París, lunes 13 de noviembre
Alexander, Metternich, Wellington y Friedrich-Wilhelm se habían reunido en l’Élysée-Bourbon para fijar unos detalles del que de un modo definitivo se llamaría II Tratado de París. Las cuatro potencias estaban de acuerdo en todo, empezando por lo más difícil, el reparto de las tierras y el dinero que cedería Francia para en esa forma comprar su derecho a no ser un país en cuarentena. Friedrich-Wilhelm estaba por despedirse —solía ser el primero que lo hacía, como si por ahí fuera le aguardase algo más interesante que la compañía de sus iguales; en realidad sólo sucedía que andaba cerca de cerrar un trato con el restaurador-pintor-marchante-intermediario Ferreol Bonnemaison, en virtud del cual se quedaría, por quinientos cuarenta mil francos, con los ciento cincuenta y siete cuadros de la colección Giustiniani, con la cual su Gemäldegalerie, que había recobrado cierta vida gracias a Ribbentrop, dejaría de ser la modesta exhibición provinciana que tanto criticó la desdichada Luise— cuando los tres primeros comenzaron a exponerle su preocupación por la posibilidad de que su prestigioso KPA estuviera politizándose. Al cabo de diez minutos ya sabía que la inquietud de sus aliados convergía en su mejor soldado, lo que le hacía preguntarse si no pretenderían que así perdiese la primera batalla de una guerra en la que alguno igual estaba ya pensando. A Wellington, en especial, le mosqueaba que prefiriera rodearse de oficiales procedentes de las castas inferiores —había pocos Von entre sus próximos, alegaba—, y que diera cobijo a individuos que, como Clausewitz —His Grace dominaba como pocos el arte del golpe bajo—, abandonaron a su rey antes de unirse a la coalición francoprusiana de 1812, que pese a ser impopular en ella estaba empeñada la palabra de Su Majestad. Podría ser un exceso de suspicacia por su parte —la de todos ellos—, pero les desasosegaba pensar que Gneisenau, de un modo quizás inconsciente, se hallara en camino de verse al frente de un movimiento subversivo en el seno del KPA cuyo fin fuese abolir la monarquía y establecer una República liberal —si había dos palabras que pudiesen alarmar a un soberano, lo que bien sabía Metternich, por entonces el que hablaba, eran esas—, como habría sido la de Francia si Robespierre no se hubiera hecho con ella cuando aún no estaba lista para defenderse del enemigo interior. La revolución del 89 fracasó porque ni nació del ejército ni lo supo controlar, al punto que uno de sus hijos acabó por devorarla para volver a un ancien régime donde salvo el absolutismo todo era nuevo, empezando por el monarca y siguiendo con la nobleza. En el caso de una República prusiana engendrada desde su ejército, con Gneisenau y su inmenso prestigio al frente, nada podría evitar su consolidación. Ni siquiera su impasible soberano.
A Friedrich-Wilhelm aquello no le pillaba de sorpresa, pues más o menos en los mismos términos se lo explicaba Sayn-Wittgenstein cada lunes y cada martes. Así, con calma, procedió a tranquilizar a sus interlocutores. Gneisenau, para empezar, era el hombre más fiel que se podía encontrar en Europa. Todo en él se regía por la regla de la lealtad, por lo que no había posibilidad de que se alzara contra la legalidad establecida. Consideraba seguro que, si alguien lo hiciera, el primero en plantarle cara sería el propio Gneisenau, y dada su ascendencia en el cuerpo de oficiales ningún general estaría tan loco como para tomar las armas contra él y contra su rey. Con aquello esperaba dejarles calmados, aunque no por eso dejaba de sentir un punto de inquietud, el mismo que cuando Kalckreuth, el propio Sayn-Wittgenstein o su cuñado Mecklenburg-Strelitz le contaban profecías desastrosas parecidas. Si algo reconocía en Gneisenau, si algo le hacía temible de verdad, era su inteligencia, muy superior a la de cualquiera de sus iguales. Muy superior, lo reconocía con la honestidad que reservaba para su trato consigo mismo, a la suya propia. En lo que sabía de Gneisenau, y en París le trataba con bastante asiduidad, la doctrina política le aburría tan profundamente como la militar. Lo establecido, lo sagrado, lo que no se podía discutir sin cometer un grave pecado, le inspiraba un invencible desprecio. No lo manifestaba en su presencia, pero su red de correveidiles era lo bastante amplia como para tener una clara idea de qué pensaba sobre cualquier cosa, como la tenía de qué leía, qué comía y qué bebía. Gneisenau nunca daba nada por demostrado ni por indiscutible. A eso se debían sus éxitos militares, algunas veces en asociación con Blücher y las más a pesar de Blücher —Friedrich-Wilhelm no se tenía por muy listo, pero sí por bien informado—. Sus estrategias y sus planteamientos, con frecuencia heterodoxos, le habían llevado a una victoria tras otra, siendo Belle Alliance la demostración final de que la heterodoxia, cuando era bien conducida, podía dar lugar al mayor de los éxitos con el menor de los costes, incluso frente a enemigos de la talla de Bonaparte.
