París, viernes 7 de julio

El riesgo de que la ciudad fuese asaltada por el Maréchal Blücher y su horda desalmada se había desvanecido; así al menos parecía pensar la ciudadanía, pero sin tenerlas todas consigo, pues el número de los que habían venido a presenciar su desfile por los Champs Élysées, la gran avenida construida en tiempos de María de Medici, era reducido. Predominaban, curiosamente, las mujeres. Será porque los hombres han ido a trabajar, razonaba el consejero Miniussir, de impecable morning dress, pero el embajador Álava, en atavío parecido, prefería pensar que, de siempre, las mujeres son más audaces que los hombres, aunque para materializar su esencia se vean obligadas a camuflar de inconsciente curiosidad lo que rara vez es otra cosa que fría osadía y calculado atrevimiento. Lo que no terminaba de comprender era cómo se habrían enterado de que aquella mañana el I Armeekorps pensaba desembocar en el Rond Point para desfilar hasta la Place de la Concorde y desde ahí repartirse por París; la 1.ª Infanteriebrigade ocuparía la Île de la Cité y la de Saint-Louis, así como los puentes que iban del Neuf al d’Austerlitz; la 2.ª se quedaría en el Luxemburg; la 3.ª se desplegaría por el Champ de Mars y el Hôtel des Invalides, y la 4.ª, junto a la 1.ª Kavaleriebrigade, permanecería entre la Concorde, Les Tuileries y el Louvre. Las únicas unidades que no desfilarían serían las baterías de artillería y las compañías de zapadores, porque aún tenían quehacer en la meseta de Meudon. Álava y Miniussir lo sabían porque Müffling, de solemne Generalmajor, se lo acababa de contar. Miniussir advertía que no eran demasiados los venidos a maravillarse; ningún representante de Wellington, para empezar, y en cuanto a presencia diplomática sólo estaban su jefe, Von der Goltz, Pozzo, Thurn und Taxis y los aides-de-camp de todos ellos. Por no estar no estaba ni Blücher, quien, junto con Nostitz y Bülow, había renunciado a presidir el acontecimiento por no abandonar en sus últimos momentos al agonizante Ludwig-Heinrich Yorck von Wartenburg. En su lugar estaba Gneisenau; esas cosas no sólo le aburrían, sino que Miniussir le sabía sepultado en papeles, pero aun así, con su facha más imponente y acompañado de Grolman, Thielmann, Clausewitz y los oficiales de más alto rango de su estado mayor, observaba la llegada del orgulloso Zieten, cabalgando al frente de su formidable I Armeekorps con Reiche, Steinmetz, Jagow, Pirch II, Henkel von Donnersmarck, Röder y sus planas mayores varios cuerpos tras él. Ningún otro jinete marcharía por delante de las cuatro brigadas de infantería, quedando para el final las de caballería, que habían vuelto a ser dos. El momento lo amenizaba una banda donde la uniformidad dominante, no exclusiva, era negra. La del 25.º Infanterieregiment era la mejor del Niederrheinarmee, si bien había tenido que ser reforzada con elementos de otras unidades, pues desde Ligny un cuarto de sus efectivos estaba fuera de combate. Su destino habría sido quedarse sin disfrutar aquel honor, como el propio 25.º, pero la redistribución de unidades realizada por Grolman en la mañana del 19 la situó en el semideshecho I. El 25.º fue la primera unidad de infantería en cargar contra el II Corps d’Armée, a lo cual se debía que Zieten lo eligiera para ser la que rompiera marcha. Sus uniformes negros pespunteados en rojo eran casi harapos, se decía un Miniussir impresionado por el paso de aquellos tipos siniestros —lucían la misma calavera que conservaba él como un tesoro muy preciado—, lo que le hacía preguntarse si tendría un significado especial, como tan a menudo sucedía en el extraño mundo del KPA. Para conocer la respuesta nada como recurrir al incansable Müffling, siempre listo para explicarlo todo, lo supiera o no.

