París, lunes 9 de octubre

Álava salía de un edificio próximo a la embajada española, en el 4 de la Chaussé d’Antin. Allí había tomado habitaciones para él, Miniussir y Zurraspas, que se ocuparía de los dos. Perelada le había dicho que por él no tenía que marchar, pero entendía que seguir allí podría serle incómodo, aludiendo de un modo elíptico a que también lo era para él soportar la presencia del tercer embajador, un marqués al que apenas le costó dos días convencerle de que lo último en que se debería mezclar era en la negociación del tratado. Allá Labrador y sus responsabilidades; él prefería esperar las pocas semanas que faltaban para que aquello concluyera y pudiera él comenzar su propia misión. Sabía, porque así se lo dijo Cevallos, que Álava, pese a que saldría para Bruselas en cuanto liquidara el asunto de los cuadros, tenía un segundo deber, el de permanecer muy cerca de su gran amigo Ciudad Rodrigo, lo que no despertaba sus celos diplomáticos. A fin de ayudarle cuanto pudiera en esa misión complementaria de la suya le brindaba los servicios de la embajada, lo que agradeció de corazón, pues seguir contando con el eficaz mayordomo y con el no menos dispuesto Tavira le facilitaría la vida. En lo que a Miniussir se refería, Perelada opinaba que como personal diplomático en tránsito debería servirse de la residencia, pero si prefería marchar con el general, con quien era evidente que sostenía la clase de relación que sólo se forja en una guerra, él no tenía nada que decir. Por lo demás, los cajones podrían seguir allí tanto tiempo como fuera necesario, y en cuanto a los noventa y seis cuadros de la primera oleada le parecía bien que se restauraran en la embajada. El conde de Perelada, pese a sus sospechas, estaba resultando ser no sólo un perfecto caballero, sino un diplomático en toda regla.

Aquella era la segunda vez en el día que salía en su carruaje. La primera, con Miniussir, fue para presenciar el enlace de Sir Peregrine Maitland con Lady Sarah Lennox, en el Grimod de la Reynière. Fue una boda breve y sencilla, para profunda pena de la duquesa de Richmond, que habría preferido para la primera en casarse de sus hijas una ceremonia más notoria en lo social, pero era claro que la situación no admitía demoras. Tras aquello se fueron a cenar los dos juntos, a Le Procope —les encantaba el coq-au-vin—, sin ningún motivo especial salvo el de lo bien que lo pasaban juntos, además de para intercambiar cotilleos y maldades. Así supo que la duquesa de Sagan había marchado días antes hacia Milán y Florencia, y que allá por diciembre se reuniría en Venecia con la condesa de Périgord, para quedarse allí una temporada y luego seguir a Viena, donde la condesa tenía idea de abrir casa y no sólo porque allí vivían sus hermanas, sino por la presencia cercana del Graf Clam-Martinitz. Según los datos de Miniussir, en apariencia muy exactos, las dos habrían dejado París un par de días antes, dejando muy desconsolado al príncipe de Talleyrand.

—Pues anoche cené con él y con unos cuantos más, y estaba como siempre.

—Llevaría la procesión por dentro. El hombre anda, según creo, como alma en pena. Si renunció al cargo no fue por fatiga o hartazgo, ni porque se lo dijera el rey. Fue, o eso me han dicho, porque la idea de quedarse sin la condesa no le dejaba vivir. De ahí que haya dejado de salir por ahí. No quiere ver a nadie, ni tampoco que le vean. Incluso se dice que planea volverse a Valençay.

Un buen punto a favor de Miniussir: había desarrollado una considerable maestría en el arte de administrar los tonos y los tiempos del cotilleo, un don que no bastaba para ser un gran diplomático, pero que sin el que resultaba imposible serlo. Tras eso regresaron a su nuevo domicilio, para cambiarse y seguir cada uno su camino. Miniussir estaba invitado a una timba que organizaba el hospitalario Percy, la cual acabaría en alguno de los magníficos burdeles del Palais-Royal. El general tenía el compromiso de asistir a la rentrée de la princesa de Chimay. En parte le apetecía, pues el espectro de su desnuda casera se le aparecía de vez en cuando, y en parte le agobiaba, pues salvo sorpresas él sería el individuo de más alto rango. El prestigio social de la princesa, lo sabía por diversas fuentes, desde que la rancia nobleza del Faubourg Saint Germain regresara del exilio estaba por los suelos, y no sólo a consecuencia de la nefasta exhibición de vulgaridad que diera en la boda de su hija, sino por la sospechosa protección de su hôtel, la casa más vigilada de toda la rive gauche.

Sería la primera vez que se vieran desde que la visitó seis meses antes, aunque se habían escrito con frecuencia intensificada las últimas semanas, cuando la princesa comenzó a pensar en volver. Hasta mediados de septiembre no tuvo prisa, pues la vida en Chimay, protegida por un II Armeekorps que garantizaba su seguridad, le resultaba placentera. No sólo era ideal para un verano caluroso, sino que su intendencia no podía estar mejor abastecida. El coste, hospedar de vez en cuando al Prinz August o al general Pirch, era llevadero, especialmente cuando se trataba del primero, al que recordaba de cuando bebía los vientos por Juliette de Récamier. Era un invitado no sólo encantador, sino generoso. Gracias a él sus cuadras volvían a parecer eso mismo, unas cuadras, y sin que le preocupara demasiado que sus nuevos pupilos lucieran en sus lomos marcas regimentales británicas, holandesas o francesas. Fue un verano prodigioso, pero la captura de las fortalezas determinó que sus excelentes huéspedes comenzaran a espaciar sus visitas, obligados a pasar tiempo en las plazas conquistadas. No le privaron de su protección —cuando los merodeadores ahorcados en la plaza del mercado llegaron a media docena se hizo claro para los miembros de aquel gremio que acercarse al château de Chimay era peligroso—, aunque sí de su presencia, con lo cual la vida se le hacía un punto aburrida. Eso, el que su marido hubiera sido llamado a París por el Duc de Richelieu, su deseo de ver por sí misma el estado en que se hallaba su hôtel de la Rue de Babylone —allí residía el barón Lützow, al que había invitado a que se considerase su huésped; según informaba la servidumbre lo hacía con tranquilizadora discreción, sin organizar orgías ni francachelas y con gran cuidado por la casa, la cual estaba defendida por un destacamento de lanceros acampados en el patio de caballos— y el comprensible deseo de visitar al maravilloso maréchal Blücher, con el que toda su vida tendría una inextinguible deuda de gratitud, constituía el conjunto de razones que la movían a regresar. Fue lo que decía en la última, la de anunciar que se ponía en marcha. Lo siguiente fue una invitación a su rentrée. No le apetecía mucho, pues el 9 de octubre no era un día muy alegre para él —se cumplía un año de que fuera encarcelado por un rey que le debía una pata de su trono—, y porque no tenía ganas de cruzar muchas palabras con el agradable conde de Caraman-Chimay —su capacidad de conversar tranquilamente con maridos engañados a cuenta suya, en lo que tenía poca experiencia, era reducida—, pero intuía que quizá la princesa encontrara de interés, alguna tarde cualquiera, conocer sus habitaciones de la Chaussé d’Antín. Si aquello había de suceder, la mejor manera de impulsarlo sería dejarse ver en su mejor aspecto de gala nocturna y resplandeciente Toisón de Oro. Todo fuese a mayor gloria social de la princesa y, con suerte, a mejor disfrute de sus remendados bajos.

Álava en Waterloo
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