París y alrededores, viernes 30 de junio
Apenas pasaba de medianoche cuando una patrulla del 8.º de Húsares, tras haber cruzado el Sena en varias barcazas, llegó a la Malmaison. En el edificio principal no se veía luz, ni había centinelas ni carruajes; nada, en general, hacía sospechar que allí hubiese un Napoleón. El pabellón de los guardeses sí estaba iluminado, y allá se dirigió el teniente Rolf von Tiesenhausen para preguntar «a la prusiana». Una vez los habitantes consiguieron sujetar su pánico se hizo claro para el joven oficial que l’Empereur se les había escapado por seis horas. Un disgusto, aunque nadie tenía la culpa, y menos los aterrados guardeses, los cuales, cuando las dos docenas de jinetes marcharon sin violar a las mujeres, fusilar a los hombres o comerse a los niños, se quedaron muy aliviados. Colomb, una vez puesto al día, viró hacia Saint-Germain, donde recordaba un puente de piedra; un militar no prusiano habría regresado a sus posiciones de partida, pero el Principio de Libertad de Acción era muy querido por los oficiales jóvenes, encantados de saber que su buen juicio se alentaba y valoraba. En Saint-German estaba la escuela de caballería, por lo que había riesgo de que conservara su guarnición y plantase cara, pero Colomb era optimista, de modo que, nada más llegar, se lanzó contra el puente sin pensárselo dos veces. Le animaban unas recientes palabras de Bülow, preocupado por encontrar un paso de suficiente amplitud por donde la masa del Niederrheinarmee pudiese ganar el oeste de París. El puente de Saint-Germain sería ese paso y lo tomaría él, se decía según lo alcanzaba con sus tres escuadrones. Lo encontró mal defendido, apenas sesenta hombres que además no estaban en alerta, sino preparándolo para volarlo. Cogidos por sorpresa, indefensos contra una horda de húsares surgidos de la nada y lanzados al galope, apenas opusieron resistencia. Ésa era la parte fácil, se decía Colomb tras haber despachado varios mensajeros a Bülow dándole cuenta de la importante novedad. La difícil, mucho lo temía, no tardaría en llegar, pues los franceses supervivientes, que habían huido a la carrera, regresarían acompañados. Era, pues, momento de parapetarse para luego defenderse como si fueran infantería. Vivirían horas de angustia, pero el premio merecía la pena.
Bülow supo de aquello cuarenta minutos después. En el acto envió un mensaje a Gneisenau informándole de la novedad; tras eso desvió hacia Saint-Germain la brigada que marchaba en cabeza. Lo alcanzaría dos horas después, para gran alegría de Colomb y de sus aprensivos húsares, a los que parecía mentira que llegase antes la 15.ª Brigada que los infantes franceses. A Bülow, que no tardó en unírseles, los vítores de su gente le dejaron tan frío como siempre; sólo le importaba que tras cruzar aquel puente se vería en la orilla izquierda del Sena para desde ahí lanzarse sobre las defensas interiores de París, y una vez las aplastasen tomarían la ciudad con el mismo talante con que Bonaparte tomó Berlín en octubre de 1806. Sus otras brigadas marchaban sobre Aubervilliers —veinte kilómetros al Este de Saint-Germain—; allí les aguardaba un fuerte contingente francés, bajo el mando de Davout en persona. El Generalmajor Friedrich-Wilhelm von Funck, que mandaba la 14.ª Brigada, prefirió detenerse a la espera de órdenes; tarde o temprano se las tendrían que ver con una posición fuerte, de modo que más valía ser cauto. Bülow, cuando lo supo, estuvo de acuerdo; Aubervilliers habría sido un objetivo estratégico de no haberse tomado el puente de Saint-Germain, pero ahora sólo era cuestión de traspasárselo a Wellington. Los intereses del Niederrheinarmee ya no estaban allí.
