París, martes 1 de agosto
Gneisenau y Grolman estudiaban la evolución de la Festungskrieg, pese a que después no habría reunión con Blücher; éste había tomado la costumbre de acostarse muy tarde, cuando regresaba de la casa de juegos que hubiese devastado la noche anterior y tras dar cuenta de la tercera botella de la jornada. Era difícil verle antes de mediodía, e incluso entonces Gneisenau prefería distraerle lo menos posible. Su inmutable malhumor no le asustaba, pero le aburría. Sin que hubiera dejado de respetarle ansiaba la llegada del día en que regresase a Schlesien y les dejara en paz, pues aún quedaba mucha guerra por luchar. La buena noticia era la rendición de Mariembourg. En cuanto a las demás fortalezas, lo peor llegaba de Mézières y de su vecina Charleville. Las mandaba un tal Lemoine, bonapartista fanático al que traía sin cuidado que hubiera un rey en París; poseía no sólo una formidable reserva de munición y alimentos, sino las maestranzas de Charleville, una población dedicada por entero a la industria militar. Su fuego artillero no dejaba vivir a sus sitiadores, media brigada Oldenburg, contra la que realizaba frecuentes salidas y a la que había hecho bastantes prisioneros. Para reducirle, decía el Prinz August, pensaba reducir a cenizas tanto Charleville como Mézières, a fuerza de bombardeos. Si se había retenido era por la llegada de un enviado de Louis XVIII al que había franqueado el paso hasta las posiciones de Lemoine. Aún no conocía los resultados de lo que hablaron, aunque suponiendo que no habría cambios seguía desplegando piezas contra Charleville, cuya población estaba espantada; sin tener nada que ver en todo aquello, la obstinación de aquel lunático estaba por costarles sus propiedades y quizá sus vidas. El Prinz se despedía diciendo que si algo no podía comprender eran las resoluciones de aquel insensato, aunque no por eso estaba menos dispuesto a convertir Charleville y Mézières en dos montones de ruinas.
La última novedad era una nota de Knesebeck, anunciando que Napoleón sería despachado en un navío inglés a la lejanísima Santa Helena, en el Atlántico Sur, donde quedaría confinado de por vida, custodiado por una guarnición británica. Las cuatro potencias (Austria, Rusia, Francia y Prusia) estaban invitadas a enviar comisionados, lo que Knesebeck le hacía saber para su conocimiento y por si deseaba sugerir algún oficial que hablase francés y, deseablemente, inglés. Para un hombre como Bonaparte, pensaba sin sentir compasión alguna, caer en Belle-Alliance o ser fusilado en Vincennes habría sido un final preferible, si no por otra cosa por lo mucho que se aburriría en ese peñasco perdido. En todo caso, apuntó para sí en un rincón de su privilegiada memoria, debería dedicar unos minutos a revisar la larga lista de sus enemigos, a ver si daba con algún candidato adecuado a esa honorable comisión. Sería la más retorcida de las venganzas, se dijo esbozando una sonrisa que ninguno de sus contadísimos amigos, ni siquiera Clausewitz, sería capaz de interpretar.
Wellington, Álava y el recién llegado Somerset revisaban las noticias y los periódicos; esa mañana prestaban especial atención al Moniteur, que traía tres edictos de Talleyrand; según la intelligentzia de Wellington fueron acordados en la reunión del Conseil Privé del 24, pero su publicación se demoró por las dudas de Fouché y de Talleyrand. El primer edicto traía la lista de los que por haber llevado el país a la catástrofe serían sometidos a un consejo de guerra; el segundo mostraba la de individuos contra los que no había nada específico, pero que deberían dejar París y establecerse donde les indicara el ministro de la Policía, para permanecer vigilados hasta que las cámaras decidieran qué hacer con ellos, si desterrarles o procesarles. La primera y peor —sus integrantes podrían darse por muertos si se dejaban capturar— la componían Bertrand, Cambronne, Clausel, Debelle, Drouet, Drouot, Mouton-Duvernet, Cesar y Constantin Faucher, Grouchy, La Bédoyère, Laborde, Charles-Françoise y Henri-Dominique Lallemand, Lavalette, Lefebvre-Desnoëttes, Lobau, Ney y Rovigo. La segunda la formaban Arnault, Arrighi, Barrere, Bassano, Bory de Saint Vincent, Boulay de la Meurthe, Bouvier, Brayer, Carnot, Cluys, Courtin, Davout, Defermont, Dejean, Divat, Dumoulard, Durbach, Exelmans, Forbin-Janson, Fressinet, Garner de Saintes, Garrau, Harel, Hullin, Lamarque, Le Lorque Dideville, Lepelletier, Marbor, Mellinet, Merlin, Pierre, Pummereuil, Real, Regnaud, Soult, Thibaudeu y Vandamme. Las dos, decía Wellington, eran más breves que las santificadas el 24, en las que figuraban