Francia, Valonia y Londres, viernes 23 de junio
El Directorio se reunía en Les Tuileries. Sus miembros se preguntaban si sería buena idea resucitar las liturgias de 1794. Fouché, con objetivos concretos, vio ahí la oportunidad de alcanzar el primero, para lo cual dejó caer que si un error no debían cometer era funcionar como una cámara colegiada, sin nadie que la moderase; de aquel fallo garrafal partió el desorden que se apoderó de Francia durante los años del primer Directorio, de modo que lo más urgente sería elegir un presidente. Carnot se negó, aduciendo que quien habría de nombrarlo sería el Corps Législatif, pero se vio en minoría, pues los otros respaldaban a Fouché. Qué directorio sería ése, preguntaban al disidente, si no fuera capaz de darse su propio presidente. Los prusianos estaban ahí mismo, de modo que no había tiempo que perder y más tras constatar la honestidad de Fouché, que para tranquilizar a Carnot proponía que ninguno se votase a sí mismo, añadiendo que, por su parte, sería incapaz de cometer tamaña bellaquería. Votaron, así pues, y Fouché salió elegido con dos votos. Uno era el suyo —era capaz de hacer trampas a sus hijos cuando jugaban a las cartas—, lo que quizá sospechara Carnot, aunque no había lugar a protestar, pues en su calidad presidencial Fouché ya despeñaba el primer punto del orden del día: poner a Grouchy al frente de un nuevo Armée du Nord, que se formaría uniendo sus fuerzas a las que se reagrupaban en Laon. Serían cincuenta y cinco mil hombres, con suficiente artillería y caballería; no podrían oponerse a Blücher, aunque le retrasarían un par de días, los cuales serían preciosos a la hora de negociar. Aprobado aquello pasó al segundo: designar a los ministros que sustituirían a Caulaincourt, a Carnot y a él mismo. No le costó que dos de sus leales, Pelet de la Lozère y Bignon, recibieran las carteras de Policía y Asuntos Exteriores, aunque hubo de transigir con Interior, donde Carnot quería poner a su hermano Claude-Marie. Tras aquello ya podían ir a lo importante: destacar una misión de paz al mando del general Charles-Antoine Morand, un Par de Francia casado con una noble polaca de las que preferían el alemán a su propia lengua, gracias a lo cual él lo chapurreaba. Nada más acordarlo se levantó la sesión. Para ser la primera, se decía Fouché, ya estaba bien. Quería volver a su casa y no por cansancio, sino para planificar los siguientes pasos, empezando por sincronizarse con Talleyrand. Daba por hecho que le diable boiteux presidiría el gobierno de L’Inévitable, pero quería estar seguro de que la Policía sería suya, y para eso era necesario que Talleyrand comprendiera, si no lo había hecho ya, que para tener segura su poltrona necesitaba que la otra estuviera en su mano. Él y l’Évêque d’Autun no se querían, pero se comprendían. La oportunidad que se abría frente ellos era de tal naturaleza que si unían esfuerzos prosperarían, pero de no ser así ninguno tendría futuro. Talleyrand debía de pensar lo mismo, así que no estaría de más comenzar a discutirlo.
