Viena, viernes 30 de diciembre

Una de las claves de la reputación de Talleyrand como diplomático de vivaz ingenio, siempre con la frase oportuna en el momento adecuado, era que rara vez improvisaba. Un diplomático, solía explicar, es ante todo un vendedor. De su señor, de su país y de su propia persona. En su calidad de vendedor, y si de veras busca el éxito, es necesario que se adelante a lo inesperado. Una buena parte de lo que nadie podría esperar surgía en las mesas de negociaciones, otra en los desayunos o las cenas que a menudo precedían o prolongaban lo que sucedía en las reuniones oficiales, y otra más en los salones donde con visos de informalidad, y hasta frivolidad, con frecuencia quedaban esbozadas las bases de un acuerdo, cuando no se cerraba un trato de un modo tan en apariencia incomprensible que solamente lo entendían aquellos que poseían muy buena información. Si él era tan capaz de salir victorioso en toda clase de situaciones era por haber previsto qué podría suceder, cómo sucedería y qué debería él hacer para que sucediera como a él le convenía. El proceso de profetizar, que comenzaba en la predicción de lo que dirían sus adversarios y acababa en lo que debería decir él, en diversas variantes pues anticiparse no era sencillo, podía llevar horas, dependiendo de lo inspirado que se hallase. Contra lo que se pensaba, que raro era el momento en que le diable boiteux no estaba en buena compañía, solía ocultarse, buscando la necesaria paz espiritual para lograr predecir, con inquietante precisión, qué acontecimientos iban a suceder. Eso no significaba estar a solas; antes bien, agradecía la presencia de alguien que hiciera de frontón para sus ideas. No le pedía discutirlas; sólo que las siguiera con atención y en silencio, con derecho a interrumpir si detectaba una ruptura de la línea lógica no advertida por él mismo en su delicado proceso de maquinar. De ahí que le gustase contar con personas de inteligencia muy despierta y exquisita sensibilidad, así como dotadas de una gran perspicacia, pero no implicadas en el juego. Debían ser de su confianza, lo que dejaba el espectro reducido a un número muy pequeño. En el tiempo que llevaba en Viena —tres meses y siete días—, el tal era uno solo: su sobrina Dorothée. Una criatura de sorprendente agudeza y prodigioso cuidado de los detalles, dones sin duda heredados de su madre, la interesante Ann-Dorothea von Medem, Herzogin[44] von Kurland, a la que había dejado en su bonita casa de la Rue Drouot sin haber querido enterarse de que le habría complacido mucho más ser la châtelaine del palacio Kaunitz.

Aunque no sabía de química Talleyrand entendía de catalizadores. Uno de los que más apreciaba era la inmersión prolongada en agua muy caliente, de poder ser en un receptáculo de considerable tamaño. La condesa se ocupaba de mantenerla en la temperatura que más aceleraba los procesos mentales de su tío. La tecnología de la época permitía llenar una gran bañera pompeyana con agua capaz de cocer cualquier crustáceo, pero era inevitable que al cabo de un rato se quedase fría. Eso no era del agrado del príncipe, pues sus reflexiones rara vez culminaban en menos de dos horas. De ahí que la estancia contase con una chimenea chisporroteante, ideal para mantener el ambiente lindando con lo infernal. Sobre su hogar se calentaban cuatro cubos llenos a rebosar, los cuales eran utilizados por la condesa para mantener el caldo en que se cocía su tío a la temperatura conveniente. Vestía una liviana túnica de hilo que a media ceremonia ya era una segunda piel, lo que sería estimulante para el obispo si no estuviese allí para maquinar, y en todo caso explicar sus maquinaciones, lo que a su sobrina no le aburría. En realidad sucedía lo contrario: le agradaba ser de las pocas mujeres en la Viena congresual capaces de comprender qué cosas sucedían, y aún más verificar que quizá fuera la única en saber cuáles iban a suceder.

—¿De veras estás seguro de que no habrá otra guerra? Es que Mina la ve inevitable.

—No la puede haber; no, al menos, que nos implique a todos. Lo que buscamos cada uno es fácil de identificar a poco que se observe qué hacemos, qué decimos y qué ocultamos. El que se deje confundir está condenado a salir escaldado, pues para ver claro basta con mirar el mapa y estudiar las cifras que prepara nuestro excelente Comité de Estadísticas. Un ente maravilloso, querida. Lo creamos a sugerencia de Castlereagh, bendito sea. Gracias a sus informes no puede ser más evidente que si alguien resulta engañado es porque tiene verdaderas ganas de que lo engañen —el obispo guiñó un ojo a su sobrina, obteniendo una gran sonrisa—. La clave principal de la tensión está en los prusianos. Hay más, por supuesto, pero la postura más amenazadora es la suya, y no por lo que piden sino por cómo lo hacen. Han venido a pleno despliegue, con su rey a la cabeza y con Hardenberg al frente de la legación. La expresión amable y el tono moderado lo pone tu primo Friedrich-Wilhelm, mientras que la cara de perro es competencia de Hardenberg, que a su vez saca sus argumentos de sus generales más odiosos, comenzando por un tal Gneisenau al que Dios, si de veras fuera cierto que padecemos uno, debería fulminar con algún rayo. La base de sus demandas es que fueron los que más almas perdieron en sus guerras con Bonaparte, y por tanto les corresponde una mayor tajada en el desguace de los que permanecieron al lado de Francia, empezando por la vil Sajonia.

