Londres y Chimay, domingo 26 de marzo

Lord Liverpool no era partidario de reuniones masivas en las que sus ministros discutieran los asuntos que trajera cada uno. En su concepción de lo que debía ser un buen gobierno era esencial que cada cual sólo hablara de las áreas que les confiaba. En las demás, y pese a los conocimientos que pudieran poseer, a los efectos del gobierno eran simples aficionados, sólo capaces de distraer a los demás, si no de llevarles a transitar por caminos equívocos a causa de su mejor dialéctica o de alguna suerte de inspiración divina, tan brillante como se quisiera pero no sustentada en hechos, ni en cifras. El único que debía saber de todo y estar al corriente de todo, era él. De ahí que acostumbrara reunirse por separado con los miembros de su gabinete, a los que previamente bombardeaba con notas y cartas tan frecuentes como prolijas. La eficacia en la gestión era su primer afán, y a eso sacrificaba no ya su jornada laboral y su escaso tiempo libre, sino su vida entera. Lord Liverpool era premier veinticuatro horas al día, siete por semana, y exigía que sus ministros siguieran la misma regla. Lord Bathurst, secretario de Guerra y Colonias, y Lord Castlereagh, Asuntos Exteriores, no la seguían. El primero por padecer docenas de sobrinos y el segundo por tener otras aficiones, de las que Liverpool prefería no saber nada. Se habían reunido ese domingo por la necesidad de tomar ciertas decisiones, del no infrecuente tipo que afectaba tanto a los ejércitos como a la presencia británica. La primera venía determinada por un informe de Wellington. En él explicaba que las potencias aliadas, hacia finales de mayo, desplegarían cuatro ejércitos. El primero, austríaco, en Lombardía, de cincuenta mil hombres; el segundo, en Baden, lo integrarían contingentes de Austria, Württemberg, Bayern y Baden, totalizando doscientos mil; el tercero, en Flandes, trescientos mil entre ingleses y prusianos, suponiendo que las aportaciones de Inglaterra, sumadas a las del VKN y a las de sus aliados alemanes, igualara los ciento cincuenta mil anunciados por Prusia; el cuarto y último, ruso, doscientos mil que se congregarían en Würzburg. Su duda principal residía en el ejército de Flandes, pues seguía sin saber qué tropas serían aportadas por Inglaterra y no sabía nada de las del VKN y Hannover. Se preguntaba si entre Inglaterra y sus aliados realmente alcanzarían la cifra de ciento cincuenta mil comprometida en Viena, cuándo se podría contar con los que finalmente se movilizaran y al mando de quién estarían, pues las necesidades de coordinación con los comandantes aliados ya eran apremiantes. Todo indicaba que por parte austríaca el jefe supremo sería el Fürst Schwarzenberg, y por la prusiana sería difícil que Friedrich-Wilhelm no eligiese a Blücher. Por el lado ruso no había noticias; el Zar, en eso y en todo, parecía no tener prisa.

Lord Bathurst, por Lawrence

—Bien, ¿qué pensáis?[99]

—Pues que no hemos anunciado el nombramiento de Arthur, y a su manera nos lo recuerda.

Lord Liverpool y Lord Bathurst asintieron. Lord Castlereagh tenía razón.

—¿Hablas tú con la Royal Commission? —por Lord Bathurst, que aparentaba tomar nota; prefería no explicar que ya lo había hecho—. Habrá que hacerlo saber al Zar, al Kaiser y al otro, el prusiano. Ah, y al Viejo Sapo. ¿Te importaría escribir a Stuart, para que le diga que nombre a nuestro Arthur jefe supremo de sus fuerzas? ¿Se molestará su chico, el que fue uno de sus ADC?

—Le pondremos bajo él, como segundo jefe o algo por el estilo, y con eso bastará. No será una hipoteca para Wellington, no temáis. Jamás ha hecho caso de los segundos jefes. Para él son meros espantapájaros. Siempre se ha entendido directamente con los comandantes de división.

Lord Bathurst conocía las costumbres de Sir Arthur. Llevaba seis años leyendo un despacho suyo por semana, cuando no dos, y a veces más.

—Me preocupa que el ejército de Flandes vaya a tener un mando único —Castlereagh y Bathurst elevaban sus cejas, expectantes—. Si fuera Blücher, el salvaje que padecimos el verano pasado, Arthur dimitiría. Si fuese Arthur no sé si Blücher lo aceptaría o no, pero el que no lo aceptaría sería yo. Ya vimos hace meses lo bestias que pueden ser cuando se les deja sueltos en un país civilizado. Este año lo serán bastante más, por toda la quina que han tragado en Viena. Los tres o cuatro franceses que todavía no les odian lo harán a muerte cuando de nuevo se hayan ido. No quisiera que llegaran a París bajo nuestra bandera, ni que de ningún modo el pueblo francés nos responsabilice de las atrocidades que sus jefes les vayan a dejar cometer. Lo mejor para nosotros será que no sumemos los ejércitos. Ellos con su bandera, nosotros con la nuestra y que cada mastelero soporte su vela.

—Arthur y Blücher se caen bien, ¿no?