Louis y Talleyrand se veían en Mons a una hora inusitada, por lo temprana. Talleyrand, bien informado —Fouché no era el único de sus corresponsales—, exponía un panorama muy preciso de París y del conjunto de Francia. Era seguro que Louis recuperaría el trono, aunque si quería que le durase debería tomar ciertas medidas. La primera, prescindir de Blacas. La segunda, Fouché debería entrar en el gobierno; al oír eso Louis se sobresaltó, pero no tardó en aceptar el lúcido razonamiento de Talleyrand: a Fouché, que tampoco era santo de su devoción, le necesitaban para enfriar ánimos, identificar enemigos y liquidar el riesgo de una guerra civil; una vez cumplida su misión se le podría nombrar embajador en algún lugar remoto y perderle de vista. Con eso el rey, aliviado, se mostró de acuerdo, de modo que pasaron a la tercera y última; Talleyrand suponía que a SCM no le sorprendería, pues Wellington habría debido insinuársela: debía ponerle al frente de su gabinete, y no al estilo gaseoso de Blacas, que nunca fue más que un «favorito» al estilo borbónico, sino en calidad de presidente de su Conseil Privé, si no del Consejo de Ministros, que sonaba más demócrata. El rey no la recibió mal, pero eran demasiadas novedades para esa primera y somnolienta reunión, de modo que no se comprometió, cuando menos en la forma que Talleyrand esperaba. Louis demostraba una vez más ser un perfecto idiota, se decía l’Évêque d’Autun en su carroza. Ni merecía lo mucho que hacía por devolverle la corona ni lo que aún tendría que hacer, pues sólo él podría conseguir que conservara Francia tal y como quedó tras el Tratado de París. Si era tan necio como para no entenderlo merecería con creces las muchas desgracias que le aguardaban mientras no le diera lo que pedía. Negociar el Segundo Tratado de París, ése de cuya inminencia Louis ni sospechaba, requeriría no ya las habilidades con las que se personó en Viena, sino algunas más. No se tenía por vanidoso, pero no había ningún francés tan capacitado como él para conseguir que Francia emergiera del Segundo Tratado no más pobre, ni más fragmentada, de como lo hiciera del Primero. Para conseguir que Louis se diera cuenta contaba con pocas armas, aunque de singular potencia. La primera sería una que a Louis no ya le sorprendería, sino que tras sacarle de quicio le haría recurrir al inglés encargado de recuperar el trono para su colosal trasero: el silencio. En el entretanto, paciencia y barajar.
SCM, a fin de pasar el mal trago cuanto antes, convocó una reunión del Conseil Privé, alegando que, hallándose a punto de regresar a Francia, sería bueno discutir unos asuntos. En realidad era uno solo: anunciar que, tras agradecer a Blacas sus esfuerzos durante los duros meses en que tan brillantemente se ocupó de su gobierno, le nombraba embajador en Nápoles, hacia donde debería salir de inmediato. Tras eso levantó la reunión sin decir quién le sustituiría, si bien era obvio que sería Talleyrand, ya que la noticia de su madrugadora visita no era un secreto bien guardado. Blacas, que no se lo esperaba, se despidió de sus incómodos ministros —la compañía de cadáveres suele ser fastidiosa— procurando no perder la dignidad. Después, en su despacho y preguntándose dónde andaría todo el mundo —hasta su servicio personal había desertado—, se alegró de ver llegar a Jacques-Claude Beugnot, el único de sus ex colaboradores que aceptaba el riesgo de desearle buena suerte —siempre ha sido desaconsejable dedicarse a la política sin conocer el significado de vae victis—; tras abrazarse con él, agradecido —los despedidos de mala manera suelen emocionarse a poco que se les pase una mano por el lomo; es una práctica inútil, aunque a veces hay suerte y resucitan—, comentó biliosamente que Talleyrand hacía un mal cálculo y un peor negocio. Trabajando con él, codo con codo, los dos se habrían perpetuado. Apuñalándole por la espalda sólo conseguiría que al cabo de unos meses el apuñalado fuera él. Beugnot escuchaba con simpatía, pero sin hacerle caso. Lo último que se podría decir de Pierre-Louis-Jean-Casimir Blacas era que poseía el don de predecir el futuro.
El Oberrheinarmee cruzaba el Rhin con gran cautela. El propósito de Schwarzenberg no era llegar a París antes que nadie, sino con las menores bajas posibles, y si se podía conseguir por la mera exhibición de fuerza, sin combatir, pues aún mejor. El jefe de su IV Armeekorps, el Fürst Karl-Philipp von Wrede, tenía otras ideas. Si bien estaba formalmente a las órdenes de Schwarzenberg no dejaba de mandar un ejército bávaro, y el König Max no quería verse desplazado de las interesantísimas negociaciones del Segundo Tratado de París, un río revuelto en el que algo podría pescar. De ahí venía la prisa que se daba Wrede para tomar Saarbrücken, así como el poco empeño que ponía en acompasar su paso al de Lambert, que marchaba dos días tras él. Wrede no quería disputar a Blücher el honor del vérselas con Grouchy, pero tampoco que su horda desfilara por Les Champs Élysées mucho después que la prusiana. No era cuestión de orgullo; era que así se lo había mandado su rey.
