París, Madrid y Viena, sábado 28 de enero

Wellington quería empezar el viaje con la primera luz del día. No debía despedirse de nadie porque la noche anterior ya lo hizo de todo el mundo, aunque le agradó ver a Lord Fitz-Roy Somerset esperando para escoltarle hasta su carruaje, una berlina de la que tiraban seis caballos. Sobre sus lomos, dos palafreneros; en los pescantes, dos cocheros, su valet —Tesson; llevaba con él toda la vida— y su ordenanza —Beckermann, un hosco alemán procedente de la KGL[62] que había ya demostrado estar dispuesto a dar la vida por su jefe—; a caballo, dos ADC, Sir Charles Lennox y Sir John Fremantle, y una docena de light dragoons. Varias millas por delante, lanzados en avanzadilla, otros dos ADC en una calesa; su función era reconocer el camino, comprobar que no había obstáculos ni emboscadas y conseguir alojamiento para su jefe, que adoraba dormir en blando; sus ADC lo hacían tirados en cualquier parte, a lo que ya estaban acostumbrados; en cuanto a Beckermann, lo hacía con un ojo abierto y atravesado contra la puerta de su amo, con dos pistolas cargadas y el sable desenvainado; lo menos que se podría decir de su inquietante personalidad era que resultaba disuasoria.

Lady Wellington, preocupada por su marido, había visitado Terzuolo en compañía de Lady Somerset; de allí salió con una obra de Miss Jane Austen y otra de Sir Walter Scott que a su juicio entretendrían el viaje de Sir Arthur. Éste, sin embargo, ya se había procurado entretenimiento: le acompañaría una reputada cantante, contratada por el Burgtheater de Viena. Giuseppina Grassini poseía numerosos atractivos, además de una gran belleza natural; su voz era tan prodigiosa como su simpatía, y su memoria, en la que conservaba infinidad de anécdotas, era extraordinaria, cosa de agradecer para la insaciable curiosidad del duque, de siempre interesado en las amantes de Bonaparte. Sería un viaje tan detestable como solían serlo casi todos, pero His Grace sabía endulzarlos.

Giuseppina Grassini, por Madame Vigee-Lebrun

Cevallos llevaba un día horrible. Se preguntaba si no sería momento de renunciar al cargo y abandonar el país a su destino, bajo el patán de su monarca y la «chusma vil». De mil amores lo haría, pero bien sabía que a Fernando no convenía dimitirle, pues su mejor suerte sería ser asesinado. Más probable sería que le persiguiese hasta el punto de no dejarle vivir, y tampoco quería eso. No quedaba más opción que resignarse y hacer lo que buenamente pudiese, hasta que llegara el día en que alguno de los reales paniaguados reclamara el puesto de secretario de Estado y del Despacho. Cuando sucediera tan deseada cosa lo cedería de inmediato, acallando su júbilo y tras reservarse alguna representación en el exterior, la que fuese, a fin de poner tierra entre su persona y la camarilla real. Cevallos no era un héroe y de ningún modo quería ser un mártir. Se conformaba con sobrevivir.

Ante sí tenía dos cartas. Una estaba escrita en el seco castellano de Álava, inequívocamente militar. La otra, en el confuso y leguleyístico de Labrador. De la primera se desprendía que la realidad era peor de lo que se suponía en Madrid. De la segunda, y con dificultad, entresacaba un panorama tan florido como ilusorio. La historia de Labrador en Viena era la de uno al que nada le salía bien y que no paraba de quejarse. Sólo le daba la razón en que sin dinero era imposible recibir, pero ni se llevó una suma ridícula, que para conseguir un palacio como el Palffy bien que le llegó, ni podía decir que no le hacía llegar nada; mucho menos le dio al otro y ya se codeaba con todo París, y además por la cara, como debe hacer un embajador que tenga poco dinero; él lo había interpretado, a conciencia, en 1809, tras llegar a Londres en el Algeciras. No contaba con nada salvo su oficio, y regresó con diez mil mosquetes y un empréstito de sesenta millones de reales. Álava no sería un diplomático de carrera, pero difícilmente habría podido emprenderla mejor. El otro inútil, en cambio…

Tras tomar la pluma empezó por celebrar lo bien que marchaba la misión de Álava, para después autorizarle a trasladarse a Bruselas y residir en la excelente casa de la princesa de Chimay; le autorizaba también a usar su dirección, Rue de l’Empereur 8, en el papel de cartas que hiciese imprimir, con el título Residencia del Ministro Español. Por último, le comunicaba que SCM había ordenado la incorporación a su embajada del consejero de cuarta categoría Nicolás de Miniussir y Giorgeta, incorporado a la carrera diplomática en excedencia de los tiradores de Doyle. Aun siendo ése su primer destino, algún conocimiento de la carrera sí tenía, pues era hijo de un diplomático austríaco y había vivido en diversas capitales europeas; gracias a eso poseía un gran conocimiento de la lengua germana y un dominio razonable de los idiomas español, francés, inglés e italiano. Tanto SCM como él confiaban en que, una vez ganara experiencia, le sería de ayuda en sus funciones y cometidos.

