París y Viena, martes 23 de mayo

Fouché jamás acudía con tonterías; todo lo que traía era relevante, lo bastante para que l’Empereur, además de tenerlo en cuenta, se arriesgase a tomar sobre la marcha decisiones importantes. Lo malo era que rara vez explicaba cosas gratificantes. Ser el hombre mejor informado de Francia consistía en saber mejor que nadie lo mal que andaba todo. Aquella mañana venía con tres asuntos, lo que no era mal comienzo, pues habitualmente traía más desgracias. El primero era la inminente publicación de Principes de Politique, lo último de Constant. Él no aconsejaba impedirlo, pues distaba de ser lo que pretendía su autor, un sutil tratado de filosofía política; sólo era, en realidad, un torpe intento de justificar el pasarse al enemigo con armas y bagajes. Fouché pensaba que lo había escrito para que lo leyeran la Récamier, la Staël y tres o cuatro ingenuos más; de ahí que sólo hubiera pagado la impresión de cincuenta ejemplares, con los que podría caldearse sus habitaciones a la llegada del otoño, pues sería dudoso que lograse vender alguno. Era la clase de libro, concluía, que sólo podía regalarse.

—Pues bueno. Que lo publique, si así es más feliz. ¿Qué más?

Fouché traía una primera evaluación de los resultados electorales. El plebiscito se había ganado por mayoría pero con una participación inferior al 30 por ciento; él recomendaba engordarla un poquito, hasta el 51 por ciento. Nadie podría refutarla, pues ya se había ocupado de que no hubiera copias de los estadillos. Otra cosa era el asunto de los 629 diputados, porque no sería posible modificar las actas de las mesas. Pese a que los resultados aún eran inciertos, la mayoría dominante sería liberal. Era la peor noticia de las posibles, pero l’Empereur ya contaba con ella; por eso no consideraba importante que aquel gran burdel, pues otra cosa no era el Palais-Bourbon, se llenase de gentuza. La única de sus funciones era existir, y sólo para dar buenos argumentos a los Holland y a los arrinconados whigs[146] de Lord Grenville, último de sus premiers y feroz opositor tanto a Lord Liverpool como a lo que allí llamaron Guerra Peninsular. Salvo para eso, aquella recua de 629 incapaces no valdría para nada.

El tercer asunto era el peor: tras la defección del Duc de Bourbon los cabecillas de La Vendée se habían dado un nuevo jefe, un tal Louis de la Rochejaquelein. Debía ser más resolutivo que los dos duques, el de Bourbon y el D’Angoulême, y sin duda estaba mejor dotado para organizar un ejército. Se creía que contaba con veinticinco mil miquelets.[147] El primer golpe lo dio el 17, en Saint-Pierredes-Echaubrognes, donde liquidó una fuerza de policía. No fue un revés muy serio, pero aun así le alarmó; en el acto pidió apoyo a Davout, a fin de buscar a Rochejaquelein y acabar con él. Davout ordenó al Général Travot, por telégrafo, que pusiera en marcha sus dos regimientos de infantería. Dieron con Rochejaquelein tres días después. Le derrotaron aunque no pudieron capturarle, ni tampoco impedir que se retirara. Eso era todo lo que podía decir de la nueva sublevación en La Vendée. Aún no era peligrosa, pero si no se atajaba podría complicar el esfuerzo general. Fouché tenía razón, aceptaba l’Empereur; sería un traidor profesional, pero aun así era un ministro excelente. Le pidió que se viese con Davout y en su nombre le ordenara crear un nuevo ejército, l’Armée de la Loire, al que debería dotar de tres divisiones, las cuales, sumándoles las que ya se hallaban en la zona, totalizarían veintisiete mil hombres. Debería poner a su mando al Général Jean-Maximilien Lamarque, un veterano de la Península con experiencia en luchar contra fuerzas irregulares. Su objetivo sería uno solo: aplastar sin contemplaciones aquella condenada sublevación, pasando por las armas a los responsables allá donde los apresase. Lo último que se podía permitir era un segundo frente abierto en su propia casa.