No había pasado un día desde que The London Gazette publicara el dispatch de Wellington cuando la House of Commons votó conceder a His Grace una recompensa de sesenta mil libras esterlinas, así como incrementar sus haberes anuales hasta la suma de doscientas mil. Acumulando todo aquello a las cuatrocientas mil que se le otorgaron en 1814 con motivo del fin de la guerra contra la Francia de Bonaparte, a las cien mil que se le concedieron en 1812 tras la victoria de Salamanca, y a los colosales latifundios que le regalaron el rey de Portugal y la Junta Central española, más el que a no tardar le detallaría el Koning Willem, se hacía patente que Sir Arthur era un hombre inmensamente rico.
El Army of the Low Countries se tomaba otro día de asueto, salvo la 4.ª División, la cual se lanzó sobre Cambrai, defendida por unos cuantos infelices de la Guardia Nacional. Llegó a sus murallas al filo de mediodía, y aunque la resistencia fue más encarnizada de lo previsto, su comandante acabó por capitular; el pobre diablo pedía que se incluyera en el acta de rendición que no se rendía, sino que cedía la plaza, sus ciento cincuenta hombres y sus catorce cañones a Louis XVIII, a lo cual Sir Charles Colville se plegó sin objeciones. Todas sus bajas desde que desembarcaron en Oostende se habían debido al mal francés y no al ejército francés, y mientras fuera posible prefería que siguiera siendo así.
Wellington había establecido su cuartel general en Le Cateau-Cambrésis. Sabía por Álava que allí, en el palacio arzobispal del feísimo poblachón, tuvo lugar un hecho histórico, la firma del doble tratado de 1559;[220] a eso se debía que lo reservase para él y su staff.[221]
Estaba un punto deteriorado, pero valdría para pasar un par de noches. Tras recorrerlo sin advertir rastros del acontecimiento convocó una reunión con Álava, Hill, Müffling y Jackson, que ocupaba el puesto de Barnes. El propósito era establecer los puntos a tratar con Blücher, al que pensaba visitar en Chatillon-sur-Sambre, a seis kilómetros de allí. No había mucho que discutir, toda vez que los dos ejércitos marchaban separados, pero Müffling señalaba que la ventaja del Niederrheinarmee ya era de dos días; el riesgo de que Bonaparte buscara pelea no era desdeñable, y de suceder Blücher se vería en desventaja contra una fuerza que podría llegar a cien mil hombres. Wellington escuchaba con impaciencia, pues si la preocupación prusiana fuera tan grande Blücher reduciría su ritmo en vez de pedirle acelerar. Tras acabar el otro su exposición —Müffling y Beethoven, alguna vez lo decía, siempre tardaban demasiado en terminar—, respondió que no podía marchar a más velocidad sin dejar atrás sus trenes de aprovisionamiento, con lo cual se relajaría la disciplina, cosa que no se podía permitir, pues el efecto sería que su gente saquearía las aldeas, como según explicaba el propio Müffling al Niederrheinarmee no le quedaba más remedio que hacer. El Army of the Low Countries venía como un amigo que acude a liberar a otro amigo, no como un invasor deseoso de arramplar con cuanto pudiese. No añadió más, pero el mensaje quedó claro: si Blücher quería comportarse como un bárbaro, que lo hiciera. La filosofía invasora británica —en Francia— sin duda costaba más dinero, pero a la larga sería rentable.
