París, viernes 11 de agosto

Si Gneisenau seguía tan de cerca la Festungskrieg era por su deseo de facilitar a Hardenberg buenas bazas negociadoras, que siempre son las basadas en la fuerza. Era un firme partidario del ataque preventivo y del hecho consumado, y aunque su país estuviera en manos de pusilánimes no cejaba en su empeño de fortalecerles. Si algo iría bien para crecer a costa de Francia era ocupar sus territorios, y si las negociaciones ulteriores les forzasen a desalojarlos que fuese a cambio de algo; cuando no hay que marcharse de ningún sitio porque no se ha puesto allí la bota, no es posible reclamar una compensación a cambio de hacerlo, y su propósito era conseguir para Prusia la mejor de las posibles, por inútiles que fueran su rey y su gobierno. Su preocupación inmediata seguía siendo la ciudadela de Mézières; Charleville ya se había rendido, pero las fuerzas parapetadas en la primera contaban con suficientes suministros como para resistir indefinidamente. El Prinz August la machacaba sin piedad, pero Lemoine resistía con inconcebible obstinación. Él no creía que pretendiera regalar a la historia una nueva Masada; sólo querría dejar pasar los días hasta que se acordaran las condiciones de paz, en el entendimiento de que así conservaría para Francia la importantísima Mézières, con lo cual demostraba un criterio excelente, pues si él estuviera en su lugar haría eso mismo. Ahora, obstinación por obstinación la suya debía prevalecer; de ahí que ordenase al Prinz August ir al asalto sin preocuparse de las bajas; días antes se inclinaba por ahorrar vidas, pero el tiempo siempre acaba por marcar las prioridades. Influía también que Hake acababa de conseguir dos éxitos inesperados, la toma de Rocroi, intacta, y la de Philippeville, un tanto averiada pero en condiciones aceptables. A los soldados supervivientes los había despachado hacia el Loire, y no por caballerosidad hacia el enemigo valeroso, sino porque Dobschutz ya no podía dar de comer a más prisioneros. Con aquellas dos capturas Hake liberaba una buena porción de tropas. Nada impedía que las volcara en Mézières. También ayudaría el haber traspasado Bouillon al Prins Frederik; estando ya decidido que aquella parte de Francia sería del VKN, que fuera el imberbe aquel quien corriera con el coste de hacerse con ella. La última de las noticias incidía en lo mismo: el comandante de Longwy, Ducos, había enviado a París uno de sus oficiales, en demanda de instrucciones. En buena lógica Talleyrand le ordenaría capitular, de modo que tras hacerse con la fortaleza y dejar allí una pequeña guarnición podría liberar la fuerza de asalto, que además era prusiana y por tanto más expeditiva que la de mercenarios alemanes, y reforzar con ella el cerco de Givet-Charlemont, más cercano a Longwy que Mézières. Poco a poco, se decía estudiando el mapa, la situación se aclaraba. Si nada se torcía más de lo admisible, antes de dos meses, y por tanto antes de que concluyeran las negociaciones, las fortalezas serían suyas. Lo que Hardenberg consiguiera por devolverlas no sería su problema, pero que Dios se apiadase de su alma si gracias a ellas no conseguía quedarse con Alsace.

Wellington dedicaba su atención a lo que sucedía en París. Lo que más le inquietaba era el recién terminado consejo de guerra contra Charles de La Bédoyère. Su defensor, Constant, no hizo un gran trabajo, aunque no por incapacidad, sino porque no le dejaron. Álava, que junto a Somerset le acompañaba en el análisis, decía que, según había oído de la Récamier, a la que se dictara sentencia pensaba marchar al exilio, consciente de haber figurado en La Lista —debería también serlo de que si al final no se vio en ella fue gracias a él, se decía His Grace con bastante amargura—; la sentencia se sabría en pocos días, aunque Wellington no dudaba cuál sería; de ahí su firme intención de rehuir a Georgine de La Bédoyère, a la cual sólo le faltaba echar abajo de un patada la puerta de su despacho, tal era el empeño que ponía en hacerle intervenir y sin querer aceptar su firme resolución de no complicarse la vida por el idiota de su marido. Dado que aún estaba de muy buen ver, y que nadie pensaba quitarle un franco, mejor haría, sentenció sin especial frialdad, a la británica, si se preocupaba de ir buscando algún posible interesado en «proteger» a una viuda interesante.