No le divertía que sus cortesanos más reaccionarios, con Sayn-Wittgenstein a la cabeza en lo político y Yorck en lo militar, se refiriesen a Gneisenau con el apodo Wallenstein. Salvo no ser prusianos de cuna y poseer un gran talento militar, Wallenstein y Gneisenau tenían poco en común, empezando por la tendencia del primero a la traición y siguiendo por su carácter, pues si Wallenstein fue un tipo insoportable Gneisenau lo era nada más con aquellos a los que despreciaba. Cierto que últimamente parecía despreciar a todo el mundo, pero había muchos, Blücher el primero, que le consideraban un tipo alegre, divertido y amigable fuera del trabajo, así como el mejor compañero para una velada donde las preocupaciones de la Jefatura pudieran apartarse siquiera un par de horas. Otra diferencia, muy significativa, era que Wallenstein fue toda su vida un saqueador, un ladrón colosal que no dudaba en cometer los mayores desmanes, mientras que Gneisenau había dado sobradas pruebas de no preocuparse por los bienes materiales. Cierto que al casarse con la Kottwitz resolvió su vida económica, pero también Wallenstein fue hombre de fortuna y no por eso dejó jamás de robar. En el terreno moral, Gneisenau era un hombre sorprendentemente virtuoso, al menos para lo acostumbrado en la casta militar. Su matrimonio pasaba por ser de los más felices del generalato, si acaso un punto improductivo, ya que sólo tenían siete hijos. Al formidable conjunto de virtudes que mostraba Gneisenau se debía el gran respeto que se le profesaba en el KPA y en buena parte de la nobleza, la menos comprometida con el mantenimiento a toda costa de los privilegios de casta. En realidad, lo único de que Gneisenau podría ser acusado era de su escaso interés en cultivar la diplomacia interior, la de tratar con la nobleza y los altos funcionarios del Estado. Ahí era raro que dejara de manifestar una reprobable soberbia, sin duda que inducida por su notable velocidad de pensamiento, aún más acusada si se comparaba con la lentitud de sus contrarios. A esa soberbia le debía casi todos sus problemas. A nadie le importaba, por ejemplo, que Blücher fuera igual de soberbio; era porque nadie le consideraba más allá de lo que a fin de cuentas era: un viejo espadón borrachín que había nacido para beber, pelear, jugar y ser tan diestro en la cama como a caballo, y desde 1806 para ser el enemigo implacable de Bonaparte, capaz de galvanizar a las tropas y hacerlas marchar más lejos y a más velocidad de lo que nadie habría podido conseguir. Blücher no era un peligro, pero Gneisenau sí. No era el único. También lo eran Hardenberg, Boyen, Grolman y algunos otros más, aunque ninguno podía igualar en prestigio a Gneisenau. Aquello, a Sayn-Wittgenstein, era lo que más le preocupaba o lo que más envidiaba: si algún día Wallenstein decidía dar un 18 Brumario a la prusiana, el país entero le seguiría sin vacilar. Lo que no haría con él ni con ninguno de los suyos.
