Viena, Waregem y París, sábado 25 de marzo
La gran actividad de Talleyrand partía de la convicción, compartida con Wellington, de que Louis no podría contener a Bonaparte. Si éste se hubiera procurado un defensor, y dada la galbana imperante, habría sido inevitable que la postura general se convirtiera en un cauto «esperar y ver», lo que sería opuesto a sus intereses, pues jamás habría sitio para él en una Francia dominada por Napoleón salvo si aceptase cambiar de bando, lo cual sólo sería una opción a valorar si no quedara otra. Gracias a su frenética determinación no sólo consiguió movilizar a Wellington, sino a Hardenberg, quien no tardó en comprender que si el congreso se interrumpiera para dar paso a un nuevo tratado de París, a celebrar con la ciudad tomada por sus armeekorps, quizá podría obtener allí lo que no lograba en Viena. La declaración del día 13 se debió a lo bien que logró mover a los dos, y a su través a los demás. Fue un buen primer paso, aunque de nada valdría si no se diera el segundo, para lo cual había convocado a sus iguales; pretendía dar forma de coalición a las buenas intenciones contenidas en la declaración del 13 de marzo, y para tal cosa ninguna fecha iría mejor que un Sábado de Gloria. No le costó confirmar la presencia de los siete jefes de legación; contar con el respaldo de Wellington, Hardenberg y Lowenhielm, a los que Palmella no dudó en sumarse, ayudó a que Metternich y Nesselrode comprendieran que no asistir levantaría sospechas. El único que protestó fue Labrador, que no quería perderse los oficios y al que sólo desde su dignidad de obispo logró convencer de que no pecaría representando a su país en un acto donde tanto tenía que ganar y tan poco que perder.
La reunión fue breve, pues los puntos a debatir eran pocos y más de un plenipotenciario tenía planes. Así, en diez minutos se acordó que ninguna potencia negociaría con Bonaparte por separado; bien sabía él que tanto Metternich como Alexander obviarían el compromiso a poco que la ocasión lo mereciese, pero se trataba no sólo de dar imagen de firmeza, sino de que los más dispuestos a la guerra, Inglaterra y Prusia, se considerasen respaldados, sobre todo la segunda, pues al volver hacia el oeste dos tercios de sus tropas dejaría su trasero al descubierto. Serían aliados, y amigos, pero el caso era que los prusianos, desde los tiempos de Nevsky, jamás acababan de fiarse de los rusos. Tras eso Metternich propuso que la fuerza de seiscientos mil hombres, aportados por Austria, Inglaterra, Prusia y Rusia, se pusiese a las órdenes de Schwarzenberg. Talleyrand sabía que aquello, insinuado días antes, no prosperaría, dada la firme oposición de Wellington a recibir órdenes de nadie. De ahí que recomendara dejar a Inglaterra fuera del compromiso, por no tener fronteras con Francia. Así, para disgusto del Kanzler, se acordó que cada ejército actuaría por su cuenta, dejando la coordinación a sus comandantes. Tras eso quedaba un último punto: a petición del VKN, las fuerzas que lo defenderían serían británicas y prusianas; su delegado agradecía la oferta del Zar de situar allí sus tropas, pero su pequeño país no era capaz de cobijar más de dos ejércitos extranjeros. Ni Nesselrode ni Metternich pensaban que aquello fuese verdad —nadie creía una palabra de lo que decían los demás—, de modo que Hardenberg se vio forzado a explicar que pensaba estacionar un armeekorps en Charleroi, y nada más, a lo que Wellington añadió que Inglaterra contaba en Valonia con apenas cinco mil hombres, a los que sólo se unirían treinta mil más. No pasó de ahí, pues con tan exiguo esfuerzo quedaba claro que de ningún modo pensaba su gobierno hacerse con el VKN, ni tampoco el de Friedrich-Wilhelm, y además había un cuarto punto que prefería rehuir: determinar bajo qué banderas formarían los contingentes de una docena larga de reinos, ducados y principados alemanes interesados en hacerse con un trozo de la tarta. De uno en uno representaban poco, pero juntos sumaban ciento cincuenta mil hombres. Wellington, Hardenberg y Metternich los querían bajo las suyas. El primero tenía difícil conseguir uno solo además de Hannover —de algo valdría que su Kurfürst,[98] el duque de Braunschweig-Lüneburg, desde 1714 fuera también rey de Inglaterra—, pero no pensaba cederlos sin lucha, consciente de que todos, si pudieran, elegirían combatir por Inglaterra. Su seguridad nacía de que su país era, de todos los que reclutaban mercenarios, el que mejor pagaba.
