París, viernes 8 de septiembre

El día era fresco, había informado el mayordomo al general cuando salía de compras. Empezó por los amigables Leger & Michel, después hizo un alto en la librería Lafitte, en la Rue du Bac, y de allí siguió hacia Terzuolo, tras comprar útiles de aseo en La Planche, cerca de donde vivía Juliette de Récamier, en la esquina de la Chaussé d’Antin con la Balse du Rempart. No tenía ganas de volver a la embajada; su ambiente se había vuelto irrespirable, al punto de haber lanzado a Zurraspas a la búsqueda de unas habitaciones donde los dos, y Miniussir si se apuntase, pudieran vivir en paz. Hasta la llegada del marqués de Labrador la vida en la gran casa era plácida y agradable, una vez el servicio verificase que tanto él como Miniussir, así como el joven Tavira, eran personas de bien, educadas en la sencillez y partidarias de tratar a los criados como si fueran personas. La presencia del agreste señor, sin embargo, había quebrantado la paz ambiental, y eso que sólo llevaba tres días; le habían bastado para enfrentarse al mayordomo por la calidad de las habitaciones que le adjudicó, pues no sólo no eran del tamaño y riqueza ornamental que merecía un hombre de su talla, sino que no estaban en buen sitio. Le daba igual que las de sus compañeros de vivienda también se hallaran allí, en la zona de transeúntes. Él debía residir en «la noble», y el razonamiento del mayordomo, que aquellas piezas eran para el uso exclusivo de Su Excelencia el Embajador, le daba igual. Si bien aquello indicaba el talante y la ralea del individuo, en sí mismo no era de gravedad. Sí lo era lo que opinaba de su posición; lo había manifestado en las tres ocasiones que desayunaron juntos ellos dos, Tavira y Miniussir. Los tres, sostenía, deberían ponerse a sus órdenes por ser el de mayor rango, y seguir sus instrucciones a efectos de conseguir el objetivo que le había marcado SCM: conseguir las mejores ventajas para España en el recién comenzado a discutir II Tratado de París. También había dejado caer la lista de lo que pensaba reclamar, que Álava se negó a comentar; aquello estaba tan por fuera de la sensatez que más valía dejarle que se diera de colodrones con la realidad. No se reprochaba su decisión de inhibirse, pues no sólo Cevallos le había dejado fuera de aquello, sino porque hacerse ver con aquel asno acabaría en dos días con su reputación de hombre inteligente y agradable con el que siempre se puede contar, al que se debe invitar a todas partes y por el que siempre se pregunta cuando no está presente. Si algún día Labrador necesitase contactos —no había mostrado el menor interés en los que pudiera él poseer, ya que los negociadores y plenipotenciarios con quienes trataría en París eran los mismos a los que había deslumbrado en Viena, o eso decía—, que se los fabricara. En cuanto a su pretensión de hacerse con Miniussir, por necesitar un ayudante, ya le disuadiría; la función oficial de su joven consejero mientras no retornasen a Bruselas, que así lo había establecido con Cevallos, era ser su segundo en la recuperación de las obras de arte a las que pudieran echar mano, a lo cual se dedicaba en jornada completa. Si Labrador deseaba que alguien le llevase la cartera, que pidiera refuerzos a Madrid.

Aquel atardecer habría cena de gala en el Bourbon-Condé. Sería en honor del König Friedrich-Wilhelm, por demás satisfecho de que su mayor terrateniente prefiriera decantarse por lo prusiano en vez de por lo austríaco, al revés de lo que hacía en Viena. No se sabía qué razón habría tras aquella toma de posición, aunque los más antiguos conocedores de la Zahánská opinaban que, simplemente, le habría dado por ahí. Lo que sí estaba por encima de toda duda era que su poder de convocatoria seguía siendo el mayor de dondequiera que sentara sus reales, fuera Viena, Praga o París; lo demostraba que hubieran confirmado su presencia el Zar Alexander, el conde Barclay de Tolly, los plenipotenciarios Razumovsky, Nesselrode y Kapodistrias, el embajador Pozzo di Borgo, el príncipe Metternich, el barón Gentz, el barón Vincent, el príncipe Schwarzenberg, el príncipe Thurm und Taxis, el príncipe Wrede, Lord Stewart, el duque de Wellington —el marqués de Londonderry, al que su caballo había coceado en los Champs Élysées, estaba en cama—, Lord Fitz-Roy Somerset, el príncipe Blücher, el conde Gneisenau, el príncipe Hardenberg, el barón Humboldt, el conde Nostitz, el barón Von dem Knesebeck, el conde Von der Goltz, el embajador Álava y el señor de Miniussir, cinco de los cuales —quizá sospecharan que lo mismo eran más— tendrían derecho a certificar que recibía en sus salones no mucho peor de como lo hacía en sus alcobas. No habría representación francesa, pues aunque camuflada sería una cena de vencedores, aunque sí presencia femenina indígena o asimilada, encabezada por la baronesa Staël-Holstein y la condesa de Périgord, a las que se unirían las condesas de Boigne y de Remusat. En cuanto a la no francesa, la integraban las princesas Hohenzollern-Hechingen y Lieven, Lady Kinnair —había pedido que la sentaran junto a Blücher—, Lady Shelley, Lady Lamb, Lady Granville y la condesa Kielmansegge. No era un balance perfecto, aunque dadas las condiciones protocolarias de aquellos azarosos días tampoco estaba mal, había reconocido a la duquesa el aprensivo Miniussir, a quien preocupaba sentarse a la misma mesa que un emperador y un rey, más que nada por si detectaban que no lo hacía en estricta calidad de diplomático.

