París y Vitoria, viernes 9 de diciembre
El duque de Wellington, embajador de Inglaterra en la corte del rey Louis XVIII, estaba preocupado. Había elegido para preocuparse un salon littéraire muy concurrido, el de Madame Récamier, pensando que la diosa se apercibiría de su rostro ausente, pero no debía ser la suya una expresión capaz de atraer las miradas de la deidad, por entonces secreteando con otra diva de la noche, la rather common Aglaé Ney. Menos mal que su rupestre marido no andaba por allí. Los disgustos del día se habrían tornado catastróficos de toparse con el maréchal. No le gustaba, Ney. No por sus pasados episodios en Portugal, que por su parte no tuvieron nada personal; si hubiera podido matarle lo habría hecho, aunque sin encono especial, como se habría cargado a cualquier otro mariscal francés. Si le caía mal era por su nula deportividad, hija de su limitada caballerosidad, a su vez consecuencia de su educación lamentable, la propia de lo que al fin y al cabo era: un vulgar hijo de tonelero. Los efectos de la mala crianza son inexorables, y de ahí venía que aquel Picton mitad francés, mitad alemán, tendiese a comportarse como un perfecto animal. Aún se comentaba su encontronazo con la duquesa D’Angoulême, y sólo porque la pobre mujer había tomado un poco el pelo a la madre de sus hijos. Cierto que no está bien menospreciar a las princesas que no lo son de sangre propia, sino de la mucha derramada por sus maridos en los campos de batalla, pero un Maréchal d’Empire, ahora Maréchal de France, no podía perder los papeles de un modo tan cuadrúpedo. En eso debería tomar clases de su colega Masséna, que lejos de mostrar animadversión le saludó alegremente, de un modo que sólo cabría calificar de británico, reclamándole una invitación a cenar por haber estado cerca de matarle de hambre cuando guerreaban en Portugal. Un estilo tan de gentleman que sólo permitía responder como lo hizo él, reclamándole lo propio ya que, a cambio de adelgazar un poquito, el otro le había quitado el sueño durante semanas. Acabaron riendo y tomándose del brazo, cual corresponde a dos elegantes caballeros que no por eso dejarían de masacrarse si volvieran a vérselas en un campo de batalla. Ney, no. Ney era un borrico. No pudo ser más propio de su pésima educación el volverle la espalda en presencia del rey, que un punto avergonzado por el comportamiento del cabestro se quiso disculpar en su nombre, aunque gracias a los dioses él traía ensayada la respuesta, de modo que no vaciló en exhalar un venenoso «estoy acostumbrado, Sire; desde hace cinco años, siempre que nos encontramos hace lo mismo». No debió tardar en llegar a las orejas del gorila pelirrojo, aunque por fortuna no regresó para tirarle un guante. Quizá por eso resultara tan sorprendente que Madame Ney fuera tan exquisita pese a ser tan ordinaria. ¿Cómo podría soportar al asno de su señor?
Charlotte, duquesa d'Angoulême, hija de Louis XVI y nuera de su tío el conde d'Artois; Napoleón, que no sentía gran simpatía por la familia real, a Charlotte la respetaba, al punto de decir de ella que era 'el único macho de su familia'.
El salon de Juliette era el más celebrado de París. Aquella noche lo infectaba el usual coro de jesuseros de la espiritual salonnière, reforzado con algunos provincianos carentes de interés y de paso por una ciudad empeñada en brillar, aunque más peligrosa que cuando reinaba el Corso. El que peor opinaba del orden público era el Duc d’Otrante, seguramente porque Blacas, incapaz de comprender que si alguien convenía tener cerca era el que demostró ser mayor conspirador del Imperio, no le ofreció su antiguo cargo de ministro de la Policía. El siniestro duque, con el que Wellington se veía de vez en cuando, no era un asiduo al salón de Juliette, por ser notorio que la sin par anfitriona le detestaba de un modo nada cordial, quizá porque se lo cerró a finales de 1803. A la bella Récamier le gustaban los políticos, pero Fouché superaba ese concepto. Su papel desde 1793, cuando en Lyon le rebautizaron mitrailleur, se parecía más al de Cerberus. Un hombre de gran sutileza y profundo conocedor de los recovecos del alma, pero no por sensibilidad, sino por haber dirigido la policía del Directorio, del Consulado y de los primeros años del Imperio. Un ser exquisitamente bien dotado para sobrevivir. A todo y a todos. De ahí venía que Wellington buscase su compañía, pese a lo mal que olía. Joseph Fouché, Duc d’Otrante, era un tipo inusual: reciente viudo de una mujer horrible a la que siempre fue fiel, padre de unos hijos feísimos a los que amaba tiernamente, de modales bruscos, conversación retorcida y carente de gracia personal, era el hombre mejor informado de Francia. El que conocía más secretos de más franceses y más francesas. El que pretendía contarle los de Juliette, pero al que no quería escuchar para no tener que pagar lo que pediría por explicárselos.
