían el château, se volvían a enzarzar en su batalla particular. Wellington y sus ADC se habían desentendido. Su atención se concentraba en la columna central, por entonces a cien metros y avanzando a buen paso, saltando sobre cadáveres e indiferente al fuego de los cañones británicos, que no era tan denso como en las cargas anteriores. Quizás eso animase a los ceñudos grognards, por entender que al enemigo no podían quedarle muchas piezas, ni tampoco artilleros, pólvora o munición; era verdad, aunque sólo en parte; lo que más incidía en el menor volumen de fuego era que la mitad de los nine pounders se habían retirado al flanco izquierdo de la posición central, abriendo un hueco de unos doscientos metros de amplitud por donde penetraría la Vieille Garde si aceptaba la invitación. Una vez allí sería bien recibida; en su flanco derecho, por el fuego concentrado de once baterías de nueve libras disparando botes de metralla; en el izquierdo, los infantes de Chassé formaban una larga fila de tres en fondo, listos para disparar; al frente, la 1.ª Brigada de Infantería británica (batallones 2.º y 3.º del 1.º Regiment of Foot Guards), esperaban agazapados en el centeno y en una cuádruple hilera; la mandaba el apuesto Sir Peregrine Mitland y estaba muy descansada porque apenas había entrado en fuego, gracias a lo cual aún conservaba sus mil novecientos cincuenta y tres hombres y sus setenta y siete oficiales. Sus batallones equipaban los a esa distancia mortíferos Brown Bess; un infante bien entrenado, y los del 1.º Regiment lo estaban, realizaba dos disparos por minuto. Según la disciplina de fuego británica, las dos primeras hileras se incorporarían a la voz de mando, la primera con la rodilla derecha en tierra y la segunda en pie; tras eso apuntarían y dispararían; en el acto volverían a la posición de partida, para recargar, mientras las dos siguientes repetirían el ciclo, lo que supondría una masa de fuego concentrado en el frente de la columna de cuatro mil balas cada sesenta segundos. A una distancia de entre treinta y cuarenta metros, y siendo el Brown Bess muy preciso en distancias inferiores a cincuenta, el porvenir de la Vieille Garde parecía oscuro, y más considerando lo que aguardaba por los flancos. A eso se debía que Wellington siguiera tan tranquilo como siempre, apreciando con deportividad la valentía con que los grenadiers-à-pied ganaban la cresta; los pobres diablos no tenían idea de que sólo les faltaban dos minutos para llegar al punto donde las piezas de nueve libras comenzarían a escupir metralla. Un tiempo suficiente para que Wellington volviese su catalejo algo más allá de Papelotte, donde señalaba el general Álava. Lo que veía le gustaba: una masa de jinetes en uniformes negros bajando la pendiente de Oahin a galope tendido, al tiempo que las piezas del I Armeekorps abrían fuego contra la columna francesa, la cual se detenía en seco. Los jinetes cargaban contra los infantes a una velocidad que no debía bajar de cincuenta kilómetros por hora, de modo que los hendirían en cuestión de segundos. Les salían al encuentro unas docenas de jinetes franceses, pero sin convicción, porque los prusianos eran muchos más. De ahí que con escasa oposición cayeran sobre la columna lanza en ristre —a esa distancia ya los podía identificar: eran los mismos lanceros con una calavera en el chacó que dos meses y pico antes le dieran escolta entre Köln y la frontera holandesa—, la traspasaran de lado a lado llevándose docenas de infantes por delante, alanceados como si fueran toros en una tienta española, para volver grupas y cargar por el otro lado. Al tiempo llegaban los húsares y los dragones, y las primeras unidades de una infantería que venía corriendo, y seguramente aullando. Para los desprevenidos infantes franceses, que debían de estar locos por no haberse detenido a formar cuadros, la llegada de aquellas fieras de negro debió ser mucho más de lo que aún eran capaces de soportar, pues pese a que no habrían pasado más de dos minutos les veía romper la formación y echar a correr hacia el sur, algunos arrojando sus armas para ir más ligeros y que no les alcanzasen los siniestros lanceros negros.

El arma definitiva de Napoleón la Vieille Garde cargando contra los Foot Guards

—Es asombroso. Se han venido abajo en menos de dos minutos…

Álava le interrumpió: no eran los únicos pendientes de la masacre. Los grognards de la columna central parecían más pendientes de lo que veían a su derecha que del inminente combate contra los ingleses. Ver entrar y salir a los ulhans noires de las filas de sus camaradas del II y ver a éstos caer alanceados mientras los demás echaban a correr, aullando «Les Prussiens! Nous sommes trahis! Sauve qui peut!»[194] quizá les preocupase. A eso se debía que sus oficiales gritasen a su vez «Vive l’Empereur! En avant!», pero justo en ese instante las piezas de nueve libras se dejaron oír, seguidas de la estruendosa infantería de Chassé. Los guardias de Sir Peregrine, sin embargo, no se unían a la fiesta, lo que quizás irritase a Wellington, pues con un golpe de fusta puso al galope a Copenhagen, ganando en un minuto la posición de la 1.ª Brigada para espetar un estentóreo «Now, Maitland! It’s your time!».[195]

La primera fila de grenadiers-à-pied la formaban los grognards más veteranos, condecorados —ni uno solo dejaba de mostrar su bien ganada Légion d’Honneur— e imperturbables de la Vieille Garde. Un minuto después, tras haberse repartido cerca de cuatro mil proyectiles de 18 mm, no sólo ninguno estaba en pie, sino que presentaban muy mal aspecto. A no pocos de quienes les seguían les ocurría lo mismo, pero aun así no se arredraban; antes bien, hacían fuego rodilla en tierra, cargando y disparando a un ritmo superior al de los guards —los mosquetes Charleville 1777 podían cargarse a un ritmo de tres veces por minuto—, relevándose unos con otros y desplegándose de forma que también los guards comenzaban a caer. Si bien la distancia de fuego era mortífera para las dos partes, las balas francesas causaban mayores estragos que las británicas, pero la concentración de fuego de los guards, que cruzaban la T de la columna enemiga, descarga tras descarga diezmaba las muy disciplinadas filas de grenadiers-à-pied, hasta llegar un momento en que una voz más alta que las demás gritó con gran fuerza «Sauve qui peut!», con el resultado de que la Vieille Garde, sin dejar de hacer fuego, comenzó a recular sin empujar a nadie, pues quienes hasta entonces les seguían ya corrían pendiente abajo.

«La Garde recule!» era el grito que se alzaba en la columna del oeste, la empeñada en un combate sin futuro contra los defensores de Hougoumont y que ya sentía una imperiosa tentación de hacer lo que las otras. Durutte no se dejó impresionar, dentro de que ya veía la batalla perdida y que ordenar seguir allí sólo le valdría para llevarse un tiro, quizá del 17,5, de modo que ordenó retirarse, pero con orden. Sus hombres sabían que no mandaba tonterías, de modo que iniciaron la retirada sin que los guards de los coroneles Frazer y MacDonnell intentaran impedírselo. Así, el I Corps d’Armée inició a muy buen paso el camino de regreso, para ser pronto acompañado por la Vieille Garde, que un tanto avergonzada intentaba recobrar la compostura. Lo que no tenía solución era lo del II. Sus hombres volaban más que corrían, alanceados sin compasión por los ulanos de un Major Bürsche aún muy lejos de saciar su inmensa sed de sangre. Sus cuentas pendientes con los soldados franceses no se remontaban al asunto de Ligny; jinetes voluntarios todos ellos, habían padecido siete años de ocupación y uno de befreiungskriege donde su destino, de ser capturados, era ser colgados como perros. Los jinetes del Freikorps Lützow llevaban su furia mucho más lejos que los de cualquier regimiento de caballería, tanto que nadie que les conociera podría pensar de la calavera que adornaba sus chacós que la lucían por coquetería, para impresionar a las jovencitas. Los ulanos totenkopf [196] señalaban con ella qué podían esperar quienes les hicieran frente; no era un símbolo de duelo por la patria perdida —el caso de los brunswickers— ni un distintivo aristocrático —el de los húsares de la guardia real—, y aunque habían demostrado infinidad de veces por qué aquel era el símbolo del Freikorps Lützow, ésa era la primera que podían hacerlo como 6.º Ulanenregiment. No pensaban desaprovechar la ocasión, y el Major Bürsche, bellísimo ángel de la Parca, el que menos de todos ellos.