La segunda novedad venía de Schwarzenberg: le pedía zapadores para desmontar los caballos de San Marcos, los que Bonaparte se trajo en 1797 para coronar el arco del Carrousel. Austria, por lo visto, quería sumarse a la política iniciada por Prusia y seguida por España de recuperar por las malas sus obras de arte. Debía ser contagioso, pues el Papa también se sumaba, si bien, y quizá por no poseer un ejército propio, prefería las buenas, sirviéndose como peticionario de un escultor, Canova, que se había ganado el pan, y más cosas, esculpiendo para los Bonaparte. Sucedía que las únicas obras de arte depositadas en el Louvre y aún pendientes de ser devueltas a sus propietarios eran las pontificias y el resto de las españolas. Vivant-Denon se había negado a retornar las primeras alegando que no habían llegado al Louvre como botín de guerra, sino a consecuencia de un tratado suscrito entre Francia y los Estados Pontificios. Si desde un punto de vista jurídico el argumento era incontestable, la realidad era que Su Santidad firmó el acuerdo deslumbrado por el brillo de miles de bayonetas francesas, de modo que la libertad de que gozara en el momento de bajarse lo que se bajaran los papas era, cuando menos, discutible. Pio VII, que defendía esa interpretación, prefería no servirse de la fuerza —la que alguien ejerciera por él—, pues bien sabido es que los Papas sólo bendicen la violencia cuando el Espíritu Santo considera que así debe ser. A eso se debió que despachase un representante tan de paz como Canova, el cual nada más llegar se postró ante Alexander, Franz y Friedrich-Wilhelm. Un proceder muy hábil, pues dio lugar a que los tres feldmarschalls (Wellington, Blücher y Schwarzenberg) instruyeran por escrito al gobernador Müffling para que rescatara las piezas reclamadas por Su Santidad y las confiase al embajador del VKN —el duque de la Toscana—, el cual se ocuparía de hacerlas llegar a Roma. Müffling, tras convencer al indignado Vivant-Denon de que sería mejor no desafiar a Jesucristo, cerca estuvo de poner un marco a la carta: pensaba, y con razón, que no habría otra donde hubieran firmado, al pie, los tres mariscales aliados presentes en París.

Pio VII, Papa de Roma

Lord Fitz-Roy, mientras Álava se concentraba en los periódicos ingleses, hizo saber a His Grace que los comandantes de las fortalezas de Bouchain, Lille y Douai, aún no atacadas por las fuerzas del Prins Frederik, se manifestaban a favor de Louis XVIII para después marchar hacia el Loire sin que Frederik, por una vez juicioso, lo impidiera. El chico, visto aquello, igual podría llegar a ser un príncipe de provecho. Lo demostraba, según supo a continuación, que había llegado a un acuerdo con el general Roy, el defensor de Valenciennes: la guarnición de la ciudad —la poca que sobrevivía— se dirigiría también a la orilla sur del Loire; Valenciennes quedaría en manos de la Guardia Nacional, liberando así a las fuerzas del VKN. Después pactó lo mismo con Bonnaire, comandante del Fort de Condé, que a esas horas ya estaría también de camino. La paz, cuando menos en el área de su responsabilidad, estaba cerca de alcanzarse, de modo que no dudó en manifestar su buen humor al escuchar de Lord Fitz-Roy un muy naval memorándum del Viscount Keith. En él daba cuenta de que Bonaparte había llegado a Torbay a bordo del HMS Bellerophon, que le había visitado para explicarle cuál sería su destino y que le vio tomárselo a muy mal, demostrando no ser consciente de su posición y de lo muy agradecido que debía estar a Inglaterra porque no se le colgara de una verga; los aires que se daba eran los de uno que piensa de sí mismo que sigue siendo el emperador de Francia, no un prisionero condenado a serlo de por vida. Debería dar gracias a Dios por ir a una isla de clima excelente y con un séquito que le riera las gracias, y no a la lóbrega mazmorra que merecía. En cualquier caso, y por mucho que protestara, hizo que fuese transferido con séquito y equipaje al HMS Northumberland; pese a su insistencia no le autorizó a bajar a tierra —le alarmaba la gran cantidad de curiosos que se acercaban a los dos barcos, a fin de cruzar palabras a bocina—, pretextando que sólo esperaba una inminente señal del Viscount Melville, First Lord of the Admiralty, para dar orden de aparejar. Añadía en un postscriptum que su común amigo el contraalmirante Cockburn, comandante del Northumberland, permanecería en Saint Helena un par de meses, en funciones de gobernador y carcelero de Bonaparte, hasta la llegada del designado por Lord Bathurst para esa función, el honorable Sir Hudson Lowe. Los interlocutores de Wellington sabían que rara vez prorrumpía en carcajadas; de ahí que les sorprendiera verle sujetarse la tripa para no estallar de risa. Sucedía, supieron a continuación, que la idea de confiar a Lowe aquella misión no nació en la cabeza de Bathurst, sino en la suya. Qué mayor venganza podría nadie tomarse sobre aquellos dos maleantes que condenar al uno al supremo aburrimiento de soportar la mezquina personalidad del otro, y a éste de facturarle al fin del mundo para mantenerle allí, lejos de la civilización, mientras Boney alentara. Se lo había sugerido en una de sus cartas, y aunque nunca hizo comentarios ahora veía que su pequeña maldad no cayó en saco roto. Algo más sereno añadió que sentía cierta pena por Boney. Por muy tirano que hubiera sido, no se le podían negar sus méritos intelectuales y su talla de gran general. Dejarle abandonado entre las garras de aquel carcelero infernal sería eso mismo, un anticipo del infierno. Despeñarle desde lo alto de un acantilado habría sido más caritativo, ya que, no le cabía duda, Lowe acabaría llevándole a la desesperación, si no al suicidio. En realidad, con aquel nombramiento no sabría él decir a quién se castigaba más, si a Bonaparte por el inmenso daño que había causado a la vieja Europa o a Lowe por haberse granjeado el desprecio y la enemistad de casi todos sus iguales. Ser el carcelero de Boney, en aquella isla infame perdida en el Atlántico, no dejaba de ser un destierro.

