París, sábado 22 de julio
Gneisenau repasaba el cuadro de situación que le había preparado Grolman. Lo hacía mientras llegaba Clausewitz, con quien pensaba cenar en un Saint-Cloud de donde había marchado todo el mundo, comenzando por Blücher, que acompañado de Nostitz quería darse una vuelta por las casas de juego del Palais-Bourbon. Él daba por hecho que volvería con la bolsa rebosante. A Fouché y a Talleyrand, si recordaban la primavera del año anterior, les parecería rentable cubrir las pérdidas de los establecimientos afectados a cambio de mantener a Blücher entretenido y contento.
La que más le alegraba era que la guarnición de Landrecies al fin salía para el Loire. El juicioso Prinz August le había concedido el mismo trato que a la de Maubeuge. El botín conseguido en absoluto resultaba desdeñable, pero lo mejor era que al fin se despejaba la ruta fluvial Niedermeusse-Sambre-Oise-Seine, lo que simplificaría en gran medida la intendencia del Niederrheinarmee. Lo que más le irritaba era el empecinamiento de la pequeña fortaleza de Bouillon. Su comandante, un general partidario de Louis XVIII, había izado la bandera borbónica nada más ver llegar al Norddeutsche Bundeskorps. Él habría sido partidario de tomar aquello como una neutralización, pero Wellington se opuso, aunque sin explicar lo que no podía ser más obvio, que sus acuerdos con el rey Willem incluían traspasarle aquella fortaleza. Lo había pensado con detenimiento antes de proponer a Blücher que aceptara la posición de Wellington, pues aquello reforzaría las futuras pretensiones prusianas sobre territorios franceses. Sin embargo, el condenado tipo, un tal Bonnichon, había emprendido una defensa numantina que ya duraba un mes y que bloqueaba media brigada Mecklenburg. Un coste desmesurado para un bastión que no valía nada; si en vez de alemanes los sitiadores fueran prusianos habría ordenado un ataque con las banderas negras muy en alto, pero con aquellos blanditos mercenarios no cabía contar. Pasar a cuchillo guarniciones heroicas no figuraba en sus anticuadas costumbres.
No le disgustaba que los rusos acamparan lejos de París. El Zar se había inclinado por las recomendaciones de Wellington, pues a Louis y a Talleyrand no les hacía el menor caso. Con los rusos a sesenta millas el riesgo de choques con la población civil, con la guardia nacional y con los contingentes prusianos, austríacos y británicos, se reduciría bastante. La idea de ver a las hordas verdes vagando borrachas por las calles, plazas y avenidas de París les había quitado el sueño, a Müffling y a él. Un año de mandar sobre dos armeekorps rusos les habían dejado claro que aquella carne de cañón era excelente para mantenerla tan lejos de la civilización como fuera posible.
Clausewitz venía preocupado, si no alarmado. El comportamiento de las tropas de Zieten, por mucho que hubieran abandonado las viviendas particulares, tarde o temprano les pondría en dificultades. Actuaban como una horda de bárbaros en terreno conquistado, no como un ejército aliado que había venido a liberar a los franceses de un tirano indeseable. Con sus acciones generaban en el pensamiento inconsciente de los ciudadanos una gran aversión hacia Prusia y los prusianos, de consecuencias que podrían llegar a ser muy graves, pues jamás debería olvidarse que Francia era un gran país, unido y homogéneo dentro de sus formidables fronteras naturales, rico, próspero y habitado por treinta millones de almas, mientras que Prusia era una suma de territorios inconexos cuyos habitantes desconfiaban abiertamente los unos de los otros; un país pobre, atrasado e indefenso por carecer de fronteras naturales. Un día u otro su coyuntural superioridad militar se vería de nuevo anulada por una pujante Francia deseosa de ajustar cuentas. Su conclusión era que Prusia debería mostrarse más prudente, o acabaría pagando un precio terrible por su arrogancia, por su desprecio hacia la población y por la política indiscriminada de saqueos, tolerada, si no inspirada, por el mando supremo del ejército. Gneisenau escuchaba sin dejar de masticar. Valoraba en gran medida la opinión de su amigo, aunque la influencia que su pensamiento ejercía sobre los suyos no era siempre la que Clausewitz deseaba o esperaba. En aquella ocasión sucedió eso precisamente:
—En ese caso, mi querido Carl, lo que deberemos hacer será conseguir que Francia jamás sea tan fuerte como para preocuparnos, y al tiempo crecer nosotros mismos a fin de convertirnos en un país con fronteras naturales, sin estados independientes situados entre nuestros territorios y con tantos habitantes como Francia. ¿Qué cómo? Pues muy fácil: anexionándonos los que hablen alemán. Ya sé que hoy parece imposible, pero hay cerca de cuarenta reinos, ducados y principados que, si nos lo proponemos, en pocos años encontrarán conveniente formar parte no de una Confederación Germánica sin utilidad práctica, sino de Prusia. O, mejor aún, de un Imperio Alemán. De un II Reich.