Joseph Fouché, Duc d'Otrante, antiguo diputado regidicida y ministro de la policía del Consulado,y de la primera mitad del Imperio
Wellington, junto a una muy preñada princesa de Chimay, aparentaba interés por la evocación de otros tiempos, los anteriores al 18 Brumario. Qué diferencia, escuchaba, entre aquella sosa estancia y el primitivo salón de la Récamier, el del hôtel de la Rue Mont Blanc donde vivió tantos años el ministro Necker, llorado padre de Germaine de Staël, al cual lo compró Jacques Récamier cuando era uno de los hombres más ricos del Directorio, para que Juliette «recibiese» a sus anchas. Divinos días aquellos, cuando la belle Julie recibía en lo que más que una casa era un hôtel particulier[41] Los tiempos cambiaron y el dinero desapareció, pero en alguna medida regresaba, de modo que la hospitalaria mujer de nuevo «recibía» en un salón donde no había más lujo que la notoriedad de los habituales. Aquella noche destacaba la baronesa Staël-Holstein. Una mujer que llevaba veinticinco años dominando París. El tiempo le pasaba factura, pues su tonelaje desbordaba lo aceptable. Su trasero, que los exégetas del Directorio consideraban más interesante que su espléndido cerebro, ahora recordaba los monstruosos recintos que los despiadados españoles empleaban para torturar hasta la muerte, con inconcebible crueldad, animales inocentes que no se metían con nadie. Un entretenimiento vituperable, aunque no el único que Wellington contemplara con frialdad en los años de la Guerra Peninsular. Aún peor era despeñar cabras desde los campanarios, o alancear durante horas vacas aterradas sin la decencia de rematarlas. De ahí que le gustase Álava. Era español, sí, pero en absoluto comulgaba con aquellas barbaridades. Sería por eso que a él, y a los que pensaban como él, sus paisanos les llamaran ilustrados, con desprecio. Para ser tan bárbaro como eran casi todos hacía falta ser tan iletrado como la mayoría de los que había tenido el disgusto de tratar.
Una de sus preocupaciones partía de una carta que antes de salir le pasó su secretario militar y sobrino consorte, Lord Fitz-Roy Somerset, un chico leal y no muy listo, del mejor origen —octavo hijo del duque de Beaufort—, discreto hasta la exageración y del que dos años antes se quedó prendada su sobrina favorita, con la que se casó no hacía mucho. La carta procedía de la secretaría de Monsieur Blacas. En ella se le comunicaba el cese del general Dupont como ministro de la Guerra y el nombramiento del mariscal Soult para sustituirle. Lo primero estaba cantado desde hacía semanas, cuando empezó a correr la voz de que se dejaba sobornar. Él no lo creyó. Allí jamás cesarían a un ministro por poner el cazo —figurar en un gobierno y no aceptar un soborno era tan inconcebible que no se podía concebir—; lo que le había destruido era la insoportable atmósfera que se respiraba en el ejército. Blacas no sabía reconocer errores, pero ante sí mismo seguro que lo hacía: designar a Dupont para la Secretaría de Guerra, sólo por no ser sospechoso de amar a Boney, fue un completo disparate.
Pierre-Antoine Dupont de l'Étang (1765-1840)
Pierre-Antoine Dupont de l’Étang fue un oscuro general en los tiempos de la Convención, el Directorio, el Consulado y la primera mitad del Imperio. Salió del anonimato al apuntarse la primera gran derrota del Ejército Imperial, y por si fuese poco a manos de un desconocido que mandaba una horda de desharrapados. Si algún ejército despreciaba Napoleón era el español, al que tenía por corrupto, indisciplinado, mal armado y peor mandado por una caterva de borrachos; a eso se debió que se sintiera profundamente agraviado ante la noticia de que había masacrado uno de sus corps d’armée. Se lo tomó tan a mal que se puso al frente de las tropas en la Península, dispuesto a liquidar cualquier resistencia que los españoles osaran plantear. A Dupont no sólo le destituyó, sino que le sometió a un consejo de guerra, gracias a lo cual el pobre hombre se pasó dos años en la fortaleza de Joux. Cuando Louis XVIII recuperó el trono Dupont era el general menos sospechoso de simpatizar con Boney, así que le incorporó a su Conseil Privé como ministro de la Guerra. Su nombramiento fue contestado por los mariscales, asqueados de verse a las órdenes de un idiota que capituló ante un ejército inferior. Con el paso de los meses la sorda hostilidad pasó a ser clamor ensordecedor, menos por sus antecedentes que por la impopularidad de sus medidas, como licenciar a medio ejército, poner a media paga el otro medio, bloquear los programas de armamento, instrucción y suministros, permitir que se ofendiera de modo sistemático a los mariscales del Imperio, que ahora lo eran de Francia y, de postre, crear una Guardia Real mercenaria, desmedidamente bien pagada y equipada de un modo tan fabuloso que despertaba no ya la envidia, sino la indignación general.