Miniussir le había causado una impresión mejor de la esperada. No poseía una gran cultura legal, pero un hombre de veintiún años que había llegado a capitán en la división de Morillo por lo menos debía de saber cuidar de sí mismo, lo que para empezar no estaba mal. Si valía o no para diplomático el tiempo lo diría, pero al menos hablaba cinco idiomas, bagaje ciertamente raro. Dudaba que Álava necesitase refuerzos en alemán o italiano, mas lo que abunda no daña. En cuanto a su propuesta de marchar con Wellington a Viena, ni se planteó comentarla con el rey. Labrador era hombre de la plena confianza de Fernando, dentro de lo que SCM era capaz de confiar en nadie. Lo único que le importaba era que se mantuviera firme, hasta las últimas consecuencias, en la defensa de sus instrucciones. Sin duda que lo haría, pero sería un desastre como el de Numancia o el de Sagunto, los hombres degollados, las mujeres violadas, los ancianos empalados y los niños devorados. Españoles heroicos dignos del mayor respeto, sí, pero que no ganaron nada, ni para el país ni para nadie. Álava conseguiría más. Hasta el último limpiabotas conseguiría más, pero, como explicaba Talleyrand en una celebrada sentencia, «lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible»; aquel era el caso de la hipotética sustitución de Labrador por Álava. Un arcángel tendría que aparecerse a Fernando para que aceptase la realidad: la defensa de sus intereses en Viena no podía estar en peores manos.

Quedaba un punto. No le apetecía volver a escribir la carta, de modo que lo añadió como un postscriptum; le pedía que buscase a un cierto José Martínez Hervás, marqués de Almenara, un antiguo ministro del Plazuelas que trataba de comprar el perdón dando datos del paradero de noventa y seis cuadros de gran valor, pertenecientes a la Real Academia de San Fernando, que fueron rapiñados por Napoleón en persona. Según hacía saber el tal marqués a través de un correveidile, figuraban inventariados en los fondos del antiguo museo imperial del Louvre. Entendía las dificultades de dar con uno del que sólo se sabía el nombre, de modo que, una vez hechas las gestiones razonables, le rogaba que dejara en la embajada razón de su domicilio en Bruselas, de forma que, si apareciera y fuera cierto que podía ejercer alguna influencia sobre un tal Jean-Dominique Vivant-Denon, conservador del museo, se desplazase desde allí para comprobar que se podían recuperar, toda vez que las gestiones efectuadas ante SM el rey Luis XVIII ni daban resultado ni creía que pudieran darlo.

Liquidado Álava, regresó a las profecías de Labrador. Tras media hora de leer llegó a varias conclusiones. La primera, que no había posibilidad de recibir ingresos compensatorios por la devastación sufrida entre 1808 y 1813. La razón oficial era que no habría indemnizaciones económicas para ninguna potencia, pero la colosal hipocresía de repartirse territorios pertenecientes a los aliados de Bonaparte, como el reino de Sajonia, el ducado de Luxemburgo y las provincias flamencas y valonas, no se consideraba «reparación». A partir de la misma lógica España debería recibir algún territorio situado al norte de los Pirineos, o al menos Córcega, pero según Labrador no había nada que hacer. Pues la primera en la frente, murmuraba Cevallos mientras se adentraba en el siguiente punto.

Las esperanzas de recuperar las obras de arte rapiñadas por los Bonaparte y sus mariscales también eran nulas, pues en el Tratado de París se pactó que ninguna potencia reclamaría las suyas, pudiendo Francia quedarse con todas. ¿Pero quién firmó semejante disparate?, se preguntaba sin recordar que se formalizó entre Francia y la Sexta Coalición, sin España. Tampoco era posible afirmar que se participó en la derrota de Bonaparte, pues los reales ejércitos no estuvieron en la campaña de Francia, ya que por decisión del duque de Ciudad Rodrigo fueron devueltas a Irún. Al llegar a ese punto no pudo contener un taco: el bobo de Labrador no sabía nada de las divisiones de Morillo y Freire-Andrade. Sí tenía razón en que Francia y España establecieron una paz por separado sustanciada en el Tratado de Valençay, firmado por Fernando y Bonaparte meses antes del de París. Aquello era inapelable; bien era verdad que las Cortes de Cádiz invalidaron con carácter preventivo cualquier cosa que firmara el rey durante su encierro, pero también lo era que la primera medida de Fernando fue anular las disposiciones de las Cortes, comenzando por la Constitución. Muy de lamentar, pues gracias a eso España se quedaría sin la indemnización a que tenía derecho, sentenciaba el contristado Cevallos con la mayor amargura, la de servir a la dinastía más inútil del planeta.

