Bruselas y París, domingo 14 de mayo
Álava releía la última carta de Cevallos. Le comunicaba que, por orden de SCM, a partir de aquel momento debería encargarse, adicionalmente, de su representación ante SM el rey Luis XVIII. También le hacía saber que debería cuidar los intereses de SCM ante SE el duque de Ciudad Rodrigo, quedando facultado para participar en las acciones militares que requiriesen su presencia, lo cual había comunicado al secretario de Guerra, por lo cual acompañaba copia del oficio en que lo hacía:
Excmo. Señor:
El Rey NS se ha servido resolber que por ahora e interin se determina que la partida de su embajador cerca de SMC el Rey de la Francia pase al teniente general Dn Miguel de Alava, con el mismo carácter que en el dia de hoy tiene en la corte de Olanda cerca de aquel otro soberano, con el objeto de mantener las relaciones de amistad y buena armonia que de tiempo han subsistido entre ambos Gobiernos. Al mismo tiempo ha resuelto SM que el referido Dn Miguel de Alava, siempre que lo juzgue conveniente al Real Servicio, se traslade al quartel general del Duque de Ciudad Rodrigo, para dar desde alli las noticias de las operaciones de este y de los demas ejercitos convinados, que pueden servir de mucha luz a las medidas de los nuestros, cuya disposicion comunico a VE de Real Orden, para su conocimiento y por si hubiese que comunicarle asuntos relativos al Ministerio de su cargo.
Dios guarde a VE muchos años
Palacio, 26 de Abril de 1815
Excmo. Sr. Dn. Francisco Ramón de Eguía, Secretario del Despacho de la Guerra.
Con aquello liquidaba un íntimo malestar, el de llevar mes y pico trabajando para Inglaterra pagado por España. Una preocupación menos, alcanzó a decirse cuando la puerta se abría sin que nadie se molestara en llamar, de lo cual dedujo que se trataba de Wellington. A menudo se dejaba caer por su despacho para charlar unos minutos, sobre todo si estaba de buen humor, como quizá sucediera esa mañana. Sería lógico: el infame Army of the Low Countries presentaba un aspecto bastante mejor, el rey Willem no daba la lata, Louis tampoco, Gneisenau llevaba días sin entrar en erupción, Bonaparte parecía tranquilo y la primavera sonreía. Seguía siendo el hombre más cotizado de Bruselas, las grandes casas peleaban por su presencia, no podía dar un paso sin que las multitudes le vitoreasen, las funciones teatrales no comenzaban hasta que ocupaba su palco, las mujeres se lo rifaban y todo en general sería perfecto si aquella vida dulcísima fuese a durar más allá de seis semanas, siete de haber suerte y ocho si Bonaparte se volvía loco. La sensación de interinidad que infectaba el ambiente, de que los relojes se habían detenido y el tiempo permanecía en suspenso, daba lugar a que todo fuera suave, risueño y placentero. A His Grace the Duke of Wellington la vida le sonreía.
—Las patrullas de Dörnberg confirman una importante concentración de infantería francesa, unos cincuenta mil hombres, entre Charleville y Valenciennes. Grant lo confirma, y añade que alrededor de Laon se ha reunido una fuerza que podría estimar en medio corps d’armée. Zieten dice, a su vez, que unos ulanos suyos se toparon hace dos días con una columna francesa. Sucedió en Nalinnes, al sur de Charleroi. Nadie disparó. Los otros dieron media vuelta y volvieron a sus líneas, pero uno de sus infantes se quedó atrás, a causa de una indisposición de vientre; gracias a eso fue apresado, motivo por el cual sabemos que iban de Longwy a no sabía él dónde. Para ser el primer prisionero que hacemos, nos ha salido un perfecto idiota —el QMG, de brazos cruzados, asentía—. También informa que sus patrullas mantienen identificadas unas cuantas divisiones, desplegadas frente a su armeekorps y que suman no menos de treinta mil hombres. Ha enviado copias a Constant Rebecque, en la sospecha de que habrá otro tanto entre Beaumont y Maubeuge. ¿Cómo lo interpretarías?
Álava meditó las palabras. Wellington era implacable cuando preguntaba un dato, pues asumía que debería permanecer vivo y fresco en la memoria de quien tenía el deber de saberlo, pero si se trataba de sacar conclusiones le irritaba que le contestasen a tontas y a locas. No era, lo podía certificar, un jefe fácil. Ahora bien, quizá por eso fuera un jefe competente. Y victorioso.
—Confirma que sus objetivos sois tú y Blücher. Schwarzenberg, no. Aun así no parece que haya movilizado gente suficiente, lo que abunda en que, si bien se acerca, todavía le falta para llegar a situación de ataque. Lo difícil de profetizar es cuánto le falta, si son días o semanas.
Wellington torció el gesto. Sus datos señalaban la posición de casi toda la infantería de Boney, aunque no su caballería y aún menos su artillería. Fouché no hacía del todo bien su trabajo.
—Cambiando de asunto, ayer me llegó una indiscreción, nacida en una casa de banca con la que jamás haré negocios. No porque me disguste saber cierta clase de cosas, sino porque un banco nunca debería decir una palabra de lo que hacen sus clientes. Sucede que la situación económica de Blücher y Gneisenau es catastrófica. La manutención la financian «a la prusiana», diciendo a los campesinos saqueados que presenten las facturas al Viejo Sapo, pero su gente y sus caballos necesitan más cosas que alimento y forraje. Cuando se les acabó el dinero que traían no les quedó más remedio que avalar a su propio Niederrheinarmee, o como diablos se diga eso, respondiendo con su patrimonio de las deudas en que se vean obligados a incurrir con la casa de banca que me ha dado el soplo.
