París, Londres y Bruselas, sábado 15 de abril
Tuvo que ponerse muy serio para que Caulaincourt le diese a leer la carta. Méneval explicaba, o eso decía su ministro, que los sentimientos de la emperatriz parecían haber cambiado, así como su persona, pues ganaba peso en cuantía perceptible. Él desdeñaba el cotilleo, empezando por el tonelaje de su esposa; más le interesaba la razón por la que Caulaincourt se resistía con tanto empeño a que leyera por sí mismo. Cuando lo hizo comprendió: la emperatriz había perdido la cabeza por su administrador-custodio. Una vez aceptada la noticia, dio por terminado el despacho con su compungido ministro. Le apetecía evocar sus esponsales con Marie-Louise, a la que había supuesto feúcha y poca cosa, para encontrarse con un pedazo de mujer en absoluto inhibida. Descubrirla tan relajada y amistosa en el palacio de Compiègne fue toda una sorpresa; tanto, que le asaltaron unos invencibles deseos de consumar sobre la marcha. La sonriente archiduquesa, esposa suya sólo por poderes, le sorprendió al responder que, por ella, trato hecho, aunque no sin que antes viniese un sacerdote. Ante tan irresistible combinación de coquetería y firmeza no dudó en aceptar las estrictas condiciones, enviando a Bertrand por el cura más próximo. Regresó con uno en media hora, el tiempo que necesitó la cuasiemperatriz para cambiarse de ropa. El aprensivo sacerdote no debió esperar más de cinco minutos, lo mismo que necesitó hasta despedirse, pues las órdenes imperiales fueron claras: prescinda de todo lo que no sea imprescindible. Nunca un trabajo tan breve fue mejor recompensado: el buen hombre, por dos preguntas, una declaración apresurada y una bendición, regresó a la rectoría de Compiègne tanteándose bajo la sotana una bolsa rebosante de napoleones.
Sus primeros meses con Marie-Louise fueron los más excitantes de su vida. Le hacía cumplir con el débito matrimonial a cualquier hora, en cualquier lugar, incluso forzándole a interrumpir audiencias. Él no protestaba; en realidad, se mostraba encantado de la vida. Por entonces atravesaba todas las plenitudes: la física, la intelectual, la política y la militar. También, y por qué no, la sensual.
Marie-Louise era una tan perfecta Erzherzogin von Habsburg-Lothringen que al año de ser l’Imperatrice ya era la madre de su primer hijo legítimo —de los otros tenía uno seguro y otro probable—, lo que hizo saber a fuerza de cañonazos. Habría hecho mejor si a continuación se hubiese dedicado a disfrutar de la vida, y no a invadir Rusia. En aquella primavera de 1815 sería un emperador en paz con todo el mundo y al frente de la nación más próspera del orbe, vería crecer a su hijo y alguno más que habría venido tras él, y sería, en fin, un hombre feliz. El mayor error de su vida fue no dejarse llevar por el instinto. De haber seguido su consejo no se le congelaría el alma de saber que su dulce Marie-Louise, la más juvenil soberana europea, la más sensible y bondadosa, lo que no le impedía comportarse sobre las sábanas como la más entusiasta, cochina y viciosa de las putas de París, sólo tenía ojos para un conde austríaco tan cuarentón como él, y encima tuerto.
Tras encogerse de hombros se concentró en la siguiente audiencia: Constant, el ideólogo liberal que, gracias a un asombroso sentido de la oportunidad, se había despachado contra él con un editorial violentísimo, sin saber que al día siguiente lo leería en Les Tuileries. En realidad no lo leyó, por tener cosas más graves que hacer, pero Fouché lo leía todo, incluyendo ese Journal des Débats que no compraba nadie. A juicio de su artero ministro, si Constant publicaba esas cosas era por padecer una personalidad infantiloidenarcisista, las cuales poseen el don de ser muy manipulables. Así, ayudado por el general Horace Sébastiani y por Joseph Bonaparte, que tenía buena prensa entre los liberales, tanteó su disposición para concebir una obra que le haría pasar a la posteridad. Con eso y con la insinuación de una gran suma le dejó deseoso de colaborar; así lo explicó a l’Empereur tras decirle que había encontrado un gran redactor. Para conservar el trono era necesario juntar en una sola institución la democracia inspiradora de la Revolución con el orden y la prosperidad del Imperio, y —lo más difícil— que los franceses lo creyeran. Una nueva constitución de corte liberal, que garantizase un gobierno democrático, cerraría ese frente, de modo que sin más reflexiones mandó que viniese Constant. Él solo. A la hora de seducir, la intimidad era inexcusable.