Ludwig-Adolph von Lützow mandaba los 'ulanos negros'; en su opinión, Blücher era un viejo chocho, lunático, alcoholizado y enloquecido

A Wellington le preocupaba que los ulanos negros arrastrasen a los húsares y a los dragones, y éstos a Zieten. El vértigo de la Victoria se hacía con ellos, y eso no le gustaba nada. Lo último que aceptaría sería que Blücher se apropiara de aquélla, de modo que dedicó unos momentos a establecer un balance de situación. Era posible que Bonaparte se sacara de la manga reservas insospechadas, le pillara fuera de su fortísima posición e invirtiera los términos, y también lo era que Grouchy se materializase ahí en medio por alguna suerte de milagro, pero el riesgo de que Blücher se apropiara de Su Victoria le preocupaba mucho más, de modo que se alzó sobre los estribos a fin de ser visto, se sacó el bicornio, lo agitó tres veces de atrás adelante —orden de ataque general—, volvió a sentarse y, contestando a la pregunta sin palabras de Álava, masculló:

In for a penny, in for a pound![197]

Su QMG asintió, sonriente. Tras eso, los encantados caballeros emprendieron el camino del sur, acompañados de cuarenta mil hombres más, tan alegres como ellos.

20.00 h.

La 5.ª Brigada de Infantería y la 2.ª de Caballería del II Armeekorps se acababan de incorporar. Gneisenau las puso a las órdenes de Bülow, toda vez que las demás brigadas del II, y el propio Pirch I, no llegarían a tiempo de contribuir a que todo terminase. Zieten le había hecho llegar un mensajero dando cuenta de haber destruido una columna francesa que atacaba Papelotte, y que otras dos, que se dirigían contra el centro de Wellington, al verles llegar dieron media vuelta para retirarse sin orden. Aquello significaba que Bonaparte perdía la batalla, pero si lograba reorganizarse y llegar a Maubeuge, Philippeville o Avesnes-sur-Helpe sería de nuevo un peligro. La guerra se transformaría en otra extenuante campaña de movimientos, y no tenía la menor gana de volver a pasar por ello. Para impedirlo tenía que aplastar a Lobau, empeñado en defender Plancenoit. No había tiempo que perder, de modo que dio un par de órdenes al impasible Bülow, que no las necesitaba porque veía la situación tan clara como él: lanzar la recién llegada 5.ª Brigada contra el centro de Lobau mostrando muy en alto sus banderas negras, lo que significaba Keine Gefangenen.[198] Los franceses más veteranos conocían su significado, pero por si alguno lo ignoraba deberían fusilar sin contemplaciones a todo el que apresaran, a la vista de los demás, para que tuvieran claro qué futuro les aguardaba y procedieran con acuerdo al mejor sentido común. Era una pena no poder complementar las banderas negras con algún toque de trompeta identificable por el enemigo. Los españoles lo hacían mejor, dejaba caer un Grolman exultante: cada vez que sus trompetas se arrancaban con su primoroso «toque de degüello», los gabachos se lo hacían encima, y con toda la razón. Bülow, un gran músico, no escuchaba. Estaba dictando las órdenes que lanzarían a sus cuarenta mil hombres en impecable azul Prusia[199] contra las posiciones de un Lobau al que no quedarían más de seis mil.

—Bülow, en media hora quiero estar allí —Blücher, que llevaba un buen rato en ominoso silencio, desde que supiera por el quejumbroso Scharnhorst que Zieten no le había hecho el menor caso, señalaba la humeante Belle Alliance—. Antes que Wellington, ¿entendido?

El Graf Bülow se llevó la mano al bicornio. Por él y por su IV Armeekorps no quedaría.

20.15 h.

Wellington marchaba por la carretera de Charleroi. Junto a él, Uxbridge; les seguían Álava, Müffling, Miniussir —relevado por el renqueante Major Holstein, jefe del 1.º Batallón de Infantería Ligera de las casi destruidas fuerzas del Herzog Braunschweig-Wolfenbüttel—, Percy, Fremantle, Broke y unos pocos ADC de Sir William, de Lord Fitz-Roy y del propio Uxbridge. No eran un grupo alegre, pese a la victoria. El rojizo atardecer, un tanto alegrado gracias a que las nubes de humo se disipaban —salvo las baterías de artillería montada ningún cañón disparaba, los británicos porque su infantería ocupaba casi todo el campo y los franceses porque no quedaban demasiados; sus artilleros habían conservado la suficiente serenidad para enganchar los armones a los colosales percherones y emprender el regreso a Charleroi—, ofrecía una visión que para nada estimulaba el buen humor: miles y miles de cuerpos, hombres y caballos, apartados de cualquier modo a los lados de la calzada o retorcidos en posturas imposibles en los desmochados campos de centeno, algunos aullando de dolor y los más guardando un silencio funerario que casi se agradecía. Un hedor, también, que sólo se podía definir como espantoso, mezcla de pólvora quemada, estiércol, sangre, orina y mierda, la que brotaba de los intestinos abiertos de bestias y de hombres, al que ya se unían los aromas de la putrefacción, pues aquel domingo que comenzó fresco se había caldeado hasta la exageración, y los muertos más antiguos llevaban allí, en la carretera de Charleroi, más de siete horas.

La comitiva ducal adelantaba una unidad tras otra; en aquel momento, al 95.º de Infantería. Sus soldados, en su mayoría veteranos de la Península, blandían sus rifles Baker[200] al paso de Wellington, en señal de reconocimiento, alegría y respeto, pero salvo algún novato despistado no le vitoreaban; sabían de sobra que al Old Attie esas cosas nunca le gustaron, ni siquiera el glorioso día de Vitoria.

—¿Sabe, Álava? Esta gente, definitivamente, no sabe retirarse. Hacen lo mismo que Gazan.

Ni Uxbridge, que cabalgaba junto a Wellington, ni Müffling, que lo hacía con Álava, entendían qué pretendía His Grace al girar sobre su silla y decir aquello al que de un modo indisimulado se comportaba como su QMG, así que Álava, deseoso de limar cualquier resquemor que le quedase a Müffling tras el agarrón de solapas, comenzó a explicarle del modo más amable que dos años antes, al término de la gran batalla de Vitoria, el francés que mandaba el Ejército de Andalucía, un inútil llamado Gazan, viendo la posición perdida renunció a sacrificar su retaguardia para proteger una retirada en orden, permitiendo que se apoderara el pánico de los veinticinco mil hombres que le quedaban, con lo cual dejó atrás ciento cincuenta piezas de artillería y casi todo el armamento personal de su despavorida tropa. Como aún faltaba para La Belle Alliance y Rosomme, los hitos que marcaban la línea de la grande batterie, no podía saberse con cuántas piezas acabarían por quedarse, pero los cientos de mosquetes 1977 abandonados en el camino le hacían pensar que aquellos pobres diablos seguían el procedimiento usual de los franceses: librarse del arma de fuego, la bayoneta, la munición y la pólvora, que podían llegar a sumar diez kilos, para correr con más facilidad y un poco más deprisa.