—¿Almas? ¿Desde cuándo un obispo piensa que las hay?

El interpelado sonrió con amplitud, encantado con la inquisitiva expresión de su sobrina.

—Lo primero para que cinco potencias puedan ponerse de acuerdo es definir criterios de medida. No fue fácil. Nos costó esfuerzos inverosímiles aceptar que sólo había dos: territorio y población. La dificultad con el primero fue la unidad de cuenta, porque los agrimensores de cada país emplean sus propias medidas, aunque ya todos se resignan a servirse de nuestros imparciales kilómetros cuadrados, los que tanto defendía el pobre Lavoisier, Dios le tenga en su gloria.[45] Con la población, que debería ser un asunto más fácil, también hubo problemas. Los rusos, por ejemplo, sostenían que no puede valer lo mismo un pastor de Oswiecim que un matemático de Leipzig, aunque acabaron aviniéndose a dar por bueno que las almas, al ser propiedad de Dios Nuestro Señor, deben ser contadas como las cuenta Él, de una en una y sin ponderación, como el rebaño que al fin y al cabo somos.

—Es de agradecer que Dios ilumine vuestras conferencias.

—De algo tendría que valer, ¿no?

La condesa, divertida, sonreía mientras volcaba en la bañera un cubo de agua hirviente. Así el obispo se acostumbraba, comentaba con solemnidad, a lo que probablemente sería su hábitat durante la procelosa eternidad.

—Llegaron con la pretensión de anexionarse Sajonia y Luxemburg. A cambio cederían a Rusia sus derechos sobre los sufridos polacos, de forma que nuestro magnífico Zar se sirviera de Polonia como un colchón amortiguador. Alexander, debo advertírtelo, no está interesado en aumentar su territorio ni en hacerse con más almas. Tiene suficiente, de lo uno y de las otras. Lo que necesita es algo que se interponga entre su imperio y sus aliados, de los que no se fía, y un puerto en el Báltico que no tenga que dragar cada dos por tres y que todo el año esté abierto.

—¿No le sirve San Petersburgo?

—No. Tampoco Riga. Se le hielan cada invierno. Controlando Polonia, tarde o temprano se hará con uno. De ahí que apoye a Friedrich-Wilhelm. El problema es determinar si es un respaldo absoluto, de los que dan lugar a guerras, o si es un farol del que se apeará cuando nos vea firmes, dejando a Friedrich-Wilhelm con su real trasero al aire. Franz no piensa nada, pero su canciller, ese guapísimo Metternich al que tan mala vida da tu hermana, no querrá llevar tan lejos las apuestas. Castlereagh, en cambio, sí se lo ha tragado. Anda como alma en pena, muy preocupado. Las guerras con Bonaparte han costado a su país setecientos millones de libras,[46] como el muy pedante no cesa de repetir. Una suma tan disparatada que la mitad del presupuesto británico se la lleva el pago de la deuda comprometida por sus diversos gobiernos para librarse del Ogro. Su premier, Liverpool, le presiona para que consiga una paz estable, a fin de que Inglaterra pueda de nuevo comerciar a gran escala y resarcirse de tanta calamidad. No está satisfecho de cómo van las cosas, de modo que piensa sustituirle, lo que para Castlereagh, que todavía no lo sabe, será una doble afrenta, porque le quiten y porque Liverpool quiere poner a Wellington. Éste, debo advertírtelo, no sólo es un militar victorioso, especie detestable donde las haya, sino un diplomático aceptable. Castlereagh detesta la sola idea de marcharse con todo a punto cerrarse, dejando un triunfo fácil a quien le sustituya. De ahí que venga por aquí con cara de mártir. Necesita un éxito, y le da igual cuánto deba pagar por él.

—Y tú, todo corazón, has decidido ayudarle, ya veo.

—Hay oportunidades que no se deben desaprovechar. Dados los temores de los unos y los otros, es probable que de aquí a unos días Metternich, Castlereagh y yo firmemos un pacto de mutua protección; uno en que tanto su gente como la mía llevan semanas trabajando en el mayor secreto. Ahora, en cuanto Alexander perciba que nos hemos aliado, por no decir constituido en coalición militar, y ya me las apañaré para que lo perciba, seguro que se vuelve razonable. A Friedrich-Wilhelm, desde ahí, no le quedará otra que pasar por el aro, de modo que ya podremos empezar el congreso.

—Ah, ¿es que no ha comenzado? ¿Qué habéis hecho estos tres meses, entonces?

—No demasiado, pero es que antes debíamos enseñarnos los dientes. Cuando llegamos aquí, tú y yo, el panorama era desolador. La corriente imperante sostenía que, dada nuestra calidad de derrotados, nos correspondía pagar todas las facturas. En dinero, en colonias, en territorios y en población. Gracias al escaso empeño que todos hemos puesto, de lo cual tengo alguna culpa, por fin se han dado cuenta los que se la deben dar que para llegar al equilibrio que a todos nos interesa, uno que asegure paz y prosperidad, si no a todos sí a quienes las merezcamos, hará falta que Francia sea fuerte. A menos lo sea más lo serán Prusia, Rusia y Austria, de modo que la paz saltaría por los aires mucho antes de cuando deba suceder, lo que Dios quiera sea dentro de muchos años.

