Viena, lunes 6 de marzo

Los representantes de las ocho potencias llevaban horas reunidos, lo que les pasaba factura en fatiga, irritación y, en el caso de Talleyrand, un mortal hastío. Le costaba seguir las palabras del que se hallara en uso de la suya, por entonces el insufrible Labrador. Parecía mentira, se decía con asombro y ya era difícil que le asombrase algo, que con un orden del día como el de aquella tarde, cómo llevar a Friedrich-August la gran noticia de que podría conservar tres quintos de su reino, y qué diablos hacían con la Orden de Malta, se hubieran enfangado al punto de vociferar casi todos a la vez. Él no, ni Wellington, ni Metternich, pero los demás dejaban asomar sin pudor alguno su pésima crianza, como si aquello fuera una lonja de pescaderas y no una reunión de acreditados diplomáticos.

El primer punto fue sencillo: en una hora convinieron que Metternich, Wellington y él mismo viajarían a Preßburg, donde residía el exiliado Friedrich-August, para convencerle por las buenas, y si no explicarle cuáles serían las malas, de que sancionara el asunto. De ahí habrían debido pasar al segundo, que se suponía incapaz de alterar a nadie, pero Labrador se obstinó en debatir cómo se plasmaría la consolidación de los acuerdos en los pertinentes tratados bilaterales entre las ocho potencias allí representadas, más la propia interesada —Sachsen, o Sajonia como se obstinaba en decir por su ridículo afán de pasar al español los nombres de las ciudades y de las personas—; no sólo eso, sino que vociferaba su oposición a dejar la mesa sin que se antes se acordara un acta coherente. Sus modales eran conocidos, de modo que, como era usual, los demás habrían ignorado sus inconciliables puntos de vista para dar paso a un acta sibilina que dejara satisfecho a todo el mundo, pero esa tarde los rusos, a los que pronto se sumaron los prusianos, querían aprovechar el merder para pescar alguna perca despistada, de modo que la sesión devino tan inacabable como tempestuosa.

Lo razonable habría sido que, tras alcanzar un acuerdo de mínimos que no contradecía lo que por separado habían convenido Metternich, Castlereagh, Hardenberg, Kapodistrias y Talleyrand, el cual debería ser sustanciado por una subcomisión formada por La Besnardière —el mejor tratadista de las docenas que infectaban la ciudad—, Anstett —un alsaciano a sueldo de Alexander— y Gentz, y se levantara la sesión, pero Wellington quería cubrir el objetivo señalado, y así, a regañadientes, a Metternich no le quedó más opción que poner sobre la mesa el segundo asunto del orden del día.

La isla de Malta, una posesión de Reino de Aragón, fue residencia de la Orden —por concesión de Carlos I— hasta que los caballeros se rindieron a Napoleón en 1798. Los ingleses la tomaron en 1800, y aunque no lo decían su intención era no irse, pues con Malta y Gibraltar controlaban el Mediterráneo. El propósito de Labrador al crear tal clima de impaciencia era sacar ventaja del agotamiento de sus contrapartes y obtener un acuerdo beneficioso para su causa, con lo cual demostraba que su conocimiento del alma diplomática era similar a su talento como anfitrión. La primera salva en su contra partió del conde Löwenhielm, el aburrido plenipotenciario sueco, que si se hallaba presente sólo era por evitar que su ausencia fuese aprovechada por los rusos para birlarle Noruega, la que tan a duras penas había rapiñado a la impotente Dinamarca tras ceder su parte de Pommern y Rügen a los insaciables prusianos. Su vengativa propuesta fue respaldada por los demás plenipotenciarios, tan deseosos como él de asestar un estacazo al colega español. Consistía en traspasar a la Orden la isla de Menorca, recientemente recuperada para España. Dado que no lo hizo un ejército español, sino el almirante francés Michel de La Galissonière, lo que de paso acabó con la vida de su contraparte inglés, Sir John Byng —cada diez años, con cualquier pretexto, el Almirantazgo fusilaba un almirante; no había procedimiento más eficaz para mantener a los demás en una forma prodigiosa—, el solemne Löwenhielm, al que costaba esfuerzo mantener la seriedad ante la desorbitación del marqués de Labrador, opinaba de buena fe que Su Cristiana Majestad, el rey Fernando VII, no estaría en contra de ofrecer aquel cobijo, que tan barato le había salido, a los honorables caballeros.