Mientras aguardaban a que Gentz pusiera en limpio el texto —para firmar y levantar la sesión—, Talleyrand se preguntaba por el siguiente paso. Las últimas noticias situaban al Ogro entre Lyon y París. Dadas las ocho jornadas que necesitaban los correos, era seguro que ya estaría en Les Tuileries, con lo cual él se quedaría sin el dinero que le hacía llegar Jaucourt. Aún tenía bastante, si alguna vez se tiene bastante, pero no lo suficiente para mantener su excelente ritmo vital hasta que los ingleses o los prusianos —ni los austríacos ni los rusos iban bien de ardor guerrero— echaran al mar a Bonaparte. Suspiró con anticipado pesar al decirse que, si los preparativos guerreros no avanzaban con la debida presteza, se vería en la dolorosa obligación de plantearse un cambio de bando. Quizá, después de todo, no fuera tan espantoso volver a ser ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón.
Le gustaría cenar con su sobrina, explicarle la reunión y escuchar sus conclusiones, por mucho que a veces pecaran de ingenuas, pero no podría ser. Se había ido con otros jovenzuelos a un lugar llamado Laxenburg, donde uno de los tales poseía una casa de vacaciones. Le dolía no tenerla cerca, no disfrutar de la exquisita, inspiradora presencia de su privilegiado cerebro, aunque peor era percibir que los tiempos de feliz intimidad llegaban a su fin. Días antes, en Preßburg, adonde fue con Wellington y Metternich a explicar a Friedrich-August la suerte que tenía, visitó a una de sus más antiguas amigas, la condesa de Brionne, su guía sobre muchos aspectos de la vida, incluyendo los de naturaleza íntima, cuando él era un joven Abbé de Périgord. La encontró en su cama, ya cerca del final. Se alegró de verle, y de recordar los viejísimos tiempos en que Charles-Maurice aprendió, a su través, a ver la realidad con los ojos de la lucidez. Cuando dejó su cuarto le abrumaba la tristeza, tanto que no pudo contener unas lágrimas que pocas, muy pocas personas habían visto alguna vez en su rostro imperturbable. Le desconsolaba ver lo poquito que quedaba de la espléndida mujer con quien había compartido mantel y sábanas en los dorados años anteriores a 1789, los mismos de los que una vez dijera «quien no los haya disfrutado no puede afirmar que haya conocido la verdadera dulzura de la vida». La misma tristeza que ahora se apoderaba de su alma, o de lo que tuviera donde los idiotas suponen que llevan una. La tristeza de los viejos, única compañera que la vida les otorga en el último tramo del camino, el que acaba en la paz de los que saben que ya no hay más, que ahí acaba todo, que ha venido el ángel de la muerte y ha soplado en la candela de su existencia. Pues ya podía prepararse, porque aquel sueño vivido con Dorothée sería irrepetible. Jamás daría con una criatura igual.