Una de las características de los buenos amigos es que deploran dar malas noticias. Álava guardaba silencio desde hacía unos minutos, esperando a que Wellington terminara su recorrido por los palacios de París, el noreste de Francia, el idílico Devon y la misteriosa Saint Helena. Sostenía entre sus manos el último ejemplar del muy amarillo Saint James’ Morning Chronicle; traía en primera página un titular escandaloso al que seguía un texto escrito con muy mala intención, tanta que a His Grace, pensaba él, se le quitarían por una temporada las ganas de reír a carcajadas.

—Creo que debería leer esto, Your Grace.

Minutos después Wellington seguía sentado en su sillón con la mirada perdida y murmurando de vez en cuando «jamás le toqué un pelo», mientras Lord Fitz-Roy, que se había hecho con el periodicucho, componía su mejor expresión inexpresiva mientras tomaba nota de la gran admiración por His Grace que mostraba el articulista; le definía como eterno y heroico vencedor en cualquier campaña que acometiera, se tratase de lo que se tratara y tuviera enfrente a quien tuviera enfrente, bien fuera un Napoleone di Buonaparte o una Lady Frances Webster-Wedderburn que, ocurrencias del destino, se hallaba por entonces a punto de dar a luz el que sin duda sería un precioso bebé al que no afearía en exceso una nariz de corte aguileño, en el caso de que Dios Nuestro Señor quisiera bendecirle con una. Contemplando la escena con prudente disimulo, en pie junto a una ventana y simulando examinar los otros periódicos, por si se hacían eco del encendido elogio, el general Álava se decía que a su buen amigo, aquella vez, le habían alcanzado bien por debajo de la línea de flotación.

Las obras en la embajada para devolverle un buen aspecto, el que reclamaba su no inminente ocupante Don Antonio María Dameto y Crespí de Valldaura, Grande de España, marqués de Bellpuig y de Anglesola, conde de Perelada y de Savallá, y vizconde de Rocabertí —sus blasones se remontaban al primer milenio, que así los describió Cevallos en un escrito que Álava prefirió tomarse como un «perdona, hombre, pero no he tenido más remedio»—, progresaban a buena velocidad, gracias a los esfuerzos y al buen dinero que había traído consigo un joven oficial de la Secretaría de Estado enviado desde Madrid, Agustín de Tavira y Acosta. Los días del general Álava como embajador provisional estaban contados —era el primero en reconocer su penosa inferioridad blasónica—, pero no tanto como para renunciar a tomar ciertas medidas, las cuales calculaba que no serían criticadas por el prodigioso Perelada cuando se dignase aparecer, lo que, intuía, no tendría lugar en tanto no concluyeran las negociaciones por el tratado de paz; Don Antonio, como buen Grande de España, poseía una bien ganada fama de ser en absoluto partidario de matarse a trabajar. Una de las tales fue habilitar una sala de buen tamaño y mejor luz para que trabajase allí un afamado retratista y restaurador, Ferreol Bonnemaison, que le había presentado Almenara. Cinco cuadros de Rafael[232] de los arrancados a Vivant-Denon estaban en tan mal estado que corrían riesgo de perderse, de modo que, sin esperar instrucciones, contrató a Bonnemaison para que los traspasase «de tabla a lienzo» y los dejara en condiciones de volver a España. De aplicarse su tarifa usual el coste no bajaría de cincuenta mil francos, si bien logró ajustarlo en treinta y seis mil. En realidad lo bajó algo más, aunque la última parte del descuento se sustanciaría en un retrato para su mujer que ya le pintaría el artista cuando buenamente pudieran, los dos.[233]