El plante contra Dupont era tan amenazador que Blacas debió recurrir a un mariscal prestigioso, Jean de Dieu Soult, Duc de Dalmatie —los títulos del Imperio no eran apreciados en el entorno de la vieja nobleza regresada, pero se hacían excepciones—, quien había logrado convencer a todo el mundo no ya de su lealtad, sino de su devoción por el rey. Si la primera medida sólo tuvo de malo que no la tomase antes, la de nombrar a Soult sería catastrófica, pensaba Wellington. Soult era el tipo más corrupto no ya de Francia, sino del continente. Tardaría en echar mano a la caja lo que tardara en ocupar la poltrona. Un ejército tan necesitado de fondos como el francés no podía permitirse que ni un solo franco de los presupuestados dejara de llegar a su destino, fuera éste salarios, instalaciones o armamento. Con Soult sería cuestión de meses que los soldados se sublevaran. Siempre les había derrotado, aunque no por causas imputables a ellos o a la oficialidad, que a su juicio era profesional y valerosa. Los mariscales eran la causa de las derrotas, y él sabía la razón: a la sombra de Boney era imposible que un general desarrollara la capacidad de pensar por sí mismo que debe poseer el jefe de un ejército. Los mariscales de Bonaparte funcionaban bien cuando tenían a la vista su riding coat, pero si estaban solos la inseguridad les dominaba, les hacía cometer errores rara vez fatales, aunque sí lo bastante graves para impedirles acceder a posiciones vencedoras. Los de la primera época, cuando Boney iniciaba su carrera, sí sabían vencer. Buenos ejemplos fueron Moreau, Desaix y su cuñado Davout, pero los primeros estaban muertos y del tercero no se fiaba nadie. Otro error de Blacas. Davout habría debido ser su hombre, pero aquel imbécil, como Fernando, no quería rodearse de los mejores. Sólo le interesaban los leales. Davout, el más republicano de los mariscales, no era fácil de manejar. No lo fue ni para Bonaparte, de modo que nada tenía de particular que Blacas le ignorase. Dios quisiera que Inglaterra, que a fin de cuentas era lo importante, no lo tuviera que lamentar.
Jean de Dieu Soult, Duque de Dalmatia (1809), por Louis Henri de Rudder
Juliette bailaba para el sublime pedante Benjamin Constant. La multitud les hacía corro, hechizada. El más profundo de los intelectuales profundos babeando ante los meneos de la más inaccesible de las diosas. Wellington se preguntaba si no estaría ya bien de hacer el imbécil. Seguir allí, sin conseguir una sola mirada de Juliette, era penoso. El problema era que volver al hôtel Charost, su recién adquirida residencia en el Faubourg Saint Honoré —Paulina Bonaparte, comprensiblemente ansiosa de hacer caja, lo había vendido a la Corona Británica, mobiliario incluido, en el para ella no buen precio de 863.000 francos—, se le hacía todavía más horrible. Por Kitty. Aquel día padecía un magnífico dolor de cabeza. De los no graves, los que sólo le impedían salir. Si regresase a tan temprana hora la encontraría en pie. Había ya cumplido con la obligación de visitar el establo, por lo que no haría falta movilizar su imaginación para fingir un ataque de pasión, pero de lo que no podría escapar sería de la fatigosa servidumbre de charlar unos minutos. Si hablar con ella le aburría, salir con ella era un espanto. Le avergonzaba dejarse ver con aquella mujer tan vieja y tan fea, fatal realidad de la que años antes fuera belleza cotizada, tanto que su rechazo coquetuelo a sus apasionados avances le descorazonó de tal modo que desertó del violín para dedicarse a la infantería, y además tampoco era tan anciana, que aún no cumplía cuarenta. Sería dos o tres años mayor que Juliette, aunque puestas las dos juntas la duquesa de Wellington pasaría por la madre de Madame Récamier. Alguna vez se preguntaba si no debería divorciarse. Viviría mejor, pero sería un acto criticable, de la clase que un caballero no se podía permitir, y menos si no se conformaba con ser un simple Duke of Wellington, Feldmarschall of the British Army and British Ambassador. Quería más. Para eso, lo sabía, no quedaba más opción que seguir con la vieja, desdentada y casi ciega Kitty Pakenham colgada de su brazo. Una tortura, sí, pero sería