El último punto trataba de los esclavos africanos. España, dado su gran catolicismo y su empeño en llevar el Evangelio a todas partes, era el país más esclavista del planeta. Una práctica, sin embargo, muy amenazada por los ingleses, a los que parecía unirse, por razones místicas, el desconcertante Zar. En una de las reuniones a ocho, esas donde participaban las potencias signatarias del Tratado de París más España y Portugal, uno de los rusos propuso crear un comité para debatir el asunto y emitir una propuesta de resolución. Él y Palmella, el portugués, se opusieron con vehemencia, pues el fin de la iniciativa no era otro que liquidar el comercio y después la propia esclavitud, lo que iría contra los intereses de las cristianísimas potencias ibéricas. El punto de vista que defendieron, e insistía en que con firmeza, era que sólo las potencias poseedoras de colonias donde la esclavitud fuera un derecho —las portuguesas y las españolas; en las británicas el tal estaba en cuestión— deberían abordar el asunto, y de ningún modo las demás. Sin embargo, y pese a la dureza con que defendían sus posturas, los otros insistían en la inmoralidad del tal comercio, según ellos infamante no ya para el género humano, sino para la cristiandad; para ellos era incontestable la necesidad de abolir la esclavitud, si bien aceptaban que se deberían estudiar el cómo y el cuándo, dadas las repercusiones económicas a que daría lugar el aceptar que los negros eran personas. Ahí Labrador tomó la iniciativa, exponiendo que las consecuencias para España de una posible abolición serían gravísimas, no sólo en las colonias, donde los propietarios de fuerza laboral no voluntaria —el piadoso diplomático amaba los eufemismos— se verían muy afectados, sino en su economía global. La reunión concluyó sin acuerdo, a causa de una declaración de Palmella por demás abrupta, negándose a reconocer que aquel asunto pudiera ser objeto de aplicación de leyes internacionales.

El hastío de Cevallos se incrementó al advertir que ahí no acababa el asunto. Al día siguiente, relataba Labrador, Castlereagh volvió a plantearlo. Más imaginativo que sus plenipotenciarios, expuso algo que suscitó no pocas risas: la experiencia británica señalaba que la prohibición del tráfico no disminuía la disponibilidad de mano de obra. El crecimiento vegetativo de los esclavos, que se reproducían como conejos —era la única distracción a su alcance—, daba lugar a que la disponibilidad fuera la misma, e incluso más barata, por la supresión de los costes de transporte y almacenaje de africanos salvajes. Partiendo de ahí, ni España ni Portugal perderían nada si aceptasen la prohibición del tráfico. Sería una medida, insistía el Lord, bien vista por las respectivas sociedades civiles, aunque sin efecto práctico en sus economías. Un punto de vista tan cínico que al momento fue respaldado por Talleyrand. Él y Palmella se vieron obligados a convenir, a regañadientes, que podría ser una solución, aunque con la exigencia de que cada potencia fuera libre de seleccionar el momento adecuado para suprimir su tráfico. Labrador, según explicaba, no perdía de vista el gran déficit poblacional de Cuba, tan grave que antes de interrumpir los embarques deberían llevarse allí varias docenas de miles de cabezas, demandadas desde hacía varios años por los plantadores de caña. Lo mismo sucedía con Palmella, porque sus necesidades en Brasil eran igual de acuciantes. Pese a la excelente lógica de sus respectivas argumentaciones, exponía en tono de queja, su firmeza irritó a Castlereagh, al punto de recordarles de un modo grosero que si se veían libres del sometimiento a Francia era por el desinteresado empeño de Inglaterra, sin conseguir por eso el respaldo de las otras potencias, las cuales no querían hablar más de un asunto sin repercusión práctica en Europa.

Cevallos volvió a sacudir su cabeza, de veras abatido. Con aquel animal, tan espléndidamente dotado para enfrentarse a todo el mundo y no hacer ningún amigo, ¿qué posibilidades le podían caber a España de conseguir nada en ese congreso de naciones donde los sentimientos y las emociones a menudo pesaban más que los razonamientos y las conveniencias?

No cabía más alternativa que tratar aquello con SCM, aunque bien sabía qué contestaría. Viena y Europa, definitivamente, para nada preocupaban al rey de España.