El Conde de Perelada. Reemplazó a Álava en su cargo de embajador interino en París al poco de conseguir éste los 12,5 millones

Había hecho colgar los dos primeros en la biblioteca, la cual iba recuperando su pasado esplendor. Los cuadros desaparecidos no regresarían, aunque a cambio, siquiera por un tiempo, en su lugar podía contemplarse una extraordinaria colección de Velázquez, Rafael, Ribera, Cano, Carreño, Coello, Mengs y los dos Herrera, el Viejo y el Mozo, así como del aún vivo Goya, dispuestos tan sabiamente —las habilidades necesarias para desplegar compañías por una línea de batalla servían para distribuir obras maestras por una pared en blanco— que los selectos invitados a maravillarse frente a ellas difícilmente sospecharían que su aparente desorden, así como el descuido en su colocación, eran el producto de un cuidadoso estudio de luces y de sombras. El primero que levantó sus cejas en gesto de asombro fue Wellington, acompañado de Lord Castlereagh, Sir George Murray y Lord Fitz-Roy Somerset, y tras ellos los contemplaron, en diferentes visitas, Gneisenau, Müffling, Thurn und Taxis, Von der Goltz, Razumovsky, Vincent y Pozzo. Unos se maravillaron más y otros menos, aunque todos coincidían en no haber sospechado que tras la descascarillada fachada de la embajada española se ocultaran estancias tan grandiosas y cuadros tan portentosos; resultaba muy alentador que la vieja y altiva España se alzara de las cenizas en que Bonaparte la dejó sumida y se asomase al mundo con aquella rara mezcla de grandeza y sencillez que Álava sabía imprimir a todo lo que hacía, unas palabras ciertamente sorprendentes procediendo de alguien tan sobrio como Gneisenau; igual Miniussir tenía razón cuando decía que ni de lejos era tan bárbaro como aparentaba.

Esa tarde recibirían dos nuevas visitas, también interesadas en apreciar los tesoros recuperados para España por el embajador y su interesante aide-de-camp. Aquel dudó un poquito antes de confirmar la invitación que Miniussir había realizado por su cuenta, pues de ningún modo quería ofrecer a personas de nacionalidad francesa la visión de obras de arte que hasta poco antes colgaban en las paredes del Louvre; saber que aquellas damas eran mitad rusas, mitad prusianas, no acababa de convencerle, pues una era francesa por matrimonio, aunque al final capituló, y tras regañar con poca suavidad a su cabizbajo aide-de-camp ordenó que se dispusiera un servicio de té no para una duquesa y una condesa, sino para dos reinas. En eso contaba con una suerte inmensa: el mayordomo de la embajada no habría desmerecido al servicio del II duque de Feria.

Las bellas artes rara vez despertaban en Álava otra cosa que una cortés indiferencia, pero apreciaba su inmenso valor como vehículo de representación, sobre todo de sí mismo. Habían pasado muchos años desde que descubriera la utilidad de un buen relato en relación a una obra de arte, preferiblemente un cuadro, ya que se prestaban muy bien a la oratoria intencionada, la que nunca se conforma con un único sentido. Sumado eso a su excelente memoria y a su buen francés, a menudo conseguía ganar la difícil atención de los que, como él, se sometían sin ganas, para no quedar mal, a la fastidiosa obligación de aparentar una exquisitez que ni sufrían ni les importaba lo más mínimo no haber sido bendecidos con ella. Como además tenía práctica —era la cuarta vez que repetía la función—, resultaba por demás natural que la duquesa de Sagan y la condesa de Périgord permanecieran pendientes de sus palabras, plantadas frente a una majestuosa Circuncisión de Zurbarán.