Lord Liverpool recordaba la pesadilla del verano anterior, con Friedrich-Wilhelm, Blücher, Alexander y su hermana espeluznante, sueltos por Londres y sus alrededores.

—Tengo entendido que sí. No se conocían, pero habían oído hablar el uno del otro. Blücher sentía por Arthur una especie de idolatría, y a nuestro duque le intrigaba que los soldados de los cuerpos rusos en el ejército de Blücher le respetasen más que a sus propios generales. Se gustaron, tanto que suelen escribirse. Bueno, ya sabéis cómo es Arthur: se cartearía con el diablo si supiera su dirección.

La grafomanía de Wellington, capaz de comunicarse por escrito con generales que dormían dos tiendas más allá de la suya, le había costado algún disgusto. Sus andanadas amorosas era lo que más a menudo le ponía en dificultades. La prensa todavía sacaba jugo de una carta que había enviado meses antes a una tal Madame Récamier; su mensajero confundió la dirección donde debía entregarla, con el resultado de que acabó en un muy mal buzón. Lord Liverpool, al tiempo de comentarlo, escarbaba en las diversas capas de papeles, cuadernos y objetos inusitados que impedían ver el color de su escritorio, hasta dar con un recorte que leyó en voz alta, para deleite de los dos pares del reino:

Paris, June 13th, 1814.

I confess, Madame, that I am not very sorry that business matters will prevent my calling upon you after dinner; since each time I see you, I leave you more deeply impressed with your charms, and less inclined to give my attention to politics!!!

I shall call upon you tomorrow, provided you are at home, upon my return from the Abbe Sicard’s, and in spite of the dangerous effect such visits have upon me.

Your very faithful servant,

WELLINGTON[100]

—No es una carta comprometida —Lord Bathurst encontraba deplorable que Lord Liverpool la leyera en voz alta, pese a que se hubiera publicado en el Saint James’ Morning Chronicle, innoble y asqueroso periodicucho donde los hubiera—. Arthur, por razón de su cargo, padece la necesidad de ser amable con toda clase de señoras y señoritas. En su texto no hay nada criticable. Acepto que debería escribir menos, sobre todo a las mujeres, aunque no creo que sea para tanto. Esa carta, quiero decir.

—Bueno. Es su problema —Lord Liverpool componía un gesto de indiferencia al tiempo que sepultaba otra vez el recorte—. Ya escarmentará el día que le pillen. Lo que me preocupa es qué tal se llevará con Blücher. Descartado que se ponga el uno a las órdenes del otro, lo cierto es que habrán de coordinarse, porque, si he comprendido bien, les tocará llevar el peso de la campaña.

—Con Blücher no tendrá problemas, salvo uno de importancia: no pinta nada. El que manda es un tal Gneisenau, que Dios confunda —Lord Liverpool alzó sus cejas; aquello era una novedad—. Los prusianos inventaron hace años una figura militar que nosotros no tenemos. La llaman jefe del estado mayor, o algo así. No es lo mismo que nuestro QMG, advierto. El QMG se preocupa de obedecer a su comandante y adelantarse a sus órdenes, aunque sin tomar decisiones. El prusiano sí las toma. Tanto, que la responsabilidad es colegiada: si vencen, condecoran al jefe supremo. Si pierden, le fusilan a él. Es un individuo de una formación específica que se rodea de otros educados bajo sus mismas normas en una institución siniestra que llaman Kriegschule. Tienen a gala ser los que piensan en sus ejércitos. El jefe del estado mayor es el jefe de los que piensan; los otros no necesitan pensar. Lo explicó el propio Blücher, en Oxford, el verano pasado —Lord Castlereagh y Lord Liverpool, atentos a la explicación, compusieron gestos de no saber de qué se les hablaba—. Quizá recordéis que a Blücher le hicieron Doctor Honoris Causa en no sé qué majadería; cosas del Regente, ya sabéis —asintieron, compungidos; era duro soportar un príncipe tan indisciplinado—. Acudió el tal Blücher, un aide-de-camp que hablaba un buen francés, pues el suyo es lamentable, y poca gente más. De nuestro lado formaban el vice-chancellor, los masters de treinta y tantos colleges y no sé cuántos ilustres caballeros más, casi todos con sus esposas. Debo señalar que si el éxito del acto resultó tan portentoso fue porque a continuación se sirvió una cena por cuenta del Tesoro —los dos Lords aceptaron que aquello lo explicaba—. Terminado el acto, Blücher se creyó en la obligación de dar las gracias. A la sazón, según creo, se hallaba un tanto achispado, aunque no al punto de no saber qué decía. Lo hizo por sí mismo, en su pavoroso francés. Dijo, en síntesis, que ser Doctor le gustaba mucho, pero, señalando a Sir Thomas Lee, el vice-chancellor, el mismo que horas antes le impusiera la toga y el birrete, añadió que habría debido estirarse un poquito y nombrar a Gneisenau, si no también Doctor, al menos Boticario, para que así hubiera venido también, ya que siempre marchaban juntos. La esposa de Sir George Hall, el Master de Pembroke,[101] quiso saber, supongo que para romper el silencio en que habían quedado los petrificados presentes, hasta qué punto era profunda su asociación con aquel caballero, a lo que, tras pensárselo, respondió que no se atrevía ni a mear sin que Gneisenau le señalase dónde tenía que apuntar. En aquel momento ya estaban todos en pie. Lady Hall, una dama no sólo encantadora, sino dotada de unos excelentes reflejos y un gran sentido del humor, estalló en carcajadas, pronto acompañada de casi todos los demás, que preferían eso a reaccionar como nadie les podría reprochar, y hasta se permitió dar a Blücher un cariñoso puñetazo en el hombro, a lo cual respondió nuestro héroe con una muy amable palmada en el trasero de la dama, la cual, tras pensárselo a su vez, siguió con sus risotadas, lo que fue de agradecer porque nos ahorró, a Sir George el primero, un enojoso incidente diplomático, entre otras cosas porque han pasado muchos años desde que se perdiera la cuenta de todos los desgraciados a los que Blücher se ha cargado en duelo.