—Se llama stechschritt;[228] es una forma de marchar idea de un hombre muy grande, nuestro Alte Dessauer.[229] Los suboficiales instructores dicen que desarrolla el espíritu de cuerpo, ya que los reclutas, una vez aprenden a desfilar así, se sienten ya por siempre parte de sus regimientos. Los del Freikorps Lützow, pues estos del 25.º son los antiguos jägers del Freikorps Lützow, lo tienen como emblema, como una forma de diferenciarse —Miniussir no tenía la menor idea de qué cosa era un Freikorps Lützow, ni curiosidad por saberlo; en todo caso lo preguntaría después a su jefe, que parecía escuchar con interés—; ésta, pensándolo bien, será la última vez en que alguien les vea desfilar así, de modo que fíjela en su memoria como lo que a fin de cuentas es: algo que jamás se repetirá. Es que sus nuevos uniformes ya están de camino. El rey no quiere que paseen por París con esos andrajos. En unos días pasarán a vestir, ellos y los del 6.º Ulanenregiment, como los demás soldados del KPA. Y sin calavera. El deseo de Su Majestad es que sólo la guardia real, el 1.º Husarenregiment, luzca esa insignia. Si ha transigido hasta hoy es porque Lützow es un hombre popular, una especie de héroe germánico para consumo de jovencitas románticas o simplemente idiotas, pero eso se ha terminado.

—¿Qué es eso que suena, general Müffling?

El que preguntaba era el embajador Álava; pese a su dureza de oído podía distinguir las piezas agradables de las desagradables, y aunque la música militar no padecía muchas de las primeras, la que se complementaba de una forma tan admirable con los batallones que marchaban de aquel modo tan desafiante le había despertado una cierta curiosidad.

—Es la Grenadiermarsch des Grenadier-Garde-Bataillons. Una pieza muy antigua, de finales del XVII, creo recordar. No es nada usual, quizá porque tiene muy poco de marcial. De hecho no es apropiada para desfilar, aunque, y no sé cómo, a estos tipos les va bien con ella.

A Miniussir, que de música no sabía gran cosa, lo que decía Müffling le parecía razonable. A su entender era difícil hacer coincidir una melodía acaso concebida para bailar con aquel amenazador stechschritt, y a eso quizá se debiera que nada más pasar el 25.º y comenzar el turno del 24.º, el cual marchaba como acostumbraba la gente normal, y además en reglamentario preußen blau, la banda cambiase a un charangoso Fehrbelliner, o así decía Müffling que se llamaba el horror.

—Ya ve, Miniussir, por qué no puede haber sitio para el Freikorps Lützow en el KPA. Se sale demasiado de las uniformidades. De todas. A ustedes les pasaba lo mismo con sus «guerrilleros», ¿verdad?

El desfile proseguía. Veinte mil hombres, por muy bueno que fuera el paso al que marchaban, se llevarían hora y pico, pensaba el aburrido Álava. El problema era que los prusianos considerarían un insulto que diera media vuelta y se largase, de modo que no quedaba otra que tragárselo, preguntando alguna tontería de vez en cuando, para que Müffling no pensara que se había dormido sobre la silla y dejando volar su mente sobre otros asuntos, unos rutinarios y otros no, algunos intensos y otros prosaicos, que de todo había desde que se sentase con De Lancey en su despacho del Impasse du Parc, tres semanas hacía ya. Tres semanas que a ratos le parecían una eternidad y en otros como si sólo hubieran sido cinco minutos. Para bien o para mal aquel episodio de su vida también había terminado, como las calaveras del 25.º. El que ahora empezaba era de lo más azaroso, pues con un rey como el suyo era imposible predecir el futuro, aunque si todo fuera tan mal como profetizaba quizá fuera bueno pensar en la renovada oferta de Wellington: que cambiase de bandera y se asociara de por vida con él. En esas reflexiones estaba cuando su montura se retorció un poquito entre sus piernas. El pobre caballo debía de estar tan aburrido como él, y ahí recordó que no era suyo, que seguía montado en el de Sir William. Por mucho que le apeteciera quedárselo —dada la confusión de aquellas semanas nadie podría reprocharle que lo hiciera—, no entraba en su naturaleza chulear caballos a las viudas, de modo que comenzó a componer en su memoria la carta que aquella noche, sin falta, escribiría para esa preciosa Lady Magdalene que tan magnífico té hacía. Se planteaba si sería correcto proponer una suma cuando Miniussir le sacó de su ensimismamiento.