—Con todo mi respeto por lo religioso, me parece una bestialidad. Los judíos deberían preguntarse si les merece la pena conservar estas costumbres tan atroces. Buena parte de sus problemas vienen de ahí, de las cosas tan horribles que se hacen a ellos mismos.

Los tres se quedaron mirando a la duquesa, y en particular su hermana, que jamás dejaría de asombrarse ante su colosal desfachatez; más de una vez le había confiado que los caballeros descubiertos, por muy buenas razones, eran preferibles a los encapuchados.

—En España no quedan muchos, así que no podemos opinar —Miniussir asintió; agradecía que su jefe, quizá para compensar su empeño en monopolizar la conversación, tuviera la delicadeza de hablar en plural—, aunque tenemos entendido que las cosas en Centroeuropa no son fáciles para ellos.

—¿Fáciles? En Sagan tengo mil y pico, y les aseguro que me quitan el sueño. Son insustituibles, porque sin ellos no tendría herreros, ni maestros, ni boticarios, ni nada, en fin, que requiera un intelecto desarrollado, pero vivo en vilo por lo mucho que se les odia, y no por causas religiosas, el que sus ancestros se cargasen a Cristo y todas esas tonterías, sino por ser cuadrados en un mundo redondo. El día menos pensado mis campesinos les organizarán un pogrom, y las consecuencias serán funestas, porque los que sobrevivan se irán, y a ver de dónde saco yo católicos que sepan trabajar.

—¿Un qué? —Miniussir no se había podido contener; su adoración por la duquesa, que para el embajador era evidente, le hacía salirse del protocolo con más frecuencia de la recomendable.

—Un pogrom. Una palabra rusa, погром. Su significado se podría resumir en que una multitud incontrolada se vuelve loca de la noche a la mañana y la emprende contra quien sea. Los polacos, y no se olviden ustedes de que Silesia es mucho más polaca que checa o que prusiana, se parecen a los rusos en ser unos borregos para los asuntos religiosos. De ahí que a cualquier cura o a cualquier pope que sepa elegir el tono y las palabras no le cueste mayor esfuerzo conseguir que su rebaño se líe a degollar circuncidados. Me daría igual si no fuera porque las consecuencias económicas son lamentables para las grandes explotaciones agrarias, y Sagan es eso precisamente, ciento veinte mil hectáreas donde no hay más que frutales, pastos, vacas, ovejas y muzhiks. Y judíos, claro. Quiera Dios que a mis vasallen no les dé un amok y empiecen a cargárselos.

La duquesa, según remataba su helada disquisición —no daba la impresión de haber hablado de personas, se decía el petrificado embajador—, se desplazaba con levedad hasta detenerse frente a dos retratos de parecidas dimensiones. Uno, de Anton Mengs, era de la difunta Kaiserin Maria-Luisa de Borbón, la madre del Kaiser Franz. Otro, de Francisco de Goya, representaba una mujer de largo pelo negro, vestida de blanco y rojo, que para la duquesa y la condesa era una completa desconocida.

—Es la duquesa Cayetana de Alba. Ella y su marido fueron los principales mecenas del pintor.

La duquesa contemplaba los dos cuadros con evidente interés. Iba de uno a otro en un afán más quirúrgico que pictórico. Su hermana, mientras tanto, disimulaba con maestría un bostezo inoportuno. El influjo de Talleyrand sobre su personalidad, siquiera en asuntos de belleza pictórica, era tan irreparable que no dudaba en sostener —en privado— lo mismo que su tío, que la influencia del cantamañanismo y la papanatería en la crítica especializada de la época era tan colosal que de ningún modo convenía enfrentarse a sus apasionados practicantes, o al menos a ella no le convenía, porque Talleyrand, decididamente situado por encima del bien y del mal, no vacilaba en destrozar, con principesca suavidad, a todo pedante agrandado que le importunara demasiado.

—Miguel, usted dijo que Goya sigue pintando, ¿verdad? —el embajador asintió—. ¿Se dejaría seducir para venir a París? Es que no estoy segura de querer ir a Madrid sólo para que me haga una maravilla como esta —señalaba con el dedo a la otra duquesa—. ¿Le podría usted convencer?

—Sería una misión imposible. Nos conocemos, desde luego, y me debe algún cliente, pero a su edad, con lo sordo que se ha vuelto, dudo que le apetezca no ya viajar, sino salir de su casa.