Lord Castlereagh se tapaba el rostro, sinceramente horrorizado.

—¿Qué sabemos del tal Gneisenau?

—Que no es prusiano. Es un mercenario que habría vuelto a Sajonia de no haberse casado contra una heredera de las forradas. Antes de que sucediera eso sirvió en un ejército de alquiler, en las Colonias. En el tiempo que anduvo por allá, siempre a las órdenes de nuestros menos eficaces mandos, desarrolló un inmenso amor por nuestros enemigos, al punto de batirse contra varios de nuestros oficiales más tontos, con resultados desastrosos para todos ellos, me duele decirlo. Luego, al regresar, se buscó un puesto con los prusianos. Debieron de ser años aburridos, siempre de guarnición, aunque les sacó provecho, pues le permitieron hacerse con un aceptable inglés, un horroroso francés y un regular polaco, y hasta un poquito de ruso, tengo entendido. En la guerra de 1806 fue, o eso me han dicho, el oficial que más destacó. Le cercaron tres o cuatro meses en una fortaleza, Kolberg o algo por el estilo, y aunque le superaban de diez a uno consiguió resistir. Al acabar aquello aún era Major, pero desde ahí comenzó a escalar posiciones. Le ayudó mucho que Friedrich-Wilhelm, que buscaba modernizar su caterva de abueletes, pues otra cosa no eran sus generales, le prestó atención, siguiendo su consejo sobre cuáles conservar y a cuáles jubilar. Dado que de los ciento y pico largos que había en 1806 sólo dos están en activo, Blücher y otro, podréis haceros una idea de la carnicería que perpetró y de por qué se le odia tanto. Así llegó 1813. A su debido tiempo los ejércitos continentales coincidieron en Leipzig. Boney más sus aliados frente a los rusos, los austríacos, los suecos y los prusianos. Un caos, y cerca estuvo Napoleón de sacar ventaja de tanto desorden, pero el plan de batalla era tan condenadamente bueno que al final le aplastaron contra un río y no le quedó más opción que volver a Francia tan desplumado que ya no se pudo recuperar. El tal plan, como habréis supuesto, era obra suya. Desde ahí, por mucho que le odien, reina sobre los ejércitos prusianos, y mientras haya guerra seguirá reinando. Después…, cualquiera sabe, porque a Friedrich-Wilhelm le desgasta demasiado mantenerle. Si no fuera por Blücher le habría quitado, harto de tanta presión, pero ahí se nota la fuerza del viejo patán: el ejército le venera, el pueblo también, y mientras esté al mando nadie podrá obligarle a buscar otro jefe para su estado mayor.

Tanto Lord Liverpool como Lord Castlereagh habían escuchado con singular interés. Quizá por eso llegaron a la misma conclusión, aunque fue Castlereagh el primero que la formuló.

—Arthur, con ese tipo, tendrá difícil hacer lo que le dé la gana, como suele ser su costumbre, comenzando con nosotros —Lord Bathurst, frunciendo sus morros, asintió—. ¿Sería posible convencer a Friedrich-Wilhelm de que ponga otro? Nos debe mucho dinero.

¿No ayudaría eso, un poquito?

—Temo que no. Piensa, sólo un momento, en la cara que pondrías si viene Alexander y te dice que quites a Wellington y pongas a Dalrymple.[102] ¿Cómo te lo tomarías?

Era una pregunta retórica, y como tal se la tomó Lord Liverpool.

—Visto, pues: nada que hacer. Bien, ¿y qué hacemos con las tropas? ¿Qué podemos mandar a Flandes, si es que podemos enviar allí algo más que nuestros mejores deseos?

—Tenemos, aquí en las islas, cuarenta mil hombres, la mitad a medio adiestrar. Reduciendo las guarniciones al mínimo podríamos disponer de treinta mil. No podemos bajar de seis mil en Irlanda y cuatro mil en Gran Bretaña sin aceptar riesgos excesivos. Sumados a los que tiene Graham, salen treinta y cinco mil. El resto, hasta ciento cincuenta mil, deberán salir del VKN y de los aliados alemanes.

—¿Piensas que podrán llegar a esas cifras? —Lord Castlereagh estaba preocupado, y se notaba.

—De ningún modo. Será un milagro que lleguen a sesenta mil, entre todos.

—¿Qué hay de la gente que tenemos en las colonias?

