Valonia, París y Viena, jueves 23 de marzo

La 3.ª Brigada de Caballería, mandada por el Major-General Sir Wilhelm-Kaspar von Dörnberg, permanecía en Mons (Valonia) desde la visita de Wellington, siete meses antes. Sus regimientos se hallaban en alerta desde que se conoció el regreso de Bonaparte. A eso se debía que Dörnberg, con dos escuadrones del 2.º de dragones, observara con su catalejo inusitados movimientos en el puesto fronterizo de Bettignies, por donde al poco vio pasar varios carruajes, así como una escolta de cierta consideración. Nada más cruzar el último jinete los carabineros franceses bajaron las barreras, clausurando el paso. Eran novedades importantes, de modo que despachó uno de sus oficiales al cuartel general de Bruselas, tras pasarle una nota en inglés y ordenarle la entregase a Sir Thomas Graham.

Dos de sus tres regimientos eran de la KGL. Desde 1803 servían bajo la Union Jack, aunque a las órdenes de jefes y oficiales alemanes. Lucharon en la Península de principio a fin, demostrando ser tropas muy disciplinadas, al punto que gracias a dos de sus unidades, conducidas por el general Álava, Vitoria pudo librarse del saqueo que sufrían las ciudades españolas cuando las tropas británicas las liberaban, a menudo para mal, de los invasores franceses. Dörnberg poseía un aceptable inglés y era Caballero del Imperio, por lo cual tenía derecho al título de Sir, aunque sus tropas preferían llamarle Herr General. Aquel día tenía pensado comenzar a explorar tras la frontera, pero la llegada del rey francés le hacía cambiar de planes. Debería rendirle honores y acompañarle adonde pensara ir, y también explicar a quien mandara su escolta que a partir de aquel momento se hallaban bajo la protección de la caballería británica, de modo que antes de servirse de sus armas, fueran cuales fuesen las razones que les moviesen a ello, deberían consultar con él o con sus oficiales.

La orden de cerrar fronteras era de Fouché. Al darla invadía competencias de Carnot, que cuando fuese puesto al día entraría en erupción, pero Napoleón le absolvería de aquel pecado venial, y más tras considerar que Carnot, para dar la misma orden, habría pedido informe al Consejo de Estado, la formal aprobación del Corps Législatif y un par de audiencias con l’Empereur. Carnot era como era y Fouché lo agradecía, pues cuanto más vacío de poder dejase alrededor, más ocuparía él. Lo que Dörnberg sí pudo comprobar, esa misma tarde, fue que la línea fronteriza seguía siendo permeable. Bastaba con marchar campo a través o por caminos secundarios. Francia e Inglaterra no estaban en guerra, pero la suerte de los espías solía ser mala. Sus light dragons patrullarían impecablemente uniformados de gris y azul —en vez del rojo y oro de la caballería británica—, colores que de lejos podrían confundirse con los franceses, aunque a fin de ahorrarse disgustos lo harían cubiertos con largas capas negras, similares a las que usaban los campesinos en aquella tierra bendita donde si no llovía, diluviaba. Si aun así fuesen capturados se les supondría extraviados, por vestir de uniforme; lo pasarían mejor o peor, y tardarían más o menos en ser canjeados, pero conservarían la cabeza.