Pedro Cevallos Guerra

En condiciones normales las misas mayores se celebraban los domingos, pero Viena vivía en anormalidad desde septiembre, cuando empezaron a llegar plenipotenciarios, delegados, príncipes, duques, reyes y emperadores. El que coincidieran en la ciudad los cultos cristianos más extendidos hacía que la planificación de los oficios fuese caótica. Sólo una misa, la de los sábados en la Stephansdom, no variaba sus horarios, por ser la favorita de las testas coronadas. Su popularidad residía en los apocalípticos sermones del padre Zacharias Werner, en su juventud predicador luterano de cierto éxito —se pasó a la competencia tras constatar que la figura del clérigo tonante disonaba de la sobriedad luterana— y en aquellos días empeñado en una briosa cruzada contra la frivolidad que asolaba la Viena pecadora. Los soberanos, pragmáticos, convenían que aquella penitencia era tolerable: llegaban, se santiguaban, encajaban la diatriba y se marchaban tan contentos, con el alma descargada y listos para el siguiente sarao, que aquel sábado tendría lugar en el palacio de Julie Zichy, quien, pese a su gran devoción, ya no se dejaba ver en las iglesias, se decía que por una crisis de conciencia. La condesa, que hasta no hacía mucho era dueña de una piedad monumental, desde la llegada de los soberanos experimentaba cambios notables, tanto que los gacetilleros no sabían decir si era Metternich con quien se acostaba, o Friedrich-Wilhelm, o Alexander, y más de uno sostenía que con los tres. Se sospechaba que de ahí venía el palpable alejamiento de su acreditado confesor, un redentorista que pasaba por santo.[63] Fuera eso, fuera otra cosa, su talante no recordaba el de pía madre de familia que lucía meses antes. Era un fenómeno para el que Talleyrand no tenía explicación, por falta de datos —Altenstieg mantenía un embargo total sobre la condesa— y también de interés. Las mujeres muy devotas que dejaban de serlo componían un subgénero que no le apasionaba, pese a ser de las grandes comidillas del congreso. A eso se debió su sorpresa cuando su sobrina, sentada como todas las mañanas a los pies de su cama, comentara que a la Zichy sólo le ocurría que no terminaba de pasar el sarampión de ser, por primera vez en su vida, una mujer y no un jarrón.

—Hoy en día nadie, ni siquiera su marido, se atreve a tocarle un pelo, pero algún día terminará el congreso, Friedrich-Wilhelm se irá y no habrá nadie que la proteja. Para Metternich dejará de tener valor, el que tenga hoy, que prefiero no preguntarme cuál es, y en cuanto se corran las voces Julie estará perdida. Pobrecilla, que aún no se da cuenta de lo que se cierne sobre su cabeza.

El príncipe de la diplomacia se quedó mirando a la que bien podría ser princesa de lo mismo, si a las mujeres se les permitiera serlo por su valía y no mediante sus dueños. Su reflexión le parecía tan aguda como inquietante, por no ser fácil determinar si era un simple razonamiento abstracto, fruto de un intelecto tan frío como el suyo, o una proyección de su propia situación, si no de su propio futuro, sobre la vida de una que debía ser todavía más idiota de lo que se sospechaba. En cualquier caso era un toque de atención. Uno más de los varios que percibía desde no hacía mucho. Algo cambiaba en Dorothée, y a él, en buena lógica, no le quedaría más opción que apostar por lo peor.

Pues bueno, se dijo saliendo de su ensimismamiento. Dorothée no había dejado de mirarle desde sus fanales grises, de lo que ahora se apercibía. ¿Cuánto habría sido? ¿Un minuto, dos? Qué más daba, se dijo suspirando con diplomática contención. Que Dorothée le leía el pensamiento lo tenía bien asumido. Que le hubiera leído aquel…, pues a saber. Lo peor que se puede padecer es la incertidumbre, pero no pensaba forzar la situación. Se conformaría con que cuando el milagro cesara, el de tenerla cerca, se lo dijera con sencillez y le abandonara con naturalidad. No pedía más.

—Habrá que levantarse. ¿Las diez y media? Otra vez nos perderemos la misa de Sant Stephan. ¿Contra quién disparará hoy, el cura loco ése?

Castlereagh también se levantaba tarde. La ventaja de ser anglicano en Viena era que los oficios se celebraban a domicilio, y en su caso ni eso, ya que delegaba en Lady Emma la miseria de soportarlos. Aceptar la existencia de Dios y obedecer sus preceptos eran servidumbres del cargo, tan fastidiosas como inútiles, si bien, y gracias al mismo Dios, en Viena resultaban tolerables.