—Mi general, llega la caballería. Esto se acaba, gracias a los cielos.

«Todo lo teutón siempre dura demasiado», se decía parafraseando a Wellington. Por fortuna Zieten no tenía demasiados escuadrones, y además marchaban al trote, de modo que poco después se veían frente a la unidad que cerraba la parada, el sombrío 6.º Ulanenregiment de tan dulces recuerdos para Miniussir. Marchaba con su jefe legítimo a la cabeza, el Oberstleutnant Ludwig-Adolph von Lützow, canjeado junto a los demás oficiales prusianos una vez se formalizara el Pacto de Saint-Cloud, al que acompañaba el que tan dignamente le sustituyó, el lúgubre Major Bürsche. La banda de música, que parecía también alegrarse porque llegara el fin de la pesadilla, se había vuelto a salir de las monótonas partituras prusianas. Aquello que sonaba era imposible que lo fuera.

—¿Le gusta eso, general?

—La verdad es que sí. ¿También es antiquísimo?

—No, de hace seis años. Es de Beethoven —Álava recordaba el concierto de Bruselas donde fue torturado con lo más horrísono del tipo aquel; aun así, por contraposición a los espantos que llevaba hora y pico escuchando, aquello parecía de otro mundo—. Es un zapfenstreich; el número XVIII, a mayor precisión; Beethoven no es famoso por escribir música militar, pero cuando la gana de beber le aprieta no desdeña encargo alguno. Esta pieza se la pidió el Erzherzog Anton-Viktor von Österreich para estrenarla en una parada militar que se celebraría en honor de la Kaiserin Maria-Ludovika. No tuvo éxito, pues a la emperatriz estas cosas no le gustan mucho. Habría ido al olvido, pero la partitura llegó a las manos de nuestros músicos militares, que se la quedaron en el acto. Es una obra para caballería, y un poquito difícil de tocar, cuando menos para una banda de regimiento normal, pues por mucho que se simplifique Beethoven siempre será Beethoven, ¿no le parece, general?

Le parecía, en efecto, pese a no saber prácticamente nada del tipo aquel.

—No sé mucho de música, pero la gente se mueve bien con ella, ¿verdad? —Miniussir, en apoyo de su jefe, asintió; a él también le costaba trabajo conseguir que su cabeza siguiese allí—. Por cierto, desde hace tiempo me muero de ganas por saber qué son exactamente los ulanos, además de lanceros. ¿Un pueblo raro de los Cárpatos, como los cosacos o algo así?

Müffling se aclaró la voz. Un mal indicio, se decían los aterrados españoles; lo que se avecinaba sería de garabatillo. En qué hora preguntaría yo nada, se añadía el de mayor graduación.