Si bien casi no sonaban cañonazos, seguían oyéndose disparos. La línea del frente se hallaba trescientos metros al sur, de modo que no estaban a salvo de las balas que disparasen los franceses. El mosquete 1777 no era preciso, pero el alcance de su proyectil superaba los mil metros. De ahí que nadie se sorprendiera porque una bala perdida se incrustara en la rodilla derecha de Lord Uxbridge, sin arrancarle más exclamación que un contenido «By Lord, Sir, I’ve lost my leg!». Wellington, que marchaba también a su derecha, echó un rápido vistazo y respondió en el mismo tono «By God, Sir, so you have»,[201] al tiempo de levantar un brazo pidiendo ayuda. Si bien Álava y Müffling reaccionaron en el acto, los que se hicieron cargo del sereno Uxbridge fueron Fremantle y Percy, que tras ponerse uno a cada lado de su ya pálido amigo y tras constatar que Wellington lo aprobaba, emprendieron el camino de Waterloo. En realidad no decían a dónde marchaban, pero Álava estaba seguro de que no le llevarían al amputadero de la granja Hospitalliers; el alojamiento de Sir Henry estaba en Waterloo, puerta con puerta con el de Wellington, y con seguridad allí encontrarían un médico menos saturado de trabajo que pudiera intentar salvar la pierna del infortunado Uxbridge; también era mala suerte, se decía el no muy apenado Álava, que habiendo estado en situación de perder la vida durante cerca de nueve horas fuese a llevarse la quizás última bala que aquel día dispararían los franceses.

La comitiva reemprendió la marcha, con Müffling junto a Wellington y Álava con Miniussir. No eran emparejamientos casuales. El primero, porque hacia la posada La Maison du Roi divisaba una masa de uniformes oscuros, a caballo y con banderas en alto. Debía de ser Blücher, y a Müffling le correspondería el honor de ser el vehículo a través del cual His Grace y Seiner Durchlaucht se ponían de acuerdo. El segundo, porque Álava intuía que algo debía estarse cociendo en la mente de Gneisenau, de un tipo que a His Grace no le gustaría. Necesitaba deslizar una oreja en su estado mayor, y con Hardinge en Bruselas no se le ocurría ninguna mejor que la de su providencial Major Miniussir.

20.30 h.

L’Empereur había llevado su puesto de mando a Les Flamandes. Observando el campo de batalla y la no muy desordenada retirada de sus tropas, tanto por la carretera como campo a través, se decía que quizá no todo estuviera perdido. Lo pensaba en el centro del cuadro que formaba su guardia personal, tratando al tiempo de superar, sin éxito, la penosa convicción de ser el responsable del desastre. La culpa era suya, pero los errores capitales no los cometió allí. Los que resultaron determinantes fueron los del primer día, cuando permitió por dos veces que Zieten escapase, una en Charleroi y otra en Gilly. Todos los demás partían de ahí, de habérselas tenido que ver, al día siguiente, con tres armeekorps en lugar de con dos, y de haber necesitado un corps d’armée que al final no se presentó, y haber iniciado la persecución de Blücher, y la de Wellington, mucho después de cuando habría debido. No le consolaba pensar que de haber estado Berthier allí nada de todo aquello habría sucedido. Bien sabía en quiénes depositaba su confianza cuando entregó el état-major a Soult y las alas a Ney y a Grouchy. Le habían fallado, aunque no por desobedecer sus órdenes. Si aquello era un desastre total era precisamente por eso, por haberlas seguido al pie de la letra. Una letra que cuando la escribía Berthier nunca se interpretaba mal, pero quejarse del destino de nada le valdría, se decía contemplando la indiferente cara de La Désirée. Como en sueños se vio subiéndose a ella, empujado por La Bédoyère, y emprender el camino seguido de Soult y de sus lanceros rojos, preocupados porque al noreste, por la carretera, veían llegar a las vanguardias prusianas, que ya dejaban atrás La Belle Alliance; por el norte, atravesando las destrozadas plantaciones de centeno, se acercaban las mortíferas baterías de artillería montada, en compañía de aquellas «amazonas» que si vivían para contarlo jamás volverían a despreciar. Gracias a Dios no tendrían que vérselas con ninguna de las dos amenazas, pues Soult había ordenado que tres batallones de grognards, mandados por sus generales más suicidas, Cristiani, Cambronne y Roguet, se atravesaran entre la calzada y Les Flamandes. Entre las vanguardias enemigas y aquellos tres cuadros aún quedarían unos miles de infelices que huían sin armas y sin mochilas. Los dejarían pasar, para cerrarse cuando se vieran frente a los lanceros prusianos o los cañones ingleses. Sólo eran tres batallones y no resistirían mucho tiempo, aunque podría ser suficiente para que sus compañeros rebasaran Genappe y se perdieran en la noche. Nadie, inglés o prusiano, tras un día como aquel osaría perseguirles. Tras nueve horas de batalla y muchos kilómetros de marcha, tendrían que ser superhombres para dar un paso más allá de donde los grenadiers-à-pied cargaban sus mosquetes y sus pistolas. No lo contarían, meditaban los elegantes polacos a medida que los dejaban atrás, aunque parecían resueltos a vender sus vidas a un precio tan alto que quizá Wellington prefiriese no pagarlo. Blücher, en cambio, seguro que lo haría.

20.45 h.

Las comitivas se juntaban junto a La Maison du Roi. A la de Wellington la precedía la 3.ª Brigada, la de Dörnberg, cuyos dragones no tardaron en confraternizar con los húsares del 2.º Schlesien ni con los ulanos de Bürsche, ni con los del Prinz Wilhelm, encantado de comprobar que todos eran alemanes. La banda de la 14.ª Brigada, desplegada en la margen oeste de la carretera —con los tres regimientos de la propia 14.ª formados a continuación, presentando armas; Bülow había interpretado a la perfección los deseos del Fürst Blücher—, se arrancó con un God save the King bastante desafinado cuando el Duke of Wellington pasaba frente a ella, para mejorar notablemente con un vibrante Hohenfriedberger en el momento en que aquél y el Fürst Blücher zu Wahlstatt se abrazaban sin bajarse de sus respectivos caballos, un magnífico purasangre de nombre Copenhagen y un humilde penco anónimo al que su nuevo dueño había cogido un inexplicable cariño. Müffling, junto a ellos, traducía en las dos direcciones las mutuas cumplimentaciones. Gneisenau y Álava se habían apartado a fin de parlamentar en una chirriante mezcla de inglés y francés, pues el primero estaba tan concentrado que armaba sus ideas con las primeras palabras que le venían a la mente. Álava sabía que su interlocutor tenía que ser Gneisenau, pero éste no sabía cuál debía ser el suyo, de modo que aquél se ocupó, antes de pasar a mayores, de hacer saber al otro cómo estaba el organigrama del Army of the Low Countries. Gneisenau, consciente de que la posición real de Álava no era exactamente de comisionado de un ejército lejanísimo, ni se asombró ni pidió confirmación de lo que proponía el español: dar por terminada la batalla, pues el agotamiento de los dos ejércitos —el de Wellington estaba «fatiguée à mourir»— haría imposible dar un paso más, para emprender al amanecer la persecución de los franceses, el Niederrheinarmee por Charleroi y Philippeville, y el Army of the Low Countries por Nivelles, Mons y Maubeuge. Gneisenau no se detuvo a meditar, exhibiendo que no sólo había deducido lo que pretendería Wellington, sino que para él había empezado la carrera y no pensaba ceder un minuto. Jamás se le presentaría mejor oportunidad de acabar con Bonaparte sin darle posibilidad alguna de resucitar. Por supuesto, no quería excluir a nadie, de modo que si Álava quería enviarle unos cuantos escuadrones de caballería o batallones de infantería, estaría encantado de marchar junto a ellos.