Estaba de buen humor. La noche antes había convenido con Palmella que ninguna empresa o ciudadano de nacionalidad portuguesa sería libre de adquirir esclavos capturados en el tramo de la costa occidental africana comprendido entre Gibraltar y el ecuador. En compensación, Inglaterra cancelaría un préstamo de seiscientas mil libras esterlinas concedido en 1809 y pendiente de amortizar. Portugal se ahorraba una cantidad que no podía pagar y el gobierno de Su Majestad, a cambio de un dinero pequeño, quedaría estupendamente tras anunciar que Portugal, gracias al gobierno de Lord Liverpool, renunciaba para siempre al repugnante comercio esclavista. Bien sabía que lo segundo no era cierto, pues al patrón de cualquier carguero portugués rebosante de negros inmundos que fuera interceptado por una fragata británica le bastaría decir que los había estibado en Luanda, o en Capetown, para seguir adelante con toda normalidad. La complicidad entre Inglaterra y Portugal, en eso y en todo, estaba por encima de cualquier consideración cartográficomoral. Los tratados, como los diplomáticos no ignoran, se firman para ser interpretados al gusto de las partes, y si alguien, alguna vez, se considera engañado, es porque ha dedicado su vida y sus esfuerzos a un trabajo para el que no vale.

El humor se le agrió al leer una carta de Liverpool fechada en Bath el jueves 19. Sus palabras sugerían que no confiaba en cómo conducía la política británica en el contencioso Austria-Francia contra Prusia-Rusia, sin dejar de reconocer su gran mérito al conseguir el tratado tripartito. Tras eso le ordenaba regresar, aduciendo que hacía más falta en Londres, y a fin de aliviar sus inquietudes por las negociaciones pendientes le hacía saber que Wellington estaba en camino. Aquella no era la primera carta impertinente que recibía de su premier, pero le fastidiaba más de lo usual. El maldito idiota no sentía respeto por sus logros, y se permitía la grosería de darle órdenes, como si fuera un pajecillo y no el hombre que llevaba cantidad de años sacándole del fuego las castañas más candentes. Se preguntó si no habría llegado el momento de volver a ser un simple Lord de magnífica y placentera vida, sentado en su escaño a la espera de ver flotar en el río de la política el cadáver de Liverpool, para contestarse que no. De hacerlo, le apenaba decírselo, se aburriría demasiado. Ahora, Liverpool debería comprender que se hallaba muy cerca de mandarle al diablo, para lo cual nada iría mejor que un buen escrito. Castlereagh, a diferencia de Wellington, jamás contestaba sobre la marcha las cartas intolerables. Conocía los efectos de la calentura sobre la palabra escrita, lo suficiente como para jamás ponerse a sí mismo en posición de riesgo, pero en aquella ocasión el riesgo era el contrario, el de perder un tiempo precioso y encontrarse con Wellington sentado frente a él antes de haberla enviado. Ni hablar. Si había una ocasión que justificara un abrir el fuego con todas las piezas era esa. En realidad, tanto riesgo había si la escribía como si no de que jamás volviese a disparar. Estando así las cosas, mejor perecer a lo Nelson que vivir como Guy Fawkes.

Media hora después releía lo que al momento saldría para Londres a uña de caballo. Nada de valijas. Texto en clave y una copia por los conductos acostumbrados, pero salvo catástrofes naturales nada impediría que Liverpool sufriera una indigestión el viernes 3, lo más tardar. No decía nada que fuera novedad para su premier, salvo la forma en que lo hacía: lacónica, seca, directa y sin adjetivos. La de uno que al tiempo está diciendo, sin decirlo, «ándate con ojo, que si te dejo solo a ver qué haces». Tras un frío encabezamiento, una grave advertencia sobre la seriedad de la situación, con Friedrich-Wilhelm y Hardenberg presionados por sus junkers, sus generales, sus periódicos y su opinión pública, y con Alexander iniciando un nuevo movimiento pendular, más belicoso que durante las semanas anteriores. Podría o no ser otro farol del Zar, pero su deber era informar del grave riesgo que se cernía sobre los intereses de Inglaterra. En su opinión, sólo él y Talleyrand eran capaces de disuadirle, o al menos contenerle. Con Metternich no se podía contar, por su reconocida tendencia natural a traicionar a todo el mundo y porque Alexander le detestaba de tal modo que no aceptaba sentarse a una mesa donde se contara con él. Si Liverpool no aceptaba sus preocupaciones, debería tener presente que con su marcha desaparecería la última esperanza que poseía Inglaterra de ahorrarse una guerra para la que no estaba preparada, que le costaría más que la suma de las anteriores desde 1794 y que la victoria en modo alguno podía considerarse asegurada. Inglaterra bien podría verse un año después con el ejército perdido, las arcas vacías, su prestigio por los suelos y enfrentada sin opciones a un eje ruso-prusiano, con Austria de comparsa, que dominaría Europa durante un futuro imprecisable. Si aun así Lord Liverpool le ordenaba regresar, él estaría, como siempre, a sus órdenes.