otra vez llevadera cuando la devolviese a Hamilton Place. Los últimos diez años los habían pasado así, ella en la mansión familiar y él por esos mundos. Un tiempo en el que comprobó hasta la exasperación que la vida sin Kitty era preferible a la vida con Kitty. Cuando regresó al continente, cuatro meses antes, ya sabía que no tendría más remedio que traérsela, pues no tenerla con él en el excitante París de la Restauración daría que hablar, lo que jamás es bueno para prosperar en política. Ésa era la razón de haberla sacado de su plácida vida vegetal para soportar el suplicio de verla cada día. Terminaría pronto, pues Liverpool le quería en Viena para relevar a Castlereagh, al que decía necesitar en la House of Lords, aunque también podría ser, había dejado caer minutos antes la viperina Germaine de Staël, que para negociar con aquellos tigres de Metternich, Talleyrand, Hardenberg y los mercenarios del Zar, mejor sería que Inglaterra contase con alguien de acreditada dureza, en lugar de aquel melífluo y delicado Viscount of Castlereagh.
Lady Catherine 'Kitty'' Wellesley,Pakenham,Duquesa de Wellington
Quizá Germaine tuviera razón. Lo pensaba por la última carta de Liverpool. Le pedía sus mejores esfuerzos para ganarse a Francia. En la opinión de Sir Robert Banks Jenkinson, Earl of Liverpool y primer ministro del Regente, Louis XVIII era el único soberano continental digno de confianza, opinión que Wellington deploraba; el Zar, proseguía Liverpool, era un libertino insoportable, al rey de Prusia lo esclavizaban sus asalvajados generales, y en cuanto al Kaiser Franz le tenía por un bobo muy honesto aunque del todo en manos del sinvergüenza de su canciller Metternich, del que ninguna persona en su sano juicio se fiaría. Una evaluación, se decía, benévola en exceso. La suya era peor.
Le gustaba observar a la belle Julie, pese a no ser una belleza canónica. Su rostro era gracioso, aunque de facciones poco resaltables y de cuello un tanto fornido. Pese a la moda imperante no mostraba más allá de un recatado escote, por ser evidente que no estaba bien dotada para criar a nadie. Sus brazos eran robustos y sus caderas resultaban un tanto escurridas. En cuanto al resto del cuerpo, del que seguía sin conocer a nadie capaz de opinar, sólo mostraba unos pies nada diminutos. Juliette era un conjunto de imperfecciones que alcanzaban una inusitada perfección, sin que fuera capaz de formular el porqué de tal fenómeno. Prefería sentarse y divagar, sin dejar de contemplarla. Recordaba una carta de días antes, de Fernando el Deseado, anunciando la liberación de Álava y explicando que todo fue un malentendido. Fernando era un imbécil, tanto como Louis si no más, sentenciaba sin conseguir una mirada que le alegrase la soirée. La vida les había ofrecido lo que bajo ninguna lógica merecían, una restauración pacífica, y en vez de ser juiciosos se afanaban en llevar a sus países a una revuelta, si no a una revolución. Cuán penoso era verse obligado a respaldarles, pero Inglaterra necesitaba estabilidad en el continente y libre comercio con las colonias españolas, y si el precio era dar apoyo a esos dos tiranuelos, pues no habría más remedio, por mucho que le repugnara.
El baile se interrumpía. Constant amenazaba leer una de sus excrecencias. Expectación en la sala. Wellington empezó a estudiar una senda de huida; él no había ido allí a escuchar majaderías. Volvió a fijar en Juliette su acreditada mirada penetrante, implorando de los cielos el milagro de que la bella la devolviese y saliera del salón, en cuyo caso él iría tras ella un segundo después, aunque hubo de constatar que para los ateos no hay milagros. Juliette parecía no ya en trance, sino a punto de levitar. Suspiraba por las sollozantes palabras de le crétin boiteux, que aquella noche pensaba martirizar a los presentes con unos textos recién eyaculados a los que pensaba llamar Adolphe, y que según la venenosa Germaine serían un detallado y exhaustivo estudio de su inmensa estupidez. Pues asunto concluido, se dijo al tiempo de aparejar sin excesiva discreción y arrumbar hacia la puerta dando una buena velocidad. Si de algo sabía el duque de Ciudad Rodrigo era de retiradas estratégicas.