—¿Y quiénes son los que se deben dar cuenta?

—Los ingleses. No buscan territorio ni población. Buscan equilibrio y paz. Viven para comerciar, y no sólo con las cosas que fabrican en sus aburridas islas, sino con las que compran en Europa y con las materias primas que sacan de sus colonias, las nuestras, las españolas y las portuguesas. Cuando reine la paz, siete octavos de las mercancías que vayan de un continente a otro lo harán a bordo de barcos ingleses fletados por consignatarios ingleses. De ahí que la quieran a cualquier precio, pues por alto que sea en dos días lo habrán amortizado. A eso se debe que sean tan perspicaces, y a esa perspicacia que Castlereagh sea mi primer valedor. Me costó algún esfuerzo, no lo voy a negar, pues si bien es listo no deslumbra, y además tenía que vencer la idiotez de su gobierno. Eso, lo supuse cuando nos vimos en París, le llevaría un tiempo. De ahí que para nada me haya entristecido que todo marche tan despacio. La postura de Castlereagh ahora la comparten todos menos los prusianos, y en parte los rusos, aunque la verdad es que cuesta mucho saber a qué juegan los rusos. Sí, verás:

La virtualmente desnuda condesa conocía los efectos combinados del baño hirviente y la estimulación intelectual por vía de un buen brandy en la mente de su afable tío; uno de los más acusados era que, conforme ganaba temperatura, su pensamiento aceleraba y se hacía más profundo y didáctico, más para ser entendido, quizá por ser él quien primero debía comprender el torrente de ideas que manaba de su todavía deseable boca sexagenaria.

—Los ingleses han enviado aquí sus representantes más expertos, conscientes de lo que se juegan. Los austríacos, lo mismo; estamos en su casa y nos vemos con el Kaiser, aunque todos tenemos claro que su papel es de anfitrión y poco más, pues todo lo delega en Metternich. El Zar, en cambio, vino con ánimo no sólo de divertirse, a lo que dedica enérgicos esfuerzos, sino de conducir las negociaciones, con lo que sólo consigue marearnos. Su equipo de apoyo, además, no es ruso. Nesselrode, Kapodistrias, Stein y Pozzo di Borgo; un sajón, un griego, un renano y un corso. Ya me dirás qué clase de lealtad cabe suponer en unos patriotas a sueldo. Hay un quinto que aun siendo polaco tiene algo de ruso, Czartoryski —la condesa se alegró de que la mirada de su tío deambulase por el techo; no debía recordar que su tierno corazón de quince añitos había sollozado muchas noches en espera de que aquel bellísimo treintón se diera por enterado de los mensajes que le hacía llegar a través del ex fraile Piattoli—; hasta no hace mucho era su mejor amigo, pero desde que se acuesta con la Zarina no acaba de tenerle confianza. El único ruso del que sí parece fiarse tampoco lo es del todo. Me refiero a Razumovsky. Es ucraniano, cosa que para todo el mundo carece de significado, salvo para los que conocemos Ucrania. Sus nacionales son rusos que ansían dejar de serlo, cosa que les vuelve imprevisibles. Razumovsky, además, hace tantísimo que vive aquí, como embajador, que se ha vuelto vienés. Tan es así que se construyó un palacio, lo que jamás haría un verdadero embajador, porque jamás echamos raíces. Si añades que ya es mayor y que a lo largo de su carrera no ha hecho mucho más que transmitir al Kaiser las tonterías que se le ocurrían al Zar, el de ahora y el de antes, te harás idea de qué clase de negociador es: lo menos indicado para conducir un forcejeo contra Metternich y Castlereagh, y contra este humilde servidor si me permites la inmodestia. La consecuencia de todo esto es que al Zar se le ven las cartas, por mucho que nos distraiga con sus líos de cama. No lo hace, claro está, porque pretenda escandalizarnos. Es que al compartir enamoradas con casi todo el mundo, y sobre todo con Metternich, se sirve de las confidencias de alcoba para transmitirnos una información tan falsa que nos daría la risa si no fuéramos conscientes de lo que nos jugamos.

Dorothée sabía de quién hablaba su tío. Desde hacía semanas su hermana Mina se afanaba en mostrar al Zar la suprema hospitalidad vienesa, pero no por su tendencia natural a visitar la cama de toda testa coronada que se le pusiese a tiro. Las promesas de Metternich de influir en la voluntad de Alexander para que recuperase a su hija seguían sin cumplirse, al punto que, impaciente, prescindió del intermediario para ir ella misma por el asunto. Metternich, contra lo que se pensaba en los mentideros, que ni se hablaban, seguía en buena relación con ella, la suficiente para colocar entre los que deseaban estar a bien con él las joyas que Mina necesitaba vender, no sólo para mantener su fabuloso tren de vida, sino para liquidar unas deudas cada día más agobiantes —su hermana era extraordinariamente rica, pero gastaba como si lo fuera mucho más—. Por si fuera poco, una docena de las habitaciones de su ala del Palm las tenía cedidas a personalidades de segunda fila que no encontraban acomodo en Viena. Lo hizo en los días en que Metternich aún dominaba su lecho y porque se comprometió a correr con los gastos, pero el caso era que seguía sin ver un táler, y aquellos indeseables comían y bebían como lo que a fin de cuentas eran: unos gorrones magníficos.

