Francia, el VKN y Londres, jueves 22 de junio

Thielmann y Clausewitz marcharon a la salida del sol, aunque no sin tomar su desayuno, porque la princesa les había preparado uno como los que ya no recordaban. Una bondad más de la exquisita dama española, que no sólo les regaló una cena principesca, sino que les deleitó con el anecdotario de quince años prodigiosos, entre Convención, Terror, Directorio y Consulado, que hasta entonces sólo conocían en calidad de aprensivos enemigos apostados al otro lado del Rhein. El que mujeres como aquella fueran consecuencia de lo sucedido en Francia de 1789 a 1799 les hacía pensar que las revoluciones no debían de ser tan malas, le dijeron a cambio de su espléndida sonrisa y tras asegurarle que su casa de la Rue de Babylone sería, en cuanto ellos llegaran allí, la más a salvo de París.

Blücher, Gneisenau y Nostitz se levantaron más tarde, pues querían regalarse un poquito de holganza. Gneisenau algo menos, pues hubo de atender a varios mensajeros. Casi gritó de alegría cuando supo que Zieten había tomado Avesnes, haciéndose con un botín colosal. Se hallaba del mejor humor cuando Blücher tomó asiento frente a él para ser puesto al día según la emprendía con el pan, la mantequilla, los huevos, el tocino, el würst, los riñones, el café y una gran copa de algo que la châtelaine llamaba «cazalla» y que, según pronosticó, le supo a gloria. Tras eso ya sólo quedaba despedirse y marchar —Avesnes no estaba lejos; apenas tres horas de cabalgar sin prisas—, aunque no sin antes despachar media docena de cartas. La única que Blücher firmó en persona era para Pirch I; le ordenaba poner sitio a las fortalezas de Maubeuge, Landrecies, Philippeville y Givet-Charlemont, y que tomara bajo su protección la persona, la familia y las propiedades de la Fürstin Thérèse von Chimay, de cuya seguridad le hacía responsable. Tendría sus defectillos, pero desagradecido no era.

La figura del «comisario», con la que l’Empereur no había llegado a estar de acuerdo, sólo recibía un tibio respaldo, pues el Corps Législatif temía liquidar un tirano para darse otro. El que más y el que menos intuía que de aquello bien podría salir un Fouché I aún peor que Napoléon I, de modo que, de una forma tirando a desordenada, y confusa, optaron por regresar al punto de partida: destitución o abdicación. La sesión, pues, continuaba, con frecuentes visitas de Lucien, Carnot, Regnault y algunos otros más. No sólo se cruzaban propuestas; se formulaban amenazas, las cuales, a medida que pasaban las horas, subían de tono en una forma de preocupar. Tomaba cuerpo la sospecha de que se acercaba un segundo 18 Brumario, aunque a mediodía sucedió lo contrario: l’Empereur capituló. Según hizo saber a su gobierno, reunido en l’Élysée, no tenía sentido seguir adelante. Carecía de apoyos, y en esas condiciones, afirmaba desde un profundo fatalismo, era inútil luchar. Así, en presencia de sus abatidos ministros, dictó a Lucien su abdicación en el Rey de Roma. Lo que hiciera después el Corps Législatif le daba igual. Estaba convencido de que aquel niño indefenso, secuestrado en Viena, jamás reinaría, ni en Francia ni en ninguna parte. Dudaba, incluso, que le permitieran vivir hasta la edad en que los príncipes empiezan a reproducirse. A quien de veras cedía el trono, y lo decía para que sus hombres fueran tomando posiciones, era Louis XVIII, salvo si los prusianos llegaban antes que Wellington e imponían a cualquier otro, lo que también le traería sin cuidado. Sólo quedaba pedir a Lucien que llevara el papelajo al Palais-Bourbon. Cuando vieran que ya tenían lo que deseaban, y que al fin desaparecía el último de los obstáculos que les impedía negociar con los ingleses, le dejarían en paz de una maldita vez. No había nada que desease más.

Una hora después el jubiloso Corps Législatif decidía crear un directorio provisional, cuyas misiones serían la jefatura colegiada del Estado y negociar la paz con los invasores; constaría de cinco miembros, tres a designar por los diputados y dos por los pares. En pocos minutos, lo que a más de uno le pareció sospechoso, se acordó que los unos fueran Fouché, Carnot y Grenier, y los otros Quinette y Caulaincourt. No era lo que La Fayette esperaba —nadie movió un dedo para que su nombre apareciera en la lista—, y le preocupaba ver ahí a Fouché, aunque por tortuoso que fuese su coyuntural aliado sin el respaldo del Corps Législatif no era nada, y el tal corps lo controlaba él. O eso creía.