Una vez cifrada, Planta la entregó al correo que aguardaba en las caballerizas, ensillando un buen caballo. Aquella carta, explicó, debía estar en el número 10 de Downing Street el viernes 3. Si así fuese, la bolsa del correo engordaría en treinta guineas de las acuñadas en 1813.[64] Fue oír eso y borrarse del tal su gesto de protesta. Nada le llenaría más de orgullo que cumplir con su deber, exclamó sin que Planta le creyera; si algo tenía claro era que las motivaciones más enérgicas, las que iban más allá del deber, el heroísmo y la más total abnegación, se conseguían a fuerza de guineas. El salon Zichy rebosaba, pero la condesa no resplandecía. Podría ser, se decía Metternich, porque Friedrich-Wilhelm llevaba su hastío hasta el extremo. Si le plantara sería un problema, pues sin algo que le alegrase las pajarillas igual le daba por invadir Baviera. Otra posible razón era que un aide-de-camp de Alexander se presentó poco antes con el mensaje de que su patrón se veía forzado a excusarse. Un disgusto para la Zichy, tanto porque un baile sin Zar no quedaba tan lucido como uno con Zar, como por su apenas disimulado empeño en cambiar un plúmbeo rey de Prusia por un rijoso emperador de Rusia, el cual, Altenstieg dixit, llevaba una hora en el Palm, ala de Andromeda von Russland. Había una tercera razón, aceptaba con frialdad: su aversión por él era tan total que ni se molestaba en desmentir un comentario filtrado por Pumpernickel:[65] «de no ser yo un monarca me comunicaría con Metternich a pistola». Él, a diferencia de sus consejeros,[66] pasaba de los desaires del Zar. Conocía el alma rusa, y la de Alexander no podía serlo más pese a su cuarto de prusiana. En la peculiar forma de negociar de los rusos, cuando elegían al que compartiría sus sábanas le trataban a escobazos para que al llegar los besos estuviese blandito. Alexander y él habían vivido un largo idilio, al punto de sacarle del apuro en que le puso la Bagration con su lamentable avidez por ser mamá, pero desde que sentara sus reales en Viena le ignoraba del modo más grosero. Dado que si algo sabía de Alexander era su incapacidad de sentir celos, resultaba imposible que se debiese a la coincidencia que mostraban al pecar contra la carne. Según Altenstieg, el Zar y él parecían empeñados en sólo acostarse con las amantes del otro, siendo las únicas excepciones la Zarina Elizabeth, a la que jamás él se acercaría si no fuese para despedirse, y la Fürstin Metternich, manifiestamente incapaz de despertar las pasiones de Zar alguno. Éste, que si bien estaba como una cabra no tenía un pelo de tonto, bien sabía que, al final, habría de negociar con él. Sólo sucedía que tal momento aún no llegaba, lo que resultaba tan evidente para él como para el impasible Talleyrand, por entonces acercándose.

—Una de sus almas buenas acaba de contar a una de las mías que hoy vino a verle nuestro común amigo Hardenberg, a quien parecía salirle humo por las orejas. ¿Fue así o es exageración?

El canciller sonrió. Conversar con Talleyrand solía ser, si no saludable, al menos agradable.

—Temo que Wassenberg, pues se refiere a él, ¿verdad? —el príncipe de los diplomáticos asintió—, no exageró demasiado. Nuestro respetado Fürst venía muy acalorado, además de sin avisar. Ya hizo algo así con Castlereagh, ¿no? —Talleyrand asintió nuevamente—. También hoy venía solo. Se diría que no quiere dejar testigos, de forma que cuando deba borrar sus huellas no haya nadie que le contradiga —el príncipe de Bénévent compuso un amigable gesto de «pues igual es eso»—. Fue derecho al asunto. Tanto por el tono como por las palabras aquello era un ultimátum, aunque al menos tuvo la decencia de farfullar las razones que le impelían a despeñarlo. Según creí entender, no siente deseo alguno de ir a la guerra, pero la prensa, el gobierno, la opinión pública y el ejército le presionan de un modo incontenible, al punto que ni dimitiendo alejaría el peligro. Simplemente, vendría otro aún más bruto y sería peor. El asunto de Sajonia, repetía, es para su pueblo un casus belli. Seis años de ocupación, un empobrecimiento general y docenas de miles de buenos prusianos muertos a manos de las hordas napoleónicas de ningún modo podrían zanjarse con las migajas que Castlereagh les ofrece. De ahí que me pidiese ayuda, en la seguridad de que Austria, también humillada por Bonaparte, comprendería su situación y las irresistibles fuerzas que dentro de nada le obligarán a tomar una terrible resolución: la guerra mejor que la deshonra. En ese momento, que como Su Excelencia entenderá resultaba deplorablemente melodramático, sacó una carta del bolsillo y me forzó a leerla. Era de un viejo conocido de ustedes, el mariscal Blücher. ¿Le recuerda?