Cathcart escribía. Quería transmitir a Wellington que Alexander se había despedido tras comunicar la creación del Reino de Polonia, cuyo rey, por cierto, sería él. Salía para Heilbronn, donde pensaba esperar la llegada de Barclay de Tolly. Aquello señalaba el inicio de la desbandada. El primero que marcharía tras él sería Friedrich-Wilhelm, que una hora después anunciaba la unificación de sus posesiones polacas en un renovado Gran Ducado de Posen. No era nada que no se supiese, aunque despertó interés que no lo llamase por su nombre prusiano, Großherzogtum Posen, sino con el polaco Wielkie Xiestwo Poznanskie, y que pusiese a su frente un Ksiaze-Namiestnik, lo cual le obligó a recurrir a una que supiera traducir aquel horror fonético, la cultísima duquesa de Sagan. Gracias a ella pudo saber que Ksiaze-Namiestnik era el nombre de una figura nobiliaria inusual, la de duque-gobernador o Statthalter en la heráldica teutónica. El que ocuparía el cargo, por acabar de complicarlo todo, sería un príncipe polaco-lituano, el Fürst Antoni-Henryk Radziwill, Herzog von Nieswiez und Olyka. Él era incapaz de comprender qué pretendía Friedrich-Wilhelm con aquel embrollo, pero la explicación de la duquesa era verosímil: una maniobra de Hardenberg para tranquilizar a los indígenas ingenuos, si quedase alguno, y convencerles de que Prusia no se les echaba encima, y que bajo la bandera de Friedrich-Wilhelm vivirían más felices, prósperos y libres de lo que habían sido jamás. Que lo creyeran o no sería otro asunto. Si le preguntaran a ella, lo que no sería ilógico pues era polaco-letona de nacimiento, les diría que ni en broma, pero no lo harían; si había un pueblo incapaz de preguntar a una mujer algo más trascendente que a qué hora se cenaba, era el polaco.

La otra noticia era la inauguración del Deutscher Kongress, una extensión del Wiener Kongress cuyo propósito era crear una confederación de pequeños y medianos estados de cultura germánica, para que ocupara el lugar del Sacro Imperio que Boney liquidara en 1806. Pretendía sentar las bases de un acuerdo al que se adhiriese todo el mundo. Los que decidieran hacerlo, que por las trazas serían todos, formarían una Deutscher Bund o Confederación Germánica, de momento no mangoneada por nadie si bien era de temer que Metternich se los llevase al huerto, para indignación de Hardenberg. Las opciones, aun así, parecían abiertas. Las conversaciones tendrían lugar en la Ballhausplatz, las presidiría Metternich y participarían Prusia, Hannover, Württemberg, Bayern, Baden, Sachsen y Hessen-Darmstadt a nivel de plenipotenciarios. Los ducados y principados menores, y las ciudades libres, estarían representados por simples delegados, en el caso de Holstein por uno danés y en el de Luxemburgo por un holandés. Por último, y según decía Humboldt, la intención era terminar los trabajos con tiempo suficiente para que la tal confederación naciese antes de concluir el congreso, de forma que su existencia quedase reconocida en el acta final. Le parecía un objetivo inalcanzable, dada la lentitud con que avanzaban las cosas en aquella perezosa ciudad, si bien comprendía que se intentase, a ver si, por milagro, todo hubiese concluido antes de que comenzaran los cañonazos.

Antes de firmar se preguntó si convendría decir algo más de la duquesa. Su idilio con Wellington fue un asunto muy discreto, pero él sospechaba que para ella no fue un entretenimiento más. Por parte de Arthur no podría decir lo mismo, aunque rara era su carta donde no deslizase alguna pregunta sobre la duquesa. Ella lo sabía, pues él se lo contaba, y aunque no hacía comentarios le tenía bien al día de sus planes para los próximos meses, que se sustanciaban en visitar sus posesiones en Schlesien para después pasar una temporada en la divina París, empezando por saludar a su tío Louis XVIII. París tras una guerra, por si Cathcart no lo sabía, era imprescindible para renovar armarios. La moda cambiaría, y bajo ningún pretexto dejaría de ser la primera en ponerse al día.

Quizá bastase con un postscriptum, explicando que la duquesa le tenía presente al rezar sus oraciones y que le deseaba la mejor de las suertes en la guerra contra le petite homme. Con eso no cometería pecado de indiscreción, y al duque le gustaría. Nunca estaba de más acariciar un poquito la vanidad del hombre más influyente de Inglaterra.

Álava en Waterloo
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