—Lo de los prusianos es peor. Friedrich-Wilhelm pretendía mantener un doble nivel de interlocución, Hardenberg y Humboldt contra los jefes de legación, y él contra el Kaiser y el Zar, pero resulta que se ha enamorado, el infeliz, así que sólo tiene ojos para tu amiga Julie Zichy.

No eran tan amigas, puntualizaba para sí misma. Julie née —Festectics zu Tolna—, su hermana Mina y Katya Bagration eran las bellezas más celebradas del congreso, aunque con un matiz: Mina estaba divorciada y Katya era viuda. Julie estaba casada con el conde Karoly Zichy de Zich e Vásonkeö; él y su cornamenta revoloteaban por los salones donde triunfaba su esposa, con lo cual ella debía mantener unas ciertas apariencias, mientras que de los maridos de su hermana nadie se acordaba, pese a estar los dos en Viena, uno en busca de un empleo y el otro como aide-de-camp del Zar. Julie, en cualquier caso, era una divertida compañera de cotilleos. Le gustaba verse con ella y compartir malignidades, aunque no en su salon. Ahí Julie se ocupaba de reinar —los sábados; ella, Mina, los Metternich y los Castlereagh recibían en días fijos—, no de lucir la inteligencia que tan a duras penas disimulaba con Friedrich-Wilhelm. Pobre diablo, que no cesaba de buscar una reencarnación de Preußen Luise. Si pensaba que Julie podría serlo era por ser aún más bobo de lo que se murmuraba.

—¿Y el que se haya enamorado importa mucho?

—Desde luego. Declarar guerras requiere un estado mental en que no hay sitio para sentimientos agradables. He visto a Bonaparte iniciar demasiadas, de modo que conozco los síntomas: cuando se planteaba invadir algún país, dejaba de ir al teatro y licenciaba sus queridas. Necesitaba estar muy cabreado, si me permites la vulgaridad. A Friedrich-Wilhelm le ocurre lo mismo. Llega la Zichy, le regala una tarde inolvidable y tras eso ya le puede ir Hardenberg con propuestas bélicas. Esa es la razón de que se le vea tan incómodo. Ayer, por ejemplo, se reunió con Castlereagh, Metternich y Razumovsky; Gentz, el chevalier servant de tu hermana Johanna, levantaba el acta. Para Hardenberg y Razumovsky se trataba de pactar con Metternich y Castlereagh la desmembración de Polonia y la liquidación de Sajonia, pero éstos no pensaban tratar nada mientras las reuniones no fueran a cinco. Razumovsky protestó, alegando que las únicas potencias llamadas a opinar debían ser Rusia, Prusia y Austria, por ser las únicas con fronteras entre sí además de con Polonia y Sajonia, y en todo caso Inglaterra, pero nadie más. Ver que Castlereagh no sólo se mantenía firme, sino que insinuaba que los rusos comían o no comían en función de los subsidios de su gobierno, le descompuso. De ahí que no reaccionase cuando Metternich, sumándose a Castlereagh, despeñara que Austria no pasaría de ahí mientras Francia no se incorporase a las reuniones, el lugar que le correspondía por territorio, población y riqueza. Lo que más le desconcertó fue la confusión de Hardenberg, que al no entender nada no le apoyaba. Total, que la reunión se levantó con el ucraniano muy enojado, el prusiano necesitado de que alguien le contase qué había sucedido, y el inglés y el austríaco encantados y felices.

—¿Por qué dices que Hardenberg necesitaba que alguien le contara qué había pasado? Mina, que le ha tratado mucho, dice que no es ningún imbécil. ¿Por qué tú piensas que sí?

Al príncipe le asaltó una sonrisa. Dorothée quizá no se diera cuenta, pero de vez en cuando le asomaba la princesa prusiana que llevaba en el fondo de su alma. De ahí que todo en Kaunitz funcionara como un reloj. Con una châtelaine francesa el gran palacio sería un casino italiano.

—No es eso. Es que cada día está más sordo. Metternich, un mal bicho, le habla muy deprisa, sirviéndose de un francés entre incroyable y boulevardier, de forma que Hardenberg ha de recurrir a sus esbirros para ver claro. Como éstos no dominan nuestra pantanosa lengua como lo haría un verdadero diplomático, acaban perdidos en La Confusión. Razumovsky comprende las palabras pero no las sutilezas, de modo que jamás acaba de ver adónde se le lleva. Sumando su desconcierto al de Hardenberg, ya puedes entender por qué Metternich y Castlereagh salieron tan contentos.

—¿Y cómo has sabido todo eso? ¿Te lo contó Metternich? ¿O fue Castlereagh?

