Francia, martes 27 de junio
Hake recibió el mando del Norddeutsche Bundeskorps por ser el más antiguo de los tenientes generales al mando de una brigada, no porque se confiara en él. Cinco años antes le tocó ser ministro de la Guerra tras la dimisión de Scharnhorst; todos los que fueron tanteados por el rey declinaron la oferta, pero él no supo negarse, de modo que se vio dirigiendo el Kriegsministerium entre la hostilidad de sus iguales. Los tres años y pico que permaneció en el puesto fueron los más amargos de su vida, incomprendido y menospreciado, y encima para ser sustituido por Boyen nada más Friedrich-Wilhelm se liberase del dogal francés. Por mucho empeño que puso en explicar que sólo fue otra víctima de la ocupación seguía sin ser absuelto, lo que se percibía en detalles muy sangrientos, como que nadie le dirigiese la palabra, que las conversaciones cesaran cuando él aparecía y que a todo el mundo le asaltara la necesidad de marcharse si le veían llegar. El Norddeutsche Bundeskorps fue una liberación: allí nadie se afanaba en recordarle que se había vendido a los franceses. Su pretendida peor calidad, además, no era tal. Sólo sucedía que sus integrantes lucían docena y pico de uniformes distintos, y que sus normas de combate no eran las prusianas. Por lo demás eran unidades disciplinadas y eficaces; sólo necesitaban un jefe que les insuflara un buen espíritu, de lo que nunca se ocupó Kleist. De ahí su sorpresa cuando comprobó que si daba una orden se obedecía con diligencia y prontitud. Aquellos veinticinco mil hombres eran como huérfanos a la búsqueda de un padre, y él, por una carambola del destino, era el que necesitaban. De ahí que se sintiera tan satisfecho por al fin haber iniciado el bombardeo de Givet y de Charlemont. Gneisenau había señalado su toma como primera prioridad, pues el Obermeusse sería impracticable mientras no quedaran neutralizadas. El Prinz August confirmó después que aquél era el objetivo capital, de modo que debería concentrar cuatro de sus cinco brigadas para tomar la doble fortificación. A Givet y Charlemont las defendían tres mil cien veteranos al mando del Général Burke; a campo abierto no serían nada contra los veinte mil con que les haría frente, pero tomar las dos fortalezas, consideradas como la obra cumbre de Vauban, sería muy costoso de no contar con obuses de sitio, y el Norddeutsche Bundeskorps tenía pocos. A Wellington, en cambio, le sobraban, al punto de haber prestado unos cuantos a Pirch para que tomara Rocroi. Él había sugerido a Gneisenau usarlos después contra Givet y Charlemont, pero Burke era tan partidario de Louis XVIII que izó su pabellón al ver llegar sus avanzadillas. Gneisenau les hizo saber, a él y al Prinz August, que había llegado a un acuerdo con Wellington según el cual sus piezas no podrían usarse contra las fortalezas que se manifestaran a favor de Louis XVIII, pero aun así deberían tomar aquellas dos, pues Prusia las quería fuera cual fuera la enseña que ondeara en sus almenas. Un problema para el que sólo había una solución: rendirlas al asalto, al viejo estilo. De ahí los cañonazos. Tres de sus brigadas (la Thuringen, la Mecklenburg y una de las tres Hessen-Kassel) aún estaban de camino, por lo que aquel martilleo sólo sería testimonial, pero cuanto antes empezaran los festejos, mejor.
El I Armeekorps había tomado Compiègne; sin embargo, y aunque sin sorpresa para Zieten, seguro de que alguna vez acabaría el paseo militar, antes de hacerse con los puntos fuertes de la ciudad se vieron atacados por una fuerte columna identificada como I Corps d’Armée. La conducía un viejo conocido, el Comte Druet d’Erlon, aunque no parecía el mismo de Belle Alliance, y no sólo porque su fuerza no excedería los cinco mil hombres —doce días antes pasaba de veintidós mil— ni apenas contase con artillería o caballería, sino porque su ardor combativo en absoluto recordaba el de los inflamados guerreros que cruzaron el Sambre cantando con entusiasmo. Sus deseos de morir por Francia estaban tan menguados que tras una lucha nada encarnizada se retiraron a los bosques, al principio con orden aunque pronto como en el plateau de Mont-Saint-Jean. Zieten lanzó contra su retaguardia el 2.º de Dragones Westpreußen, que no debió emplearse a fondo para capturar varios cientos de granaderos, así como tres docenas de caballos excelentes, propios de generales u oficiales superiores. Los últimos alegraron a Zieten bastante más que los abatidos infantes; buena parte de sus dragones landwehr, pertenecientes a los diezmados regimientos Kurmark y Westfalen, marchaban y combatían como infantería, por falta de monturas; con aquellas, o con las que dejaran libres él mismo, su Stabschef y buena parte de sus oficiales, ya contaba con medio escuadrón más. Ésa sí era una ganancia.