L’Empereur recuperaba su ritmo natural. Se levantaba no muy pronto, se hacía informar de las novedades por sus secretarios, concedía dos o tres audiencias, comía de urgencia, se tumbaba unos minutos, convocaba de nuevo a sus secretarios, les dictaba, se retiraba para reflexionar al tiempo de darse un baño muy caliente —solía ser el más creativo de los momentos en que dividía su jornada—, cenaba con Bertrand y algún otro, se reunía con alguno de sus ministros o sus mariscales y tras eso se retiraba no tan exhausto como para no leer algún informe antes de dormirse. Aquella noche despachaba con Fouché asuntos cuya competencia era de Carnot, pero a él no le importaba que sus ministros invadieran sus respectivas áreas de poder con tal que hicieran bien su trabajo. El de Fouché consistía en mantenerle al corriente de lo que sucedía en el país, y lo hacía bien; sus delegados siniestros y sus prefectos tenebrosos funcionaban incomparablemente mejor que sus despistados equivalentes del ministro del Interior. De Louis XVIII, por ejemplo, sabía que no tomaba su exilio con excesivas prisas. Había llegado a Lille la tarde anterior, indeciso entre parar, seguir hacia el VKN o dirigirse a Calais. Lo que inclinó la balanza fue la glacial acogida de la guarnición. Allí no le querían, o eso decía el informe de uno de sus palafreneros. Tras departir con MacDonald eligió Gante. Una opción adecuada, convenía l’Empereur con objetiva imparcialidad. Quedaba cerca de Bruselas aunque libre de sus agobios, bastante lejos de Willem, con quien Louis no se llevaba bien, y casi al lado de Oostende, de modo que ganar el puerto y subirse a un barco si las cosas iban mal fuera una fácil opción. Lo único que parecía preocuparle, según el palafrenero, era no estar seguro de que hubiera en Gante un palacio de suficiente categoría para que vivir allí no fuera rebajarse demasiado.

L’Empereur rió de buena gana, no por las desventuras de Louis sino por la divertida maldad que su ministro destilaba en cada palabra, pero dejó de hacerlo al saber que había sublevaciones. La policía no tuvo problemas con ninguna, salvo en La Vendée con la del Duc de Bourbon, primo de Louis XVIII, y en el Midi con la del Duc D’Angoulême, hijo mayor del Comte D’Artois y esposo de Charlotte, la hija de Louis XVI. Era la más peligrosa, ya que se les había unido el barón Vitrolles, antiguo secretario del Conseil Privé y de gran ascendencia local, que se ocupaba de movilizar a las autoridades civiles mientras la duquesa organizaba en Burdeos los abastecimientos y la resistencia; D’Angoulême, por su parte, marchaba sobre Lyon al frente de las fuerzas sublevadas.

—¿Cuántos tiene?

—Los informes hablan de miles, aunque nadie ha logrado verles a todos juntos.

El Emperador se quedó pensándolo. Lo de aquellas acémilas podría complicar la situación.

—Que pase Davout. Esto hay que sofocarlo cuanto antes, y su policía y sus gendarmes —por Fouché, que asentía— no lo podrán hacer. Me fastidia, pero no habrá más opción que liquidarlos a cañonazos. Cualquier cosa menos permitir a esas bestias que me organicen una guerra civil.

Viena era una ciudad de sólida implantación religiosa, pese a lo cual padecía una destacable tolerancia. Era explicable, pues el Imperio sufría la mayoría de las sombrías religiones monoteístas que desde hacía siglos, coincidiendo con la decadencia del alegre paganismo, abrumaban a la desdichada Europa. La capital era imparcial en materia de credos, de manera que los diversos hijos de Jesús (calvinistas, ortodoxos, baptistas, evangélicos, metodistas, luteranos, adventistas, católicos, fundamentalistas, coptos, pentecostalistas, anglicanos y anabaptistas, entre otros) comerciaban en paz con judíos y mahometanos, además de con ellos mismos; en realidad, y cuando se trataba de trapichear, las afinidades piadosas eran un inconveniente más que una ventaja. Sin embargo, ciertas fechas de los distintos calendarios cristianos tenían el don de paralizar la ciudad, lo que no sucedía con otras confesiones. Así, el significado comercial de la Semana Santa superaba en mucho al Pésaj de los judíos o al Ramadán musulmán. El fenómeno repercutía en la bastante alicaída vida social. Las noticias sobre Bonaparte, que oscurecían a las demás, determinaban un giro a la seriedad, coincidiendo con el hastío de los plenipotenciarios más notorios y con las dificultades económicas de casi todos los delegados. A ellos se sumaban no pocos aristócratas que, pese a no estar acreditados en el congreso, formaban parte de su casta específica; un ejemplo era la princesa de Bagration, de quien se murmuraba que la cantidad de facturas sin cobrar que atesoraban sus preocupados proveedores bordeaba no ya lo indisimulable, sino el siempre aventurado trance de acudir a la justicia, la cual, como era bien sabido, rara vez es ciega cuando hay princesas de por medio.