Era la contestación que Álava dio por más probable al estudiar la jugada, pero la tuvo que declinar con alguna pena; le habría encantado ponerse al frente de los hipotéticos escuadrones y batallones, pero Wellington había determinado que ninguno de sus hombres iría más allá de los cuadros atravesados media milla más al Sur. Gneisenau, por su parte, no necesitaba refuerzos humanos. Equinos, sí, porque tenía más jinetes que caballos. Había ordenado requisar cualquier ser de cuatro patas que anduviese por ahí —no eran pocos los que pastaban tranquilamente por los alrededores—, y las brigadas de Zieten habían llegado con ciento y pico sujetos de las riendas —no todos con mantas y sillas francesas—, pero aun así no tenía suficientes. A la petición de refuerzos ecuestres Álava respondió que la caballería británica estaba tan dispersa que no valdría para mucho, y tras eso fue por lo que le interesaba, preguntando por Hardinge. Gneisenau explicó que le creía en Bruselas, para tras eso preguntar si se había previsto enviarle un sustituto, pues sin él carecía de un enlace con el Army of the Low Countries. Álava, falsamente pensativo, respondió que a Wellington le resultaría difícil designar un oficial antes de unas horas, porque se había quedado sin secretario, sin QMG y sin seis de sus ocho ADC; en el entretanto le proponía el suyo, el Major Miniussir, el cual no sólo estaba ileso, sino que hablaba un excelente alemán y un buen francés. Gneisenau, que recordaba lejanamente al joven major, aceptó. Entenderse con un oficial que hablase su idioma sería de agradecer, y contar con alguien que hablara francés le vendría bien, pues sólo le quedaba Nostitz y daba por seguro que se quedaría con Blücher cuando éste, que ya estaba en su límite, decidiera echar el ancla. Estando ya de acuerdo, Álava señaló a Miniussir, quien estaba bien al tanto de la conspiración. Le apetecía echarse a dormir tanto como al que más, pero le animaba la perspectiva de una noche inusitada. Gneisenau le miró con aprobación, a él y a su montura, pero algo no le gustaba.

—¡Woytschekowsky! ¡Una capa y un chacó para este oficial español!

No necesitaba explicar que con aquel camuflaje sólo pretendía evitar al joven major que algún fusilero despistado le colocase un tiro por no tomarle por prusiano. El tal Woytschekowsky regresó un minuto después para tender a Miniussir un par de prendas procedentes del 6.º. El resultado pareció agradar a Gneisenau, que sin relajar del todo su expresión de ogro devorador de franceses dejó caer un agradable «Major Miniussir, esa calavera le sienta muy bien, pero procure no parecerse mucho a ella». Por sorprendente que pareciera, el tipo aquel padecía un cierto sentido del humor.

Hougoumont a las 9 de la noche.Los defensores comienzan a relajarse.

21.00 h.

El Lieutenant-Colonel Sir Hugh Halkett, al frente de la 3.ª Hanoverian Brigade, marchaba en cabeza de las fuerzas que perseguían al I Corps d’Armée. Cauto, se detuvo a unos cien metros del cuadro que formaba más al oeste. Dudaba si atacar. Sus hanoverians no rebosaban ardor guerrero, ni mostraban deseos de llevarse las últimas balas de la jornada, pero la llegada de la batería E de la Real Artillería Montada, la del Lieutenant-Colonel Sir Robert Gardiner, simplificó la situación. A Sir Robert sólo le quedaban tres de sus cinco piezas, aunque bastarían para dispersar el cuadro de los chasseurs-à-pied, los cuales permanecían en silencio, conscientes de la escasa precisión a más de cien metros de sus mosquetes 1777. Sir Robert mandó desplegar sus piezas a ciento veinticinco metros, para después cargar dobles botes de metralla y abrir fuego. Así, a razón de dos andanadas por minuto, acompañadas de las ininterrumpidas descargas de los infantes alemanes, en poco más de cinco el cuadro francés se vino abajo, abandonando su armamento los contados chasseurs-à-pied que aún se sostenían para emprender a su mejor velocidad la ruta de Genappe. Los hanoverians, con el batallón Osnabrück en cabeza, cargaron contra los heridos con los naturales deseos de rematarlos primero y despojarlos después de todo lo que llevaran de valor, aunque sin olvidar que los oficiales eran canjeables. A eso se debió que un feldwebel Führing, junto a tres fusileros, presentase a Sir Hugh un tipo herido en la cabeza que se identificaba como Général de Brigade Cambronne. Deseoso de que no falleciera, y no por humanidad sino porque la captura de generales aparejaba una recompensa en guineas, ordenó a los cuatro encantados captores que le llevaran a Mont-Saint-Jean y después le condujeran a Bruselas, donde había orden de concentrar a los prisioneros de graduación equivalente a major o superior.[202]

Los cañonazos de Sir Robert llegaban un tanto amortiguados adonde Blücher y Wellington se decían adiós. Miniussir, muy en su papel de agregado a la plana mayor de Gneisenau —el general Grolman, un tal Oberstleutnant Bentivegni, el seco Hauptmann Woytschekowsky y media docena de oficiales; un punto apartados se hallaban el agradable Prinz Wilhelm y el adusto general Röder, los cuales mandaban las brigadas de caballería del IV y del I Armeekorps— observaba cómo se congregaban los diferentes escuadrones, la caballería ligera más cerca y los dragones en prolongación. Le intrigaba que a la grupa de unos cuantos de los últimos se sentaran los tamborileros de las brigadas de infantería que formaban más allá de la heterogénea fuerza, la cual estimaba en cuatro mil jinetes. Aquellos tamborileros tenían algo en común con los franceses, los brunswickers y los nassauers: eran casi niños, lo cual significaba que pesaban poco; eso, combinado con que las monturas de los dragones eran bastante grandes, permitiría que a lo largo de la noche la fuerza que a todas luces pensaba conducir el propio Gneisenau contara con acompañamiento musical. El sol, al que faltaba poco para ponerse, regalaba una hermosa luz a los jinetes, formados de treinta en fondo en la ribera este de la carretera de Charleroi y presentando un frente de cien metros. Hacia la mitad de la formación, con los caballos y los jinetes orientados al sol, el Graf Gneisenau, encaramado en una pequeña elevación, examinaba con orgullo lo que Preußen ponía en sus manos para que acabara de ganar no ya la batalla, sino la guerra. Con pocas excepciones, los cuatro mil vestían las capas negras de la caballería prusiana. El efecto, para Miniussir, era sobrecogedor: jamás había visto una fuerza de aspecto más terrible. La poderosa voz de Gneisenau, en pie sobre sus estribos, le sacó de su ensimismamiento. Las palabras del general prusiano-sajón, que según Álava sabía todo lo que había que saber de mandar un ejército, salvo mandarlo, se le grabaron a fuego:

—Soldaten! Heute haben wir gezeigt wie eine Preußische Armee besiegt! —un gruñido de asentimiento; los atentos jinetes presentían que había más—. Jetzt werden wir zu zeigen, wie Chase! [203]

Más murmullos. El entusiasmo no afloraba, de modo que Gneisenau pasó a inflamarlos.

Lasst die schwarze Fahnen flattern! Kein pardon!! Keine gefangenen!!![204]

La respuesta, esta vez, a Miniussir no le pareció humana. No eran vítores. Era un rugido de fieras salvajes. De una sola fiera, porque los cuatro mil rugían al unísono. Un espectáculo de horror, de santiguarse ante lo que aquellos jinetes despiadados parecían capaces de hacer.

Gneisenau parecía satisfecho con el efecto de sus palabras. Sin embargo, y siendo un hombre de temperamento un poco teatral, sabedor del influjo de la poesía sobre los corazones inocentes, había dejado para el final unas incendiarias palabras de Heinrich von Kleist, el que años antes se despidiera de su patria de un tiro en la sien y tras firmar un inmortal «Estamos muertos en el camino de Potsdam».:

Schlagt ihn tot, das Weltgericht Fragt euch nach den Grüden nicht![205]

Se diría que hasta los caballos rugían. Los ulanos del 6.º, en primera fila, no sólo aullaban como energúmenos, sino que blandían sus lanzas y sus carabinas, acompañados de los dragones y de los húsares, que hacían lo propio con sus sables y sus pistolas. Suficiente, pareció decirse Gneisenau. Era como haber encendido la mecha de una bomba. Quedaba el hacerla estallar de un modo eficaz; el que mejor conviniera para que, cuando se detuvieran a entonar el Herr Gott, wir loben dir, l’Armée du Nord, y con él la Grande Armée, hubieran desaparecido de la faz de la tierra.