El Directorio ya no se acordaba de la comisión La Fayette; andaría perdida por ahí, sumida en la propensión natural de sus miembros a zozobrar en cuestiones morales. A eso se debió que, por iniciativa de Fouché, se designara una segunda comisión más ligera de principios. La encabezaría el conde de la Besnardière —un convencido de Louis XVIII—, el general Andreossy —partidario de una regencia tutelada— y los condes de Flaugergues, Valence y Boissy d’Anglas, los tres a favor de Louis-Philippe d’Orléans. Era una comisión de títulos antiguos, pero, al igual que la otra, no plenipotenciada; su objetivo sería conseguir el apoyo de Wellington, para lo cual —afirmaba Fouché en el súmmum de la desinformación— bastaría con ofrecer el trono a Louis-Philippe. Llevarían, como refuerzo, una carta para Wellington donde Fouché afirmaba que los franceses deseaban contar con una monarquía parlamentaria calcada de la británica, y que su Corps Législatif ya trabajaba en su diseño. Con aquello bastaría, explicaba Fouché convencido de lo contrario, para que se declarase un armisticio y los guerreros cedieran el sitio a los diplomáticos. Por muchos muertos que pudiera costar la guerra, él necesitaba que llegase a los arrabales de París. Sólo así podría convencer a los que tuvieran auténtico poder —Alexander, Castlereagh y Wellington; los otros no pintarían nada— de que la paz y el orden serían imposibles de no contar con él. Según sus cálculos, Blücher estaría en París antes de diez días. Lo que hiciera él para resistir ese tiempo quizá no sería lo más conveniente para Francia, pero eso ni se lo planteaba. Como era lógico y natural, sólo le preocupaba que lo fuera para él.
El IV cuerpo ruso, el del general Rajevsky, acababa de cruzar el Rhein. Era la escolta de Alexander, Franz y Friedrich-Wilhelm, así como de sus respectivos séquitos, los cuales marchaban encabezados por Nesselrode, Metternich y Hardenberg. Llevaban varios días en Heidelberg, a la espera de noticias. La que anunciaba la victoria de Belle Alliance les llegó al atardecer del 20, pero sólo el 25 encontraron la situación lo suficientemente despejada para emprender el camino de París. Allí ya podrían decidir, ellos tres, a quién querían en el trono de Francia. Por mucho que Inglaterra prefiriese al gordísimo Louis, serían ellos quienes decidieran quién residiría en Les Tuileries.
Las noticias del calamitoso intento de Drouet en Compiègne hacían que Grouchy temiera verse cercado; la solución, para impedirlo, era caminar más horas. Una vez entregara su ejército a Davout podría emprender su sauve qui peut particular. Materializaría su renuncia en una carta donde detallaría la posición de l’Armée du Nord y de l’Armée de la Moselle, la una marchando por Senlis, Villers-Cotterêts y Crépy, y la otra avanzando hacia Château-Tierry; después expondría la imposibilidad de mantener la disciplina por la falta de cooperación de algunos de sus généraux de corps d’armée, lo que daba lugar a un bajo espíritu combativo y a un insostenible número de deserciones. Terminaría declarándose incapaz de revertir la situación sin destituir a los generales menos comprometidos con la misión, por lo cual ponía su cargo a la disposición del Maréchal Davout, hallándose listo para entregar el mando a quien éste designara. Con aquello quemaría sus puentes de un modo irreversible y se convertiría en un apestado, para los dos bandos. Lo único que podría empeorar tan triste condición sería ser un apestado fusilado. De ahí su impaciencia por ponerse, cuanto antes, en seguridad. Su mujer y su hijo más joven ya estaban listos para dejar el país, tras haber convertido en oro y diamantes la mitad de lo que poseían; el resto, los palacios y las fincas, siempre difíciles de colocar, ya estaban a nombre de testaferros. Sería un apestado, sí, pero con el riñón cubierto. En Estados Unidos, además, los inmigrantes no tenían pasado; sólo importaba que tuvieran dinero.