Müffling acababa de dirigir a Gneisenau una sugerencia de Wellington, basada en que sus pontones habían llegado tras desmontarlos del Somme; dado que Davout habría volado todos los puentes entre París y Limay, el mejor lugar para cruzar el Sena sobre dichos pontones sería los bajíos de Poissy, un punto situado 25 kilómetros al oeste de París pero al que sólo se podía llegar tras rodear el gran meandro por Conflans-Sainte Honorine, lo que significaba día y medio de camino desde donde se hallaban. Al Niederrheinarmee le resultaría imposible cruzar el Sena, pues carecía de pontones, así que sugería cambiar de objetivos: el ejército prusiano caería sobre París por el norte y el Army of the Low Countries cruzaría el Sena por Poissy y atacaría por el oeste. Wellington le había entregado el sobre sin cerrarlo, pidiéndole que leyera su contenido y le diera su opinión; él prefirió no decir nada, como tampoco pensaba formular comentario alguno en el improbable caso de que Gneisenau se lo pidiera, no fuese a pensar que secundaba la proposición de His Grace. Si Wellington estuviera en lo cierto y ya no hubiera puentes su punto de vista sería incontestable, pero intuía que no podía ser así. Gneisenau no se habría lanzado por aquella senda sin estar seguro de poder cruzar el Sena.
Hora y media después recibió la respuesta de Gneisenau, también abierta. Informaba en tono profesional que su 8.º de Húsares había tomado los puentes de Saint-Germain y Maisons-Laffitte —la 15.ª Brigada fue quien se hizo con el último, pero Gneisenau quería simplificar—. La posición se consolidó poco después, tras desplegar en uno los regimientos 3.º y 4.º de infantería landwehr y en el otro el 18.º regular, de modo que a esas horas —aún faltaba para el mediodía— se contaba con un fuerte perímetro de seguridad, con caballería y artillería, en la ribera izquierda del Sena. Según las órdenes que dio nada más ser informado, el III Armeekorps lo cruzaría por Saint-Germain y el I por Maisons-Laffitte. Las tres últimas brigadas del IV les seguirían una vez fueran relevadas en Aubervilliers por el Army of the Low Countries. Tras eso, en un segundo párrafo, exponía que la propuesta de His Grace sería excelente si en verdad no hubiera puentes, pero el caso era que los había, y no uno sino dos. No veía razón para retrasar las operaciones durante los cuatro días que necesitaría el Army of the Low Countries para cruzar el Sena por Poissy. Mejor sería que a la mañana siguiente, con el I y el III al otro lado del Sena, el Niederrheinarmee marchara sobre Saint-Cloud. Una vez lo tomara, y si a His Grace le pareciese oportuno, sus pontoneros podrían hacer su trabajo en Argenteuil, protegidos por el Niederrheinarmee, y de paso reparar los puentes de Bezons y Chatou, de modo que así el Army of the Low Countries pudiera cruzar el Sena en condiciones de plena seguridad. Müffling no pudo por menos que sonreír. Gneisenau sería un hijo de la gran puta, pero a Wellington le tenía bien tomadas las medidas. Con aquella carta le presentaba un fait accomplit contra el que nada podría decir. Le gustase o no a His Grace, Blücher entraría el primero en París.
El I Armeekorps había marchado todo el día sin ser molestado. A la caída de la tarde acampó entre Le Blanc-Mesnil y Aulnay, 35 kilómetros al este de Maisons-Laffitte, para descansar un par de horas. El III, que marchaba en su estela, se quedó en Dammartin-en-Goële, con los mismos planes y con su caballería destacada en Le Petit Tremblay. Parecía que los franceses renunciaban a presentar batalla fuera de París. No era una buena noticia, pensaba un Clausewitz que regresaba de hablar con Gneisenau. Tomar al asalto una gran ciudad que se defiende casa por casa es muy costoso, y más si se suma la chusma ciudadana, como en Zaragoza. París acabaría destruida, pero el Niederrheinarmee, incluso venciendo, quedaría despedazado. Todo lo que se pudiera negociar, e incluso conceder, a fin de que los franceses la entregaran sin lucha, sería bueno para Prusia, o así lo veía él, consciente de que su amigo y superior rara vez no tenía en cuenta sus ideas. En general así era, pero aquella noche Gneisenau venteaba la victoria y no estaba para consejos; a eso se debía que presionase al I y al III más allá de lo razonable —Miniussir lo anotaba en triestino, por si alguien cotilleaba sus papeles—; París estaba tan cerca que de ningún modo aceptaría el encontrar en la Place Vendôme, cuando llegara, una Union Jack en lo alto de la columna fundida con los cañones de Austerlitz. De ahí su incansable actividad; aquella noche, sin ir más lejos, no la pasaría en el château de Gonesse, como el fatigado Blücher, sino cabalgando con Zieten. Quería estar con él a las diez de la mañana frente al puente de Maisons-Laffitte, lo que significaba recorrer 35 kilómetros en doce horas, más de la mitad a la luz de las antorchas. Por elevada que fuera la moral del I, y grandes su orgullo y su entusiasmo, sería inevitable que un buen número de soldados se quedaran atrás, incapaces de dar un paso más. No serían desertores; sólo pobres desgraciados que ya no podían ni con su alma. No importaba, comentaba con Zieten y Reiche, que cabalgaban junto a él: aún quedarían suficientes para tomar París.