—El barco que traiga de allí la primera compañía todavía está en Plymouth. No podemos contar con nada procedente de Quebec hasta mediados de julio, si el Atlántico no se lo traga.

—Supongo que habrás pensado en la solución.

—Pues claro. Y vosotros también.

No necesitaba explicarla: pagar una cantidad por cabeza, distinta según fuera soldado, suboficial u oficial, con montura o sin ella. Un par de millones de libras, a la basura.

—Sería bueno —Lord Liverpool por Lord Castlereagh— que comenzaras a negociar a cuánto nos los van a dejar. Friedrich-Wilhelm debe tener muchos. Y Bernadotte, claro, aunque le harán falta para sujetar a los noruegos. En fin, menudo lío. Si supiera el asno de Campbell dónde nos ha metido…

—No se le instruyó para ser el carcelero de Bonaparte. Su obligación era ser nuestro comisario, sólo eso. No pretendo levantar polémicas, pero no se le puede reprochar nada, salvo, en todo caso, que no fuera capaz de adivinar lo que se cocía.

La postura de Bathurst era comprensible. Sir Neil estaba en su nómina y su deber era defenderle. Ahora, de puertas adentro…, se podía ir preparando.

—Bien, es cosa tuya. Ya nos dirás qué piensas hacer con él.

Se miraron, preguntándose los dos ministros si quedarían más asuntos. Ninguno de los dos tenía ganas de seguir en el lúgubre 10 de Downing Street, aunque Lord Liverpool les tranquilizó.

—Hijos míos, esto ha sido todo. Podéis dedicar al Señor lo poquito que aún queda de Su Día.

Se levantó, componiendo una sonrisa fatigada. También él tenía ganas de no ser Primer Ministro, siquiera por unas horas. Si no tanto, al menos unos minutos.

El embajador había dejado Bruselas a la salida del sol. El propósito principal de su misión era pasar una noche, o quizá dos, y pudiera ser que tres, en la hospitalaria compañía de su casera, cuya última carta recordándole su promesa de visitarla era de seis días antes. Imploraba de los cielos que pasar una noche, o dos, o tres, significase disfrutar en soledad un cuarto confortable donde descansar de agotadoras jornadas cazando en los bosques de la princesa —no era un gran cazador, aunque aceptaba que hacer ejercicio de vez en cuando resultaba saludable—, de cenas tolerables y sobremesas aburridas. El secundario era satisfacer una petición de Billy: ver cómo de impenetrables eran las fronteras. Se había hecho pintar en las puertas de su carruaje unos ostentosos escudos, a fin de que ni el carabinero más estúpido dudase de que se hallaba frente a un embajador español. Lo más que podría ocurrir, tras probar en los pasos de Beaumont y Philippeville, sería verse forzado a regresar a Bruselas, donde redactaría una carta para la princesa en la que intentaría no se notase su inmenso alivio.

La distancia entre Bruselas y Chimay se podía recorrer en diez horas, parando de vez en cuando para tomar un bocado, estirar las piernas y que abrevaran las bestias. Eso fue lo que invirtieron el general, su cochero y Zurraspas. El primer alto lo hicieron en una fonda situada más allá de Waterloo; se llamaba La Belle Alliance, aunque no en conmemoración de gestas épicas, sino de la boda que los tatarabuelos de una campechana maritornes, la misma que se ocupaba de atender a los viajeros, contrajeron siglo y pico antes. El general quedó tan satisfecho que se prometió volver. La segunda en que se detuvieron no le inspiró los mismos sentimientos. En Charleroi, oscura y tétrica pese a llamarse Bellevue, sus dueños tenían un acento mucho más duro. Eran franceses del norte y les fastidiaba verse obligados a ser otra cosa. Habían llegado en 1794, al rebufo de las tropas de la Convención. Después de veinte años allí se asomaban a un futuro tan incierto como sombrío, al punto de plantearse regresar a Lille y volver a ser franceses, aunque la vuelta de l’Empereur les hacía recapacitar. Con Él de nuevo en París, todo podría suceder; empezando por que Valonia volviese a ser francesa.

La tercera parada tuvo lugar en el puesto de Beaumont, donde los carabineros no sólo le dejaron pasar, sino que le formaron la guardia, presentándole armas con gran respeto. Igual, debieron de pensar, aquel embajador marchaba en dirección a París, a reunirse con l’Empereur y ahorrarles una guerra. Les habría entristecido saber que no iba tan lejos: sólo a veinticuatro kilómetros, los que distaba de aquel puesto el pequeño Chimay. Llegando allí el aprensivo general volvió a decirse que hizo mal dejando a Miniussir en Bruselas. Le habría venido bien, no para charlar por el camino sino a título de carabina. Si decidió lo contrario fue porque la visita tenía más de social que de oficial, pues el objetivo no era otro que poner a salvo el contrato de alquiler; los precios de Bruselas se habían puesto por las nubes y temía que la casera le pidiera un aumento de la renta. En absoluto podía considerarse una gestión diplomática, de modo que mejor haría el joven consejero —que asentía, nada entristecido por la perspectiva de quedarse unos días sin jefe— quedándose a defender el fuerte.