Gneisenau pensaba en Bonaparte. Fusilarle, para Blücher, era una obsesión. Su vida militar concluiría nada más tomar París. Los años que le quedaran serían de gloria, respeto, admiración y cariño, pero no de mando. No tendría que dar explicaciones si liquidase a Bonaparte, dijese Wellington lo que dijera. Era invulnerable, pero él no; de ningún modo quería pasar a la historia como el Generalstabschef del que se cargó al Corso. De ahí aquella carta para Müffling. En ella le ordenaba de un modo cuidadosamente descarnado explicase a Wellington que si los franceses acababan entregándole a Bonaparte debería traspasarlo al Niederrheinarmee. Que Fouché lo cambiaría por unas mejores condiciones de armisticio le parecía fuera de duda; que se lo quedaran los ingleses no tendría consecuencias para Wellington, pero si le pescaba Blücher His Grace se cubriría de oprobio, lo cual explicaba que de ningún modo pensara cederlo. Bien, pues para llevar al límite tal oposición nada iría mejor que darle a través de Müffling todos los horribles detalles de lo que Blücher haría con él. Con aquello bastaría para que Wellington, preocupadísimo, impusiera su pretensión de quedárselo, por caro que le costase. Para Inglaterra sería bueno, para His Grace también, Friedrich-Wilhelm se ahorraría crear un mártir que años después inspiraría la siguiente guerra entre prusianos y franceses y él, por último, se libraría del baldón. Todos contentos, menos Blücher. Servirse de jesuitismos para conducirle por el buen camino era fatigoso, pero no quedaba otra. El principio de lealtad para con el jefe, incluso a la hora de traicionarle —por su bien—, estaba por encima de cualquier consideración.
Tras despachar un oficial al headquarter inglés, en Nesle, mandó llamar a Miniussir; le apetecía pasear por aquel inmenso palacio de Compiègne —era el hauptquartier de aquella noche—, y haciéndose acompañar del joven oficial se ahorraría la molestia de contar a Wellington, en inglés, por dónde andaba el Niederrheinarmee. Lo haría Miniussir, lo que representaba la no pequeña ventaja de hacerle responsable, por no haber entendido bien, de cualquier inoportuno fallo de coordinación con el leal aliado británico. Así, admirándose del extraordinario dormitorio y el impresionante cuarto de baño que Napoleón hizo construir para su segunda emperatriz —le asombraba que, salvo las ventanas, sólo hubiera espejos; siendo Bonaparte una especie de sapo, ¿qué interés podría tener en verse los pelos del culo desde todos los ángulos?—, le hizo saber que Zieten había llegado a Villers-Cotterêts y Bülow a Soissons. De l’Armée du Nord podía decirle que se replegaba sobre París tras renunciar a plantar cara; en cuanto al Armée de la Moselle, estaba en Château-Tierry; lo sabía porque los ulanos de Falkenhausen le seguían de cerca, si bien calló que no sólo vigilaban. A la vuelta de algún tiempo algún otro ejército prusiano pasaría por allí —lo daba por seguro—; de ahí el haber ordenado a Falkenhausen que instruyese a sus hombres para que se comportaran como una soika de cosacos, y a él mismo que se transfigurara en un atamán del Don. Se trataba de inducir en las sencillas mentes de los bobalicones lugareños que al grito «Les Prussiens! Les Prussiens!» había que cargar el carro y escapar a todo correr. Si la naturaleza y la historia les habían impuesto ser enemigos irreconciliables, cuanto más pánico les inspirasen menos bajas sufrirían la próxima vez que volvieran por allí.
Wellington leía una carta del Prins Frederik. Al fin había tomado Le Quesnoy; su adalid capituló con la condición de que se devolviese a SCM el rey Louis XVIII, a lo cual él no contestó. El general francés no debía de imaginar que al cabo de unos meses Le Quesnoy dejaría de ser francesa. Completaba su satisfacción explicando que contaba con un buen refuerzo de artillería: cincuenta piezas de 20, 16 y 12 libras, las cuales le vendrían de maravilla para capturar más fortalezas. Pues que así sea, se dijo pasando a un breve informe de Álava: el Army of the Low Countries cruzaba el Somme por Villecourt y Perónne; la vanguardia vivaqueaba en Roye, el grueso allí mismo, en Nesle, y la reserva en Ham. El retraso con respecto a Blücher, por último, superaba los dos días; él confiaba en reducirlo, pues Fouché le había hecho llegar el nuevo esquema de fortificaciones. Las de Davout en el norte y en el este obligarían a Gneisenau a rodear París buscando el oeste y después el sur, cruzando el Seine a través de puentes que ya no existirían. De ahí que cuando estuviera en situación de disparar contra las primeras defensas él lo estaría también, y con mejor armamento. Fouché, para entonces, habría manipulado la situación al punto que a nadie le quedarían ganas de combatir, se aceptaría que la segunda restauración era una buena salida para todos, los restos del ejército dejarían la ciudad y sólo sería cuestión de contener a Blücher hasta que Friedrich-Wilhelm asomara el hocico. De todos modos, y en previsión de que Gneisenau tuviera más suerte de la debida en su labor de cruzar ríos sin puentes, había enviado un mensajero a Wrede, pidiéndole forzara el paso y se le uniese por el sureste; a diferencia de Blücher él no sólo no quería ser el primero en plantar su bandera en la Place Vendôme, sino que se manifestaría encantado de que, además de los prusianos y ellos, estuvieran presentes los bávaros, los austríacos y hasta los rusos. La guerra de Blücher, cada día que pasaba, tenía menos que ver con la suya, la cual, Álava tenía toda la razón, no podía ir mejor.