unos cuantos más que si desaparecieron fue por diversas y discretas presiones, en especial la suya; le causaban una profunda pena, pero no por caridad, sino por clarividencia política. Él había explicado varias veces no sólo a Talleyrand, sino al propio Louis, que si un error irreparable podían cometer era tomar represalias de sangre contra militares y políticos señalados. Álava no lo veía tan en blanco y negro. Cierto que sería una tragedia, de las que cuestan la desunión del ejército, pero ésa sería la gran ventaja para Inglaterra; el ejército francés se convertiría en una fuerza no sólo derrotada, sino desunida, con lo cual dejaría de ser temible durante al menos una generación. Lord Fitz-Roy Somerset opinaba lo mismo, pero Wellington insistía en su juicio. A su modo de ver, las hipotéticas ventajas militares para Inglaterra eran secundarias. Los inconvenientes políticos eran más graves, pues acrecentarían el riesgo de un levantamiento contra la familia real, lo que a su vez crearía inestabilidad en el continente, todo lo cual iría contra el propósito prioritario de su país: incrementar el comercio lucrativo y mantenerlo a gran altura durante muchos años, hasta que las arcas públicas estuvieran tan llenas que mereciese la pena emprender alguna buena guerra. Consciente como era de la pésima situación financiera de Inglaterra, no podía sino buscar la paz con todas sus fuerzas, y aquellas dos estúpidas listas atentaban, sobre todo, contra los supremos intereses de su país.
El tercer edicto era breve: el gobierno acordaba pagar a Prusia e Inglaterra una indemnización preliminar de cincuenta millones de francos; la segunda, explicaba Wellington con bastante frialdad —todo lo que hacía Talleyrand aquellos días le inspiraba una gran desconfianza—, repartiría la suma que le correspondiese con el VKN, Hannover y los ducados de Nassau y Brunswick. No era mala novedad, lo aceptaba, pero le preocupaba que Talleyrand pretendiese cerrar así el asunto del dinero, ya que Liverpool, según reiteraba Castlereagh, en modo alguno estaba dispuesto a conformarse con menos de doscientos cincuenta millones. Contra lo que pensaban los prusianos, que aún quedaba una guerra por terminar, la de las fortalezas, desde hacía días se disputaban otras dos. Una era la de los territorios y las almas; la otra, la del oro. Prusia y Austria querían de lo primero, e Inglaterra y Rusia sólo pensaban en lo segundo; después de todo, y si se sumaban los imperios coloniales, no necesitaban ni más acres ni más campesinos. El dinero era, como siempre terminaba por suceder, lo más importante.
Álava recordaba la sentencia de Wellington: «una batalla es como un baile; cada uno al que preguntes te dará una visión distinta, ninguna falsa pero todas lejos de ofrecer un panorama global»; aquel del hôtel Grimod, la suntuosa residencia de Wellington —a Fouché no le costó convencer a su propietario, el abogado y periodista Alexandre Grimod de La Reynière, de que lo alquilase al British Army; marcharse a otra de sus casas no le hacía feliz, aunque reconocía que, al menos, los ingleses pagaban—, ilustraría bien aquella declaración. Asistían unos trescientos caballeros, aunque sólo cuarenta damas, y por lo que sabía él pocas eran francesas. Una cierta conspiración anti-Wellington se había extendido por la ciudad, centrando en él las frustraciones de la ciudadanía, pese a que siguiera tan frívola y desenfadada como siempre, o al menos desde que los cañones de Blücher dejaron de atronar. Un Blücher que se había excusado, quizá para no verse con el gordísimo Louis XVIII, aunque también podría suceder que aquel ambiente le aburría; preferiría seguir saqueando las casas de juego, gracias a lo cual cuando regresase a Krieblowitz sería un caballero rural bastante más adinerado que cuando la dejó en enero de 1813. El que sí vino fue Gneisenau, que fiel a su estilo mostraba un aspecto muy sobrio; vestía su reglamentario uniforme de General der Infanterie, sin apenas condecoraciones; sólo lucía su Eisernekreuz y, pensando que Friedrich-Wilhelm le reprocharía que no lo hiciera, las dos más valiosas para cualquier oficial prusiano, la Pour-le-Merit-mit-Eichenlaub[230] y la Kreuz-des-Schwarzen-Adlerordens.[231] Wellington, por el contrario, mostraba buena parte de las muchísimas que tenía, empezando por las últimas con que le habían honrado los monarcas presentes. Álava, en estricto atuendo de ministro plenipotenciario, sin otra condecoración que su Toisón de Oro —otorgado por las Cortes de Cádiz—, se preguntaba, conteniendo una sonrisa, si su amigo no acabaría echando chepa por culpa de toda esa chatarra.
