París, sábado 11 de noviembre
La última carta de Cevallos anunciaba que SCM restablecía la Junta Suprema del Estado, la que se creó en tiempos de Carlos III y que funcionaba como una Presidencia de Gobierno colegiada. Con eso no sólo se acelerarían los pasos para devolver el país a la situación anterior a 1808, sino que se quedaría, en cuestión de semanas, sin el que, pese a no ser un amigo personal, era el único de sus apoyos ante Fernando y la «chusma vil». Una pésima noticia, se dijo el general antes de reparar en la siguiente, a cuyo lado casi era buena: Don Fernando había mandado que se suspendieran los periódicos, a excepción de La Gaceta de Madrid y el Diario de Madrid. España era de nuevo, a todos los efectos, no ya una monarquía descaradamente absolutista, sino una dictadura en toda regla.
Venía de charlar con Wellington, el cual le había dado a leer su carta de contestación al desesperado Ney. Mucho debía estarlo para enviarle su petición por medio de la Maréchala; vino vestida como si pretendiera no estarlo más allá de unos segundos si lograba quedarse a solas con él, lo que no consiguió, ya que, cauto, se hizo acompañar de Somerset y de Hervey, el cual explicó a la desconsolada mujer que la petición de su marido se basaba en premisas falsas, y si alguien podía decirlo era él, pues el tal artículo XII salió de su recetario de jurista militar, lo que remachó el propio Wellington diciendo que así lo explicaría en la carta que de inmediato pensaba escribir[240] y que al día siguiente le haría llegar. La petición, en realidad, no le había cogido de sorpresa, pues sabía gracias a sus fuentes mejor situadas que la defensa del indefendible Ney sólo se podría basar en una interpretación favorable del tal artículo, la cual no sería disparatada, pero sí bastante inconveniente, y no para él, sino para Lord Liverpool, a su vez muy presionado por el Prince Regent, del todo a favor de su amigo el rey Louis, el cual le mandaba una carta tras otra y un mensajero tras otro; en previsión de que sucediese algo así había escrito a Bathurst, a fin de conocer el punto de vista del gobierno, y su respuesta, llegada dos días antes, no sólo coincidía con la de Hervey, sino que le «sugería» salirse de cualquier cosa que no fuera una simple petición de clemencia por razones de caridad cristiana.
Tras despedirse del preocupado Wellington emprendió el camino del Élysée-Bourbon, donde SM el Zar le había concedido audiencia. El objeto era entregarle la Venus de Tiziano que le regalaba Don Fernando y que Bonnemaison había restaurado trabajando día y noche. No tenía planes para el resto del día, consciente de que las audiencias con Alexander podían durar diez minutos o diez horas, dependiendo de infinitos factores. El Zar, por lo demás, no le caía tan mal como a His Grace. Se habían visto en media docena de ocasiones, y no podía decir que hubiera sido descortés con él. No creía que le fuese a disfrutar en exclusiva, pues era consciente de su insignificancia; un Emperador de Rusia no se molestaría en verse a solas con un embajador interino —si le recordara debía ser en ese papel—, de modo que la fortuna de la entrevista, de haber alguna, dependería de quién le acompañara. Según Talleyrand, con quien se había encontrado noches antes en el salon de Juliette, si Alá estuviese de su lado sería Czartoryski, o quizá Razumovsky, pero de no ser así hasta podría ser Stein quien le amargara la visita, en cuyo caso la única de sus opciones sería pedir a los cielos que a SM le surgiese algún imprevisto y así pudiera él marcharse a la carrera. En fin: que fuera lo que Dios quisiera.
Madame Ney había visitado a su esposo, como cada tarde. Lo hacía para llevarle su cena y traspasarle información adicional a la que recibía de Berryer. Así supo el mariscal que Wellington se desentendía, con lo cual acabó de venirse abajo. Si antes se hallaba cerca de tan penoso estado anímico era por saber que su formidable actuación del día precedente ante los siete miembros del Consejo de Guerra dio lugar a lo que perseguía: en menos de una hora se declararon incompetentes por cinco votos contra dos, para suprema irritación de Joinville, al que no ilusionaba vérselas con ciento sesenta y tantos pares del reino. A Berryer le sucedía lo mismo, aunque por otras razones; las de Joinville se debían a que trabajar no le gustaba, y las suyas a su seguridad de que aquellos sinvergüenzas harían lo que dijera L’Inévitable. Lo más que cabría esperar, salvo si Wellington intervenía, era ser fusilado en lugar de ahorcado, la suerte que la despiadada duquesa D’Angoulême llevaba semanas pidiendo. No sólo le imputaba el último de sus exilios, sino que jamás se le borraría de la memoria esa desdichada ocasión en que osó abrir de una patada la puerta de sus aposentos y despeñar tal torrente de obscenidades que le costó dormir como Dios mandaba una buena temporada. Si un don poseía Charlotte de Bourbon era el de ser implacable, y aunque fuera lo último que hiciera en esta vida no pensaba perderse la satisfacción de verle patalear colgado de una cuerda de violín.
Si el maréchal capitulaba, su esposa no. El que Wellington la hubiese recibido en tan cuantiosa compañía demostraba la calidad de su juicio: la sabía capaz de realizar por su marido el sacrificio total y definitivo, y si se protegía era por dudar que, llegado el caso, fuera capaz de resistir la tentación de aceptarlo; no se le habían olvidado las apenas disimuladas miradas de His Grace a las profundidades de su escote, ni tampoco las que lanzaba como arpones a su gran amiga Juliette cuando decidió ponerle sitio. Eran dos muescas que seguía sin tallar en la culata de su Wogdon & Barton —si conocía la marca de su pistola era por habérsela explicado el marido de Germaine, que de aquellas tonterías entendía—; quizá no se pudiera resistir a la tentación de inscribirlas una tras otra o, mejor aún, las dos al mismo tiempo. A eso se debía que cuando salió de la Conciergerie dirigiera sus pasos a la Balse du Rempart. Juliette seguía siendo la fortaleza que más tiempo había sitiado sin hacerla capitular; si alguna vez necesitara una buena razón para sacrificar su virtud, era esa.
Madame Ney luchó con todas sus fuerzas y hasta el último minuto por salvar la vida de su marido.A diferencia de Napoleón con Luise, Wellington no se dejó poner en situación de verse obligado a rechazar su supremo sacrificio.