—Cómo no. En Francia, cuando un niño no quiere tomarse su sopa, la madre le dice que o lo hace, o vendrá Blücher y se lo llevará.

—Es curioso. Lo mismo hacen las madres flamencas, salvo que allí prefieren al duque de Alba.

—Es por ser más antiguo en el empleo de ogro. Si conocieran a Blücher seguro que se actualizaban. Por cierto, ¿la carta era suya-suya, o de Gneisenau firmada por él?

—Pues no sabría decirle. Hasta hoy no conocía la caligrafía de Blücher, ni tampoco la del otro, ahora que lo pienso. ¿Es usual que Blücher se haga escribir las cartas?

—No exactamente. Gneisenau es el segundo de Blücher. En la práctica, el Schlesischesarmee, o como llamaran a su maldita horda, lo mandaba Gneisenau a través de Blücher; es que ya es mayor, y en el plano de la táctica y la estrategia no logra salirse de lo que aprendió de Friedrich der Große, pero el otro es el más aventajado de los discípulos de Bonaparte, o eso dice Schwarzenberg, al que sobre tales asuntos reconozco autoridad y sabiduría muy superiores a las mías. Sin embargo, en la etiqueta militar prusiana está mal visto que un inferior dé órdenes a un superior, así que a Gneisenau no le quedaba otra que hacerlas firmar por Blücher. Todos eran conscientes de la farsa, pero como así se mantenía la ficción la daban por buena. Luego, en París, Blücher sólo se preocupaba de beber y de jugar, delegando en Gneisenau el resto de sus funciones, para lo cual seguía firmando todo lo que le ponía bajo el hocico. Ahora, esto no significa que Blücher no sepa escribir. De hecho no sólo sabe, sino que le gusta, y así pasa que de vez en cuando lanza unas cartas espantosas que horrorizan a todo el mundo. El muy asno padece un sentimiento patriótico extremo, tanto que habla de la guerra como si fuera nuestro estado natural, y de la paz como de lamentables intervalos sólo buenos para cubrir bajas haciendo más soldados, actividad a la que antes dedicaba gran empeño —Metternich sonreía; el estilo de Talleyrand era incomparable—, tanto que no pocos de sus hombres tendrían derecho a llamarle algo más que generalfeldmarschall, pero en estos tiempos ya no se afana en eso, porque anda por los setenta y tantos, y a ciertas edades, por desdicha lo sé, todo se vuelve patética espiritualidad. Si la carta que le mostró Hardenberg es de Blücher-Blücher no hay nada que temer, pues tras ella sólo hay corazón y valseuses, pero si ha salido de la mente del otro es para preocuparse, pues Gneisenau, añade Schwarzenberg, padece un cerebro del calibre del de Bonaparte cuando estaba en forma, y si amenaza con algo es porque lo tiene acuartelado y en primer tiempo de saludo.

—Ya veo. De todos modos insisto en que no sabría qué decirle, pero la letra era tan errática, y los argumentos tan mal hilados, que probablemente sea original de Blücher.

—En ese caso, disfrutemos de la fiesta. Por mucho que diga Hardenberg y por mucho que añada Blücher, el pueblo prusiano es tan lamentablemente disciplinado que jamás hará nada si no lo manda su rey, y Friedrich-Wilhelm, si está pensando en batallas, son de otra clase.

Los dos miraban, con sendas sonrisas, al centro del salón, donde la condesa y el monarca iniciaban otra polonesa. La expresión de la condesa transmitía preocupación por sus pies, pero la del König von Preußen recordaba tan en exceso la de un gorrino ansioso —indicaba con dulzura Talleyrand— que los riesgos de que Prusia declarase la guerra por una cuestión tan baladí como Sachsen eran nulos. Cuando menos, mientras su rey siguiera mirando así a la sugestiva Julie Zichy.

Dorothée había encadenado un vals y dos mazurkas con el otrora dueño de su alma, el guapísimo Adam Czartoryski, aunque sin apenas mirarle y sin cruzar palabra, lo que parecía confirmar, pensaba Talleyrand, que aquel lejano episodio de su vida estaba no ya olvidado, sino archivado. Tras las oportunas y mutuas reverencias, la sonriente condesa pasó a dejarse caer en los brazos del hierático Gentz, que por lo visto no sabía respirar sin una Von Biron en sus proximidades, mientras el un punto acalorado príncipe polaco al servicio del Zar optaba por abarloarse al diable boiteux.