Además de Louis y Friedrich-Wilhelm pululaban por el salón —presidido por un gran retrato de Bonaparte, obra de Gérard— el Zar Alexander, el Kaiser Franz, el Comte D’Artois, los duques D’Angoulême y de Berry, Hardenberg, Humboldt, Castlereagh, Stewart, Cathcart, Metternich, Gentz, Kapodistrias, Nesselrode, Razumovsky, Pozzo di Borgo, Vincent, Von der Golz, Hill, Murray, Schwarzenberg, Colloredo-Mansfeld, Wrede, Zieten, Grolman, Müffling y el gobierno Talleyrand en pleno. Salvo Blücher no faltaba nadie, aunque aquello era un baile y buena parte de los invitados deseaban eso precisamente, bailar, de modo que las escasas damas en presencia se veían obligadas a dar lo mejor de sí mismas para que ninguno de los trescientos se quedara sin un vals, una mazurka o una polonesa. Las que más en forma estaban, o mejor resistían la fatiga, eran la duquesa de Sagan y sus hermanas, la princesa Hohenzollern-Hechingen y la condesa de Périgord, a las que secundaban eficazmente las princesas Lieven, Bagration, Narishkin y Auersperg, las condesas Boigne, Kielmansegge, Rzewuska, Wrbna y Marassé, así como Madame Staël-Holstein —cuando convenía sabía ser suiza—, Mademoiselle Choiseul-Gouffier, Madame Eynard, Frau Jablonowska, Lady Granville, Lady Burghersh, Lady Lamb, Lady Shelley, Miss Meade, Lady Mary, Lady Sarah y Lady Georgiana Lennox, Lady Georgiana y Lady Mary Capel y, por fin, una excesivamente juvenil Lady Frances-Anne Vane-Tempest que, rompiendo el pacto de solidaridad establecido entre las damas, no se salía de los brazos de un incómodo Lord Stewart. La única que no bailaba —las que se adentraban en la venerabilidad, que había unas cuantas, a esos efectos no contaban— era Lady Frances Webster-Wedderburn, quien, colgada del brazo del tampoco muy cómodo Wellington, sostenía como podía su barrigón de casi nueve meses, pese a lo cual no había tenido reparo en subirse al carruaje de las atrevidas Capel y las impacientes Lennox, y hacer con ellas el alegre y prometedor camino de Bruselas a París.
Álava, como buen embajador, se deslizaba con suavidad por el margen exterior del gran aposento, entrando y saliendo de los corros, repartiendo saludos y sonrisas aunque sin perder de vista los avatares danzarínicos, al punto de llevar un instintivo registro de parejas significativas. Así pudo constatar que la resuelta Lady Sarah Lennox se las apañaba cada tres o cuatro bailes para enlazar un vals muy ceñido con un embobado Sir Peregrine Maitland, que Friedrich-Wilhelm se mostraba sospechosamente devoto de la Marassé, que la Kielmansegge de vez en cuando le dirigía miradas dos o tres segundos más largas de lo establecido en el protocolo de condesas decentes, que Lady Lamb parecía un punto fastidiada por la obstinación de la Webster-Wedderburn en no desasirse de Wellington, que si los interesados en danzar con la Sagan se pusieran en fila llegarían a la Place de Louis XV y que la reputadísima Dorothée de Périgord, pese a cumplir sus turnos con unos y con otros, a la que podía se amarraba con un oficial austríaco ciertamente apolíneo aunque un tanto bajito.
—¿Esa de ahí es la condesa de Périgord, mi general?
El buen Miniussir, todavía carente de oficio, trataba de comprender sus fundamentos a base de seguir las aguas de un matalote que no se daba cuenta de serlo.
—Si la memoria no me falla, sí. Es que sólo la he visto una vez.
—Pues hoy está en coplas. ¿Las ha oído?
—Temo que no, pero haz el favor de ilustrarme.
—La gente de Grolman comentaba que hubo un duelo esta mañana. El ofendido era un coronel francés, de los que no se unieron a Boney. El retado, un aide-de-camp de Schwarzenberg. Condes, los dos. La razón, que al segundo se le imputa un proceder muy reprobable con la esposa del primero.
—¿Resultado?
—El segundo arreó al primero un sablazo en mitá los cuernos, con el ancho de la hoja. Dado que los padrinos habían convenido un primera sangre, ahí concluyó todo. Al francés se lo llevaron en volandas, con la cara partida y sangrando como un cochino, y el otro se volvió con los suyos.
—¿Y las coplas esas que dices tienen que ver con la condesa?
—Con ella, con su marido, un tal Edmond de Périgord al que aún no deben haber acabado de remendar, y con el que la mira como si pensara comérsela, el conde Clam-Martinitz.