Suspiró al divisar un gran edificio, de aspecto muy cuidado, que se recortaba sobre una loma. Pasar allí unos días podría ser muy agradable, todo lo indicaba, salvo por el riesgo de darse con una hidra lujuriosa, sedienta de fluidos diplomáticos. En otro tiempo le habría encantado ser seducido por una dama tan imponente como la princesa, pero desde aquel fatídico tiro en Dueñas sentía una justificada desconfianza en el otrora más alegre de sus huesos; nada le horrorizaría más que no dar la talla en un encuentro que, cada minuto que pasaba, consideraba más y más de temer.

La princesa le recibió con la ceremonia reservada para los grandes personajes. Su cortesía no sólo era cálida. Pese a que dos tercios de su vida los había pasado de francesa, la espontaneidad de sus modales, manifestada en los achuchones que pegaba, no podía ser más española. Tras la primera salva efusiva, celebrada en el jardín y a la vista de la servidumbre, tocaba presentar respetos a la prole del château, que formada en número de siete le observaba con frialdad. Abría la formación una vistosa Rose-Thermidor de veinte años, llamada en esa forma en honor de la fallecida emperatriz Joséphine y del golpe contra Robespierre del 27 de julio del 94, el cual les salvó la vida por los pelos —el general, hasta ese instante, ignoraba todo de los hijos de su casera, salvo que tenía muchos; aquel torrente de información le venía directamente de la boca de Su Alteza, encantada de lucir unos retoños tan espléndidos—. Tras ella, no tan alta pero aún así formidable, la llamada Clemence-Thérèse, de quince. A continuación, Jules-Edouard, de catorce, Clarisse Thérèse, de trece, Stéphane-Thérèse, de doce, Joseph-Philippe, de siete y, cerrando la formación, Michel-Gabriel, de cinco. La recién nacida Marie-Thérèse era demasiado joven para mostrarse a la intemperie, de modo que ya la vería después, en su cuna.

Superada la prueba quedaba maravillarse de la pieza en que le tocaría pernoctar. Aceptaba que resultaba principesca. Ya entendía los elogiosos comentarios de Wellington, que había dormido allí camino de París. Se relamía de pensar en la cama —sus habitaciones de Bruselas ni de lejos alcanzaban tal esplendor, y menos aún las de París, y su palacio de la calle Zapatería podría competir en confort y riqueza ornamental con las cartujas más espartanas— cuando la princesa entreabrió una puerta para mostrarle su boudoir. Jamás, lo admitía, se había visto en uno como aquel. Era virgen de bañeras mastodónticas, capaces de contener no un menudo general como era él, sino una compañía de granaderos. Wellington, de aquello, no le dijo nada. Quizá por no ser muy amigo de los chapuzones. Pese a su casi regia dignidad a veces olía un poquito mal, y eso a pesar de su obsesiva manía de afeitarse dos veces al día y lavarse las manos cada dos por tres. En cuanto a él, y una vez lograse averiguar cómo se llenaba ese cuasi estanque, de ningún modo desaprovecharía la ocasión.

En el comedor cabría una mesa el doble de larga, pero la que había dispuesto la princesa bastaba para los catorce comensales. En el centro, del lado de un gran tapiz —el otro era una sucesión de ventanales—, la princesa. Frente a ella, el invitado de honor. A babor y a estribor de aquélla, dos músicos de renombre, aunque al embajador no le sonaban. Abarloadas a éstos, las esposas de sendos maestros —sentados a su continuación— responsables de desasnar a los Ouvrard —la princesa solía designar a sus hijos en función del varón con quien los hubiera engendrado; así, Rose-Thermidor era mademoiselle Tallien, los cuatro que la seguían eran los Ouvrard, y a los tres últimos se refería como los Caraman, lo cual no significaba que sus apellidos fueran esos, pues los Ouvrard mayores eran tan Tallien como su hermanastra, mientras que los otros eran Cabarus a palo seco; debió inscribirlos así por haberlos alumbrado ya divorciada de Jean-Lambert y sin posibilidad de que Gabriel-Julien les diera su apellido; bajo el puritano cetro de Bonaparte los hijos putativos estaban condenados a ser eso precisamente, lo que a ella jamás le supuso apuro alguno; Cabarus era un excelente apellido y sus hijos bien harían en llevarlo con orgullo; después de todo, sostenía con realismo, la respetabilidad no reside ni en la honra ni en la ortodoxia, ni en los títulos que se luzcan, sino en el dinero que se tenga o en la fuerza que se posea, y el que no lo viese así que se fijara en Bonaparte—; al embajador le flanqueaban la tímida Rose-Thermidor y un pintor del que no logró captar el nombre, complementados por un tercer tutor —el de los Ouvrard mayores—, su esposa, el administrador y una tal Madame Duchambge con quien la princesa mantenía relaciones no especificadas. Según aclaró mientras le mostraba la casa, ella y su marido mantenían en Chimay una pequeña corte con la que compartían los placeres de la vida, siendo la música el principal. El conde de Caraman era un violinista notable, y además poseía un don para el dibujo. Ella, pues no tanto, lo reconocía, pero cantar le gustaba e interpretar aún más; de ahí venía que la casa rara vez contara con menos de tres o cuatro músicos sueltos por los corredores.