—Los ulanos, contra lo que piensan algunos, no son guerreros de una raza exótica, dice bien Su Excelencia. Son soldados de caballería ligera, parecidos a los húsares salvo en que su arma principal no es un sable, sino una lanza. Por lo demás se sirven de las mismas dos pistolas y también de un arma blanca, pero más corta y ligera; se llama cimitarra y no es de golpear y cortar, sino de rebanar, fundamentalmente pescuezos. Su entrenamiento no es sencillo. Se tarda meses en formar un escuadrón, y es porque, a diferencia de los húsares, lo suyo es atacar en masa. De ahí que la infantería los tema como al diablo, porque un escuadrón de ulanos puede quebrar cualquier columna o cualquier cuadro; bueno, ustedes lo vieron en Belle Alliance. Su origen es peculiar, pues no son un cuerpo tradicional de la caballería prusiana. Proceden de los húsares towarczys, unos mercenarios bosnios que luchaban para Prusia desde tiempo inmemorial. Eran de trato difícil, pero Seydlitz supo domarlos. No fue hasta mucho después que alguien, el Freiherr Günther creo recordar, creara nuestro primer regimiento. Son cristianos de bien —señalaba el majestuoso trotar del regimiento—, hombres de fe, aunque conservan las tradiciones de los bosniaken. De ahí lo portentosamente bien que degüellan.

Los ulanos se alejaban, la banda dejaba de tocar y todo indicaba que aquello, salvo en lo que a Müffling se refería, concluía, pero ahí el destino, en forma de Graf Gneisenau, se animó a intervenir.

—General Álava, Major Miniussir, les agradezco no ya que hayan venido, sino que hayan resistido hasta el final. Si una muestra de amistad querían darnos, ninguna como esa. ¿Nos veremos esta noche, general? —Álava asintió—. He ordenado a Bentivegni que busque un chef indígena. Espero que así, por una vez, podamos cenar decentemente. Sería lamentable que nuestra primera ocasión de todos juntos en París no saliera tan bien como hemos merecido, ¿no cree?

El general sonrió. Definitivamente, Gneisenau le caía muy bien.

El Directorio y el gobierno estaban convocados a mediodía, pero muchos de sus miembros habían venido antes, ansiosos de noticias. Fouché, aun así, no empezó la reunión hasta que se hubieran congregado suficientes prohombres. Comenzó explicando que el Corps Législatif, el que se constituyó el 3 de junio, había dejado de alentar. La Charte Octroyée de Louis XVIII estaba de nuevo en vigor. En un plazo breve, dos meses todo lo más, se convocarían elecciones para designar diputados. A los nuevos pares del Reino los elegiría Su Majestad. El Directorio y el gobierno provisional, por último, cesaban en sus funciones. El nuevo gobierno sería comunicado ese mismo día, o el siguiente, por el Prince de Talleyrand, su presidente, que había jurado ya su cargo ante Su Majestad, como también lo hizo él, la tarde antes, en calidad de ministro de la Policía. Eso era todo y no tenía más que decir, de modo que levantaba la sesión tras agradecer a los presentes su colaboración durante aquellas azarosas semanas. Tal y como había previsto, algunos de los ya ex directores y ex ministros, con Carnot a la cabeza, se lo tomaron a mal. De siempre sospecharon que Fouché se traía un doble juego, pero jamás habrían imaginado tal descaro y que lo aceptara con tamaña desfachatez. Más de uno ya pensaba que Carnot pretendía pasar de los improperios verbales a los físicos —a sus sesenta y dos años aún estaba en la suficiente buena forma como para soltar un sopapo el ministro de la Policía— cuando un clamor familiar les anunció lo que un ujier aterrado confirmaría segundos después: el Palais de Les Tuileries acababa de ser tomado por el 3.º batallón del 19.º Infanterieregiment. Un excelente motivo, lo aceptaron sin dudar, para levantar aquella última reunión del Directorio y del gobierno provisional.