Sumido en esa reflexión, la de su calidad personal en el acontecimiento que se avecinaba, permanecía reclinado sobre un par de almohadones; al tiempo contemplaba la silueta de la duquesa, que se recortaba contra la ventana entreabierta; no parecía preocuparle que alguien situado en el exterior y armado de catalejo la pudiera observar, porque sólo su cabeza sobresalía de la línea del etéreo visillo, el cual levantaba cautamente sujetándolo a dos manos. En esa posición, de puntillas y componiendo un escorzo muy leve, la melena recogida y envuelta en una toalla, y la espalda mostrando algunas gotas por no haber sido bien secada —cuando se daba un baño era Hannchen quien se ocupaba de aquel menester, pero ese mediodía, y dadas las circunstancias, se había inclinado por apañárselas ella sola—, le parecía un sueño al que convenía sujetarse con fuerza, no viniese alguien a despertarle y le hiciese así bajar de aquel indiscutible Olimpo al triste Averno donde chapoteaban los humanos no elegidos por los dioses, y en su caso por la más deslumbrante de las diosas.

Miniussir era objetivo. Por mucho que la pasión le devorase no dejaba de aceptar que aquella suerte de Afrodita resultaba un poquito culona, pero era un mínimo defecto con el que bien podía convivir, dado sobre todo el ningún remilgo con que su dueña le dejaba disfrutarlo. Le había sorprendido comprobar que aquella inteligentísima mujer —sus juicios, cuando en algún entreacto los dejaba caer, sonaban tan acerados como los del mismísimo Gneisenau— dominaba las suertes de la cama tan bien o mejor que cualquiera de las aguerridas profesionales a las que alguna vez recurría, cuando encontraba insoportable la presión de la calentura. Con la duquesa no había límite ni restricción, ni en eso ni en nada; quizá de ahí viniera el mantra que susurraba de vez en cuando, aprovechando algún mordisquearle la oreja: mon cher Nicolás, Gott ist tot, there isn’t any sin and tutto è permesso[237] Esas tres oraciones, aceptaba, constituían el más eficaz antídoto de los Evangelios que nadie, jamás, le hubiese predicado. Se preguntaba, también, cuánto duraría el milagro. No porque divisara nubes en el horizonte, sino por ser consciente de lo poquito que podía ofrecer a su omnipotente hada madrina, la cual, en las poco más de dos semanas transcurridas desde que pasó a formar parte de su alcoba, ya le había comprado un Breguet Tourbillon similar al que Bonaparte regaló al Zar cuando se llevaban bien, y un par de pistolas Wogdon & Barton, idénticas a las que usaron seis años antes Lord Canning y Lord Castlereagh tras considerar que a tiros debatirían con mayor comodidad. El reloj no lo podría pagar ni con sus sueldos de dos siglos, y el valor de las pistolas debía de ser tan incalculable que su flemático superior se desorbitó de los dos ojos cuando se atrevió a mostrárselas. Por su parte, y tras conseguir un anticipo del general sobre los 10.394 francos que le concedió Lord Liverpool, no pudo ir más allá de un precioso chal de Cachemira comprado en el mismo Atelier de Mademoiselle Martin que al general, tiempo atrás, le recomendó la princesa de Chimay, quien, por lo visto, fue la que trajo a París no solamente la moda de lucirlos para camuflar la etereidad de la descocada vestimenta merveilleuse, sino un estilo de colocárselos, a la Tallien, que aún seguía vigente.

Se habría hecho más preguntas, pero a la vista de lo que contemplaba le resultaba difícil conseguir que su cerebro mantuviera el control de su consciencia. Otro de sus órganos reclamaba con descaro le prestase atención. Dado que hacerlo no le costaría más esfuerzo que levantarse de la cama, pues no debía desprenderse de ropaje alguno, puso proa, que así lo habría explicado el general, a donde sospechaba que se le aguardaba, en lo cual se reafirmó cuando, tras estrechar una espalda por demás estimulante, depositó un beso de caníbal en un morrillo que tuvo la delicadeza de ahuecarse.

—Cuánto ha tardado usted…, ¿no le gustaba el panorama?

Era una pregunta retórica, y como tal se la tomó. En vez de contestar, y con una falta de miramientos que ya sabía no disgustaba en exceso a su compañera de juegos, asió sus caderas, las atrajo hacia él haciendo que su dueña se doblase un poquito al tiempo de quejarse dulcemente, y sin más contemplaciones procedió al estilo que, según Boccaccio, más valoraban las provocativas yeguas párticas. En el caso de la suya, no había duda: sus jadeos y sus a duras penas ahogados gritos indicaban a qué clase de «arte» se refería en su celebrada carta de «adiós, muy buenas» al por lo visto mal dotado canciller del Imperio Austríaco. Un defecto que nadie, jamás, podría imputar al teniente coronel Nicolás de Miniussir, a todas luces vivo y sin la menor duda efectivo.

Álava en Waterloo
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