Vertus, domingo 10 de septiembre
Comenzaban los tres días más temidos del calendario: Alexander, resuelto a festejar el santo de su nombre a mayor gloria de Dios, había organizado un programa que llenaba de horror a los invitados al contemplarlo, sin que tuvieran forma de rehuirlo, pues si bien el Zar no peleaba por demasiadas compensaciones su apoyo era necesario para triunfar sobre la oposición, de modo que ninguno de los jefes de legación, plenipotenciarios o embajadores, a excepción del lesionado Castlereagh —el caballo le agredió en público; gracias a eso no cabía dudar de su necesidad de reposo—, se planteaba la posibilidad de presentar otra excusa que la de haberse muerto, única que Su Majestad aceptaría.
El pavoroso acontecimiento, que duraría tres días, tendría lugar en el llano de Vertus, un lugar entre Brienne, Châlons-sur-Marne y Épernay, a unos cien kilómetros de París. Era ciertamente plano, aunque lo dominaba una pequeña elevación, la colina Mont-Aimé. A su alrededor se concentraba el ejército ruso desde varios días antes, los mismos que sus fatigados efectivos dedicaban a ensayar los horrores que perpetrarían. Los de aquel día consistirían en una parada militar sin precedentes, donde ciento sesenta mil soldados desfilarían ante Alexander y sus invitados, entre los que figuraban los soberanos presentes en París, sus ministros, sus plenipotenciarios y sus generales, así como los embajadores acreditados en la corte francesa. Tras ellos se agolparían varios centenares de parisinos destacados y de visitantes más o menos ilustres, en su mayoría británicos. De lo que no se había preocupado el Zar era de construir unas gradas desde las que se contemplara el espectáculo con razonable comodidad. Las víctimas lo presenciaban desplegadas en las faldas de la colina, la mayoría sobre sus caballos —las damas, que había unas cuantas, bajo sus sombrillas—, y los que no montaban —el rey Louis y algunos otros más, en su mayoría damas de cierta edad, entre las que destacaba la duquesa de Courlande— lo hacían retrepados en sus sillas de manos o a cubierto del sol bajo una carpa de regular tamaño. Destacaban, por la calidad de sus bestias y por la elegancia de sus atavíos —además de por su belleza natural, pese a que con todo lo que llevaban encima no se advertía gran cosa—, las hermanas Von Biron, invitadas por el Zar cuando atendió la cena que la mayor dio en honor de Friedrich-Wilhelm. Habrían declinado el honor, pero con el amo de sus pensiones —y las de su madre, y su ausente cuarta hermana— era preciso ser cuidadosas, y así, sentadas a mujeriegas sobre sus preciosos animales —el purasangre de la duquesa de Sagan atraía tantas miradas como su dueña—, luchando contra el más penoso aburrimiento y conteniendo como podían unos incontenibles bostezos, observaban sin la menor gana el estúpido ballet para hombres, bestias y testas coronadas.
El teniente general Álava y el teniente coronel Miniussir, impecablemente uniformados —Monsieur Leger jamás fallaba un plazo— y sobre sus también excelentes caballos, hacían lo mismo que sus tres elegantes vecinas, aunque con una mirada muy distinta, sobre todo en el caso del embajador-general. Aquello, a su juicio, demostraba que la fuerza mandada por Barclay de Tolly estaba lejos de ser la horda de pordioseros que describía Wellington. Él veía un ejército bien organizado que maniobraba y desfilaba con elogiable precisión, pese a la desmesura de su número, casi ocho veces mayor que aquel I Armeekorps que dos meses antes viera recorrer los Champs Élysées. Era una fuerza valiosa y sin duda temible, y por si fuera poco instalada tan cerca de París que se podría reunir en un chascar los dedos con su aliado de los últimos veinticinco años, el demostradamente salvaje Niederrheinarmee. Aquello, más que un festejo tan inútil y ridículo como solían ser casi todos los de naturaleza militar, le parecía un mensaje sutil para soberanos y plenipotenciarios, un aviso en toda regla de que para nada se deberían despreciar los puntos de vista de Su Majestad en las azarosas conversaciones que, según se hizo público dos días antes, comenzarían el miércoles 20 de septiembre.