François (Francisco) de Cabarus, por Goya

Si los profesores, el secretario, sus esposas, la dama de presencia inexplicada y la hija mayor eran poco dados a decir nada, los músicos no. Como buenos artistas, ambos disfrutaban hablando de sí mismos, a lo cual les animaba la princesa, temerosa de que sobre la cena cayera una losa de silencio. Aquella no era como las de Talleyrand, las que tanto disfrutara durante la Convención, el Directorio, el Consulado y los primeros tiempos del Imperio, pero entendía que tampoco estaba mal, de modo que no cesaba de alimentarles munición. Así, el aburrido general pudo saber que Monsieur Kreutzer había compuesto cuarenta óperas en su ya larga vida de componer óperas, y que merecería ser conocido por eso y no porque un insoportable Beethoven le dedicase una sonata de violín, la 9.ª por más señas, que ningún solista en sus cabales osaría tocar, pues era imposible para nadie que sólo tuviera cinco dedos en cada una de sus dos manos izquierdas. El buen hombre se mostraba interesado en explicar la gestación de cada una de sus cuarenta óperas, al igual que hacen las madres con sus partos, pero terció el otro músico, Signore Cherubini, para explicar lo mucho que agradecía el que la princesa le dejara cobijarse allí, el mejor lugar en el mundo para componer una misa funeral. Era más ameno que su colega francés, y el general no dudó en otorgarle sus simpatías; cuando menos, parecía capaz de reírse de sí mismo.

—La vida de hoy es dura para los compositores. Sólo hay un género que se mantenga boyante, con numerosos interesados en adquirir partituras, siempre y cuando no requieran coros excesivos y estén al alcance de cualquier organista. Me dedico a él, y qué remedio, desde hace un par de años, gracias a lo cual, y a la hospitalidad de la princesa —inclinación de cabeza; en respuesta, una gran sonrisa—, he logrado no perecer de inanición. En los últimos años sólo la misa de réquiem posee suficiente demanda, y dentro de ciertos límites no está mal pagada —Kreutzer le miraba con expresión inexpresiva, si bien se deducía que no estaba en favor de lo que oía—. Una misa, si se tiene alguna práctica, no requiere más de un mes para orquestarla; yo ya llevo seis, que serán siete con la que tengo casi a punto, una en fa mayor para órgano, cuerda, un contratenor, una contralto y dos sopranos, más un coro de vírgenes, o en todo caso de voces blancas, que hay más y salen por menos. Debería pensárselo, mi querido Rodolph; hoy por hoy, sólo las iglesias tienen dinero.

La princesa de Chimay sabía reír muy bien, incluso sin ganas, de modo que para todos menos Kreutzer fue fácil unirse a ella.

—Espero que siga con Los Abencerrajes. A Chateaubriand le ilusionaba su colaboración.

El general encontró en aquello un punto de interés. Recordaba la ocasión en que aquel sujeto leyó unas páginas detestables. ¿Sería posible que llevado de su maldad planeara darles música?

—Así lo creo, mi querida Thérèse, aunque no sé nada de su persona. Ignoro si aún seguirá interesado en el asunto, pero entenderá que no puedo seguir adelante sin saber si habrá o no un libreto.

Los adultos a la mesa comenzaron a preguntarse por dónde diablos andaría Chateaubriand.

—Está en Gante, con el rey. Podría escribirle allí, o visitarle. Sólo son diez horas de camino.

—¿Y usted cómo lo sabe, señor embajador?

El Signore Cherubini no parecía complacido con la información. Era como si le molestase advertir que aquel enojoso misterio era, para el diplomático español, una información rutinaria.

—Su Majestad cruzó la frontera el día 23 y la casa real lo hizo el 25. A estas horas están en Gante, cómodamente instalados. El rey eligió el palacio del conde Hane Steenhuyse, lo bastante grande como para que su Conseil Privé se aloje con él. Tengo entendido que Chateaubriand es ahora su secretario de Cultura. Si lo desea podría llevarme una carta suya, para una vez en Bruselas hacerla llegar a la secretaría de Monsieur Blacas, que según creo es el servidor más cercano al rey.

Pierre-Louis de Blacas

—Le veo muy al corriente de lo que sucede, señor embajador.

¿Por qué no nos pone al día? Es que aquí, en este rinconcito perdido, las noticias tardan en llegar, cuando deciden hacerlo.

El embajador, pese a su escasa experiencia, sabía reconocer la principesca maniobra de ceder los trastos al que quizá trajera nuevas cosas de qué hablar. A la vista estaba que aquellos trece habrían debido consumir, hacía ya mucho, su reserva entera de novedades.

—Sé lo que cualquier vecino de Bruselas que lea la prensa. La de París llega con dos días de retraso, la de Londres con cuatro y la de Viena tarda seis o siete —le sorprendía que sus palabras fueran seguidas con tanta expectación; ¿acaso no llegaban allí los periódicos?—. Según parece, la vida en París ha mejorado. No hay disturbios ni protestas, ni a nadie le ofende que la bandera sea otra vez tricolor. Donde sí hay cambios es en Les Halles. Los puestos vuelven a estar abastecidos y los precios han bajado; no se debe a ninguna orden imperial, sino a que los intermediarios recuerdan cómo las gastaba Bonaparte con los especuladores y los acaparadores. También se nota, o eso se comenta, en la seguridad de las calles. El ejército vuelve a ser visible, además de la gendarmería, de modo que la gente ya se atreve a pasear sin temor a que la desvalijen al doblar cualquier esquina, si no algo peor.

