París, domingo 22 de octubre
Wellington y Álava desayunaban a solas; Lord Fitz-Roy había marchado a Calais, a esperar la llegada de Lady Wellington, la cual, harta de chismorreos sobre su inminente separación, había establecido del modo más directo que su marido era suyo, que jamás había dejado de serlo y que para ponerlo de relieve nada mejor que pasar con él unas semanas en el fascinante París de la segunda Restauración. Si Wellington se lo había tomado mejor o peor era un misterio, salvo para Lord Fitz-Roy por unas razones y Álava por otras, y no porque las comentase; sólo sucedía que le conocían muy bien.
Las noticias del día eran tres. La primera, que Wellington mandaría el ejército de vigilancia, que constaría de los mismos ciento cincuenta mil hombres inicialmente previstos aunque distribuidos de otra forma: Prusia, Rusia y Austria contribuirían con treinta mil cada una, Inglaterra y el VKN con treinta mil entre las dos, y el resto serían aportados por diversos estados alemanes. Prusia y Rusia querían que lo mandara Gneisenau, pero la opinión de Louis XVIII, que al fin y al cabo pagaría la factura, fue determinante: con Wellington se llevaba bien. Álava no necesitaba que su amigo se molestara en explicarle lo mucho que le agradaba el nombramiento. No tenía ninguna gana de volver a Inglaterra, donde al cabo de unos meses su aura se habría disuelto en el marasmo de los acontecimientos cotidianos. Cuando las campanas de Saint James tañeran a relevo en el 10 de Downing Street no contaría con ninguna ventaja especial, pero en el continente, por el contrario, sería el hombre que llevaría sobre sus hombros la penosa tarea de mantener Europa en paz, de modo que su fama deslumbraría por tiempo indefinido. Marginalmente, podría seguir viviendo como un feliz soltero virtual, cubriendo de vez en cuando el expediente de soportar un mes o dos a su señora y dedicando el resto de su tiempo a gozar sin restricciones, como había hecho desde que se firmara el Pacto de Saint-Cloud.
La segunda noticia les dejó indiferentes, pese a estar relacionada con un cordial enemigo de los dos: la guarnición de la fortaleza calabresa de Pizzo, tras resistir el día 5 de aquel mes un ataque por sorpresa de Murat, al que acompañaban unos cuantos desesperados, le había capturado, juzgado y condenado. El pobre diablo, según decía Wellington, se portó bastante bien frente al pelotón que le mandó a la inmortalidad, con gran dignidad y sin idioteces como aquella del bobo de La Bédoyère.
La última era muy divertida: la baronesa Krüdener había dejado París, nada contenta. Quizás eso indicase que Alexander recobraba la razón, pues la suma de los ridículos en que aquella iluminada le había hecho incurrir desbordaría las posibilidades de un Saint James’ Morning Chronicle. La última y definitiva fue su empeño en competir con Juliette de Récamier en el mercado de los salones literarios; en la última reunión que celebró, donde se las compuso para que participara una Germaine de Staël más venenosa que nunca, tuvo con ella unas palabras nada suaves —la deslenguada baronesa no podía ser más atea ni menos partidaria de ser evangelizada, mientras que su devotísima colega parecía no ya cenar con Dios todas las noches, sino acostarse con él—; a los dos días se publicaron en Le Nain Jaune, con el efecto comprensible de hacer llorar de risa no sólo a los nada escasos parisinos que compraban la desvergonzada publicación —se decía que L’Inévitable formaba entre sus filas—, sino al conjunto de las legaciones extraordinarias y misiones diplomáticas que atestaban la ciudad. Para el Zar debió ser demasiado, pues a los dos días el hôtel Montchenu estaba disponible.
—¿Vendrás con Perelada, esta noche?
Wellington hablaba de la recepción que daba Blücher en su château de Saint-Cloud. El motivo era decir adiós a París con carácter oficial. Asistiría todo el mundo, Fiedrich-Wilhelm, Alexander y Franz a la cabeza, pero en la vertiente militar, de forma que sólo sus aides-de-camp irían con ellos. A eso se debía que Castlereagh ni por un momento pensase asistir. Wellington iría con Murray, Hill, Percy, Lord March y Fremantle, lo que a su juicio era una composición equilibrada y suficiente. Álava pensaba llevarse a Miniussir, pero no había dicho nada de su embajador.
—Se lo dije, pero no me hizo falta explicarle que allí no pintaría nada.
Wellington asintió; Perelada también le parecía un tipo sorprendentemente profesional.
—Nuestro viejo warhorse está bastante ñoño, me han dicho. Debe de ser por la tristeza de saber que jamás mandará otro ejército. Fíjate como estará de alicaído que ha dejado de salir a jugar.
—Según Miniussir, que tiene allí, en Saint-Cloud, muy buenas orejas, la racha le cambió a raíz de que Fouché nos abandonase. Dejó de ganar siempre para sólo hacerlo de vez en cuando. Al cesar Talleyrand la suerte le abandonó definitivamente. Se lo tomó a mal, tanto que una noche armó una de categoría en el Cercle des Étrangers, el del Palais-Royal, tras perder más de cien mil francos al trente-et-un. Tras eso se lo pensó y ya no volvió a salir.
—Es natural. Entre mediados de julio y finales de septiembre ha debido de ganar más de un millón, si no el doble. Si ha sabido conservarlos le vendrán la mar de bien. ¿Sabes que aún está empeñado en pagar a Friedrich-Wilhelm el préstamo que le hizo para comprar Krieblowitz?
Se hacían cruces, los dos. Blücher, ciertamente, poseía un sentido de la honestidad muy difícil de catalogar. No podía ser tan burro como para no darse cuenta de que dejarle ganar era la sutil forma que tenía Talleyrand de sobornarle para que no hiciese más barbaridades, pero al mismo tiempo era incapaz de aceptar un regalo real si no se le otorgaba de forma pública, como el schloss Sommerschenburg de Gneisenau. Definitivamente, la vida sin él en Saint-Cloud sería más sencilla, pero aun así le añorarían. Era un animal, tan noble como terrible y tan tierno como salvaje, pero en ningún caso un peligro. El Napoleón prusiano que dejaba en su puesto sí que lo era.