Tras la parada militar el Zar ofreció una cena para sus trescientos invitados en los jardines del cercano château donde se hospedarían los principales, si su propia intendencia no les había procurado un alojamiento cercano de suficiente dignidad. Se servía en veinticinco mesas circulares dispuestas sobre planchas de teka y bajo una colosal pérgola, desplegadas la noche antes por los zapadores rusos. El banquete propiamente dicho era responsabilidad del gran Carême, que pese a su fidelidad a Talleyrand, para el que trabajaba de vez en cuando y con el que volvería cuando el Zar regresase a la desierta inmensidad de su país, desde hacía seis meses era el principal activo diplomático de Alexander. A sus órdenes formaban cincuenta cocineros, reclutados para materializar un menú que comenzaría con varios miles de ostras dispuestas sobre hielo —Carême había reclamado que se instalara en el château una planta que lo generase—, a las que seguiría una selección de cuatro sopas, otra de veintiocho aperitivos, seguida de otra sobre veintiocho entrantes para terminar en una cuarta de veintiocho grandes pièces; tras eso vendría elegir entre téte de veau al Madeira, fricasse de pollo, rodaballo cocinado en salsa de anchoas y vol-au-vent à la Toulouse, complementado todo ello con las más inverosímiles guarniciones y rematándolo un insuperable festival para golosos, con hasta doce ofertas diferentes. Pantagruel se habría sentido desafiado ante todo aquello, al punto que no pocos asistentes, empezando por las señoras, capitularon antes de llegar a los platos principales. Miniussir, al que habían sentado entre Sir John Fremantle y el Oberst Reiche, fue de los que resistieron hasta el final, pues su juvenil estómago podía con todo aquello aunque no con mucho más, pero Álava, preocupado por su manga, fue de los que más pronto desertaron. Le habían colocado en una mesa donde abundaban los embajadores, todos ellos tan corteses que no se salían del francés. Así se pudo enterar de algún cotilleo, como el ascenso a Generalfeldmarschall del vencedor de Murat, el Freiherr Bianchi, o la concesión al mismo por parte del rey de Nápoles, Ferdinando IV di Borbone —quien lo explicaba era su embajador en París— del ducado de Casalanza, con lo cual habría otro duque más infectando al continente, pesimista comentario que despertó las crueles carcajadas de los mundanos diplomáticos. También escuchó que la Fürstin Metternich había dado a luz el 1 de septiembre al octavo de sus hijos, una niña que sufriría el nombre de Henrietta-Gabriele. Una puntualidad elogiable, añadía la venenosa lengua que lo relataba, pues el acontecimiento sucedió exactamente nueve meses después de la reaparición pública de la princesa en la fiesta del incendiado Razumovsky, luciendo un apretado brazalete de diamantes que todo el mundo sabía diseñado para un brazo más esbelto —las miradas se desviaron a la mesa de soberanos, donde la duquesa de Sagan departía tranquilamente con sus compañeros de babor y estribor, el Zar Alexander, nieto de su madrina y primo lejano suyo, y su tío Louis XVIII—; era evidente, la naturaleza lo demostraba, que Metternich, también aquella vez, había sabido hacerse perdonar sus azarosos amoríos, a lo que siguió un nuevo torrente de malignas carcajadas diplomáticas.