Se puso en marcha, y con él su reducido séquito. A la cabeza marchaba el Major Bürsche, seguido de sus dos escuadrones. Gneisenau y su grupo se colocaron a continuación, de dos en fondo; él cabalgaba junto al Prinz Wilhelm, con los cornetines de órdenes a un lado; tras ellos lo hacían Grolman y Miniussir, luego Röder y Bentivegni, después los oficiales mensajeros y a continuación un pequeño grupo de dragones; llevaban a sus grupas unos tamborileros ansiosos de comenzar a tocar, aunque aún no era el momento. Sí lo era de decidir qué hacer con el cuadro de más al este, formado junto a la carretera y que a doscientos metros mostraba un aspecto muy hostil. Gneisenau, para sorpresa de Miniussir, ordenó darle un saludable resguardo; ya se las verían con la infantería de la 13.ª Brigada, que les seguía de cerca. Grolman, percibiendo su extrañeza, le aclaró en su rudimentario aunque pintoresco español, plagado de palabrotas y blasfemias, que su objetivo no era destrozar cuadros de insensatos, como aquel de grenadiers-à-pied; era dispersar a l’Armée du Nord, acabar con él en su calidad de fuerza organizada. En la concepción de Gneisenau, que compartía en todos sus extremos, el objetivo de la guerra era la destrucción del enemigo, arrebatarle su moral de combate y todo lo que pudiera servirle para reorganizarse y volver a ser un peligro, empezando por su artillería, siguiendo por sus carros de suministros y acabando con el armamento de su infantería, de forma que sus reyes, o sus gobiernos, perdieran la capacidad de aplicar la fuerza donde no llegara su diplomacia. El propósito de aquella caza nocturna era provocar su desbandada, para lo cual era preciso aterrorizarles. De ahí el redoblar de los tambores, que Gneisenau ordenó comenzase nada más dejar atrás a los grenadiers-à-pied. Con eso no bastaría, era el primero en decirlo; de ahí las órdenes ya dadas de fusilar a los primeros que capturasen, y no por crueldad o brutalidad, sino para que los otros, los que dejaran vivos, huyeran despavoridos y explicasen a sus camaradas con qué talante venían los prusianos. El Niederrheinarmee tenía una larga lista de cuentas a cobrar con los franceses, la última de pocas horas antes, cuando los grognards masacraron a ciento y pico infantes landwehr en el cementerio de Plancenoit —Miniussir puso cara de circunstancias; no tenía idea de aquello—, pero no era eso lo que importaba. Si mataban unos pocos, Grolman no creía que hiciera falta pasar de mil, sólo sería para que se corrieran las voces, para que los franceses huyeran tirando sus armas y abandonando sus cañones, de forma que al día siguiente no pudieran congregarse y ofrecer batalla. No era imposible, aclaraba; era lo que habían hecho ellos dos noches antes. Si lograban dispersar aquellos cincuenta mil hombres que huían dos kilómetros por delante, la ruta de París estaría despejada.

21.15 h.

Pajol y su fuerza estaban a mitad de camino de Plancenoit cuando aquél reparó en que del oeste ya no llegaba el atronar del cañón. La batalla, para bien o para mal, había concluido; ellos no llegarían a tiempo de participar. Por si fuera poco, los kilómetros que aún quedaban eran incompatibles con la oscuridad; deberían avanzar a la luz de las antorchas, con lo que serían patos sentados para cualquier fuerza de infantería. Seguir adelante sería una locura, pero aun así solicitó la opinión de sus oficiales. Todos pensaban como él. Sólo quedaba vivaquear lo mejor que se pudiera, estableciendo un amplio perímetro de seguridad, y enviar un par de mensajeros a Soult y otros dos a Grouchy. Pajol, buen general, encontraba lamentable haber recorrido tantísimos kilómetros sin haber pegado un tiro en un día en que se habrían disparado millones, aunque un sexto sentido que no pensaba compartir le decía que, con todo, él y su gente habían tenido mucha suerte.

21.30 h.

Bruselas estaba sobrecogida desde poco antes de mediodía, cuando empezó a llegar el fragor de los cañonazos. Lo traía el viento del sur, culpable de un domingo soleado que habría sido agradable, pero dado que veinte kilómetros al mismo sur llovía metralla, buena parte de la ciudadanía prefirió no salir de casa. El que a la población menos favorecida —nueve de cada diez habitantes— le resultase indiferente que a la noche desaparecieran las banderas británicas y la fantasmal del VKN para ser sustituidas por la tricolor no impedía que cundiera el desasosiego, por los desmanes que pudieran cometer las tropas derrotadas en su fuga y las vencedoras en su entrada triunfal. De ahí que no hubiera un alma, ni siquiera en el Warandepark. Si un vicio inspiraba el retumbar de los cañones era el de la prudencia, que se vio amplificado con un creciente pesimismo a medida que llegaban carros y carros de soldados malheridos rumbo a los hospitales instalados en los conventos, monasterios, seminarios, teatros y colegios requisados en nombre de Wellington por un tal Sir Charles Broke. Después, sobre las seis, aparecieron los primeros prisioneros, atravesando con aire huidizo las calles solitarias. Sir William de Lancey había ordenado que se concentraran en Waterloo, y cada vez que se alcanzase la cifra de trescientos se les hiciera marchar escoltados por una suficiente fuerza de infantería, con orden de disparar a la primera duda que les inspirasen los aprensivos individuos. A las ocho ya eran tantos que más de uno se preguntaba si no estarían tramando una invasión a retaguardia, sobre todo porque los soldados que los vigilaban parecían pocos para contener una estampida.

El que al llegar el ocaso cesara el concierto de cañón, al tiempo de incrementarse la llegada de soldados heridos, dio lugar a que aumentara el pesimismo. Los residentes británicos, que con indisimulado nerviosismo habían pasado el día concentrados en las viviendas más grandes, protegidos de la chusma codiciosa por las escasas fuerzas del Duke of Richmond, debatían la conveniencia de cargar sus bienes en los carruajes y emprender el camino de Amberes. La opinión mayoritaria estaba en favor, si bien His Grace calmaba las impaciencias a base de predicar que había departido con Wellington en el campo de batalla y que le dejó en un estado de gran tranquilidad, con plena confianza en la victoria. No se olvidaba de repetir que, según le aseguró, si viera que la situación se tornaba peligrosa le haría llegar un mensajero, para que alertase a la colonia con tiempo suficiente de abandonar la ciudad antes de que llegara el impresentable Boney. Todo eso estaba muy bien, gruñían los intranquilos, pero bien podría enviarles alguna explicación de que ya no se oyeran cañonazos.