Gneisenau había regresado a Saint-Cloud, para encontrar allí a Blücher —el teniente Yorck von Wartenburg había subido un par de horas antes al paraíso de los húsares—, un punto entristecido por haberse perdido su desfile, sentimiento que cedió paso a uno de sorpresa cuando Nostitz anunció al Generalmajor Karl-Heinrich, Graf von der Goltz, embajador de Friedrich-Wilhelm III en la corte del reinstaurado Louis XVIII, una realidad fáctica que las bayonetas de su 19.º Infanterieregiment, a petición del mismo Von der Goltz, habían contribuido a facilitar. El aprensivo Von der Goltz traía con él una carta del príncipe Talleyrand, presidente del primer gobierno de Louis XVIII —los dos sabían que lo era desde varios días antes, porque Wellington se lo había dicho, aunque la noche anterior se lo confirmó el propio Von der Goltz, justo antes de pedirles un batallón para despejar Les Tuileries, a lo que Blücher no se negó tras oír que lo hacía en nombre de Friedrich-Wilhelm—; en ella, y en términos respetuosos, Talleyrand solicitaba del victorioso Generalfeldmarschall que paralizase la destrucción del Pont d’Iéna, que había pasado a llamarse Pont des Invalides. Blücher, indiferente a la incomodidad de Gneisenau, empuñó la pluma y a continuación del texto de Talleyrand escribió con su letra más clara —en alemán— que, le gustase o no a Monsieur de Talleyrand, el Pont d’Iéna sería volado conforme a sus disposiciones, y que nada le complacería más que dicho Monsieur de Talleyrand estuviera sentado encima del mismo cuando tal cosa sucediera. Von der Goltz, lívido, salió del château implorando del cielo que Friedrich-Wilhelm llegase de una vez y pusiese a Blücher el bozal.

El embajador y el consejero habían llegado a la embajada tras atravesar con alguna desconfianza las calles más céntricas. A saber lo que ocurriría en las barriadas obreras —a ninguno de los dos les gustaban mucho los obreros—, pero el centro no hacía pensar que se había librado por los pelos de ser devastado por la horda del Atila moderno, el príncipe Blücher. La gente paseaba o se sentaba en las terrazas, las jóvenes demoiselles se mostraban tentadoras bajo sus sombrillas y Terzuolo presentaba su aspecto habitual, tanto que al general le costó no detenerse a echar un vistazo. Miniussir, por su parte, no tenía ojos suficientes para extasiarse ante tanta maravilla; ese París de verano tenía bien poco que ver con el sombrío y lluvioso de la lejana mañana de febrero en que lo cruzó camino de Bruselas. Los dos querían recuperar su esencia de diplomáticos, empezando por ocupar su embajada. La hospitalidad de los headquarters y los hauptquartiers había sido irreprochable, pero la casona de la Rue Mont Blanc siempre sería preferible. La cocina de la embajada no era del todo mala, y además necesitaban que alguna mano experta, más que las de Zurraspas, diera un repaso a sus ropas. Un gozo que se vería incrementado al entrar en el patio de caballos, donde un recién llegado cochero se afanaba en adecentar el carruaje de Su Excelencia tras un largo y azaroso camino desde Bruselas, con una parada en el château de Chimay, donde la princesa le había entregado una carta para Don Miguel. Todo parecía recuperar la normalidad, y aunque Álava no pensase que sería mucho tiempo embajador en París, tanto él como Miniussir pretendían sacar el mayor provecho a los días que fuesen a estar allí. La resplandeciente ciudad, habían percibido desde sus caballos, no sólo estaba lejos de parecer apesadumbrada. París, por las trazas, si no era ya una fiesta no tardaría en serlo.