Wellington marchaba sobre Malplaquet. Allí estaba su cuartel general para ese día, el château de Blairon, donde Churchill durmió la noche del 11 de septiembre de 1709 tras hacer tablas con Villars y Boufflers. Su comitiva se componía de cinco carruajes, escoltados por dos escuadrones de light dragoons. En ellos viajaba lo mucho que había comprado y lo no poco que le habían regalado en sus diez semanas de vida bruselense —casi todo lo que se trajo de Viena lo había enviado, semanas antes, a su casa de Hamilton Place—; él prefería ir a caballo, acompañado de su menguado séquito de ADC y de dos comisionados, el prusiano y el español. Su primera medida, cuando llegase a suelo francés, sería publicar un edicto donde anunciaría que su ejército no era enemigo de Francia ni de los franceses, sino su Libertador de la Tiranía. Se tomaba el viaje como un paseo de recreo, aunque no todo en él sería placentero. Tenía una visita que hacer, en Mont-Saint-Jean. Uxbridge, Somerset y los demás heridos ilustres ya estaban en Bruselas, pero no había planes de trasladar a De Lancey. Sabía por Hume que no había muerto, pero con varias costillas desgajadas de la espina dorsal y punzando los pulmones, su fin era cuestión de horas. A eso se debió que abandonara el camino natural. Le visitaría solo, entendiendo que así De Lancey, además de valorar el regalo de su intimidad, podría confesarle sus pecados. Si Hume hubiera dicho que lo contaba no perdería un minuto, pero estando como estaba no pasaba nada por mostrarse generoso. Después de todo, siempre le sirvió bien.

El botín de Avesnes consistía en cuarenta y siete belles filles, quince mil proyectiles de doce libras y un millón del 17,5, más una incontable cantidad de alimentos, pertrechos y suministros. Los prisioneros eran menos de los esperados, en parte porque media guarnición había huído hacia Laon y en parte porque la explosión se cobró cientos de vidas. Los doscientos supervivientes se unirían a los diez mil y pico capturados en la Reine Klapperjagd. Había también quinientos reclutas, pero Zieten recomendaba devolverlos a sus madres, pues eran casi niños, incapaces de trabajar tan duro como necesitaría el general Leopold Wilhelm von Dobschütz, gobernador de Koblenz, al que Gneisenau había ya enviado una primera remesa de prisioneros, especificando que los oficiales fuesen internados en Juliers y la tropa en Wesep, y que la última fuera empleada en construir fortificaciones. Había también ordenado a Dobschütz que los tratara con la mayor severidad, la misma con que los prisioneros prusianos de 1806 y 1807 fueron obsequiados por los soldados franceses mientras se consideraron los dueños de Prusia.

La primera tirada de The London Gazette se agotó en minutos. Ofrecía el dispatch de Wellington, un punto mejorado por los celosos correctores; no podían permitir que un fallo gramatical o en el estilo empañara el aura del mayor héroe británico desde Marlborough, si no desde Boudicca.

SCM iniciaba su regreso. Habría seguido en Gante, pero la tarde anterior le llegó una carta de Wellington; le recomendaba con firmeza que se pusiera en camino, pues si no lo hacía igual encontraba un primo sentado en su trono; usaba otras palabras, pero él sabía entender sobreentendidos. En su calmoso avanzar le acompañaban su séquito y una guardia personal que de nuevo contaba con mil hombres a las órdenes del Duc de Berry, ya recuperado de su crisis de prudencia. En Mons pensaba encontrar a Talleyrand, que venía de tomar las aguas en Baden-in-Baden; habría debido tomar muchísimas, pues sabía que dejó el carísimo Kaunitz el 10 de junio. Mejor, se decía el rey, que se hallara en buena forma. Sus ideas y su consejo, le asqueaba reconocerlo, le hacían mucha falta.

Fouché, tras evaluar la situación, decidió enviar a Wellington un mensaje verbal. Lo transmitiría por medio de su mercenario más eficaz, un coronel Macirone que hablaba un buen inglés y un mejor alemán. Haría saber a His Grace que Bonaparte ya era historia y que sus funciones, por decisión del Corps Législatif, estaban en manos de un directorio presidido por él —un hecho que aún no se había producido, aunque sería lo primero que ocurriría cuando se reuniese a la mañana siguiente—. Tras asegurarse de que Macirone lo memorizaba le tendió los salvoconductos necesarios para circular por el territorio aún en manos francesas, así como una carta donde figuraba una clave que los oficiales británicos sabrían reconocer. A esas mismas horas del día siguiente, de ir todo como esperaba, Wellington estaría bien al tanto de lo que sucedía en París, cosa imprescindible para que su proyecto llegase a buen puerto. De momento había liquidado a los Bonaparte. Desde ahí necesitaba reunir el mayor poder posible, para con él alcanzar la paz al precio que fuese y así mostrarse a los ojos de Louis, cuyos quevedos los sostenía Wellington, como imprescindible para evitar una guerra civil. Parecía un objetivo imposible, pues si había una persona que los Bourbons detestasen hasta el extremo era la suya, pero él, Joseph Fouché, tras haber sobrevivido al ancien régime, a la Convención, al Terror, al Directorio, al Consulado, al Imperio, a la Restauración y de nuevo al Imperio, para salir de ahí presidiendo el nuevo Directorio, bien sabía que para los grandes conspiradores nada es imposible.

Álava en Waterloo
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