Las vanguardias del Army of the Low Countries habían llegado a Vaudherland, cerca de Gonesse, donde Blücher tenía su hauptquartier. Wellington prefirió quedarse más lejos, en Louvres. Cenó a solas con Álava, revisando los últimos mensajes —lo único que le hizo levantar una ceja fue saber que Louis XVIII se había establecido en Roye, cerca de Compiègne; a su modo, aceleraba—, pero un tanto distraído, pues aquella noche vendría Macirone; le preocupaba qué pudiera traer, aunque aún más lo que diría él, pues la situación corría peligro, visto el talante de Blücher, de volverse incontrolable. A Inglaterra no le convenía que París fuese arrasada y sus habitantes masacrados, y si para evitarlo era necesario retorcer unos cuantos brazos, lo haría. El primero sería el de Fouché a través de Macirone; le haría saber que las probabilidades de que aquello acabase muy mal crecían por momentos, y que, le gustase o no, lo hubiera o no planeado así, no le quedaba otra que arrancar del Corps Législatif la proclamación de Louis XVIII como rey de Francia, pues no sería posible pactar un armisticio conveniente para todos, empezando por el propio Fouché, bajo ninguna otra condición. Dado que Louis también estaba cerca de París sería juicioso que le hiciera llegar la buena voluntad de su Directorio y del Corps Législatif antes de que Blücher lo volviera imposible.
Davout, Exelmans, Drouet, Vandamme y quince generales más habían firmado en La Villette un violento manifiesto redactado por Philibert Fressinet, chef d’état major de Davout, en franca oposición al regreso de Louis XVIII e invitando al pueblo a emprender una guerra nacional contra los invasores, pues su objetivo era imponerles otra vez a quienes les habían llevado al desastre que vivían. No se declaraban bonapartistas; sólo se oponían a un rey que rechazaban de plano, y que de llegar al trono lo haría, como quince meses antes, aupado en bayonetas prusianas, británicas, austríacas y rusas. Aquello, se decía Davout presa del más negro pesimismo, era un quemar las naves al estilo de Guillaume le Conquérant, aunque sin sentido; él veía imposible que los indolentes ciudadanos se alzaran contra nadie pese a los devastadores motivos que daban los prusianos, aunque bien podría suceder que las potencias, si llegaran a pensar que reimponer a L’Inévitable sería causa de una guerra sin fin, «a la española», estudiaran otras opciones. Él, por ejemplo, estaría encantado de jurar fidelidad a Louis-Philippe, tan Bourbon como Louis y como lo fue su padre, Philippe Égalité. Dios quisiera que los aliados no fueran tan miopes como para no ver que sentar en Les Tuileries al denostado Louis XVIII sería como arrojar aceite sobre unas aguas encrespadas. De ahí venía que firmara el último, sin ganas, por simple solidaridad con sus conmilitones. A continuación, y preguntándose si no habría firmado su sentencia de muerte, guardó el papel en un gran sobre, sin doblarlo, y lo envió al Corps Législatif. Más tarde, ya en su despacho, preparó una carta para Wellington y otra para Blücher, las cuales les haría llegar con sendos oficiales. No tendrían poder para negociar, no fuese a suceder como con Sénécal; su misión sería entregar los escritos, esperar respuesta y regresar. En ellas anunciaba el armisticio alcanzado un par de días antes entre Suchet y Frimont, el cual partió de un principio lógico: al desaparecer Napoleón, único inductor de la guerra, no estaba justificado proseguirla. Tras eso no le quedaba nada por hacer, salvo marchar a la línea de fuego. Si se acordase de cómo se hacía, también rezaría; pero a esas alturas de su vida no recordaba ni el padrenuestro.