—Ninguno de los dos. Un diplomático ha de tener oídos en todas partes, de dos tipos: los aficionados, de los que te puedes fiar sólo hasta cierto punto, y los profesionales, más exactos aunque nunca puedes saber si además de para ti escuchan para otros. Los primeros son baratos, aunque su ego lastimoso requiere pesadísimas horas de atención. Los segundos no requieren cuidado alguno, pero a cambio suelen ser muy caros. Lo bueno de contar con los dos, pese a sus mutuas pejigueras, es que si conoces el trasfondo, la personalidad de los actores y tienes una idea general de sus intenciones, lo que te cuentan entre ambos te coloca en la misma situación que si hubieras estado allí.

—¿Y ahora qué sucederá?

—Pues que Hardenberg capitulará. Hoy se reunirán los cuatro, sus adláteres y Gentz. Todo irá como ayer, hasta el momento de tomar decisiones. Ahí Hardenberg verá callarse a Razumovsky. Se indignará, protestará y amenazará con las siete plagas, pero le dará igual, porque Razumovsky no se moverá de donde le han mandado plantarse: que a la mesa seamos cinco, no cuatro.

—¿Cómo puedes sentirte tan seguro de que Alexander le ha mandado eso?

Tono de sorpresa. Talleyrand se limitó a entornar un poquito más sus semicerrados ojillos y a esbozar una sonrisa traviesa. No sólo sabía eso, sino que aquella mañana Friedrich-Wilhelm y Hardenberg habían visitado al Zar, el cual les recibió con Kapodistrias y Razumovsky. Los prusianos gastaron en cortesías menos de un minuto, según la etiqueta de su cultura. Tras eso, y pese a un cierto estupor de su propio soberano, Hardenberg inició una perorata sobre movilizaciones y despliegues. Daba por imposible cualquier solución no militar al problema de Sajonia, y por extensión al de Polonia. El rey no le contenía, pero su incomodidad era evidente. También debía serlo para el Zar, porque tras soportar una exasperante disertación sobre los ejércitos que debían movilizar ambas naciones, cortó en seco al prusiano aprovechando que preguntara por las medidas que tomaría Rusia cuando la guerra fuera inminente. Respondió en tono frío que ni había pensado ninguna ni quería pensarla, ni creía que aquella recién comenzada negociación debiera terminar tan pronto y de tan mala manera. Hardenberg se quedó mudo, sin saber qué cara poner. Ahí tomó la palabra su rey, aunque sólo para preguntar a Razumovsky si en la lista de los invitados a su fiesta de fin de año figuraban Metternich y Talleyrand. Razumovsky respondió que Talleyrand acudiría con su deslumbrante sobrina, pero que la presencia de Metternich era dudosa, pues no parecía estar para muchas fiestas desde que la Sagan se le meara en la chistera, el extravagante tocado de forma cilíndrica que un sombrerero llamado Hetherington había puesto de moda en Londres y que Sir Charles Stewart parecía empeñado en que ningún aristócrata saliese a la calle sin uno encima. El Zar se rió hasta la dislocación maxilar; de vez en cuando le asomaba un ramalazo de cosaco, y el astuto Razumovsky no desperdiciaba ocasión de alegrarle las mañanas con alguna ordinariez. Tras eso no tenía sentido volver con los regimientos, de manera que los prusianos, encantado el rey, no tanto su canciller, se levantaron, saludaron y se fueron por donde habían venido. No había pasado una hora cuando Kapodistrias se lo contaba palabra por palabra, provocando su insincera hilaridad. Pocos sabían que hacerle reír no dependía de otra cosa que de su voluntad de reírse, y ésta de si la ocasión lo aconsejaba.

—¿Y eso será todo? ¿Ahí empezará el verdadero congreso?

—Así lo espero. Ponernos de acuerdo será muy complicado. Recuerda que nos hemos llegado a Viena en el supremo ánimo de construir una Europa tan estable y ordenada que no volvamos a oír cañonazos en una generación, a ser posible dos, nada menos que cinco potencias de primera categoría, otras cinco de segunda y unas cuarenta que realmente no son potencias, sino estados que no podrían existir por sí mismos y que necesitan la protección de una potencia de primera.

—Que son Austria, Rusia, Francia, Inglaterra y Prusia, si he comprendido bien.

—Exactamente. Las cinco que poseen medios suficientes para entrar en guerra con las demás. Ninguna, por fortuna, los tiene todos. Inglaterra carece de un ejército suficientemente grande, Prusia no tiene industria, de modo que ha de importar hasta la munición de sus mosquetes, y en el imperio austríaco se habla tal cantidad de lenguas y coexisten tal número de culturas que su posición jamás podrá ser enérgica, pues el riesgo que padece de saltar en pedazos es pavoroso. Los rusos serían los más fuertes, por tamaño y población, pero ésta es de tan baja calidad que no tienen nada salvo una nobleza irresponsable, incapaz de comprender que cuando a los pueblos se les aprieta demasiado, tarde o temprano florecen las louisettes.[47] Nosotros somos los más equilibrados. Por población sólo Rusia es mayor y por territorio cohesionado también sólo Rusia nos supera. Por ejército, y pese a Blacas, aún tenemos el mejor del continente. Ya ves, entre los cinco formamos un club por demás selecto. De ahí que, maniobras diplomáticas aparte, todos aceptemos que nos conviene, y mucho, entendernos. De ningún modo sería deseable volver a una situación de cuatro contra uno, si no tres contra dos, como tantísimas veces nos ha ocurrido desde la paz de Westfalen.[48] Por mucho que a Hardenberg le duela, no podemos plantearnos el crecer a fuerza de cañonazos, salvo si fuese a costa de una potencia de segunda fila, pero en ese caso habría de hacerse a partir de un consenso general o, si lo prefieres, de forma que todos sacásemos tajada. Les aguardan malos tiempos a las potencias de segunda. Sobre todo a las tan mal gobernadas que no se aperciben del peligro que corren.