Constant, muy nervioso, comenzó a relajarse al ver que l’Empereur y él estarían a solas. Al término de las tres horas en que discutieron lo divino, lo humano, la historia clásica, la reciente, la Convención, el Terror e infinidad de tonterías más, estaba deslumbrado. Se veía frente a un Napoleón distinto, en absoluto autocrático. Sobre su íntimo temor, ser encarcelado por su incendiario artículo del Journal des Débats, se tranquilizó al saber que al Emperador le había gustado mucho, que sus reflexiones eran justas y honradas, además de valientes, y que para su desgracia tenía pocos que le hablaran con sinceridad y llamasen a las cosas por su nombre; por eso había vuelto a contar con Fouché. Necesitaba hombres competentes que le dijeran la verdad, y no lo que suponían que querría él escuchar. Tras aquello no le quedó más opción que aceptar, tras asegurarle l’Empereur que su obra no sería censurada ni cercenada. Convinieron que era un trabajo que debía realizar una comisión integrada por el propio Constant —era diputado y las cámaras no se habían disuelto—, Cambacérès, Maret, Merlin, Boulay, Carnot y Regnault, a los que l’Empereur, en una deslumbrante muestra de resolutividad, convocó sobre la marcha. Desde aquel momento, concluyó, él y Constant se verían todos los días a fin de avanzar a toda velocidad, pues quería un texto definitivo antes del 20 de abril.
A la hora de cenar estaba de un humor mejor de lo usual. Influía la constatación, dada por Carnot y Fouché, de que Francia estaba pacificada. Las revueltas, sofocadas. Los revoltosos, encarcelados. Sólo hacía falta darlo a conocer. Al siguiente mediodía, una salva de tres cañonazos haría saber en las principales ciudades de Francia, o al menos allá donde llegara el telégrafo, que reinaba la paz.
El boletín militar de aquel 15 de abril contenía el nombramiento del Lieutenant-General Sir Henry Paget, Earl of Uxbridge, como jefe de la caballería del Army of the Low Countries, así como su posición de segundo jefe de la fuerza. Uxbridge, Wellington era el primero en reconocerlo, poseía capacidad y maestría suficientes para la primera función. El modo en que cubrió la retirada del ejército hasta Corunna, librándolo dos veces de una total destrucción, una en Sahagún y otra en Benavente, por sí mismo garantizaba que contaría con un buen comandante para su caballería. Si bien tenía en él plena confianza profesional, se alzaba entre los dos un episodio de naturaleza personal que le había llevado no sólo a ignorarle, sino a rechazar presentarse allá donde Uxbridge hubiera sido invitado, sobre todo si acudía con su esposa. El que York se lo hubiese impuesto tenía que ver con eso, no le cabía duda, pero no le importaba demasiado; tenía experiencia en trabajar con gente que no le agradaba, y sabía muy bien cómo diferenciar la relación profesional de la personal.
El boletín también traía el del Colonel Sir William-Howe De Lancey como Deputy Quartermaster-General. Al interesado no le hacía ninguna gracia pese a la lealtad que pudiera sentir por Wellington, que según algunos era total y según otros no tanto. Su amargura no sólo tenía que ver con ser sacado de los brazos de su apasionada esposa, la cual, si bien llegó al matrimonio en un estado por completo virginal, en los doce días que llevaban sin apenas salir del lecho había progresado muchísimo. Sucedía que aquel era el mismo puesto que tuvo en el ejército peninsular a las órdenes de Sir George Murray, gran amigo de Wellington y próximo a regresar de Canadá. Su posición, entendían él, su mujer y sus suegros, era desairada. Cuando menos habrían debido ascenderle a Major-General, y en buena lógica deberían designarle Quartermaster-General, pues si las predicciones sobre la brevedad de la campaña se cumplían, el peso de las operaciones recaería íntegramente sobre su persona. Pese a todo emprendió el camino de Bruselas, donde una vez consiguiera casa se le reuniría su esposa; era ése uno de los escasos privilegios que pudo arrancar, ya que solamente los generales tenían derecho a llevarse a sus familias y a hospedarlas por cuenta de Inglaterra.