El embajador sentía envidia por su consejero, que pensaba cenar con unos cuantos oficiales prusianos con los que había hecho una regular amistad, para después lanzarse todos juntos a investigar la oferta pecatriz del promisorio Palais Royal. De mil amores se habría unido a la partida, pese a los veinte años que de promedio les sacaba, pero sus obligaciones oficiales aún no habían terminado. Estaba invitado a cenar, junto con Wellington, Hill y Byng, en el château de Saint-Cloud, donde se les unirían Blücher, Nostitz, Gneisenau, Grolman, Zieten, Bülow, Thielmann y Müffling. El motivo era distendido, celebrar todos juntos el extraordinario éxito de aquella campaña de diecinueve días, pero la experiencia le decía que, habiendo prusianos de por medio, el riesgo de que saltara una chispa era constante. Por su parte, y a fin de comenzar a marcar distancias, de hacer ver que ya no era el QMG de His Grace, acudiría en la solemne uniformidad de gala nocturna de un embajador español, la que con tanto esmero le había cortado su sastre de Vitoria. Sería una forma como cualquier otra de hacer saber que su papel como atemperador de diferencias entre los dos comandantes en jefe ya era historia. También ayudaría el ir en su propio carruaje desde la Rue Mont Blanc, no en el de Wellington desde Neuilly, como esperarían los prusianos. Al colgar en el armario sus bien cortados uniformes de British General había colgado también sus autoimpuestas obligaciones para con His Grace; desde ahí esperaba volver a ser, simplemente, un buen amigo suyo.

Se pretendía que fuera un acto relajado y agradable, pero algo lo vino a fastidiar: los prusianos estaban ofendidos por el dispatch de Wellington, del que habían tenido noticia por su embajador en Londres, el cual, de un modo por demás innecesario, les había enviado los ejemplares del London Gazette y del Times donde se publicó. La versión del último era la que más les indignaba: en primera página, más o menos a la mitad de la columna de la izquierda, tras cinco anuncios de obras de teatro y el aviso de un espectáculo de fuegos artificiales patrocinado por el Regente, aparecía una comunicación fechada el día 22 en el 10 de Downing Street. Comenzaba explicando que

El ejército del Duke of Wellington fue atacado el pasado día 18 por el de Buonaparte. Al término de una sangrienta batalla, la línea británica consiguió una gran victoria, capturando dos águilas y ciento cincuenta piezas de artillería. Durante la noche, los prusianos del mariscal Blücher se unieron a la persecución, capturando otros sesenta cañones.

El resto aún era peor. Wellington ni siquiera intentó protestar. La traducción de Gneisenau era fidedigna, sin sesgo, de modo que se limitó a encajar las quejas de casi todos los prusianos sentados a la mesa. Blücher, en silencio, le miraba con extrañeza, como si no pudiera creer que su gran amigo, por el que se había jugado su ejército, hubiera sido capaz de producir un escrito tan ignominioso.

Una vez escuchadas las fuertes críticas, cuando no violentos exabruptos —Bülow se había despachado a gusto; si algo había quedado claro para la historia, proclamaba con vehemencia dando puñetazos en la mesa, era que sin la intervención de su IV Armeekorps a esas horas His Grace estaría criando malvas—, Wellington se limitó a decir que la prensa británica era una peste, y que vivía de poner en boca de los políticos y de los militares lo que de ningún modo habían dicho. Él tenía presente que la victoria —ponía cuidado en no decir «Waterloo»— fue mérito de las dos fuerzas, al cincuenta por ciento, y que nadie conseguiría oír de su boca ningún otro reparto de gloria. Gneisenau, que no se lo creía, tampoco disimulaba su enojo, al punto de insinuar que, a su juicio, His Grace había pretendido apoderarse de la victoria para usarla en su beneficio personal. Con aquello la tensión subió de punto, aunque Nostitz, siempre delicado, la rebajó al traer a colación el «asunto Bonaparte», que para su jefe seguía siendo de alta prioridad. Era un buen momento, añadió Gneisenau sobre la marcha, para corregir el error de 1814, el de dejarle con vida para que al poco reapareciera y la guerra volviese a empezar; todo estaba en favor de apresarle y fusilarle, sin juicios y sin zarandajas. Prusia, Rusia, España y Portugal tenían suficientes motivos para darle por juzgado y condenado. A eso, dicho en tono contenido, se sumó Blücher con la vehemencia de un húsar deseoso de decapitar con su propio sable al más sanguinario de los tiranos. Wellington, que no perdía de vista la manaza de Gneisenau, en cuyo meñique brillaba el sello imperial, respondió relajadamente que hacer justicia con un soberano, y estaba fuera de duda que Bonaparte había sido el soberano de Francia, indigno pero legal, era un asunto de soberanos. Dado que Friedrich-Wilhelm, Franz y Alexander estaban a punto de llegar a París, su opción era traspasarles el qué hacer con Boney. Tras eso desvió la conversación a las facilidades de hospedaje ofrecidas por la temible París, tan peligrosa para la entrepierna del soldado común. Para su sorpresa fue Gneisenau el primero en sonreír. Álava no se sorprendió. En aquella mesa unos cuantos militares jugaban a ser diplomáticos cuando sólo uno lo era de verdad —él aún no pensaba de sí mismo que lo fuera de pleno derecho—, pero Gneisenau apuntaba excelentes cualidades. Cuando menos representaba pantomimas tan bien como His Grace.