—Supongo que te refieres a España y a Nápoles, ¿verdad?

—Nápoles, no. Es inviable. No puede respirar sin que Austria esté de acuerdo. Las potencias de segunda son más fuertes que Nápoles. En lo militar y en lo económico. España y Portugal, por ejemplo, aún poseen imperios colosales. Si se volvieran a unir serían lo que fueron en su mejor siglo, una potencia formidable, pero gracias al Santísimo no se dan cuenta de que sus imperios tienen los días contados. No porque nadie piense arrebatárselos. Alentar que se independicen es más barato. A España, en particular, la pérdida de su imperio le costará un baño de sangre. Acabará odiando a sus criollos, de un modo tan visceral que durante un tiempo no sabrá sustituir las viejas relaciones de dependencia por otras meramente comerciales. Ahí llegará nuestro momento, el de los ingleses y el nuestro, pues dudo que las otras potencias sepan aprovecharlo. Sin hacer ruido, sin alarmar, ocuparemos el lugar que los españoles abandonen gratis, de forma que cuando se les curen los cuernos y quieran regresar nosotros ya estemos allí, sentados en el botín. Su caso es el peor entre las potencias de segunda, y no porque Bonaparte les haya dejado el país devastado. Es por la sangría. El burro de su rey ha echado del país a los sospechosos de connivencia con los hermanos Bonaparte. Veinte mil profesionales de alta capacitación y gran nivel cultural. Médicos, abogados, ingenieros y profesores. Los hombres de mayor valía, los que hacen avanzar a la sociedad. Bueno, pues Fernando ha mandado que se vayan. No hay país que pueda permitirse tal descapitalización. Lo peor para España es que lleva siglos haciendo lo mismo: primero expulsó a los judíos, después a los musulmanes, más tarde a los liberales, luego a los jesuitas. Ahora es el turno de los ilustrados. En poco más de trescientos años los católicos extremos han logrado echar de su país a lo más valioso de cualquier sociedad: los que poseen un cerebro. Así les ha ido, así les va y así les irá. ¿Un ejemplo? Piensa en a quién ha enviado Fernando a este congreso donde tanto se juega. Su representante quizá sea el más incapaz de los que infectan la ciudad. No sabe nada, no entiende nada, no se da cuenta de nada. Todos le ignoraríamos si no fuera porque su estupidez le hace deseable a la hora de conseguir votos. Es tan obtuso que se le compra con nada, porque no pide nada. Sólo figurar, sólo lisonjas que refuercen la ilusión en que vive, la de ser el Embajador de la España Imperial. Pobre idiota. La historia le despellejará. Yo no, porque ya soy viejo, pero tú vivirás los suficientes años para ver cómo le crucifican.

—No eres tan viejo. No para mí.

El príncipe y su sobrina se sonrieron. Tras eso la segunda decidió que ya era momento de bañarse. Sin despojarse de su túnica, ocupó el lugar que gentilmente le ofrecían. Una que no conociese a Talleyrand pensaría que la inequívoca gentileza con que le hacía sitio sugería un dar por terminada la conversación, pero ella sabía que para según qué cosas su tío no era un ser anfibio. Sus limitaciones en cuanto a maniobrabilidad le habían llevado a dominar el supremo arte de dejarse hacer, lo que implicaba yacer sobre almohadones. Lo que procedía era darle pie a reanudar su interesante disertación. No sólo por no haber prisa, sino porque con él era inútil prefijar el tempo. Como bien decía su madre, Napoleón sería el dueño de los relojes, pero el tiempo era de Talleyrand.

—Entonces, ¿cuáles son las otras potencias de segunda fila?