No era la primera vez que Clausewitz escuchaba esos sencillos aunque implacables conceptos. Quizá fuera ésa la principal característica de su amigo y superior, la implacabilidad. Caracterizaba todo lo que hacía, cuando menos desde que le conociera en Berlín a finales de 1807, aunque sospechaba que comenzó a ser así cuando le pescaron de su primer charco. El día que les presentó su jefe y en cierto modo preceptor, el Oberst Scharnhorst, Gneisenau, recién ascendido a Oberstleutnant, venía de haber resistido con incomprensible obstinación un asedio de tres meses en la fortaleza de Kolberg. Ahí había demostrado que si por las buenas era muy difícil conducirle por donde no quería ir, por las malas era imposible. Scharnhorst era por entonces un pensador militar acreditado en un reducido círculo de personajes cuya influencia sobre Friedrich-Wilhelm, aplastado, humillado y arruinado por Napoleón, se acrecentaba cada día que pasaba, no sólo por expresar con precisión y sencillez las razones que habían llevado al país al desastre de 1806 y 1807, sino por tener bastante claras las medidas que debían tomarse para devolver a Prusia su pasado esplendor, sus pasadas dimensiones, su pasada población y, sobre todo, su pasada fuerza. Él era por entonces un hauptmann de veintisiete años, de origen incierto —se sospechaba que su von era un invento de su abuelo—, sin fortuna personal y sin otros méritos que una inteligencia muy despierta y una singular capacidad para sintetizar y codificar las ideas que brotaban de la privilegiada mente de Scharnhorst, presidente del comité de reforma del KPA y director de la recién creada Kriegsakademie, y las que no tardaron en manar de la mucho más radical de Gneisenau, su asociado más íntimo. Así, durante seis años, hasta la muerte de Schanrhorst en 1813, formaron un equipo donde los dos mayores pensaban y racionalizaban, y el joven lo ponía todo en papeles no siempre publicables. Así se desarrolló la gran estima y aún mayor admiración que sentía por los dos, las cuales no le impedían valorarles como a su afilado juicio eran: Scharnhorst, que nunca se distinguió en el campo de batalla, era el mejor Generalstabschef imaginable para tiempos de paz, mientras que Gneisenau resultaba muy superior en todos los demás. Quizá, se decía reflexionando sobre sus últimas palabras, debería pensar en ceder el sitio a uno como Boyen, menos dotado para llevar adelante una compaña pero más adecuado para lidiar con una paz que, si entre todos no la estropeaban, podría durar generaciones. Gneisenau, por mucho que le apreciara, se hallaba tan cómodo en medio de los cañonazos que podría terminar siendo un peligro.