Sir William Howe DeLancey, por Lady Magdalene DeLancey
El recién llegado despacho de Cevallos contenía la renovación de su carta de crédito ante la filial en el VKN de la banca Baguenault, la preferida del servicio exterior español. Un alivio, porque hasta el momento había logrado subsistir sin echar mano de sus bienes, o de la generosa dote de Loreto, cuya carta de pago, por valor de ciento veinticinco mil reales, había dejado firmada en Vitoria con fecha 10 de febrero, junto con el apoderamiento a su cuñado Diego Manuel de Arriola y Esquivel para que se ocupara de su administración mientras él siguiera «destinado a países extranjeros», pero de no recibir fondos oficiales no le quedaría otra que recurrir a los suyos propios, y de ningún modo deseaba financiar la diplomacia de Don Fernando. Por lo demás, sólo un par de asuntos se salían de lo usual. El primero trataba de la recuperación del tesoro artístico que Bonaparte y sus mariscales afanaron en los distintos museos, palacios, iglesias y monasterios saqueados a lo largo de cinco años de total desvergüenza; Cevallos esperaba de sus buenos oficios que, cuando llegara el momento, Wellington ayudase a recuperar lo que se pudiera localizar, empezando por los noventa y seis cuadros de la Real Academia de San Fernando guardados en el Louvre. El otro era la necesidad de conseguir que Inglaterra no apoyase los levantamientos criollos en las colonias americanas, a cambio de permitirle comerciar con ellas, cosa que, por otra parte, los ingleses ya venían haciendo desde que Lord Jervis acabara el 14 de febrero de 1797 con la escuadra del teniente general José de Córdova. «Pues bueno», se dijo Álava con amargo fatalismo. Los reyes españoles jamás comprendieron que mantener un imperio sin una gran flota era tan inviable como mantener la tal flota sin suficiente provisión de marinos profesionales, bien adiestrados, mejor pagados y libres de las estúpidas supersticiones que habían puesto la escuadra perdida frente al Cabo San Vicente a las órdenes de un inútil como Córdova. Su corazón de marino había sollozado muchas veces por el horrible destino de la Marina Real, desde los tiempos de Medina Sidonia mandada por ineptos meapilas de apabullantes apellidos. Parecía mentira que una fuerza en la que mostraron sus torrotitos hombres como Blas de Lezo, Roger de Lauria y Álvaro de Bazán se viera como se veía, incapaz de proteger un imperio al que le quedaban cuatro días de ser español. Lamentable, pero carecía de sentido expresar sus sentimientos de marino frustrado. La petición de Cevallos era inútil, pues conocía el punto de vista de Wellington: «da igual que nos dejéis o no, porque sin flota no podéis impedir que lo hagamos; el imperio lo perdisteis cuando dejásteis de ser capaces de protegerlo; mejor haríais si aceptarais la situación y comenzarais a entenderos con vuestros criollos en condiciones de igualdad». Él pensaba lo mismo, pero jamás lo podría decir a Cevallos, y menos a Fernando. Suspirando con pesar se concentró en el Journel Universel, un periódico impreso en Gante, dirigido por Chateaubriand y que se había traído tras visitar al rey Louis la tarde anterior. Le recibió sin prisa por acabar, demostrando así lo mucho que se aburría. Se quejaba de casi todo, empezando por sus incondicionales; intentaban animarle, aunque sin decirle nada de interés. Echaba de menos los lúcidos análisis de Talleyrand, un hombre al que no veneraba pero al que había escrito varias veces, pidiéndole que, una vez concluyeran sus obligaciones en Viena, se reuniera con él. Le sabía más inteligente que los restantes miembros de su Conseil Privé, comenzando por Blacas, del que todo el mundo echaba pestes y con el que nadie quería trabajar, lo cual le apenaba porque no podía ser más leal, y acabando por Chateaubriand, a quien despreciaba tiernamente, al punto de recomendar al que declaraba «encantador ministro Álava» —le agradecía que hubiera venido a visitarle de motu propio— que «cuide usted de no admitir jamás un poeta en sus asuntos, pues esa gente no sólo no vale para nada, sino que acaba echándolo todo a perder». Un consejo que agradeció, pese a que fuera innecesario, ya que los poetas le aburrían; para bien o para mal él era un marino, un guerrero; un hombre de acción, en suma.