A las nueve y cuarto tres jinetes de rojo atravesaron al galope la puerta de Halle. Cada uno traía sus propias instrucciones. El primero bajó de su caballo de un modo harto melodramático frente a la catedral de Saint Michel et Sainte Gudule, reclamando a gritos la presencia del deán. Cinco minutos después las pesadas campanas centrales comenzaban a tocar a Gloria, como si el Señor acabara de resucitar —en cierto modo, no dejaba de ser eso mismo—. Casi a la vez, el segundo jinete dejaba las riendas de su caballo en manos del elegantísimo portero de la embajada británica, pero al preguntar por Sir Charles Stuart comprendió que algo no iba bien, pues el buen hombre había pedido su coche para visitar al Duke of Richmond y estaba esperando que precisamente su portero regresara con él; Sir Charles, un hombre ciertamente inteligente, no necesitó preguntar al avergonzado ensign, el cual, tras comprender a su vez, se cuadraba frente a él: su expresión exultante lo explicaba todo por sí misma. El tercero tardó no mucho más en llegar a la casona de la Rue de la Blanchisserie donde tres días antes había bailado hasta la madrugada. En el portalón formaban His Grace the Duke of Richmond, Lady Charlotte, una dama que quizá fuera Lady Charlotte Greville y, lo que más le importaba, las señoritas Lennox y otras que debían de ser sus amigas, las señoritas Capel. Jamás en su vida tantas jóvenes bellezas le habían mirado así, aunque entonces fue cuando comprendió que toda gloria es efímera, pues nada más anunciar a His Grace que Lord Wellington acababa de lograr una victoria colosal, definitiva e histórica contra el pérfido Bonaparte, todo el mundo dejó de hacerle caso.

Desde las alturas de la catedral, el primer ensign, extasiado, contemplaba la forma en que la oscurecida ciudad se daba luz a sí misma, pasando en cuestión de minutos a ser un fanal jubiloso. Si algún día tuviera nietos, ésa sería la segunda historia que les contaría.

21.45 h.

Wellington y Álava cabalgaban hacia la Jean de Nivelles. Los light dragoons que les escoltaban conocían lo suficientemente bien a Hookie como para no acercársele tras una batalla como aquélla; de ahí que les rodearan aunque sin agobiarles, con las armas listas para tirar. Oculto entre los muertos aún podía respirar algún francés con el ojo abierto, el mosquete cargado y ganas de ajustar la última cuenta. Sería difícil, pues a esas alturas el que no hubiera sido degollado por un inglés o un brunswicker habría sido cosido a bayonetazos por un nassauer o un hanoverian, o descerebrado a culatazos por los prusianos de Zieten. De los últimos no se veía ninguno, pero los otros extendían sus vivacs a lo largo y a lo ancho del campo de batalla, con sus fogatas encendidas y dando cuenta de sus raciones. Parecía darles igual que a unos metros de donde calentaban su cena yacieran docenas y docenas de cadáveres, muchos de los cuales lucían uniformes similares a los suyos. Al día siguiente quizá pensaran de otra forma, pero entonces sólo sentían un cansancio infinito, apenas atemperado por una euforia un tanto animal, la de saberse vivos y de una pieza.

A la izquierda se divisaban las luces de la granja Hospitalliers. Álava se preguntaba si no sería un buen detalle por parte de His Grace dejarse ver allí, para responderse que no. Por mucho que no se apreciase, Sir Arthur también había tenido demasiado.

22.00 h.

El mandar aquella horda de asesinos no significaba que Gneisenau abdicase de sus obligaciones. Había enviado varios mensajeros, unos con órdenes para Pirch I de hacer marchar su II Armeekorps hacia Mansart a fin de cortar la retirada de Grouchy, otros para Zieten, mandándole congregar su infantería y su artillería junto a La Maison du Roi —donde Blücher pensaba pernoctar—, para vivaquear, alimentarse, aprovisionarse y emprender al amanecer la persecución de l’Armée du Nord, otros a Bülow, aconsejándole que no fuera más allá de Genappe, porque al día siguiente le tocaría lo mismo que a Zieten, y los últimos a Thielmann, dándole cuenta de la gran victoria y pidiéndole un último y penoso servicio: si al amanecer Grouchy seguía frente a él, lo que indicaría un no tener noticias de lo sucedido —no sería improbable; la ruta que debería seguir cualquier mensajero francés hacia la posición de Grouchy estaba copada por las patrullas del I y el II—, debería ceder la posición e iniciar una ostentosa retirada sobre Bruselas, lo que habrían hecho los otros armeekorps si hubieran sido derrotados; Grouchy, en buena lógica, les perseguiría, de modo que sería posible deslizar el II a su espalda, cercarle y aplastarle. A Gneisenau no se le había subido a la cabeza la victoria, sino todo lo contrario; su preocupación capital seguía siendo la destrucción de l’Armée du Nord, en implacable aplicación de la Vernichtungsstrategie que había parido a medias con el difunto Scharnhorst. Ya celebraría la victoria cuando Blücher y él sentaran sus reales en el château de Saint-Cloud, París.

22.15 h.

Wellington y Álava descabalgaban en la Jean de Nivelles. El primero mostraba signos de agotamiento. Uno era no recordar el mal carácter de su montura; si bien era generalmente incapaz de agradecer nada cuando se trataba de humanos, con las bestias y con algunos niños —no los suyos— era más expansivo, de modo que tras desmontar del derrengado Copenhagen le dio una cariñosa palmada en la grupa; el animal, lejos de mostrar ternura, relinchó con alguna violencia mientras disparaba sus patas traseras, sin alcanzar a nadie aunque fallando por centímetros la virilidad de His Grace, el cual se limitó a fruncir sus elegantes morros. Se le había olvidado que Copenhagen era un caballo de batalla de muy pocas bromas, lo cual tuvo la virtud de hacerle recuperar su secular estado de alerta.

En el recibidor[206] formaban Fremantle, Thornton y Tesson, el primero para dar la novedad, el segundo para preguntar si deseaba comer algo y el tercero por si se quería cambiar. El único testigo de la escena era el general Álava. Del primero His Grace sólo supo que no tenía nada nuevo que contar, salvo que Uxbridge ya tenía una pierna menos, a Lord Fitz-Roy Somerset le pasaba lo mismo con su brazo derecho y el Freiherr Vincent se recuperaba malamente de la herida en su mano, que sin ser grave le hacía sentirse fatal, razón por la cual el comisionado Pozzo le acompañaba en la casa que dejara libre Sir Thomas Picton. Los dos primeros, acompañados de sus aides-de-camp, ocupaban las viviendas donde les había hospedado De Lancey, del que Fremantle no sabía nada. Sobre «la familia» —sus otros siete aides-de-camp— podía decirle que tanto él como Percy estaban bien, que Hill, Cathcart, Lennox y Nassau-Usingen sufrían averías de mayor o menor consideración, aunque ninguna especialmente grave, pero Gordon estaba muy mal, acostado en el catre del propio Wellington y en disposición de incorporarse a la más gloriosa posteridad, para reunirse allí con Canning, que había llegado antes —Fremantle no lo expresaba en aquellas palabras, pero era como el desapasionado Álava las registraba en su bitácora mental; no lo hacía por ser un desalmado, sino por haber aprendido a blindarse de las tragedias con la coraza más insospechada, pero más poderosa, que las almas inteligentes tienen a su alcance: un diogénico sentido del humor—; dado que His Grace no decía nada —era como si su capacidad de sentir algo se viera excedida—, sólo le quedaba pedir permiso para volver con Lord Fitz-Roy, a quien deseaba escoltar en aquella dura prueba; Percy, por cierto, hacía lo mismo con Lord Uxbridge, cuyos ADC estaban igualmente maltrechos. Wellington asintió, con lo cual el grupo quedó en cuatro. A Tesson le dijo que no pensaba cambiarse, pese a estar negro de pólvora, y a Thornton que preparase algo para dos. Tras eso subió a ver a Gordon; Álava le seguía por las escaleras, sin unírsele; sólo quería ver a discreta distancia qué sucedía, en su afán de no perderse nada y no por curiosidad personal, sino porque Wellington solía encontrar difícil recordar qué cosas sucedían al término de las batallas, cuando su alma se relajaba y su capacidad de registrar vivencias se colapsaba, si no por agotamiento sí, al menos, por un invencible desinterés.