—Dicen que ya no hay censura. ¿Sabe si es verdad? —era lo primero que decía el pintor, y además lo hacía sin disimular un vivo interés; se debía, según explicó acto seguido, a que antes de pintar retratos de antepasados para la princesa vivía de dibujar caricaturas políticas no siempre afectuosas, una forma de procurar el propio sustento incompatible con la censura de prensa.

—Sí, desde hace una semana. Quizá Bonaparte se haya vuelto demócrata.

—¿Bonaparte demócrata? Nadie que le conozca podría pensarlo. Es del todo imposible.

La princesa se mostraba categórica; no necesitaba explicar que, de todos los presentes, ella y los músicos eran los únicos que alguna vez habían conversado con l’Empereur, pero el nivel de intimidad que llegó a tener con ella no tenía nada que ver con el de los dos pensativos artistas.

—¿Piensa que habrá guerra, embajador?

Mademoiselle Tallien estaba preocupada. Su enlace con el conde Félix de Narbonne-Pelet estaba fijado para el 24 de abril, aunque su madre, partidaria de que disfrutara lo que a ella se le negó, un primer marido enamorado —más adelante podría buscarse uno con dinero—, ya se preguntaba si regresar a París sería una decisión saludable. A Rose-Thermidor no sólo le inquietaba la situación, sino que Félix y ella querían emprender un largo viaje de bodas, a Roma y a Grecia. Con el espectro de la guerra flotando sobre Francia el proyecto quedaría en nada, y eso sin pensar en el riesgo de que su novio fuera movilizado y en vez de viajar con su mujer lo hiciera con su regimiento.

—Me temo que sí. Las potencias han hecho público que de ningún modo le consideran legitimado para el trono de Francia, y que si el precio de volverle a enjaular es la guerra, pues habrá guerra.

Los comensales se miraban unos a otros, consternados. Sabían del embajador que además de su ocupación diplomática sufría la de ser un militar de alta graduación. De ahí que su sentencia, formulada en términos sencillos, profesionales, confirmara que había motivos para preocuparse.

—¿Cuándo piensa que comenzará?

—Nadie puede contestar a eso, signore Cherubini. La situación es confusa, los planes de movilización de los aliados principales no han sido anunciados y no parece que los seiscientos mil hombres necesarios para marchar sobre Francia puedan estar listos antes del verano. En cuanto a Bonaparte, tampoco estará en condiciones de atacar antes de dos meses. Movilizar trescientos mil hombres no es cosa que se pueda improvisar, y no porque no los tenga, sino porque le faltan armas, municiones, caballos, artillería y carruajes. Ha puesto a Francia en pie de guerra, con sordina, para que no se note, pero sus talleres y sus fábricas ya están a plena producción. Dice que quiere la paz, pero bien sabe que no la tendrá. De ahí que se prepare para lo único donde se siente a sus anchas: la guerra.

Sabía más de lo que podía explicar, pues raro era el correo de Viena que no trajese algo de Wellington; en el último incluso le avanzó que dentro de poco se verían en Bruselas, donde le gustaría que se incorporase a «la familia», una expresión que para nadie significaría nada, salvo sus próximos.

—¿Estaremos a salvo aquí?

La que preguntaba era la princesa. Su aparente despreocupación escondía una inquietud considerable. Álava se pensó la respuesta. No quería ser alarmista, pero tampoco engañar.

—Dependerá de quién ataque antes. Si fueran los aliados Bonaparte se volvería contra los austríacos. No sólo porque siempre los ha derrotado, sino porque son los menos belicosos; si lograra forzarles a negociar destruiría el frente de unanimidad, con posibilidades de alcanzar un acuerdo que le permitiera seguir en el trono. En ese caso la guerra empezaría más al sur, en Alsacia, pero si aún es el de siempre no se querrá ver en una campaña defensiva. Tomará la iniciativa contra los más peligrosos, los resueltos a llegar hasta el final, seguro de que si los derrota los demás negociarán.

—¿Y ésos son los ingleses?

—No, Monsieur Kreutzer. Los prusianos. Son los que más tienen que ganar.

—Pero están más al sur, ¿no?

—Me temo que no, Mademoiselle. El camino natural de Bonaparte para vérselas con los prusianos, sacando del juego a los ingleses, pasa por Lieja y Aachen. Chimay no está en la senda lógica, pero sí Beaumont y Philippeville. Aunque lo normal será que aquí se oigan pocos tiros, alguno sonará.

La princesa puso mala cara. No era la primera vez que discutía con sus invitados la posibilidad de ver desde las ventanas uniformes azules, rojos e incluso negros, pero no dejaban de ser conversaciones de aficionados ignorantes. El general, en cambio, sabía de qué hablaba.

—¿Por dónde andan ahora, los prusianos?

—Entre Aachen y Koblenz. Son unos ciento cincuenta mil, según mis informes.

—¿Y quién los manda? ¿El mismo bestia de Blücher?