—¿Será éste nuestro último gran baile, príncipe de Bénévent?

—Dios quiera que no, mi querido Adam. Sería lamentable que fuéramos incapaces de comprendernos los unos a los otros sin que Bonaparte nos ponga de acuerdo.

—Sería bueno que lo quisiera, sí. No se puede hacer idea de hasta qué punto nos hace falta.

—¿A quiénes?

—Pues a todos, claro está —tono extrañado; pese a ser un diplomático de raza, el príncipe Czartoryski nunca conseguía sentirse cómodo en la cercanía de Talleyrand, y no sólo por estar al tanto de que le había dejado sin una novia extraordinaria, sin querer acordarse de que seis años antes sólo era una escuálida jovenzuela deplorablemente romántica—. ¿No lo ve así Su Alteza?

—No tengo las ideas excesivamente claras. Quizá podría usted ayudarme a que lo fueran. Por ejemplo: ¿en qué bando figuraría?

El príncipe polaco se lo quedó pensando. No le gustaba el cariz que tomaba la mundana conversación en la esquina del animado salón, aunque no por eso dejaba de sentir una regular fascinación.

—Le supongo al corriente de que mi nómina la paga el Zar.

—Lo estoy, cierto, pero ¿qué sucedería si antes de que se iniciaran esas hostilidades que con seguridad su jefe deploraría más que nadie, Austria, Inglaterra y Francia declararan al unísono que marchan a la guerra para salvaguardar la independencia de Polonia? Un hermoso aunque afligido país, bien lo sabe usted, que sólo bajo las banderas francesas consiguió recuperar su libertad y cuya defensa provocaría que tres naciones marcharan a la guerra contra las potencias que se la quieren repartir. Dígame, ¿cómo cree que se lo tomarían sus conciudadanos de Varszawa, de Krakow, de Katowice, y de todas las demás grandes ciudades, esas a las que tan poco tiempo les queda de ser polacas?

—¿Harían ustedes eso? —tono de aprensión; si Talleyrand lo dejaba caer con tan relajada displicencia, era porque deseaba que fuera él quien lo transmitiese al Zar, y bien sabía que los últimos tiempos no eran los mejores para llevarle malas noticias.

—Es una posibilidad con la que deberían ustedes contar, mi querido príncipe.

—De ser así, las consecuencias para la población, si se llegase a sublevar, serían calamitosas. ¿No les avergonzaría que con una declaración tan demagógica provocaran una carnicería?

—Las carnicerías requieren carniceros, y los del Zar estarían en Sachsen, apuntalando a Friedrich-Wilhelm. Si el Zar debiera devolver a Polonia los trescientos mil necesarios para masacrar diez millones de polacos, la suerte de Prusia quedaría tan en el aire que hasta podría cambiar de bando, y no sería la primera vez que un ejército prusiano se vuelve contra sus aliados de la noche anterior —un cuadro muy realista, se decía el príncipe Adam rememorando el inquietante Pacto de Taurogen; ¿por qué razón el amoral aquel le habría elegido de mensajero?—. Si en esto que acabo de contarle su Majestad Imperial no encontrara suficiente motivo de preocupación, quizá le fuera útil recordar que 70.000 de sus mejores hombres son, ante todo, polacos. Me pregunto qué clase de fidelidad podrán esperar Wittgenstein, Langeron o Barclay de Tolly de tales tropas, sabiendo que, con seguridad, estarán más que al tanto de lo que habrá empezado a suceder en su país.

—¿Y cómo está Su Excelencia tan seguro de que se hallarán al corriente? ¿Infiltrarán ustedes agentes en sus filas para convencerlos de abandonar sus armas y desertar?

—Mi querido Adam, no piense tan mal de nosotros. Seríamos incapaces de infiltrar agentes para convencer a nadie de rendir sus armas y desertar. Volverlas contra sus mandos, los que ordenan asolar su país, se les ocurrirá sin necesidad de que nadie les inspire, no lo dude usted.

Talleyrand sonreía con beatitud episcopal. El mensaje había sido depositado y el palomo estaba listo para volar. Dios bendijese a Polonia, se decía. No había país mejor para producir benditos.

Álava en Waterloo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Agradecimientos.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
autor.xhtml
notasAndante.xhtml
notasAllegroGrazia.xhtml
notasAllegroVivace.xhtml
notasAdagio.xhtml
notasCoda.xhtml