París, domingo 19 de marzo
No todos los liberales dejaban París. Uno de los más expuestos a sufrir la hospitalidad del Emperador era el escritor, filósofo y letrado Benjamin Constant.[95] Su otrora más que amiga Germaine de Staël insistió en que se uniese al grupo que pensaba cobijar en Coppet; le tenía convencido hasta comentar que Juliette no sería de la partida. Fue oírlo y renunciar. Tras eso Madame de Staël abandonaba París como si dirigiera una compañía circense repartida en varios carruajes; si de algo sabía era de organizar exilios, los cuales siempre se sabe qué día comienzan, pero jamás qué año acabarán. El que Constant permaneciera en París no sorprendía excesivamente a quienes más le conocían; asociaban el hecho a que la Récamier tampoco marchara. Sí les sorprendió que aquel día tan poco recomendable para emprenderla con el Ogro vieran en el Journal des Débats un editorial devastador, firmado por él, contra un revivido emperador que ya estaba en las puertas de París. El texto era una sucesión de andanadas viscerales, siendo la última la más truculenta: «He ansiado la libertad bajo formas diferentes. He visto que ha sido posible bajo la monarquía. He visto al rey unirse de nuevo a la nación. No iré, miserable tránsfuga, a columpiarme de un poder a otro, a cubrir la infamia mediante el sofisma y a balbucear palabras profanas para redimir una vida vergonzosa». Publicar semejante diatriba con Bonaparte a un día de marcha debía ser consecuencia de haber perdido el juicio, lo que quizá fuera lo que sucedía. Constant llevaba un año adorando de un modo perruno a la etérea Juliette, quien, con la sabiduría que sólo pueden otorgar veintidós años de seducir a todo el mundo le tenía cogido del ronzal, lo que se ponía de manifiesto cada vez que le recibía en su salon, último bastión del pensamiento liberal. De ahí que se murmurarse —incluso en los días más aciagos hay tiempo para cotillear— que su insensata toma de posición era fruto de un cálculo disparatado, en virtud del cual la divina Récamier —notoria enemiga de Bonaparte—, conmovida por su gallardía y con Chateaubriand lejos de allí, caería por fin en sus brazos. Fuera esa la razón o fuera cualquier otra, lo asombroso era que no saliera corriendo, a Coppet o adónde fuese. A cualquier sitio donde no llegara la muy larga mano de l’Empereur.
Benjamin Constant de Rebecque
Louis le Desirée tenía otras ideas: al anochecer, acompañado de un pequeño séquito, salió de Les Tuileries. Viajaba escoltado por una fuerza de caballería, oficialmente al mando del Duc d’Berry y en realidad al del Maréchal Marmont, Duc de Ragusa, de todos los mariscales creados por Napoleón el menos deseoso de verle. La primera intención de Louis, según comentaría Chateaubriand, era ganar Calais para desde ahí cruzar a Inglaterra, soñando con Hartwell, pero el Comte D’Artois —de talante tan ultrarreaccionario como el de sus hijos, el Duc y la Duchesse D’Angoulême y el Duc de Berry—, le convenció de ir a Gante, más cerca de Francia. París quedaba sin monarca y sin que hasta la tarde siguiente hubiese otro, pues el Corso no estaba lo bastante cerca. Los pocos que conservaban esperanzas de no tener que huir, empezando por los más despistados miembros del Conseil Privé —ni siquiera Blacas tenía idea de que su rey hubiera decidido marchar aquella noche—, al fin salían de dudas.
Maréchal Auguste Marmont, Duc de Raguse