Gordon yacía en el camastro donde His Grace había dormido la noche anterior. La muerte ya embellecía su rostro, se decía el objetivo Álava, pues con una pierna segada cerca de la cadera no había torniquete que valiera; cuando hubiera llegado a manos de los amputadores, y por deprisa que le abrasaran el muñón —a lo cual ya era de asombrarse que sobreviviese—, habría perdido tanta sangre que de ningún modo lo podría contar. Era milagroso que su corazón latiese, habiendo tan poca sangre que impulsar, y más aún que se mantuviera consciente mientras el inusitadamente afectuoso Wellington —le había cogido una mano; jamás hasta entonces Álava le había visto hacer tal cosa— le relataba el final de la batalla y qué clase de victoria se habían apuntado entre todos, Sir Alexander el primero. Al pobre diablo le costaba sonreír, aunque lo consiguió, para segundos después quedarse inconsciente. Suficiente para Wellington; el tiempo, implacable, se hacía con él. Era hora de repostar, intercambiar ideas con el usual frontón de las suyas y prepararse para el día siguiente. Acababa de lograr una gran victoria, pero la guerra estaba lejos de haber acabado. Cuando menos, eso creía.

22.30 h.

Grouchy vivaqueaba como a doscientos metros de Thielmann. Tras tomar el bosque de Rixensart se hallaba ya muy cerca del Pont de Bierges, pero Vandamme seguía bloqueado frente al otro puente, con lo que tomar Wavre difícilmente se lograría más pronto de las siete. Daba vueltas a todo eso con la preocupación de seguir sin noticias, lo que prefería imputar a la impericia de Soult. Era probable que Su Majestad hubiera conseguido una más de sus apabullantes victorias dobles, como Iéna-Auerstädt o Ulm-Elchingen; cuando menos su mitad estaba garantizada, se decía dejándose llevar del optimismo. Podría ser que no, pero en eso no quería pensar. Prefería comprobar a la luz de la hermosa luna llena la fortaleza de su perímetro de seguridad. A diferencia de lo que acostumbraban los franceses, que sólo combatían de día, los prusianos acostumbraban atacar en la oscuridad, avanzando en fila india, en completo silencio y con sus largos cuchillos entre los dientes. Era, esa, una desagradable novedad en los usos y costumbres de guerra civilizada establecidos en la vieja Europa. Muy lamentable, pero las viejas reglas de la caballerosidad cada día estaban menos de moda.

22.45 h.

La fuerza de Gneisenau avanzaba desplegada en un frente de un kilómetro a cada lado de la carretera. Los jinetes marchaban al paso, no sólo por ahorrar fuerzas a sus desfallecidas bestias, sino por dar tiempo a escapar a los franceses que se hubieran detenido a vivaquear a partir de la línea Glabais-Bruyère-Madame —cuatro kilómetros antes de Genappe—, tras la cual debían suponer que se hallaban a salvo, pues con un día como el que habían vivido, ellos y el enemigo, nadie tendría fuerzas para perseguirles. Las órdenes de Gneisenau primaban el hacerles correr, no el matarles, salvo si se ponían a tiro. Los franceses, que se lamían las heridas y el cansancio como buenamente podían, a menudo sin encender fuegos —su desmoralización era total—, estiraban las orejas al llegarles los lejanos redobles, se ponían en pie al sentirlos más cerca, levantaban el vivac y emprendían la marcha cuando percibían las notas de los cornetines de órdenes, aceleraban el paso con justificado pavor al escuchar las trompetas, y al divisar los primeros fogonazos lo abandonaban todo, fuera carro, mosquete o cañón, y echaban al correr al grito de «Sauve qui peut!».

Tras los jinetes marchaban varios batallones de infantería. Su función era quedar al cuidado del botín —piezas de artillería y carros de suministros; marcarlos con una tiza no valía de nada, pues los ingleses las borrarían para dejar las suyas; así, al menos, lo harían ellos si la situación fuese la contraria—, custodiar a los prisioneros —al principio sólo se capturaban oficiales, pero el propósito de Gneisenau, según avanzara la noche y no hiciese falta fusilar más desgraciados, era capturar cuantos más se pudiera— y, una vez en Genappe, quebrantar lo que aún quedara de l’Armée du Nord. Gneisenau y Grolman recordaban el angosto pueblo y su estrecho puente, y estaban al tanto de lo muy crecido que bajaba el Dijle. Allí se produciría el embotellamiento definitivo, el que les otorgaría no menos de diez mil prisioneros y, lo que más les importaba, la mayor parte de su equipo pesado. Con aquello no sólo l’Armée du Nord quedaría destruido, sino que su propio Niederrheinarmee se vería muy reforzado. Lo pensaban ellos y lo pensaban casi todos sus jinetes, pues no hay nada que ayude más a sacar fuerzas de donde no las hay que la esperanza de un gran botín.

23.00 h.

La noche antes eran veinte los sentados a esa mesa, se decían Wellington y Álava. Pese a no haber comido en todo el día no tenían hambre, ni ganas de hablar, aunque había que hacerlo, primero de las bajas en general y después de los amigos que nunca más cenarían con nadie. Así, pasando una revista que casi era una lista, llegaron a De Lancey. Ninguno de los dos conocía su paradero, ni si aún vivía, pero habían visto heridas suficientes para saber que de una como la del DQMG no se salía. El pobre Sir William acabaría sofocado, con los pulmones encharcados; habría hecho mejor pereciendo en el acto, concluyó Wellington para después decir que, además de su muerte, lamentaba que se perdieran sus papeles, pues sin ellos le sería difícil preparar el dispatch de la batalla, el que siempre hacía llegar a Bathurst sabiendo que acabaría en la mesa de Liverpool, y no pocas veces en The London Gazette. Esperaba que Álava hubiese tomado notas, no sólo aquel día sino los tres que llevaban enfangados contra Boney, pues sin ellas no tendría la menor idea de por dónde comenzar. Recordaba con precisión algunos momentos de la batalla, pero sabía que con el paso de las horas se solaparían unos con otros, hasta terminar confundiéndose. Un general en jefe, para evitar tan triste cosa, necesitaba un QMG que lo hubiera registrado todo, pues por sí mismo no podría recordar los sucesos y los detalles en el orden debido, y él, para su infortunio, se había quedado sin el suyo.

Álava percibía el mensaje tras las dolientes palabras: «échame una mano, que no sé por dónde comenzar». Le contestó sin palabras, señalando una cartera de color rojo que había dejado sobre una silla y que contenía las copias de las órdenes que De Lancey había lanzado desde que marcharan a Les Quatre Bras; también, lo que a efectos de His Grace más importaba, su cuaderno de bitácora, el que había mantenido escrupulosamente actualizado hasta que saliera volando sobre las orejas de su caballo y que a partir de ahí él había llevado con la misma minuciosidad. En la cartera, cuando la inspeccionó, había encontrado más cosas que las copias de las órdenes, algunas de las cuales lucían una cruz en lápiz rojo, quizás indicativa de que a los efectos de Sir William eran especialmente interesantes; halló, por ejemplo, una copia de la Disposición, a la cual complementaba otra, idéntica salvo en que las posiciones que ocupaban las unidades en el momento de alzarla, poco antes de amanecer, eran las verdaderas. Era la clase de documento que se aporta en un consejo de guerra para enfrentar al general en jefe con sus propias responsabilidades. No sería determinante, pues aun firmado, datado y sellado no dejaba de ser sospechoso de confección interesada, pero un buen daño sí haría, pues debía ser consistente —pensaba comprobarlo— con el «recibí» firmado por los receptores de las órdenes en las copias reglamentarias, las que liberaban de responsabilidad a los mensajeros. Con aquellas dos disposiciones, más las copias de las órdenes, Sir William tendría un buen caso en su no improbable consejo de guerra, del cual saldría indemne aunque al precio de poner a Wellington en la picota. No era un asunto para comentar, pues crucificar a los muertos no es elegante y menos si no es seguro que lo estén, pero no dudaba que, tarde o temprano, His Grace llegaría por sí mismo a las mismas conclusiones. Cuando lo hiciera, y si se lo contaba, ya le haría ver el peligro que había corrido. En cuanto a él, no necesitaba preguntarse por su propia opinión: en lo que a Wellington se refería su posición era la de Bertrand du Guesclin; le debía la libertad, una de las pocas deudas en la vida que jamás se acaban de pagar; cuando menos, si el deudor era un hombre de honor «a la española».