Generalleutnant Gerhard-Johann von Scharnhorst, por Fritz Bury
Wellington y Álava cenaban en Beauvilliers, el más antiguo, distinguido y de más interesante cocina de los dos mil y pico restaurantes de París, cifra muy notable si se consideraba que veintiséis años antes, cuando el populacho tomó la prisión de La Bastille, no llegaban a cien. El que se hallase a rebosar —al igual que Le Cadran Bleu, La Tour d’Argent, Meot, Frères Provençaux, Le Rocher de Gancale, Véry, Le Procope, Le Veau qui Tétte y La Galiotte, los más acreditados en el circuito de la gran cocina parisina; quizás hubiera más, pero Álava podía dar fe de que al menos en aquellos se cenaba de maravilla— era otra demostración de que la vida ya era estable. La ciudadanía convivía sin problemas con los numerosos grupos de soldados prusianos, británicos, alemanes, holandeses y austríacos que a las horas de luz recorrían extasiados la ciudad —por la noche sólo se veían oficiales, además de las escoltas de los mandos que iban de cena en cena o de fiesta en fiesta, como el medio escuadrón de horse guards que protegía las espaldas del Old Attie, y por extensión la de tres docenas de personalidades más o menos conocidas que accidentalmente cenaban en el antro, entre los que destacaba el grupo formado por Lord Stewart, la duquesa de Sagan, Sir Henry Percy y Lady Frances Shelley, a los que Álava y Wellington habían saludado mientras se dirigían a su mesa—, y con los cada día más numerosos visitantes, los cuales se podían agrupar en cinco tipos principales: los pertenecientes a los nada reducidos séquitos de los soberanos, los incontables políticos, diplomáticos y dignatarios de las legaciones extraordinarias, los centenares de visitantes acaudalados que amenazaban con volverse miles, los periodistas, escritores y corresponsales de prensa extranjera y, por fin, una sorprendente cantidad de cocottes de primera fila y muy seguras de no encontrar excesiva competencia, ya que la oferta local bastante haría con atender malamente a la masa de soldados que turnándose a razón de diez o doce mil al día copaban los peores arrondissements de la ciudad. Gracias a los cinco grupos, no sólo era imposible dar con una mesa en los restaurantes más famosos, sino que tampoco era posible conseguir una localidad en los atestados teatros. Habría sido una guerra horrible y espantosa, y todo el mundo lamentaba de corazón que hubiera treinta y tantos mil franceses menos, pero a los gremios de la hostelería y el espectáculo, así como al comercio, le había venido estupendamente.
—Parece que la duquesa y Lord Stewart se llevan bien. Igual acaban en algo.
—No apuestes por eso. Ella sólo intenta darme celos, y Charles está en las últimas. Su esperanza es pegar un braguetazo, y Mina sabe demasiado de parásitos para que se deje liar. Charles, en realidad, sólo mata el tiempo a la espera de que la Vane-Tempest crezca un poco. Apenas tiene quince años, y si bien no parece que llegue a ser una belleza posee casi tantas tierras como la Sagan. Bebe los vientos por él desde que tenía doce, y aunque a su padre le horrorizaba que acabara casada con un tipo veintidós años mayor y con fama de trueno, le será imposible oponerse.
—¿Por qué? ¿Presiones sociales? ¿Familiares?
—No. Es que se ha muerto. Apoplejía, creo. Con Mina, y con la Bagration, y con todas las demás, nuestro buen Pumpernickel no hace más que distraerse. Si la otra, como me han cotilleado, viene con alguna de sus tías a dar una vuelta por este divino París, ya verás lo que tarda en volverse discreto.
—Y la pobre duquesa se llevará un disgusto.
—No seas ingenuo, Miguel. Mina tiene todos los hombres que quiere, o casi todos. Su problema es que ninguno tarda en aburrirla. Cuando da con uno que no lo hace, o bien está casado y no le apetece descasarse, como le pasó con Metternich, o, simplemente, no quiere dejarse atrapar por una mujer tan posesiva, tan obstinada y tan dominante —un comentario, se decía el embajador, que sonaba un tanto a exculpación; le habría gustado saber más, pero bien sabía que a Wellington jamás debía preguntársele—. Hablando del encomiable Kanzler, te recomiendo el menú «a la Metternich»: ternera braseada con paprika y un pastel de castañas, lo último anegado en una salsa de chocolate. Al hombre le gusta mucho, al punto que a menudo se zampa dos raciones. Ah, por cierto: invito yo —el embajador elevó sus cejas, intrigado; ni los que más le querían acusarían a Wellington de rumboso—; es que Willem y su amable parlamento acaban de nombrarme Prins van Waterloo, lo que trae consigo una pensión vitalicia de veintiún mil florines y el usufructo ad aeternum, extensible a mis descendientes en línea masculina, de una propiedad que por lo que me cuenta Billy es colosal.
—Pues que sea enhorabuena. Llevas camino de ser el mayor terrateniente del mundo.
—No tanto. Entre la finca esa, la que me regalaron los portugueses y las dos de Granada, no llego ni al diez por ciento de lo que tiene la Sagan. Cuando te dije que no hay nadie que la iguale, no exageraba.
Álava, distraído, vagabundeaba la mirada por el extremo del no muy grande comedor, donde la horda de la duquesa se deshilachaba en desinhibidas carcajadas; la voz cantante parecía llevarla ella, por entonces poco menos que llorando de risa. Podría ser la mujer más rica del mundo, aunque no la menos espontánea, ni la menos segura de sí misma. Poseería todas las discutibles virtudes que había enumerado Wellington, no lo ponía en duda, pero él sería incapaz de resistírsele.