Friedrich, Freiherr von Gentz (secretario neutral),por Sir Thomas Lawrence

Friedrich von Gentz era un diplomático prusiano de cuarenta y ocho años, al servicio del Fürst Metternich desde 1803. Hablaba con perfección inglés, francés y alemán, al punto de redactar en los tres idiomas con igual fluidez. Poseía gran prestigio en los círculos diplomáticos, menos por su historial que por sus publicaciones, en la cuales demostraba estar bien informado. Nadie protestó cuando Metternich propuso contar con él para levantar en francés, lingua franca del congreso, el acta de las reuniones. Su actitud en las mismas, que se celebraban en el palacio de la Cancillería, el de la Ballhausplatz, era de neutralidad, concentrado en tomar notas; rara vez hablaba, y sólo para pedir que se repitiese algún párrafo de significado dudoso. El que se comportase como un autómata no significaba que las discusiones le dejaran indiferente. Sus notas no sólo reflejaban las palabras, sino los tonos en que se decían —o se gritaban— y los ademanes que las acompañaban. Lo hacía con varios fines, siendo el más sutil un libro que valdría una fortuna, por lo bien que se vendería o por lo mucho que le pagarían para que no lo publicase. Rara vez necesitaba emplearse a fondo, pues los oradores usuales, Metternich, Castlereagh, Hardenberg y Razumovsky, tendían a ser reposados, pero esa tarde los dos últimos parecían sufrir muy malas digestiones, tanto que a los otros les costaba no dejarse arrastrar por su vehemencia y convertir la solemne reunión en una disputa de pescaderas. La ira de Hardenberg, se decía Gentz, era la peor de todas, la de tipo personal. Talleyrand le descomponía, y no sólo por ser un profesional mucho más hábil, sino por ser el mismo jefe de la diplomacia francesa que un verano de 1807 le hiciera saber las disposiciones que tomaba Bonaparte sobre una Prusia cerca de ser borrada del mapa. De ahí que pareciese al límite de su resistencia. Le veía muy lejos, desmesuradamente atrás de Talleyrand, que sin estar allí controlaba la conferencia. Si no por otra cosa, porque de todos los presentes no creía ser el único que aquella noche le visitaría para explicarle cómo iban las cosas.

Al cabo de una larga discusión y a propuesta de Castlereagh con la visceral oposición de Hardenberg, se acordó que a la siguiente reunión asistiría la legación francesa. Sin duda sucedía, pensaba Gentz, que Alexander había tirado a Razumovsky de las riendas. Ahora, ¿de dónde vendría ese golpe de timón? En lo que sabía del déspota, su actitud ante la vida solía respaldar la del último que le visitaba. No pudo ser Metternich, porque no se dirigían la palabra, y dudaba que fuera Castlereagh, pues no era un diplomático audaz, de los que se plantan sin avisar en el palacio de un emperador y le retuercen un miembro hasta que le hacen cambiar de opinión. Igual, una vez más, la larga mano de Talleyrand intervenía en el lugar y en el momento más conveniente para sus intereses, a saber si en persona o a través de un intermediario. Metternich debería saber quién era, pues por algo presumía de tener fichados a todos los que poseían un fácil acceso al Zar. Igual su control del escenario, porque Viena no era otra cosa que un inmenso escenario, no era tan total como suponía.

La sesión, ya volcada en Sajonia, proseguía con el ofrecimiento de Rusia de ceder a Prusia una fracción del Ducado de Varsovia —Tarnopol y parte de las minas de Wieliczka— si aceptaba renunciar a Leipzig. Era como si Razumovsky ofreciese al abatido Hardenberg una salida honorable para que se resignase y capitulara, pero en ese momento, y para sobresalto general, Hardenberg estalló. La situación de Sajonia, exclamó a grandes voces, no era para ser discutida en esa forma y en esa mesa, y dado que los ejércitos prusianos permanecían allí desde 1813, cuando arrebataron Leipzig a las hordas de Bonaparte, cualquier intento de hacerles evacuarla sería considerado una invitación a la guerra. Sobrevino un largo silencio, que Gentz dedicó a estudiar la consternación que caía sobre la mesa. Un minuto después Castlereagh, muy serio, se aclaró la voz, haciendo que Gentz volviese a empuñar el lápiz. Si aquel era el planteamiento del Fürst Hardenberg, y si no se consideraba capaz de razonar en un adecuado estado de frialdad emocional, convendría desconvocar el congreso, renunciar a los acuerdos alcanzados y hacer saber al mundo que la posición de Prusia no dejaba espacio a la diplomacia. Hardenberg, demudado, comprendía que los nervios le habían traicionado, lo que se manifestaba en que más que hablar, farfullaba. Sólo consiguió musitar que no pretendía intimidar a nadie, y tras eso se levantó la sesión. La valoración de Gentz era que la guerra sería inevitable. Debía informar a Talleyrand. Lo haría después, a la hora de las conspiraciones, aunque la sombría expresión de Metternich le hizo preguntarse si no convendría ir a Kaunitz de inmediato. Su larga relación con el canciller le hacía suponer que necesitaría una hora para poner en orden las ideas, y su primera decisión sería compartirlas con Talleyrand. De ahí la prisa con que salió; de ningún modo deseaba encontrarse con su patrón en la concurrida Johannesgasse, la calle más céntrica de Viena.