Wellington declinó examinar el contenido de la cartera. Prefería que Álava la conservase. A él no le quedaban ánimos para nada, porque se caía de sueño. De ahí que se limitaran a brindar por los amigos de la Península, como hicieran alegremente la noche anterior. Tras eso subió al cuarto donde tenía su escritorio, junto al dormitorio donde agonizaba Gordon; se sentó en el suelo, se acurrucó a un lado y se durmió al instante, sin advertir que su maternal Tesson le tapaba con una manta.

Álava, más pensativo que fatigado, y tan consciente de sus obligaciones como de sus conveniencias, había pedido a Thornton un Earl Grey bien cargado, y cuando Tesson bajó le rogó que le trajera papel, tinta y unas cuantas plumas. Esa noche, como la que pasó con Sir William ayudándole a cumplir con su deber, no pensaba dormir. Debía preparar su propio informe para Cevallos, lo que a su entender era urgente —saber de todo aquello por él antes que por ningún otro haría que Fernando comenzase a mirarle mejor—; marginalmente, a Wellington le vendría de maravilla contar con su relato —una vez lo tradujese al inglés—, en calidad de borrador a partir del cual pudiera desarrollar sus propias ideas. Lo haría no sólo por la devoción del caballero leal por el amigo entrañable al que se le debe todo. De aquella guerra Wellington saldría coronado Salvador del Mundo, como dijo el Zar. Sería uno de los hombres más influyentes del continente, y por supuesto de Inglaterra. El tipo de amigo con el que convenía estar muy a bien, y mejor si le hacía quedar en deuda por algo de importancia. Don Miguel, en suma, no tenía la menor intención de ocultar la candela bajo el tonel.

23.15 h.

Thielmann y Clausewitz compartían un trozo de queso y media jarra de vino, a oscuras, porque se hallaban en el campanario de una iglesia donde al tiempo de repostar estudiaban el despliege de Vandamme, cuando vieron llegar al teniente Wurcherer con un mensaje verbal del Graf Gneisenau. Tras escucharle comenzaron a dar saltos; después analizaron la segunda parte: Wurcherer anunciaba que a lo largo del día siguiente se les uniría el II Armeekorps, aunque antes, si Grouchy les atacaba, deberían retirarse hacia el norte. Si Grouchy les persiguiera sería el fin, también, del ala derecha de l’Armée du Nord, la única fuerza organizada que se les podría oponer en su marcha sobre París.

—Comunique al Graf Gneisenau que si al amanecer Vandamme sigue allí —Thielmann señalaba el Pont du Christ—, no resistirá la tentación de perseguirnos. Desde ahí, lo que Seiner Excellenz ordene.

23.30 h.

Gneisenau se había detenido a mil quinientos metros de una Genappe iluminada por los incendios, probable consecuencia del paso de la horda francesa. «Horda» era la palabra que mejor definía lo que horas antes era orgulloso Armée du Nord. El puente que atravesaba el Dijle no se divisaba desde allí, pero sí la entrada del pueblo, en la que masas y masas de soldados se apretujaban unas contra otras, queriendo abrirse paso en cuanto les llegaban los cada vez más cercanos redobles de los tambores prusianos. En su avance desde la línea Glabais Bruyère-Madame los húsares y los ulanos los habían empujado como los vaqueros a las reses o los monteros a las perdices, sin darles más opción que marchar hacia Genappe; conforme avanzaban y avanzaban el número de carros y armones abandonados se incrementaba de un modo exponencial, hasta que al llegar a la pequeña elevación donde se habían detenido aceptaron que se las veían frente al mayor botín de la historia militar. Los oficiales de Grolman contaban ciento ochenta y una piezas de las doscientas cuarenta que tenía Bonaparte a las once de la mañana; los carros de suministros y los vagones de munición se hallaban junto a los cañones, no en un orden perfecto pero sugiriendo lo que debió de suceder: alguna pieza de doce libras rompería su eje, bloqueando la estrecha carretera por no ser posible sortearla. Eso, combinado con el horror de la tropa, explicaba que hubieran desenganchado los percherones para escapar sin oposición de los oficiales —si no fueron los primeros en montar—, en tal estado de urgencia que muy pocos de los cañones, quizá ni una docena, estaban «clavados». Los demás aparecían intactos, de modo que la idea de hacer girar el más próximo a fuerza de brazos, apuntarlo contra Genappe y abrir fuego se les antojaba irresistible. Los jinetes prusianos, desgraciadamente, no sabían mucho de artillería; de ahí que para Gneisenau fuera una sorpresa muy agradable saber que su más reciente ulano negro tenía experiencia en mover cañones, apuntarlos y disparar; en los Reales Ejércitos había que saber de todo, explicaba éste mientras movilizaba una docena de dragones para girar la pesadísima pieza entre gruñidos de músculos a punto de partirse. Un minuto después sólo era cosa de buscar en los carros cercanos los utensilios de hacer fuego, que no sólo eran la pólvora, las balas y el empujador, sino el cuerno con el que cargar el canal de fuego y una mecha encendida que a falta de mejor instrumento sería uno de los cigarros de Von Röder. Todo parecía estar listo para disparar, aunque la confianza no era unánime, de modo que sólo cuando el Major Miniussir comprobó que nadie se quedaba más cerca de lo razonable, y tras santiguarse como un buen cristiano, acercó la punta del cigarro al orificio del canal de fuego.

La truculenta detonación y la descomunal lengua de fuego fueron saludadas con alborozo, aunque la sacudida de un segundo después contra los muros de una casa, que con gran cortesía procedió a derrumbarse sobre los espantados franceses, fue lo que hizo prorrumpir a los despiadados ulanos en vítores formidables, Gneisenau el primero. El sonriente Miniussir los agradeció con sencillez, la de pensar que ya nadie le podría discutir su derecho a lucir la preciosa totenkopf.

23.45 h.

El viento no había llevado a Gante la tormenta de cañonazos, salvo cuando rolaba unos grados al sureste. Los consejeros del rey se lo tomaban con flema, pero según avanzaba la tarde se ponían nerviosos. Temían que Bonaparte destacase algún regimiento de húsares para cortar un posible repliegue de Wellington y de paso capturar a SCM. A eso se debía que incluso Feltre comenzase a sentir alguna histeria cuando los cañones dejaron de sonar. Terminó de alarmarle constatar que los trescientos jinetes y quinientos de los setecientos mosqueteros que constituían la escolta real se habían dado a la fuga desde su campamento en Alost, con el Duc de Berry a la cabeza. Ese descarado abandonar el barco por parte de la rata mayor —el de Feltre y el de Berry no se podían ni ver— le llevó a rogar a SCM que abandonara su plácida flema borbónica y subiese a la más cómoda de sus carrozas, para ganar Amberes antes que la caballería de Bonaparte le cerrara el camino. En ese afán estaban, con los caballos ya enganchados a la docena de carruajes que transportarían a la familia real, cuando vieron aparecer un jinete al galope, lo bastante hábil para frenar y detenerse antes de que los guardias de corps encararan sus mosquetes. Decía traer un mensaje del embajador de Rusia. El Duc de Feltre lo tomó, rasgó el sobre y leyó en voz alta que Lord Wellington, aquella tarde, había destrozado el ejército del Corso en una colosal batalla celebrada no lejos de allí, en el plateau de Mont-Saint-Jean.

Charles-Ferdinand, Duc de Berry

Álava en Waterloo
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