—¿Qué tal van las negociaciones? ¿Progresáis mucho?
—En absoluto. Nadie tiene prisa, en parte gracias a Talleyrand, que necesita ganar tiempo. Sabe que a más pronto lleguemos a un acuerdo, más terreno deberá soltar y más millones deberá pagar. De ahí que aplique su maestría en maniobras dilatorias, al tiempo de socavarnos por separado, planteándonos a cada uno acuerdos excelentes a cambio de plantar a los demás. Todo entre banquetes, recepciones y bailes que no se acaban nunca, como si hubiéramos vuelto a Viena. Gracias a Dios los prusianos no tragan, o no traga Gneisenau, que sigue a lo suyo, tomando fortalezas. Gracias a eso el espíritu de guerra todavía pervive, y con él la dureza de algunos, como Hardenberg y Nesselrode. Gracias a eso, ni Castlereagh ni yo hemos necesitado emplearnos a fondo. No todavía, por lo menos.
—¿Cómo es que vosotros sois dos y los demás uno solo?
—Los rusos son tres, pues además de Nesselrode están Kapodistiras y Razumovsky. Nosotros, además, no somos dos. Castlereagh representa los intereses de Inglaterra y yo los del VKN. Nadie se lo cree, como es natural, pero así se ha dispuesto en el plano formal y todo el mundo ha tenido que tragar. Sólo Talleyrand tendría derecho a oponerse, pero se siente cómodo con los dos. Igual piensa, el infeliz, que aún seguimos en Viena. Cambiando de tema —era evidente que a Wellington no le apetecía mucho hablar de cosas serias—, ¿qué tal te fue ayer con la Kielmansegge? ¿Te amargó la cena?
—No especialmente, pero me costaba prestarle atención. La duquesa es mucho más divertida.
—Probablemente, pero la otra tiene su punto de interés. Aún es joven, que a los cuarenta no llega, y como pudiste ver no tiene mal aspecto, pese a que su hijo mayor, de los cinco que tuvo, ya tiene dieciocho. Se casó jovencita con un conde Lynar al que dicen asesinó cuando tenía veintitrés, por haberse vuelto loca por otro conde, un tal Ferdinand-Hans von Kielmansegge al que deberías recordar porque mandaba la milicia de Hannover el día de Waterloo. Con él tuvo sus dos últimos cachorros, aunque después partieron peras. Ahí le comenzó una extraña pasión por Bonaparte, se piensa que platónica porque Joséphine y ella se llevaban bien. Se murmura que le hizo de agente confidencial, tipo «alcoba», en unas cuantas cortes, las de München, Dresden y Stuttgart entre otras. Le fue tan fiel como para seguirle a Elba, pero se sospecha que al tiempo trabajaba para Fouché. Bueno, eso es lo que suponen algunos. Yo, en cambio, estoy seguro. Es que una vez me fue a ver a Bruselas, llevando unas enaguas excelentes que luego tú estudiaste —Álava sonrió, divertido; recordaba la sabrosa información, si bien no llegó entonces a saber sobre qué caderas había llegado a Wellington—. Aún debe de seguir trabajando para él, a lo que supongo se debe que Dorothée la sentase a tu lado. ¿Te tiró los tejos, en algún momento?
—Pues pudiera ser. No recuerdo cómo, pero me dijo algo así como que sentía una gran curiosidad por visitar la embajada, por los cuadros y todo eso.
Wellington compuso un gesto de voilà.
—Te felicito cordialmente. Si Fouché te ha puesto una espía es porque valora en gran medida la influencia de la corona española en la negociación del tratado.
—Si es así, está muy despistado. Yo no pinto nada. El negociador será otro, si es que Fernando se acuerda de mandar uno. A mí, por lo menos hasta hoy, Cevallos no me ha ordenado que lo sea.
—Ya lo hará. Si no se ha vuelto idiota del todo entenderá que tú puedes ejercer mucha más influencia que cualquier otro, así como llegar a mucha más gente.
—Te agradezco tus balsámicas palabras, pero no soy conde ni marqués. Ya verás como al final acaba enviando uno. En la mentalidad borbónica, lo que cuentan son los títulos.
Wellington asintió con fingida tristeza. Lamentaba la mala suerte de su amigo, la de soportar una nacionalidad que le trataba de un modo tan injusto, pero también era verdad que mejorar de posición y de fortuna le sería sencillísimo. Bastaría, simplemente, con que acabara de volverse inglés.