La mesa sufrió un estremecimiento colectivo; la mayoría de los sentados a ella vivieron el desdichado París de 1814, con las calles rebosantes de uniformes y donde todo el mundo pronto comprendió que los más de temer eran los de color azul añil, si no negruzco ala de mosca.

—Eso tengo entendido. Ahora es príncipe, por cierto.

—Príncipe o no, es un completo animal.

Desde ahí la princesa se lanzó en una catarata de anécdotas espantosas sobre la ocupación prusiana, la criminal permisividad de sus mandos y las nefandas acciones del cafre que los mandaba. Era claro que si algo temía no era un Napoleón que, dentro de lo que cabía, pasaba por civilizado; era ese dragón prusiano que respiraba fuego por los belfos. Una imagen afortunada, ya que hizo reír a todo el mundo. No fue casualidad, pues hacía ya rato que la sobremesa daba boqueadas; llegaba el momento que la princesa más disfrutaba y que sus invitados soportaban con la mejor disposición: el de ponerse a cantar. Al otro lado del gran recibidor había un salón de tamaño contenido en el que se desplegaban diversos instrumentos, que al imparcial juicio del general parecían más de tortura que musicales. Tomándolo con filosofía se dejó caer en un sillón, armado con una copa de cognac y listo para el sacrificio; esa noche consistiría en un recital de canciones tradicionales a entonar por la princesa, con la Duchambge a cargo del arpa, el profesor Kreutzer empuñando un precioso stradivarius de 1727 y un solemne maestro Cherubini a las teclas de un clavicémbalo Rückers con aspecto de haber padecido toda clase de atrocidades a lo largo de los muchos años que tenía. La velada se presentaba horrorosa, pero algo tenía de bueno: sería posible callar y pensar en otras cosas.

Nous quittons les Pâques, nous sommes au printemps,

les vignes sont belles, les blés vont grainant,

Mariez-vous belles n’attendez plus tant…

El agradable timbre y el dulce tono de la princesa, ideales para cantar una nana, combinados con el melancólico ritmo de la cancioncilla, más la placentera digestión y los vapores del excelente Napoleón, una cosecha de 1802 embotellada por un tal Pierre Celestin que si Dios existiera le concedería la salvación eterna, comenzaban a inquietar al valeroso militar: «Señor, que no me quede frito…».

La velada concluía. Los profesores fueron los primeros en marchar; Madame Duchambge, que también había cantado alguna pieza, lo hizo con el administrador; la enamoradísima Rose-Thermidor, que sollozaba con fastidiosa frecuencia, se les unió sobre la marcha; el pintor se deslizaba en la penumbra con gran sigilo, acompañado del violinista, mientras el profesor Cherubini se deshacía en elogios a la maestría de la princesa. El general sería el último en decir «hasta mañana», según recomendaba la etiqueta naval. Suponía con optimismo que bastaría una leve inclinación de cabeza, junto a su mejor sonrisa, para desde ahí buscar el camino de su catre, pero la princesa tenía otros planes.

—Se ha quedado una noche magnífica, ¿verdad? No te harías idea del aroma que despiden mis flores a estas horas. ¿Te gustaría verlas? Sin velas ni faroles, que no hacen falta. No con esta luna.

La luna, cierto era, relucía. Sería una descortesía no aceptar la invitación, se decía el general explicándose a sí mismo su inexplicable capitular sin lucha, según se dejaba coger del brazo por una princesa de ojos muy brillantes, con todo el aspecto de haber disfrutado la velada y, por las trazas, nada deseosa de darla por terminada; después de todo, apenas pasaba de medianoche.

El château, a la luz de la luna, ofrecía unos juegos de luces y sombras en verdad cautivadores. El general no era sensible a los embrujos arquitectónicos, aunque admitía que aquel panorama resultaba encantador. Contribuía bastante a su benévolo talante que la princesa no sólo siguiera colgada de su brazo, sino que aplicara sobre su tercio superior una presión del tipo que los hombres rara vez no encuentran alentadora. Sabido es que las curvas anterosuperiores femeninas, sobre todo si son de buen tamaño, y las que poseía la princesa desde luego que lo eran, si se apoyan con firmeza sobre un recio brazo varonil suelen provocar que la tal reciedumbre se propague hacia otros puntos; un fenómeno que a su vez puede verse acelerado si cuarta y media más abajo una cadera rotunda y poderosa se afana en lo mismo. El influjo de ambas presiones causó en el noble general no sólo el efecto convencional, sino la inesperada sorpresa y la gran alegría de comprobar que había vuelto a sufrir efectos convencionales, lo que desde hacía treinta meses consideraba parte del pasado, de tiempos muy pretéritos que jamás regresarían. El efecto convencional era evidente, aunque como buen marino prefirió asegurarse, lo que dada la escasa luz ambiente no le supuso gran trabajo: la mano en que terminaba su brazo de no sostener princesas confirmaba con alborozada seguridad que no había duda: su pecio particular resurgía de la primera situación[103] y se mostraba listo para el combate.

—Eres una mujer estupenda, Teresa.

La princesa debía contar con aquella constatación, así que no contestó. No con palabras. Abrazar al sorprendido general, buscando al tiempo sus labios, era una medida más práctica.

Álava en Waterloo
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