3

La lluvia azotaba rabiosamente el cristal de la ventana. Caía con furia, sesgada. De vez en cuando, un relámpago cárdeno iluminaba el depósito de cadáveres. Lo amorataba durante una fracción de segundo. María Dolores se quedaba entonces alerta, esperando el trueno, un estruendo profundo que traía a su memoria el tronar de los cañones.

Miraba la silueta del cuerpo del hijo amortajado sobre una mesa impersonal forrada de un plástico terroso y agrietado. Miraba el ventano hexagonal, enrejado, la desolación de ja mal iluminada pieza, de techo bajo y paredes desnudas mal revocadas. Pensó que tenía ante sí toda su historia: el recuerdo del hombre que amó frenéticamente bajo la lluvia de metralla y el cadáver del fruto de aquel enloquecimiento. En aquellos momentos hubiera deseado creer en Dios, pero le resultaba imposible. Cientos, miles de años antes, habría existido una mujer vieja y sola como ella. Una mujer que lloraba lágrimas secas junto al hijo que le habían matado injustamente, mientras la lluvia azotaba insensiblemente la ventana. El ser humano, se decía María Dolores, vivía igual que una res. Paciendo hasta que moría o la sacrificaban. Esa vulgar insensatez era todo.

Atribuyó la sequedad de boca al calmante que le había dado no recordaba quién. Volvió a formularse las mismas preguntas. ¿Por qué habían matado a su hijo? ¿En nombre de qué principios? ¿De quién? ¿Podría soportar, a su edad, la mutilación? Emitió un débil quejido, una especie de gañido de animal que acababa de descubrir la existencia de la muerte en la vida que se le escapa por la herida.

La enfermera que entró en aquel instante, joven y esbelta, dejó sobre la falda de María Dolores unos cuantos claveles rojos y el sobrante del cambio.

—Aquí tiene, señora —murmuró—. Es lo mejor que he encontrado. ¿Quiere que las ponga yo?

María Dolores sonrió.

—No, no. De ninguna manera. Gracias, hija. Lo que sí puedes hacer es darme la mano. Este sillón es muy bajito.

Se levantó trabajosamente y las monedas saltaron cantarinas en el enlosado. Como no se sentía las piernas, avanzó despacio hacia la mesa donde yacía el difunto. Depositó el ramo sobre su pecho y volvió a gemir.

—¿Quiere que le traiga una tila? Le haría bien.

La voz de la enfermera parecía resonar dentro del cráneo de María Dolores y muy lejos. Infinitamente lejos. Se disponía a darle las gracias cuando se abrió uno de los batientes de la puerta de entrada y apareció Carlos Acosta. Le acompañaba un policía de paisano.

—El señor Acosta desea verla —dijo el recién llegado con fría corrección—. Como verá, nos hemos puesto al habla con él en seguida. Y ahora, si no desea nada de mí, permita que me retire.

Cuando hubo salido el agente, precedido de la enfermera, María Dolores se irguió. Querría borrar de su persona la menor señal de derrota.

Alta, todavía esbelta, su figura emanaba dignidad cuando retiró hasta el pecho la sábana que cubría el cadáver del hijo.

Luego dijo con voz firme:

—Cuando fui a visitarte al Gobierno Civil de Málaga, no quisiste ver a tu sobrino. Es más, cometiste la indignidad de negarte a admitir que fuera el hijo de tu hermano Juan. Ahora que está muerto te llamo para que lo veas. Quiero que veas a tu propio hermano asesinado por tus guardias. Acércate, hombre.

Oírlos avanzó hacia la mesa. Como si el tiempo no hubiera pasado, estaba viendo a su hermano mayor en los rasgos del sobrino. Era un calco, una réplica exacta. Pero su orgullo se negaba a doblegarse ante aquella mujer, por lo que se limitó a preguntar:

—¿Eso es todo?

María Dolores cubrió la cabeza de su hijo y clavó sus ojos en los de Carlos.

—Eso es todo. Eso, y que me des el teléfono de tu hermano Alejandro. Necesito hablar con él.

Mientras anotaba el teléfono, Carlos dijo que sentía lo sucedido. Y añadió con frialdad:

—Lo que no admito de ningún modo es que tu hijo sea mi sobrino. Podrá ser el fruto de unos amoríos de Juan. No lo sé. Ni me importa. Pero entre tú y él no ha existido nunca un vínculo legal. Ni religioso.

Había alargado la mano con el papel.

—Otra cosa —dijo—. No te mezcles con los míos. Si quieres decirle a mí hermano lo que ha pasado, puedes hacerlo. Pero déjalo estar. Déjanos tranquilos. ¿Está claro?

Mientras se abotonaba nerviosamente la gabardina concluyó:

—De todas formas, estoy dispuesto a acompañar a tu hijo al cementerio. No deja de ser una obra de caridad.

María Dolores replicó que agradecía la atención, pero que no la aceptaba.

—Puedes guardarte tu caridad para la gente de tu estilo. Y ahora vete. Nos molestas. Nos ofendes a los dos.

Carlos dio media vuelta. Mientras caminaba hacia la puerta la ira hacía temblar los músculos de su cuello.

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