Blücher se había instalado en una posada. Bastaba para él, Gneisenau, Grolman, Nostitz y los comisionados de Schwarzenberg y Wellington. En el comedor se reunían los comandantes en jefe y sus oficiales principales. El ambiente no podía ser más distendido, aunque Müffling percibía que a Gneisenau le preocupaba la última propuesta de Wellington, la que formuló al poco de sentarse y que quizá se le había ocurrido al hilo de lo que comentara él en Le Cateau-Cambrésis; había dejado caer, sin especial énfasis, que podría ser ventajoso que las dos fuerzas avanzaran hombro con hombro. Gneisenau habría querido contestar, pero Blücher quería el protagonismo; era hombre de pocas ideas, aunque firmes, y la que prevalecía en su cerebro era llegar el primero a París; lo demás le daba igual. De ahí que a la meliflua recomendación de Wellington replicara que nada le gustaría más que marchar a la par con el Army of the Low Countries, siempre y cuando éste sostuviera el ritmo del Niederrheinarmee. Blücher sabía que los soldados británicos no daban un paso sin sus trenes y sus pontones —los prusianos vadeaban los ríos con la pólvora y los mosquetes sobre sus cabezas—, y a eso quizá se debiera que Wellington no mostrase contrariedad, pero no debía ser la respuesta que buscaba. Desde ahí sólo quedaba determinar en un mapa Le Capitaine hasta dónde había llegado cada uno. El Army of the Low Countries ocupaba el triángulo Cambrai-Catelet-Le Cateau-Cambrésis, mientras que las vanguardias del I Armeekorps tenían Laon a la vista; el IV estaba en Saint Quentin, el III se rearmaba en Avesnes y el II había relevado a los retenes del IV frente a Maubeuge y Landrecies. Tras eso no quedaba más por debatir. Procedía regalarse una gran cena, regada de buen vino y mejor humor. A lo largo de la misma Gneisenau encontró un momento para explicar al general Álava que, atendiendo su petición, Blücher había ordenado a Pirch que pusiese a la princesa de Chimay bajo su protección. Su casera estaba, que no le cupiera duda, en las mejores manos.
Louis leía una carta de Wellington. Le pedía que se reunieran en Le Cateau-Cambrésis, desde donde SCM podría seguir a Cambrai. La distancia era considerable, decía Feltre; saliendo de madrugada llegarían a mediodía. Bien, pues que así sea, murmuró el rey. Él viajaba bien de noche; poseía una innata capacidad para dormir de maravilla, por mucho que traquetearan los carruajes. No le preocupaba que los demás no poseyeran el mismo don, pero sí el no saber de Talleyrand. Era sorprendente, porque a esas horas habría oído que la primera de las medidas que solicitó ya estaba tomada. Quizá jugase a ser deseado, lo que debería considerar una impertinencia, pero dadas las circunstancias no pasaba nada por enviarle un propio e invitarle a compartir lo que sería una segunda cena —la necesitaba para emprender el camino—; se preguntaba si empezar con dos docenas de ostras o sólo con una y media cuando el emisario regresó diciendo que Su Alteza estaba muy fatigado y se había ido a dormir. Un insulto en toda regla, se dijo el perplejo rey. El primer deber de un cortesano, y más el de uno que pretendía presidir su gobierno, era no acostarse mientras no lo hiciera él. Su disgusto era colosal, aunque no tanto como para renunciar a ese último festín en Mons. Por graves que fueran los disgustos que le pudieran dar, su estómago jamás se daba por enterado.
Al regreso de Chatillon Wellington encontró una visita, una que mostraba una carta donde figuraba la palabra Seringapatam. En el acto mandó que se le hiciese pasar; pocos sabían que aquel era el nombre de una ciudad que había gobernado hasta 1805; en alguna ocasión, durante sus meses como embajador en París, había descrito a Fouché sus palacios, la hospitalidad de los sultanes Wadiyar y las sutiles diferencias entre cazar zorros a caballo y tigres a elefante. De ahí que, sobreponiéndose al sueño, dedicase a su visita el tiempo que merecía. La información de Macirone, a quien no conocía, en absoluto le decepcionó, pese a comprender que le haría demorar aún más el ansiado momento de irse a la cama. La causa era el último punto: el Directorio le pediría un salvoconducto para Bonaparte, ya que se quería exiliar en Estados Unidos. Aquello hacía obligatorio empuñar la pluma nada más despedirse del otro para informar a Lord Bathurst, a fin de que alertase al First Lord of the Admiralty —su buen amigo Sir Robert Dundas— y éste a Lord Keith, comandante de la BCF. Lo último que su aura se podía permitir era que Boney se plantara en Las Colonias por no haberlo avisado él.