Los Habsburg-Lothringen sentían un gran apego por el catolicismo, al punto que durante la Semana Santa renunciaban a toda clase de festejos, salvo los de índole tan pía que nadie consideraría divertidos. Uno era el Lavado de Los Pies. Era un acto íntimo, tanto que a su celebración sólo estaban invitadas las noblezas austríaca, checa y húngara. Las extranjeras en absoluto resentían no verse implicadas en tan piadoso acontecimiento, tan temido por la local; preferían reunirse con discreción en los palacios de los que aún tuvieran presupuesto. En cierto modo era lo que sucedía desde hacía semanas, cuando los bailes multitudinarios pasaron a ser sustituidos por recepciones limitadas y exclusivas. El Congreso, gracias a Bonaparte, aceleraba en búsqueda de su final, lo que nadie lamentaba, y los vieneses, con su Kaiser a la cabeza, menos que ninguno.

El que la ceremonia del Lavado de Los Pies fuera de naturaleza discreta no excluía que pudiera ser presenciada por nobles ajenos a las grandes familias indígenas; bastaba con que se hicieran invitar por algún noble con derecho a formar parte del cortejo. Era el caso de Dorothée de Périgord, a quien el palacio Kaunitz se le venía encima no sólo por cuestiones económicas, sino porque su tío estaba ocupado en negociar, maniobrar, manipular y conspirar, de modo que raro era el día en que le arrancaba más allá de unos minutos. La posibilidad de observar en primera fila un espectáculo como el que regalaban cada Jueves Santo el Kaiser Franz y la Kaiserin Marie-Ludovika excitaba su agnóstica curiosidad, lo que influía en su determinación de hacerse invitar no tanto como hacerlo del brazo del encantado Clam-Martinitz. El que los cuchicheos comenzaran a extenderse le daba igual. A sus juveniles veintiún años poseía una notable facilidad para pasar de todo, sobre todo cuando podía movilizar explicaciones plausibles, y los Von Medem, sus ancestros maternos, estaban emparentados con una de las innumerables ramas del frondoso árbol Habsburg-Lothringen. De ahí que, vestida de negro riguroso —como todas las condesas, princesas y duquesas presentes en la espeluznante ceremonia— y abarloada de su conde, de húsar impecable, presenciara el espectáculo que daba la real pareja.

La ceremonia tenía lugar en la Großer Redoutensaal, una medida lógica pues se celebraría en presencia de la corte al completo, bien al tanto de que no convenía excusarse. Hacia el centro de la sala se habían dispuesto dos largas mesas, a cada una de las cuales se sentaban doce menesterosos seleccionados entre los más lamentables de la ciudad. Los de una mesa eran menesterosos; los de la otra, menesterosas. En un momento determinado, estando la sala ya repleta de nobleza expectante, un solemne maestro de ceremonias daba tres sonoros porrazos, anunciando la llegada del Kaiser y la Kaiserin. Se abría una gran puerta y aparecían los tales, seguidos de los archiduques y las archiduquesas; cerrando la comitiva, un pelotón de la Guardia Húngara. Como era previsible, de los menesterosos se ocuparían el Kaiser y los archiduques, siendo las menesterosas asunto de la Kaiserin y las archiduquesas. El programa comenzaba con una cena de tres platos, haciendo la real familia de camareros y camareras. Los menesterosos, que no lucían andrajos inmundos sino impecables túnicas blancas, hicieron lo que se suponía debían hacer —«han debido tenerles tres días sin comer», musitaba la estupefacta condesa—, dando cuenta de los alimentos con agradecida voracidad. Tras eso, y una vez despejadas las mesas de platos, cubiertos, vasos y desperdicios —actividad de la que se ocuparon sirvientes de plantilla—, los archiduques y las archiduquesas se dedicaron a colocar bajo los pies de los menesterosos y las menesterosas unos recipientes a modo de palanganas, perfectamente funcionales pese a ser de plata labrada. El Gran Chambelán, tan solemne como suelen ser los de su oficio, escanciaba cierta cantidad de agua sobre cada pie, cediendo el turno a la Kaiserin Marie-Ludovika, que tosiendo de vez en cuando —«la tisis, ya sabes», explicaba el conde— los enjuagaba con un paño y los secaba con otro, los cuales le suministraban, por turnos, las abnegadas archiduquesas. El Kaiser, por su parte, hacía lo propio, precedido por otro chambelán y escoltado por los archiduques. Así, en poco más de diez minutos los veinticuatro pares de pies relucían de limpieza —«no vayas a pensar que venían directamente del arroyo», susurraba el conde mientras la condesa luchaba con sus tripas; «ya los han lavado antes, a fondo; ni te imaginas lo bien que refriegan las maritornes del Hofburg»—. Con eso concluía la ceremonia, enriquecida con los más tristes acordes de la semipóstuma Lacrimosa de Mozart.