Talleyrand no se hizo esperar, aunque lo inusual de su atavío —una bata de seda sobre una larga camisa de dormir— indicaba que salía de una placentera siesta. Gentz optó por abreviar. Palabra por palabra repitió lo que dijo cada uno, para terminar con la explosión de Hardenberg y la respuesta de Castlereagh. Talleyrand escuchaba parpadeando muy despacio y sin hacer comentarios. Una vez el otro acabó, y tras un gesto de asentimiento, enredó en sus cajones hasta dar con una bolsa que contenía quinientas libras —en el mundo del soborno se prefiere la divisa más fuerte—. Gentz las agradeció de corazón, pues no sólo estaba lejos de ser un hombre rico, sino que padecía gustos muy caros y aficiones difíciles de sufragar con un salario de asesor del canciller. Era imposible no comparar aquella principesca manera de corromper con la de Castlereagh, deplorablemente tacaño, al punto que durante los tres meses que llevaba pasándole información aún no había llegado a pagarle la mitad. Talleyrand, sin embargo, no era especialmente desprendido. Sólo aceptaba que las orejas a sueldo eran más caras que las otras, pues al oír para varios el que pagase mejor sería el que primero recibiese la información. A Gentz le conocía desde los tiempos en que Metternich representaba los intereses del Kaiser en París. Entonces le sobornaba en napoleones,[49] muy apreciados en las casas de juego donde Fouché hacía que ganase o que perdiera en virtud de las instrucciones que recibiera de Talleyrand. Era bueno hacerle pasar una mala racha cuando se acercaba el momento de pedirle algo muy confidencial. Por lo demás, Gentz era un excelente sinvergüenza. Contar con su asequible complicidad siempre le vino de maravilla. Gracias a él no sólo se mantenía muy al tanto de lo que sucedía en la mesa principal, donde conferenciaban las grandes potencias, sino que logró manipular alguna coma en ciertas actas delicadas antes de que fueran impresas, impedir que las manipularan los demás y conocer con cierto grado de antelación las intentonas con que amagaban los unos y los otros.

De regreso a su dormitorio —allí recibía por las mañanas, al punto que la cotidiana ceremonia de su aseo, que dejaba en manos de su valet Courtiade, se celebraba con testigos— advirtió que Dorothée le había preparado un Earl Grey. Contra lo usual, Dorothée no quiso hacer los honores a Gentz. Le detestaba, por inducción de Wilhelmine y pese a su relación con Johanna. Le tenía por una rata inmunda, siempre dispuesto a prestar a Metternich cualquier servicio que pidiera, por despreciable que fuera. El que le costó la estima de Wilhelmine era el haber intentado controlar sus movimientos a su regreso de París, cuatro meses antes. Metternich se lo encargó por los celos que sentía no sólo del amante más notorio de los muchos con que Mina endulzaba su vida, el príncipe Alfred Windisch-Grätz, sino del tampoco muy discreto Sir Christopher Lamb, un guapísimo diplomático inglés. Mina, que si bien sabía controlar su temperamento había días que no le daba la gana, terminó con Gentz una mañana cuando salían hacia el cercano balneario de Baden-bei-Wien, saltando de su calesa y regresando a pie a la Schenkenstraße, tan furiosa como podía llegar a estar una duquesa riquísima. Días después le pasó una factura por demás cruel: aprovechando uno de los imprudentes cotilleos de Gentz, referido a un príncipe ruso de temible visceralidad, le hizo llegar una nota, imitando la letra del ruso, cuando estaba jugando a l’homme en casa de Katya Bagration, retándole a duelo al amanecer del día siguiente. Se descompuso de tal modo que no dio pie con bola el resto de la partida, perdiendo todo lo que llevaba. De regreso a su casa, muy preocupado, encontró una segunda nota del supuesto príncipe, preguntando qué había elegido, si sable o pistola. El sable más pequeño de los que se vendían en las armerías medía más que Gentz, y en cuanto a su habilidad con las pistolas era similar a la que tendría con los azadones. Aterrado, fue a buscar a su amigo el conde Schulemburg, oberstleutnant del ejército austríaco y contable de Mina; éste, tras un buen rato de verle padecer —de una forma olorosamente incontrolada—, se compadeció, para explicarle que todo fue una broma de la traviesa duquesa, la cual no le perdonaba que se hubiera erigido en guardián de su honra por cuenta de Metternich. Dorothée lo sabía por la risueña Johanna, porque Mina no soltaba prenda. Lo que pretendía Metternich de su hermana mayor, que aceptara un triángulo donde fuera para Laure lo que Jeanne-Antoinette Poisson fue para María Leszczynska, le parecía de una naturaleza tan vil que cualquiera que la respaldara, como el puerco de Gentz, sólo podría contar con su desprecio.

La de Gentz no sería la única visita. Metternich debía de estar al caer. En cuanto a Castlereagh, probablemente aparecería después del souper. El último sería Kapodistrias, el más inteligente de los esclavos del Zar; si no tanto, el de hábitos más nocturnos. En cualquier caso, y salvo que dijesen algo que contradijera su análisis, llegaba el momento de plantar cara, con firmeza y determinación, a rusos y a prusianos. La primera medida sería filtrar a Friedrich-Wilhelm que Inglaterra, Francia y Austria se ponían de acuerdo en defender Sachsen. Ya se ocuparía él de que fuera el primero en intuirlo. Ahora, no lo haría en tanto el tratado no estuviera firmado. Había, pues, que acelerar.

Ioannis Kapodistrias, Rusia,por Sir Thomas Lawrence

Álava en Waterloo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Agradecimientos.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
autor.xhtml
notasAndante.xhtml
notasAllegroGrazia.xhtml
notasAllegroVivace.xhtml
notasAdagio.xhtml
notasCoda.xhtml