Debería vestirse para cenar. Su invitado era el Lieutenant-General Sir Charles Alten, quien prefería ser Generalleutnant Carl-August, Freiherr von Alten, pues pese a llevar doce años combatiendo por Inglaterra no se había vuelto inglés. Llevaban año y pico sin verse, desde Toulouse. Hasta el día de Vitoria era un compañero más, como cualquier otro jefe de brigada. Desde ahí pasó a deberle que Vitoria no fuese saqueada, quemada y sus habitantes pasados a cuchillo. Era el comportamiento habitual de las tropas británicas cuando «liberaban» una ciudad; lo conocía tan de sobra que durante la batalla se mantuvo junto a Wellington, para en el momento de ver que la victoria era segura pedirle un regimiento con el que ocupar Vitoria e impedir que acabara como Badajoz. Wellington le autorizó a llevarse a quien quisiera, y él eligió el 1.º de húsares de la KGL, convencido de que su sentido de la disciplina, cien por cien alemán, les haría renunciar al pillaje. Alten, que conocía bien a su gente y no la valoraba tanto como él, le respaldó el resto del día cortando en seco cualquier asomo de desmán, pues a sus disciplinados mercenarios les fastidiaba no poco saberse sin botín mientras que sus compañeros se ponían las botas con el convoy abandonado del rey José.
Llevado de la nostalgia recreaba lo sucedido esa tarde memorable, cuando al frente de ochocientos alemanes tomó posiciones en las plazas y las calles de Vitoria. Una hora después llegó Wellington en persona, conduciendo una de sus unidades d’élite, la brigada de dragones de la Household Cavalry. Él, ya más tranquilo —la espera se le hizo eterna—, le recibió en la Puerta de Castilla. No estaba solo, porque se le unía la preocupada corporación municipal y unos cuantos angustiados notables, pese a sus vociferadas advertencias de cerrar puertas y ventanas, «que los que vienen son peores que los que se han ido». Juntos y en comitiva, Wellington y él recorrieron la ciudad entre vítores, hasta llegar al caserón de los Esquivel, donde Loreto, sus futuros suegros —Don Javier y Doña Leonarda— y el resto del clan, asomados a los balcones, aguardaban exultantes. Wellington, tan irreprochable como siempre que decidía ser irreprochable, presentó sus respetos en alta voz, sin desmontar y ante la general admiración de la multitud, para después seguir hacia Santo Domingo y regresar al campo de batalla. Él prefirió seguir en Vitoria, pese a que con las calles tomadas por los húsares de Alten y los Blues & Royals ningún cabrito de los muchos que padecía el ejército de Wellington osaría mover un dedo. Fue, sentía emoción al evocarlo, una noche de las que no se olvidan. La batalla fue una gran victoria, pero las ansias de saqueo de las desmandadas tropas, a la vista de la cueva de Alí Babá que para ellos era el convoy de mil cuatrocientos carros cargados con las más inverosímiles riquezas, amén de con docenas de llorosas femmes de champagne, no pocas acompañadas de sus hijos putativos —«burdel ambulante», lo definió Wellington—, fueron demasiado poderosas para que los oficiales las pudieran contener, quizá por ser los primeros en lanzarse sobre las piezas de mayor valor. A eso se debió que no persiguieran a los franceses, pese a que huían despavoridos. Wellington habría podido hacerles cincuenta mil prisioneros, acabando así la guerra en España y despejando el camino de París. Las consecuencias de aquel saqueo intempestivo le ponían de un humor de perros, si bien, y gracias a ser asombrosamente dueño de sus emociones, no lo pagó con quienes de ningún modo lo merecerían. Se limitó a estar un tanto sombrío en la cena que celebró con su estado mayor y los jefes de sus cuatro columnas (Hill, Beresford, Dalhouise y Graham), para tras eso, y en su compañía y la del Prins van Oranje-Nassau —y su escolta, y su valet, y su cocinero, y sus sirvientes personales; los desplazamientos del marqués de Wellington, que sólo fue duque después de Toulouse, rara vez implicaban a menos de cincuenta hombres—, regresar al palacio de los Álava, cuya servidumbre y la de los Esquivel habían acondicionado a toda prisa, para dormir allí esa noche y la siguiente.
Si aquel día fue de los que no se olvidan, el siguiente aún fue mejor. Rodeado de los suyos, aclamado por las multitudes, en la orgullosa compañía de Loreto, que aquella jornada se mostraba más enamorada que nunca, fue sin duda el más feliz de su vida. De ahí lo patético de su destino: un año después era un maleante sospechoso de traición y encarcelado preventivo, y si se había librado de tan injusto destino fue gracias al hombre más providencial de su vida, se decía mientras elegía su mejor casaca. Quería estar bien para Sir Charles. Se lo debía desde Vitoria.