Lo que más le hizo reír, sin embargo, fue una flemática explicación de un viejo conocido de Bruselas, el embajador Stuart, que preguntado por el excelente humor que mostraba Wellington explicó que tenía por origen un hijo de puta. Los ojos se desorbitaron, las mandíbulas cesaron de masticar y todo el mundo guardó silencio, expectante, hasta saber que un buen amigo de Wellington, Sir William Maxwell, criaba purasangres y de vez en cuando hacía correr alguno en el hipódromo de Doncaster, donde tenía sus cuadras. Días antes, uno de sus menos gloriosos pencos de tres años, de nombre Filho da Puta, montado por un tipejo diminuto apellidado Jackson, había dado la campanada en el Saint Leger Stakes, una de las más prestigiosas carreras de Inglaterra, la última y más larga de las que componían la Triple Corona. Wellington debía poseer información privilegiada, pues se había jugado por él nada menos que cien guineas, sin importarle que aquel maldito jamelgo cotizara 32 a 1. Así acabó embolsándose la envidiable suma de tres mil doscientas libras y otros tantos chelines, por lo cual no tenía nada de particular que le vieran exultante. Mucho más que a él, que apostó cincuenta por Whisker, pues venía de ganar el Derby, cotizaba 5 a 1 y era el favorito indiscutible, y aun así quedó a seis cuerpos, el maldito inútil. Lo último lo dijo con expresión grave, para echarse a reír un segundo después acompañando al resto de la mesa, que hacía lo mismo. Nunca se acaba de conocer a las personas, se decía el embajador Álava mientras cruzaba una mirada de simpatía con el raramente jovial Stuart, que demostraba ser un caballero en lo bien que sabía perder cincuenta guineas. Jamás habría sospechado que Wellington se jugara el dinero en las carreras, aunque también podría ser, recordaba entonces, que las tres únicas palabras que sabía de portugués, y que hasta 1811 rara vez se le caían de la boca, coincidían con el nombre de aquel caballo portentoso. Quizá fuera ésa la información privilegiada de la que sospechaba Sir Charles. En cualquier caso, y como se decía en la Marina Real de los que poseían una suerte prodigiosa, extraordinaria, no cabía duda de que su buen amigo la tenía lisa.
—Volviendo a la que todos adoramos y sin la que nuestra profesión serían tan tediosa y tan monótona, ¿sabe alguien con quién anda en estos días?
—¿No era Pumpernickel?
Si Álava fuera más nuevo en el oficio se admiraría de que aquella pandilla de distinguidos embajadores se refiriese así al colega de Su Graciosa Majestad en Viena.
—Así se dice que vino, pero al poco le dejó plantado en Le Rocher de Gancale, se murmura que tras vaciarle sobre la bragueta una sopera de bouillabaisse. A la dama, que sigue tan temperamental como siempre, no le pareció bien que Lord Stewart se desentendiese de su persona los días que anduvo por aquí la joven señorita británica con la que dicen pretende perpetrar infanticidio matrimonial.
Era llamativo que Sir Charles Stuart no sólo se sumase al despellejamiento colectivo de su colega y compatriota, sino que lo hiciera con indisimulada fruición. Álava creía saber por qué; según recordaba, en alguna ocasión Wellington le había criticado por abandonar la caballería, donde a su juicio era competente, para dedicarse a la diplomacia, una ciencia donde sus dones eran tan apropiados como los de una virgen ruborosa para gestionar una soika de cosacos, a lo cual se debía que los verdaderos diplomáticos, como Sir Charles, le despreciaran del modo más olímpico.
—Se dice por ahí que un corresponsal del Saint James’ Morning Chronicle se le puso al lado cuando cabalgaba con su hermana, la Hohenzollern-Hechingen, por los Champs Élysées. Le preguntaba sobre asuntos indiscretos, a grandes voces, cuando surgió de la nada un oficial de uniforme azul y grana que con su sable y de un tajo le cortó las riendas, para después acariciarle los bigotes con la punta mientras le miraba fijamente, causándole tal indisposición de vientre que aún no se ha recuperado.
Casi todos compusieron un gesto de solemne asentimiento. Los periodistas, pese a reconocer la inmensa valía de los que se dejaban sobornar a bajo precio, no les gustaban mucho.
—Son colores que se parecen mucho a los que viste Su Excelencia, general d’Álava.
La mesa se volvió a mirarle de forma inquisitiva, pero Don Miguel era mucho Don Miguel.
—Puedo asegurarles que no tengo nada que ver. La última vez que me ceñí un sable, además de hoy, fue cuando desfilaron los prusianos. Por cierto, que no recuerdo haber visto por allí, llegando a la Place de la Concorde, o de Louis XV que se dice hoy, a ninguna de Sus Excelencias.
Según había previsto, la conversación derivó con rapidez a otros asuntos. Benditos sean los cotilleos, alcanzó el general a decirse sin prestar atención a lo que se comentaba sobre la última víctima de la Marassé. Qué sería del oficio diplomático sin ellos.