Condesa de Brionne
La Casa Real había cruzado la frontera sin mayor novedad, pese a ser seguida de cerca por las dos divisiones del Général Rémi-Joseph Exelmans; el aire de las mismas no era belicoso, ya que sólo pretendían asegurarse de que la escolta de quienes huían no se desmandaba; ésta debía contar con cuatro mil hombres, pero tras deducir los que desertaron antes de iniciar el camino y los que hacían lo mismo en cuanto comprendían que más allá de la frontera se quedarían sin trabajo ya sólo serían la mitad. Según les explicaban sus perseguidores —a gritos—, tendrían mejor futuro si elegían a tiempo y no tras dejar de ser franceses —quienes lo fueran, pues era una guardia real mercenaria, como era lo usual en las monarquías borbónicas, siempre desconfiadas de sus arteros súbditos—. Se organizaban en tres regimientos de colorido espectacular: los mosqueteros grises, los rojos y los guardias de corps, deslumbrantes en sus blanquísimos uniformes. No les amargaba retirarse sin combatir, al punto de no tener reparo en desprenderse de sus excelentes piezas de artillería montada, de las que al momento se hacían cargo los dragones franceses. El problema consistía en que, a cada pieza que recuperaban, los tales prorrumpían en alaridos victoriosos, lo que irritaba en grado sumo a los que huían, tanto que comenzaron a explicar a sus perseguidores la forma de ganarse la vida que imputaban a sus madres. La situación entró en crisis a la salida de Béthune, donde los dragones de la 9.ª encontraron inaceptables tales explicaciones, al punto de cargar sus pistolas y desenvainar sus sables. La confrontación entre los húsares reales y los dragones de la 9.º devenía inevitable cuando la sangre fría del general Exelmans, el Seydlitz francés al que le petit tondu debía Champaubert, Montmirail, Vauchamps y Château-Thierry, consiguió dejarla para otro día, no porque sintiera menos deseos de rebanar pescuezos mercenarios, sino para impedir que allí tuviese lugar la primera batalla de una guerra civil.
Nada más cruzar se cumplieron las profecías: sólo trescientos jinetes y setecientos mosqueteros seguirían al rey en su destino. Los restantes eran cordialmente invitados a irse al diablo. Los pocos franceses que aún quedaban se preguntaban qué hacer. Temían ser masacrados por los grognards de la Guardia Imperial, sin duda deseosos de cobrarse las afrentas de los pasados nueve meses, cuando dejaron de ser l’élite para pasar a ser la merde. Para los no franceses sólo era cuestión de cambiar de amo. Sabían que los ingleses ocupaban aquel promisorio VKN, al punto que ya divisaban docenas de jinetes azulados, vigilándoles. Lo natural sería que les recibieran bien. Sólo sería cosa de avanzar hacia ellos y preguntarles por su banderín de reclutamiento. Lo que no podían saber era que no hablaban inglés, ni francés: todos, sus jefes también, eran alemanes.
El Maréchal MacDonald observaba la escena. La última de sus misiones había sido conducir ese convoy a la seguridad del VKN, cuidando de los aterrados parientes del rey. Bien, pues ya estaba hecho. Lo que ahora deseaba era retirarse de la vida militar, y también de la pública, y disfrutar sus no desorbitadas propiedades. No creía que por mucho tiempo. El «Sire, nos veremos en tres meses» con que se despidió de Louis XVIII no fue una cortesía para dar ánimos, sino una predicción profesional.
La brillantez y la eficiencia de l’Empereur nacían en su capacidad de concentrarse y reflexionar. De ahí venía que cada día buscase un par de horas para relajarse, sin agobios, en la intimidad del más inconfortable de sus tronos y después en la de su boudoir. En el primero la naturaleza le hacía permanecer un tiempo variable. La suya era una triste afección, propia de los que han de pasar muchas horas a caballo. Montar era una servidumbre que padecía porque no quedaba más remedio; a eso se debía su preferencia por yeguas tranquilas de alzada reducida, con las cuales la tortura se hacía más llevadera, pero a la que podía descabalgaba. Sus almorranas, que con el paso de los años habían llegado a rozar lo intolerable, le amargaban la existencia de un modo atroz, aunque cuando contaba con un aseo confortable, y el de sus habitaciones en Les Tuileries desde luego que lo era, parecían contenerse. Las combatía con ungüentos y potingues que le preparaba su fiel doctor Larrey, y en el terrible momento de disfrutarlas con plena intensidad las hacía frente con ayuda de la prensa. Napoleón, como tantos y tantos hombres, era incapaz de visitar una letrina sin un periódico en la mano.