La sobremesa no se prolongó, pues había caído un patente velo de incomodidad. Álava no tenía ganas de ser arrastrado a una velada en Neuilly, de modo que volvió a su embajada con la esperanza de ver luz en una determinada casa de la Balse du Rempart. Se llevó una gran alegría cuando no sólo la vio, sino unos cuantos carruajes a un lado de la calzada. El salon littéraire de Juliette de Récamier había vuelto a funcionar, señal no sólo de que la normalidad regresaba, sino de que la intelligentzia de Wellington no estaba tan engrasada como solía ser habitual, pues no hacía una hora que situase a su dueña en el château de Coppet, pastando con el rebaño liberal de Germaine de Staël.

Germaine de Staël, por Madame Viguee-Lebrun (un verdadero peso pesado de la política y la literatura)

El salón no rebosaba; se notaba que los habituales no habían regresado de sus exilios, o que, aun estando ya en París, no veían la situación lo bastante clara como para salir de noche. Quizás influyera que los teatros todavía no habían vuelto a la normalidad, lo que harían al día siguiente, o eso dejó caer el bien informado Müffling, que se había pasado la tarde convenciendo a la prensa de París de que la situación de guerra se había extinguido, de que a la vuelta de dos días no se verían soldados armados por las calles y que si algo podía garantizar era que la paz, el orden y la calma estaban asegurados, tanto por la Policía y la Guardia Nacional como, si llegase a ser preciso, por el Niederrheinarmee.

Juliette le recibió con alegría; la presencia de un embajador en ropajes de lo mismo significaba que la paz regresaba, lo que causó el natural revuelo alrededor del encantado diplomático. Recordaba pocos rostros, aunque no se le había olvidado el de Benjamin Constant, al que le pareció detectar un acusado grado de ansiedad. De todos modos apenas pudo valorar actitudes, pues a la que se supo que había entrado en París con el ejército de Wellington ya no le dejaron en paz. No sólo traía noticias del mundo exterior, sino el propio mundo exterior, de modo que sentado en el centro de un sofá, con Madame Récamier a su babor y la Béranguer a la otra banda, en todo momento bien surtido de champagne, dedicó un buen rato a explicar no sólo qué había sucedido, sino qué cosas estaban acaeciendo y cuáles se hallaban próximas a ocurrir. Curiosamente, lo que suscitaba el interés principal era el futuro de Napoleón, del que ninguno sabía más que había dejado París. Los murmullos comenzaron al saber que había llegado a Rochefort-sur-Mer al amanecer del día 3, a fin de abordar una de las fragatas puestas a su disposición, sin saber que aquel puerto, igual que Concarneau, La Rochelle, Royan y Brest, estaba bloqueado desde varios días antes por la British Channel Fleet, a cuyo almirante jefe, Sir George Elphinstone, Lord Liverpool había ordenado hacer cuanto fuera necesario para impedir que Boney ganase alta mar y se refugiara en los Estados Unidos de América.