En la reunión de aquella mañana se fijó la forma de repartir los setecientos millones. No sería de una vez ni tampoco al contado, sino a lo largo de cinco años y en bons au porteur. Prusia recibiría ciento cuarenta y cinco, de los que veinticinco ya estaban en Berlín. Detrás venía Inglaterra, que debería conformarse con ciento veinticinco —veinticinco ya cobrados—; los cien restantes eran menos de lo que Castlereagh había escrito a Wellington meses antes, aunque no se quejaba, entre otras cosas porque la guerra fue muy breve y, aún mejor, bastante barata. Rusia y Austria recibirían cien cada una, demostrando que habían hecho un negocio excelente. Tras ellas y en orden decreciente venían el VKN con ochenta y uno, Bayern con cuarenta, Sardegna-Piamonte con dieciséis, España con doce y medio, Württemberg, ocho, Baden, seis, Sachsen, seis, Hessen-Kassel, cinco, Hannover, cuatro, Schweiz, tres, Hessen-Darmstadt, tres, Denmark, dos y medio, Portugal, dos y, ya con menos de dos, Mecklenburg-Schwerin, Nassau, Braunschweig-Wolfenbüttel, las ciudades hanseáticas, Anhalt, Sachsen-Gotha, Sachsen-Weimar, Oldenburg, Schwarzburg, Lippe, Reuß, Waldeck, Frankfurt, Hohenzollern-Hechingen, Sachsen-Meinungen, Mecklenburg-Strelitz, Sachsen-Coburg, Hohenzollern-Sigmaringen, Sachsen-Hildburghausen y Hohenzollern-Liechtenstein. En cuanto a las fronteras, se retraerían a los límites de 1790, con lo que Francia perdería quinientas veinticinco mil almas, las correspondientes a Beaumont, Bouillon, Chimay, Couvin, Florennes, Mariembourg, Philippeville, Solre-sur-Sambre y Walcourt (cedidas al VKN), Saarbrücken y Saarlouis (a Prusia), Landau (a Bayern) y, por último, Sardegna-Piamonte se quedaría con Saboya.
Wellington, tras haber repasado la lista con gran cuidado, escribía una carta que pretendía fuera leída por Don Fernando en persona, y si no que al menos se la leyera Cevallos. En ella informaba que los doce millones y medio que se asignaban a España eran para que con ellos se construyeran fortalezas fronterizas, en previsión de posibles invasiones francesas, aunque la forma de gastarlos quedaba enteramente al criterio de SCM. Tras eso explicaría que si España recibía esa compensación, la octava por cuantía económica, era gracias a la decidida intervención y hábiles gestiones del general Álava, pues en principio no había nada pensado para los países que no hubieran aportado regimientos. Terminaría indicando como al desgaire que al nivel de los delegados de las cuatro grandes potencias no se tenía noticia de ninguna otra gestión efectuada por diplomáticos españoles distintos del embajador Álava, las cuales, de haberse producido, no debían haber alcanzado el adecuado nivel de interlocución. Era una crueldad para con Labrador, pero Wellington, al que no se le olvidaba una determinada reunión en Viena donde se habló largo y tendido de islas mediterráneas, condados irlandeses y halcones peregrinos, habría desempeñado un gran papel de haber nacido mujer y española.
De nuevo Perelada demostraba ser un gran señor pese a ser un conde. Ofrecía una cena en el cavernoso La Tour d’Argent, siendo el motivo la despedida de Don Miguel como embajador interino ante la corte de SM el rey Louis, lo que no significaba que fuese a desaparecer, pues aún seguiría por allí unas cuantas semanas y, creía él, les visitaría de vez en cuando, desde Bruselas. Tras eso, como perfecto anfitrión que sabía ser, cedió la palabra en modo circular, de modo que cada uno de los presentes pudiera formular su laudatio personal, comenzando por Talleyrand, que desmintiendo los rumores sobre su corazón destrozado se mostraba en plena forma; tras él, una exquisita representación de lo más granado de París, transeúnte o estable —D’Angoulême, Wellington, Castlereagh, Feltre, Müffling, Gneisenau, Murray, Pasquier, Somerset, Gentz, Stewart, Vincent, Von der Goltz, Nesselrode, Pozzo di Borgo y un Miniussir sinceramente conmovido por haber sido invitado—; el capítulo femenino estaba peor representado, pues Perelada, como no intentaba ocultar, aún no estaba bien ambientado y apenas conocía damas tan distinguidas como para compartir una cena como aquélla, con lo cual consiguió que todo el mundo, empezando por Madame de Staël, única representante del sexo enemigo, se brindara gozosamente a resolver tan disculpable problema de instalación.
Tras la cena buena parte de los comensales arrumbaron a sugerencia de Madame de Staël al salon de Juliette, a fin de comenzar el proceso de situar al encantador Perelada en la proximidad de señoras fascinantes. Extrañó que Wellington prefiriera excusarse, aunque tuvo la cortesía, en un aparte, de aclarar a Germaine que si no pensaba poner los pies en la casa de Juliette de Récamier era porque había percibido en ella una inexplicable hostilidad, al punto que cuando coincidieron en una cena celebrada el 3 de octubre ni ella ni la duquesa de Duras, a la que también había considerado tiempo atrás una de sus mejores amigas, le dirigieron la palabra. Él, insistía, no tenía la menor idea de a qué podría deberse aquella insufrible actitud, pero dado que había en París multitud de casas deseosas de recibirle, y que le constaba seguir contando en la ciudad con numerosísimos amigos, con algún dolor había decidido decir adiós para siempre a la de Madame Récamier.