Tras los pavorosos minutos de aliviar lastre venía el consuelo del aseo. Primero, el de las zonas afligidas. Después, inmerso en una bañera pompeyana que Louis había tenido el buen gusto de no desmantelar. A fin de no escaldarse la pedía de agua no excesivamente hirviente, ni tampoco a rebosar, aunque al poco de verse dentro Alí la llenaba con líquido burbujeante, hasta casi alcanzar la temperatura de cocción. Tras eso, y una vez a solas, le faltaba una única cosa: estirar el brazo y coger otro periódico. El Moniteur lo había leído poco antes; no vio en él nada de interés, salvo el decreto que abolía la censura. Era pronto para conocer las reacciones a que daría lugar, y no las del populacho, al que la supresión de la censura traería sin cuidado, sino a los propios y a los extraños, a los bonapartistas y a los liberales, a los republicanos, a los jacobinos, a los feuillants y a los royalistes. No todos habrían huido tras Louis, de modo que por algún sitio aflorarían. Acabar con la censura fue de las medidas que primero analizó al urdir su plan. Nunca supuso difícil llegar a París, si conseguía desembarcar. Lo complicado empezaría después. De ahí el haber calculado cómo convencer primero a los franceses, y después a los aliados, de que aquel nuevo Napoleón tenía poco que ver con el antiguo. Pretendía dar la impresión de que su retiro elbático le había convertido en demócrata. Liquidar la censura sonaría convincente, pese a las molestias que las libertades ciudadanas causan a los gobiernos democráticos, empezando por el muy lejano de Pericles. De ahí que su idea no fuese abolirla para siempre. Sólo hasta que ya no hubiera peligro en restaurar las buenas costumbres.
La medida daría lugar a la resurrección de un puñado de publicaciones clausuradas. Ninguna era bonapartista, de modo que, siguiendo los consejos de Fouché, no les hizo llegar filtración alguna. Ésas las reservó para un par de libelos de corte satírico, un subgénero periodístico muy apreciado por el pueblo. Uno se llamaba Le Nain Jaune, y en tanto se publicó fue muy popular entre los parisinos ilustrados. En su número de aquel día, primero desde que Blacas lo cerrase, no sólo anunciaba la buena nueva de volver a publicarse, sino que ofrecía un irónico resumen del comportamiento de la prensa en los veinte días que duró el vuelo del Águila. El editorialista de Le Nain Jaune, pues aquello era en sí mismo un editorial, no necesitó esforzarse. Le bastó con copiar titulares:
El Caníbal ha dejado su guarida.
El Ogro parte de Elba.
El Tirano ha estado tres días en el mar.
El Invasor desembarca cerca de Cannes.
El Usurpador ha llegado a Gay.
El Corso se apodera de Grenoble.
Bonaparte entra en Lyon.
Napoleón, en Auxerre.
El Emperador ha sido recibido en Fontainebleau con grandes aclamaciones.
Su Majestad Imperial, de nuevo en Les Tuileries.
De Le Nain Jaune no tenía nada que temer. De quien sí tendría era de Fouché. Su doblez era pasmosa. Lo había comprobado aquella mañana, en la reunión cotidiana. En ella dejó caer, sin darle importancia, que sus agentes habían interceptado en Basilea un mensajero de Metternich camuflado de agente del banco Arnstein & Eskeles, con un mensaje dirigido a él mismo y escrito en tinta invisible.
—¿Y qué quería de usted?
—Saber si podría comunicarse conmigo, Sire. También, que si para lograrlo debía convencerme de alguna forma, podría contar con una muy antigua, en la divisa que prefiriese.
—Ya. ¿Y a qué piensa Su Excelencia que se debe tal cosa?
—Seguramente, Sire, a las muchas veces que al príncipe de Bénévent y a mí nos tocó sobornarle cuando era embajador en vuestra corte. Quizá no se le haya ocurrido que, al menos en mi caso, lo hacía por cuenta de Vuestra Majestad, jamás en la mía propia.
Se quedó pensándolo. Que Metternich intentase sobornar a Fouché lo daba por descontado, como el propio Fouché habría calculado que haría; de ahí venía que lo comentase con el candor de un Candide. Lo que convendría saber era con cuántos más lo habría intentado el tenebroso Kanzler.
—Contéstele, pero en mi nombre. Dígale que me tiene a su disposición, y que tenga la seguridad de que saldrá tan satisfecho como cuando representaba en París al Kaiser Franz. ¿Sabrá decirlo de una forma que no considere amenazadora? Magnífico, Duc d’Otrante. Bien, ¿qué más hay?