Tras explicar la suerte que parecía esperar a Bonaparte, le tocó referir la historia de la campaña, la marcha sobre París y los acontecimientos del momento, empezando por el regreso a Les Tuileries de Louis XVIII. La vida en la ciudad no tendría por qué ser más difícil que antes de la partida de Bonaparte hacia la frontera del noreste, ni la seguridad volverse más comprometida. Lo que veía con pesimismo era la suerte que pudieran correr los que más se significaron en sumarse a Bonaparte mientras Louis aún estaba en Les Tuileries. Los que se sumaron a su causa una vez ocupara el trono —había más de uno en aquel salon— tendrían poco que temer, o así se habían pronunciado tanto el rey como Talleyrand. El «terror blanco» que parecía extenderse por el país no estaba impulsado desde arriba, o eso creía, de modo que duraría lo que tardara el gobierno en hacerse con el control del estado. Con aquellas palabras suscitó un evidente alivio entre no pocos de los presentes, aunque percibió cierta inquietud por Ney, no tanto por él mismo sino por Madame Ney, una de las más íntimas amigas de Juliette. No añadió nada más. Lo que le apetecía desde aquel momento era escuchar a los demás, seguir dando cuenta de aquel poco extraordinario champagne y estudiar la posibilidad de triunfar donde fracasaron Wellington, August von Preußen y muchos otros más. Esa noche, quizá gracias a la no excesiva luz ambiente, Madame Récamier le parecía irresistible.

Horas después se preguntaba si hacer saber a Wellington el paradero de Juliette. Lo hacía porque a media velada ella le preguntó por él, primero por su salud y luego por sus planes. Ahí recordó un lejano comentario de su casera, y al momento llegó a la misma conclusión: a Juliette le repateaba profundamente verse a todas horas pensando en His Grace. Lo disimulaba, pero el tono y el sesgo de sus preguntas no dejaban espacio a la duda. El que Wellington se hubiera encogido de hombros al cabo de unos cuantos intentos infructuosos, dejara de ir por su casa y se marchase a Viena sin hacerle llegar una simple nota de adiós, debía de ser una novedad tan desasosegante que no la dejaba vivir, y menos sabiendo que había regresado, y en qué forma: el Conquistador del Mundo, con París a sus pies y las parisinas también, y ella preguntándose cómo podía ser tan puerco de no dejarse ver. De ahí debía de venir aquel lánguido dejar caer, a cuenta de su encierro en el convento de L’Abbaye-aux-Bois, donde permaneció escondida las semanas en que Bonaparte revoloteó sobre París, que había pensado en él, y que de haber podido le habría escrito para desearle suerte. Por un momento dudó si ofrecerle sus servicios para llevarle alguna carta, pero se dijo que no; si Juliette necesitaba un alcahuete, que lo pidiera. Bastante había tenido él con percibir que sus propias posibilidades de invadir el corazón de la deseadísima mujer eran las mismas que tenía Bonaparte de llegar a New York.

En el de Thérèse sí ocupaba un buen lugar. En la carta que le trajo su cochero decía estar muy agradecida por sus gestiones con el encantador príncipe Blücher, y confiaba en poder decírselo en persona al cabo de pocas semanas, cuando la situación se hubiera normalizado lo bastante para que pudiera regresar con su marido y con sus hijos. Ya le gustaría que se lo agradeciera en una forma específica, pues el que la princesa rescatara su pecio de la primera situación le había dejado un desasosegante deseo de navegar a todas horas. Sería cosa de valorar las inmensas posibilidades que ofrecía París a uno tan necesitado de buenas singladuras como por entonces era él. Juliette no sería un blanco a su alcance, pero en su salon había identificado unos cuantos que sí podrían serlo. A eso se debió su decisión de volver a la noche siguiente; su pretexto, presentar a Miniussir.

Álava en Waterloo
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