Álava tenía frío. Las nevadas no cesaban, así que sólo caminar por las empinadas callejuelas era un jugarse la vida. Pese a todo, lo prefería. Madrid, gran razón tenía Cevallos, era excelente para irse, y eso fue lo que hicieron días antes su esposa, él y Zurraspas, un soldado de artillería herido y olvidado en Medellín, y al que Álava, que cubría la retirada de Cuesta, vio moverse bajo la cureña de un cañón gracias a su vista de serviola. Tras izarle a su grupa y ante la demanda del pobre hombre —que le dejase allí, o los franceses les matarían a los dos—, exclamó en buen tono, para ser oído por los jinetes que le acompañaban —partidarios de abandonar al herido y huir al galope, pues a los lanceros que les perseguían ya se les adivinaba el color de los ojos—, que o se salvaban juntos o perecían juntos. Al soldado no se le olvidó aquel detalle tan impropio de un oficial —no podía saber que tan desusado caballero era marino—; de ahí que nada más recuperarse buscase al coronel que con virtual seguridad le librara de perecer a culatazos. Álava, enternecido, le tomó a su servicio. Zurraspas —Marcelino Expósito Paternoster, pero en su pueblo, Don Benito, el mote que te ponían de pequeño si eras el hijo de una puta, de los abandonados en la puerta del hospicio, era para toda la vida—, desde aquel día, no se movió de su lado; cocinaba —mejor que Thornton, opinaba Ciudad Rodrigo—, cuidaba de su ropa, se ocupaba de sus caballos y sus armas y, como un día le pidiera Doña Loreto, de impedir que le mataran por la espalda, pues de quienes vinieran de frente Don Miguel ya sabría ocuparse.
Al palacio Álava se le notaba que durante la invasión no se invirtió nada en sus hechuras. Habrían debido ir a la casa de los Arriola, en la cercana calle Correría, mas para el teniente general era cuestión de principios habitar la suya, de modo que recurrió al pretexto de así realizar mejor el inventario de las obras que debían llevarse a cabo a lo largo de los siguientes meses, las cuales deberían ser supervisadas por Doña Loreto, ya que, por razones que no necesitó explicar, tenía que marchar a su destino en prudente soledad. Su esposa, por su parte, no deseaba dejar su casa. En Vitoria estaba bien, rodeada de los suyos —la familia que formaban los Arriola, los Álava y los Esquivel era muy numerosa—, disfrutando de su sencilla y piadosa vida y, sobre todo, de sus sobrinos, a los que amaba con la intensidad de las que desde jóvenes intuyen que nunca parirán. Había marchado a Madrid por un deber de solidaridad, pero La Haya era otra cosa. En aquella lejana ciudad no se le había perdido nada, de modo que ni se planteó llevar allí su vida. Quería mucho a su esposo, aunque de un modo platónico. Era, el suyo, el amor de dos solterones que, archivadas las pasiones por culpa de una herida de guerra, comparten la lucha cotidiana contra la triste vejez. Lo último aún no era cierto, porque ancianos no eran —acababa de cumplir veintinueve y Miguel haría cuarenta y tres en febrero—, aunque su relación podía definirse así. No sólo por la inexistencia pasional, sino porque ninguno de los dos gozaba de muy buena salud.
Sentado junto a una estufa, Don Miguel trabajaba en un escrito para el hombre al que debía lo más preciado que alguien puede deber a otro: la libertad. Wellington debía conocer su excarcelación, pues le mandó una carta nada más llegar a su casa de la calle Fuencarral, aunque sólo dijo que ya era libre y que pronto escribiría in extensum. Fue tan lacónico por la certeza de que sería leída por la policía de Fernando. En Vitoria sí podía extenderse, pues los Arriola sabían hacer llegar un sobre a París sin que lo interceptaran los esbirros del rey, de modo que dedicó un buen rato, y varias páginas, a explicar sus planes al hombre que tanto tenía que ver con ellos. Tras repasarla sólo añadió que pretendía llegar a París a mediados de enero y que se hospedaría en la embajada, en la Rue Mont Blanc. Como pronto dejaría Vitoria no habría tiempo para que le llegase una respuesta, de modo que mejor no contestara. En realidad sí lo daría, pero le avergonzaba explicar que la España de Fernando era mal lugar para recibir cartas, y que una de Wellington a Miguel de Álava sería primero leída por Velasco. Los descerebrados que gritaban «¡vivan las caenas!» seguro que no tenían quién les escribiera.