—No me lo puedo creer.
—¿Que se hayan entrampado por su rey, o que su banquero me lo cuente?
—Las dos cosas, aunque si me apuras encuentro peor la primera. Wellington asintió, pensativo. Le horrorizaba el sólo pensar en avalar la financiación del Army of the Low Countries, mucho más caro que aquel espartano Niederrheinarmee. Como para sudar frío, aunque más lo era la primera derivada: cómo se comportaría la canaille prusiana cuando rompiese marcha por los idílicos campos de Francia. Lo último que necesitaba era una insurrección popular a causa de saqueos y violaciones, y no le asombraría que los prusianos, en su avance sobre París, dejaran tras ellos una estela de las dos cosas. Debería discutirlo con Blücher, y mejor si Gneisenau estaba presente. A efectos prácticos, y aun siendo lamentable, Blücher no pintaba nada.
El Emperador estaba en pie a la hora de costumbre, pese a que se acostó muy tarde. Fue porque Lucien acudió a cenar con él, tras permanecer ilocalizable desde su regreso de Inglaterra, un año hacía ya. Le recibió como al hermano pródigo, restituyéndole su calidad de miembro de la familia imperial. No sólo por amor fraternal. Lucien era el mejor parlamentario de la familia, el único de usos aceptablemente democráticos y con capacidad de pastorear el rebaño electo sin servirse de bayonetas. Le necesitaba para culminar su proyecto liberal, que cristalizaría ese domingo, cuando se abrieran los colegios electorales con una urna para el plebiscito y otra para el Corps Législatif. Con tantas prisas, replicó Lucien, sólo conseguiría generar abstención. Cierto, lo aceptaba, pero no había tiempo; la guerra era inminente, y aunque volverse demócrata de poco le valdría frente a Blücher, si consiguiera derrotarle, y tras él a Wellington, quizá la opinión pública británica forzase a Liverpool a darle una oportunidad, lo que acallaría los cañones por una temporada, porque sin el oro de Inglaterra no habría guerra. Ése y ningún otro era el propósito de las elecciones, y a eso se debía que le diera igual qué abstención se registrara. Como en cualquier operación de propaganda, sólo contaba la fachada.
Fouché, que conocía la verdadera situación del cuerpo electoral, no era pesimista con el plebiscito. Los llamados a votar eran cinco millones, y con que lo hiciese uno bastaría para vestir los números de triunfo aplastante. Al controlar las mesas urbanas no dudaba que los resultados serían los que profetizaba. El pueblo, tan ingenuo como siempre, no tenía la menor idea de lo que se le venía encima. Sólo se fijaba en que la bonita emperatriz Marie-Louise, a la que sin haber llegado a querer al menos tenía simpatía, permanecía en Viena secuestrada por su odioso padre. Quizás eso significase una nueva guerra con Austria, pero ésas solían ganarse todas, así que no pasaba nada por ir a visitar los colegios con la familia, que por algo era domingo, y disfrutar un agradable día de asueto.
Las elecciones al Corps Législatif serían más difíciles. Los llamados a votar eran ochenta mil, en general los más cultos y mejor informados. Fouché los sabía convencidos de que la guerra no sería como las de antes, sino como la última, y de que los invasores volverían a imponerles un L’Inévitable que a unos caía mejor y a otros peor, aunque al menos simbolizaba una paz que todos ansiaban. No sería ilógico que prefiriesen pasar desapercibidos, no fuera que regresaran los realistas y tomaran represalias contra los que hubieran votado. De ahí que, sin mostrar timidez —él controlaba la Policía; la responsabilidad electoral era de su cordial enemigo Carnot—, avanzase al Emperador que la participación no pasaría del 20 por ciento, para no sorprenderse ante la indiferencia de Su Majestad. De todas las cosas que pudieran preocuparle, que se abstuvieran sesenta o setenta mil imbéciles era la última. Su mente se concentraba en Méneval, ya de vuelta en París. Había venido la tarde anterior, aunque no quiso recibirle con Lucien delante, de modo que le citó al día siguiente, tras los minutos que pensaba dedicar a Fouché. Méneval, un dechado de sobriedad, comenzó diciéndole que a Marie-Louise debía darla por perdida. Jamás —así se lo dijo, para que así lo repitiera—, regresaría con él, incluso si ganaba esa guerra que de ningún modo podría evitar. No tenía nada contra él, pero la vida seguía y ella era feliz con la suya. En cuanto a l’Aiglon,[144] sólo conseguiría volver a verle, comentaba el apenado Méneval, si otra vez tomaba Viena. El desdichado príncipe, separado de su madre sin haber ella opuesto resistencia, parecía sano y fuerte, aunque sumido en una dolorosa tristeza, impropia de un niño de su edad. L’Empereur ya contaba con ello, aunque no por eso dejó de sentirse abrumado. Todo se volvía contra él. Sería cuestión de tiempo que su hijo también lo hiciera, si lograba vivir lo suficiente. A él mismo no le dejaban salida, ni espacio para la política o la diplomacia. Sólo quedaba La Guerra.