Fernando VII por Vicente López

Sin apercibirse de las sofocadas risas de sus crueles iguales, Labrador prorrumpió en un iracundo aserto contra los pretendidos caballeros, afirmando que se comportaron de un modo tan cobarde que no merecían un lugar bajo el sol, y que si algo procedía en derecho y en justicia no era buscar cobijo a tan vergonzosa caterva, sino que Inglaterra devolviese Malta, pues cuando el rey Carlos I la cedió a los Hospitalarios en 1530 lo hizo en concepto de arrendamiento, cuya renta sería un halcón peregrino al año —los plenipotenciarios, salvo Talleyrand, elevaron sus cejas; si éste no lo hizo fue por saber cómo fijaban sus precios los soberanos españoles—; dado que aquel contrato fue roto por los infames caballeros al no defenderse del Usurpador, y como de ningún modo se planteaban los presentes que regresaran a Malta, los derechos sobre la isla deberían revertir a la potencia que seguía siendo su propietaria en derecho. Encantado con el estupor que caía sobre la fatigada conferencia, añadió que si el duque de Wellington estaba tan deseoso de conseguir a la indigna Orden un lugar donde vaguear, bien podría cederles un condado de los muchos que poseía en Irlanda. His Grace ni pestañeó. Su opinión sobre Labrador era notoria: «es el tipo más estúpido con el que jamás me haya cruzado», según la venenosa duquesa de Sagan había filtrado a todo el mundo, de modo que prefirió responder según acostumbraba en el caso del plenipotenciario español: con su más británico desprecio. Sobrevino un silencio indeseable, con todo el mundo fingiendo consternación, salvo el marqués de Labrador, en pie y dirigiendo a la sala cejijuntas y desafiantes miradas a babor y a estribor, hasta que Talleyrand, sintiéndose obligado a decir algo que favoreciese a Francia, por si al socaire del agotamiento general conseguía que colase, sugirió la posibilidad de buscarles un hueco en Elba, sin entrar a debatir que con eso se haría necesario buscar otro a Bonaparte, o si no en Corfú, ante lo cual se levantó Kapodistrias como impulsado por un resorte, pues por algo era de allí. Según adujo, la representación rusa se negaba en redondo a considerar lugar alguno cercano a los Balcanes; bastante confusa era ya la situación en aquellos andurriales para que la Orden de Malta la complicase aún más. El cansancio era tal que, por una vez, nadie se opuso a una propuesta de Hardenberg: que la Orden se buscara la vida ella sola, pues no era responsabilidad del congreso encontrarle un hogar. Sería una injusticia, pero al menos esa vez hubo unanimidad entre las ocho potencias.

Talleyrand fue de los últimos en levantarse. Se preguntaba si aquella noche, como era usual hasta no hacía mucho, su sobrina esperaría en pie con la secular infusión de manzanilla, deseosa de ser informada de los acaeceres del congreso. Las costumbres de Dorothée ya no eran las mismas. Si antes apenas salía por las noches ahora era raro que coincidieran en Kaunitz, y a veces hasta en las recepciones donde se les invitaba. Nunca ponía excusas, aunque no dejaba de comentar alegremente cuando se veían por la mañana —en eso no había cambios; sus ojos seguían siendo lo primero que veía cuando despertaba— lo bien que lo pasó en la cena de la princesa tal, el teatrillo de la duquesa cual o el vernissage de la condesa no-sé-cuántos. No tenía queja de su comportamiento como châtelaine, pero los síntomas de que la perdía, de que cada día se alejaba un poco más, eran indisimulables.

Marqués de Labrador, España, por Vicente López

Álava en Waterloo
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