—¿De verdad esto ha sido todo? ¿Ya no hay más? —la condesa parecía decepcionada; conociendo las costumbres imperiales como ya las conocía, le sorprendía que aquello no durase horas.

—Hoy, no. Mañana padeceremos una peregrinación callejera, de iglesia en iglesia. Siete, creo. Si hace mal tiempo es insoportable. Cuando hace bueno, aún es peor. Supongo que sólo irá el Kaiser. La Kaiserin se podría morir en cualquier esquina. Es milagroso que siga viva. Según se murmura, y mis fuentes son buenas, sale a vómito de sangre por semana.

Dorothée no dijo nada. El Kaiser habría debido elegir una tercera esposa fuerte, sana y capaz de darle hijos, no aquella escoba de ojos febriles. Ya se lo advirtió su madre, que allá por 1806 intentaba colocarle una de sus hijas. «Con esa prima tuya te quedarás viudo en dos días y tendrás que volver a empezar», pero al muy bobalicón le tenía sorbido el seso, a saber por qué, pues María-Luisa de Módena era un ser sin nada, una verdadera tabla de planchar. Mina no le daba ni un año para verla en la Kapuzinergruft,[97] que sumado a otro de luto serían dos hasta encontrar al Kaiser en el zoco de soberanos casaderos. Podrían ser suficientes para la católica Johanna, que por entonces tendría treinta y cuatro y cuyo matrimonio, a diferencia de los de Mina y Paulina, podría ser anulado, y que además no tenía hijos conocidos por mucho que su historia con Arnoldi fuera del dominio público, pero la fama de pendón que había criado a la vera del nefasto Gentz la dejaba fuera de juego. Mala suerte, pues; ninguna de las Von Biron culminaría el sueño de su madre: ver a una de sus hijas ciñendo una corona real.

—¿No se puede hacer nada mejor, en estos días?

—En Viena, no, pero a dos horas de aquí, en Laxenburg, los Clam-Martinitz tenemos un pabellón de caza. Está vacío, porque mis parientes no pueden escapar de las liturgias imperiales, pero los húsares tenemos bula. ¿Te gustaría saber lo bien que calienta la chimenea del dormitorio principal?

La condesa no dudó en estremecerse de anticipado placer.

—Dame una hora, para coger mis cosas y despedirme de mi tío.

—¿No se mosqueará?

El conde se arrepintió de haber preguntado. En Viena era tan notorio que las relaciones entre tío y sobrina parecían más estrechas de lo que sería plausible que hasta él se preguntaba si no sería verdad, pese a que Dorothée no diera la menor pista ni de que lo fuera ni de que no.

—¿Y por qué tendría que hacerlo?

—Oh, pues por nada…, por si teníais alguna recepción, o algo así.

—En Kaunitz, no. Estamos invitados a no sé cuántas cenas en no sé cuántas legaciones, pero ya sabrá excusarme. Con él no tengo problemas de libertad, ¿sabes?

El conde asintió. Las palabras de Dorothée no guardaban relación con su mirada. No era la de su rendida condesa francesa, incapaz de controlarse cuando iba de una petite mort a otra. Era la helada, excelente para echarse a temblar, de la más temible de las princesas prusianas.

Álava en Waterloo
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