Eran argumentos de peso, y la duquesa, tras valorarlos, no quiso insistir.

—Wellington me dijo una vez que había posado para él, en Madrid, y que le hizo tres o cuatro retratos. Me costó creer que alguien tan impaciente como él resistiera tanto tiempo sin hacer nada.

—Sólo posó una hora, y además no estuvo quieto, porque al tiempo despachaba con un oficial médico un asunto de trasladar heridos a retaguardia. Goya, indiferente a todo eso, se concentraba en captar sus facciones; las encontraba muy difíciles, o eso me dijo después.

—Tengo entendido que no quedó muy satisfecho. ¿Es así? Ahora era la condesa, que se relevaba en el tiro con su hermana la duquesa.

—Él prefiere a los retratistas que se preocupan de mejorar el modelo. Al hambre nadie le sale feo —la duquesa, divertida, sonrió, aunque sin explicar que no siempre se conseguía; ella, sin ir más lejos, tenía muy malas experiencias—, pero Goya es distinto. Él pretende captar la personalidad del retratado. De ahí que su imagen de Wellington tras vencer en Salamanca no se parece, ni de lejos, a los cuadros que le hacen Lawrence, Dawe y otros cuantos más.

—Pues a esta señora la pintó guapísima. Ya quisiera yo dar con alguien que me retratase así. Debe ser una maldición, porque todos me sacan siempre como un verdadero mamarracho.

Miniussir, todo galantería, quiso protestar, pero una helada mirada del embajador le disuadió. La duquesa, por su parte, se había extendido en una detallada explicación de sus encontronazos con Grassi, la Kauffmann, David, Ingress, Lawrence, Isabey, Gérard y Ender, entre otros.

—Grassi no lo hizo tan mal; quedaste mucho mejor que Pauline y que Jeannette.

—Para un estilo tan arcaico como el suyo, no, cierto, pero no me reconozco en ninguno de los que me hizo. Pintó una especie de angelote de Van Eyck, de nariz perfecta, y la mía es como es. Lo que necesito es alguien como Goya; igual me tiene que preparar un viaje a Madrid, don Miguel.

El embajador asintió, aunque sin comprometerse. Su información sobre la Zahánská decía que cambiaba de opinión seis o siete veces cada día. Demasiadas para escribir a Goya. La duquesa, por su parte, reemprendía su recorrido, para detenerse ante una preciosa Magdalena de Ribera.

—Alguna vez he pensado en cómo se debió sentir esta chica cuando andaba detrás de Jesucristo. Enamorarse de un dios debe ser complicado, ¿verdad?

No lo había dicho con carácter general, sino tras clavar la mirada en un descolocado Miniussir. Al embajador le parecía estar asistiendo a un concierto donde sonaba una melodía que no le llegaba. Lo que había llevado allí a la duquesa no era ver cuadros magníficos. Sólo podía ser el deseo natural de visitar la guarida de la presa. Todo lo demás, él incluido, era simple coreografía. En los teatros de París, decía Müffling, era imposible hallar un asiento; Álava le daba la razón mientras esperaba en el palco de Germaine de Staël, entre Juliette de Récamier y Aurora de Marassé, que comenzara el Tartuffe. Aprovechando que las bellezas se habían enfrascado en sendas conversaciones con terceros, dejaba correr la mirada sobre los palcos contrarios. No le sorprendió ver a Wellington y Castlereagh en el de Lord Stewart, ni a Talleyrand y su sobrina en el de Pasquier, pero sí un poquito vislumbrar a Miniussir en el de la duquesa de Sagan, junto a una jovencita que debía de ser la muy comentada Emilie von Gerschau, hija en adopción de la duquesa y que muchos tenían por suya propia, fruto de alguna inoportuna maladie de neuf mois. Era evidente que Miniussir progresaba de un modo espectacular. A la duquesa, Wellington dixit, los hombres jóvenes y guapos le gustaban mucho, al punto que no había ganado por nada su título de «Kleopatra von Kurland». Todo indicaba que su joven consejero no tardaría en unirse a la cofradía. Una excelente oportunidad si sus gestiones, de las que no le había dicho nada, tenían éxito y le caía un buen destino, en Viena. Por mucha envidia que le diera, el chaval lo merecía. Dios quisiera que, por una vez, Cevallos le hiciera caso.

Álava en Waterloo
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