—Pues el tal Edmond es el sobrino y heredero de Talleyrand, y la señora, según se dice, además de su châtelaine es algo más que su sobrina. Si lo del sablazo se confirma será un asunto divertido.
Se miraron y sonrieron, malévolos. Qué sería de los diplomáticos sin los buenos chismes.
Edmond de Talleyrand-Périgord, Conde de Périgord
La música cesaba cada tres o cuatro piezas, para dar un descanso a las esforzadas danzarinas, pues con el gran calor que hacía tanto baile frenético daba lugar a que la mayoría de las bellas sudaran como pollos. Una que no lo hacía demasiado, quizá por mostrarse virtualmente desnuda, se acababa de parar frente a los dos, tras desprenderse con escasa dulzura de un príncipe ruso.
—¡Cuánto me alegro de verle, Don Miguel!
—La alegría es mía, doña Guillermina.
La duquesa sonrió. Le gustaba cómo sonaban en español su nombre y su tratamiento.
—He oído por ahí que ha rescatado del Louvre ciento y pico cuadros valiosísimos, algunos del mismísimo Velázquez, y que los ha colgado en su embajada. ¿Es verdad?
—Salvo que lo hemos hecho entre los dos, así es. Por cierto, le presento a Don Nicolás de Miniussir. Además de trabajar conmigo representó al duque de Wellington en el cuartel general del Fürst Blücher durante toda la campaña, desde Waterloo a París. Señor de Miniussir, la duquesa de Sagan.
El aludido doblaba la cerviz no tan adecuadamente como habría debido. Le costaba un gran esfuerzo escoger entre los bellísimos ojos de la duquesa y sus no peores pechos, sin recordar que a la hora de inclinarse ante una dama sólo deben mirársele los pies. Un error que le costó una sonrisa de las que descomponen a cualquier agraciado consejero de cuarta categoría, y también una mirada como de gataza frente a un inocente ratoncillo que al otro diplomático no le costó calibrar. Nadie podría imaginar lo que habría dado él porque la Vévodkyne Zahánská le hubiese mirado así.
—¿Baila usted el vals, Monsieur de Miniussir?
—Temo que no excesivamente bien, Alteza.
—Pues venga conmigo, que yo le pondré al día.
Le había cogido de la mano, remolcándole hasta el centro de la pista con la naturalidad de una grácil fragata que hiciera lo mismo con un desarbolado bergantín. Un entristecido man’o war les miraba con alguna pena y no poca envidia. Miniussir quizá no se diera cuenta, pero rara era la mujer que no se lo comía con los ojos. Quién hubiese nacido así, suspiraba el embajador reemprendiendo su vagabundeo por el salón. Por interesante que pudiese resultar a los ojos de cierto tipo de princesas, ni su santa madre le habría descrito jamás como un hombre guapísimo. En esos tristes pensamientos se deslizaba sobre las baldosas cuando sintió que le cogían del brazo.
—¿Has oído lo último?
—¿Lo del duelo?
—No. Eso debe ser nuevo. Luego me lo cuentas. Hablo de La Bédoyère —Wellington había logrado deshacerse de la Webster-Wedderburn, que quizás estuviera rompiendo aguas por ahí; se le notaba que ardía en deseos de compartir sus pensamientos con alguien de confianza—. Se había escondido en Riom, con Exelmans, pero le dio la locura y volvió a París a ver a su mujer, de la que por lo visto está loco perdido, y a su hijo, que sólo tiene unos meses. Lo hizo sin tomar precauciones, de modo que alguien le reconoció. Esta mañana, al amanecer, le detuvieron en su cama. Le han llevado a la prisión de l’Abbaye. Lo sé por Decazes, el prefecto de París. Ya le ha visto, y está deshecho. Sabe de sobra, y si no lo sabía él se lo ha explicado, que tiene los días contados.
—¿De veras piensas que Louis será capaz de cargárselo?
—Hace un rato intenté hablarle del asunto, y me rehuyó. Talleyrand está desolado, igual que yo. Los muertos como La Bédoyère a la vuelta de nada serán mártires, pero estos alucinados quieren dar un escarmiento y no entienden que sólo conseguirán quedarse sin corona. No sé si en un año, en tres o en diez, pero como sigan por este camino D’Artois no morirá rey. Te aseguro que no.
Álava no necesitaba que Wellington se lo asegurase. Lo veía con la misma claridad. El precio de conservar la corona para la casa de Bourbon pasaba por predicar la concordia, el apaciguamiento y el perdón, por muchos sapos vivos que Louis, su hermano, sus sobrinos y el coro de ultras que los jaleaban se tuvieran que tragar. Claro que, bien mirado, una Francia inestable, bordeando la guerra civil, podría no ser buena para Inglaterra, pero para España quizá sí lo fuera. Lo tendría que pensar.