18
—Lo de Coca se veía venir. No se puede descapitalizar un Banco a través de unas sociedades privadas. Están los accionistas. Está el prestigio personal. Un banquero tiene que ir siempre con pies de plomo. Ahora que «Banesto» absorbe al «Coca» veremos qué pasa. Sainz de Vicuña es amigo personal de Ignacio. Le ha hecho muchos favores. Pero en la vida todo tiene un límite. Aceptar un fallido de treinta mil millones no es ninguna bicoca.
Torroellas sonrió.
—Aunque la palabreja rime con Coca —dijo después llevándose a los labios la copa de Bourbon.
Se habían sentado en el saloncito-bar al que pasaron después de la cena. La pieza, no muy grande, estaba amueblada con varios sillones y banquetas de cuero puestos en torno a unas mesas bajas de madera de roble. A la izquierda se veía un pequeño bar con mostrador a juego con el maderaje de las paredes. Unos grabados ingleses del siglo XIX representando airosos veleros decoraban la estancia. La iluminaban discretamente unos apliques dorados y, al fondo, en el espacio libre que dejaba el balcón con una pequeña librería, un farol de popa antiguo. Lo mejor, con todo, era el parqué, taraceado con motivos vegetales policromos.
Sofía escuchaba con atención las palabras de Torroellas. No por lo que decían en sí, sino porque desde el primer momento le había gustado su voz, unas veces ligeramente enronquecida y otras suave, casi aterciopelada, según las inflexiones que la matizaban.
La acompañaban Luis Alfonso y Raquel, que se habían sentado uno a cada lado. Enfrente de ellos había un matrimonio de mediana edad y, en otra mesa más alejada, dialogaban unos jóvenes. De pie junto al mostrador, el barón de Quatrefons charlaba amistosamente con el camarero que atendía el bar. Tenía delante un vaso mediado de güisqui.
Hablaron de todo. Del giro que imprimía a la Iglesia el nuevo Papa, del asesinato en Madrid del magistrado Mateu y de cómo la extrema derecha trataba de capitalizarlo, del incidente ocurrido en Cartagena entre Gutiérrez Mellado y el general Atares. Cuando se tocó el tema del progresivo deterioro moral en que estaba cayendo el país, Luis Alfonso se refirió a la oleada de erotismo que les invadía.
—No es que uno sea un mojigato —dijo—, pero lo cierto es que esto empieza a preocupar. Yo ya no sé por dónde tirar cuando salgo a la calle con los crios.
Se volvió a su mujer.
—A ti no sé si te lo he contado. El otro día —dijo dirigiéndose a los demás— mi hijo menor, que tiene nueve años, se queda mirando la portada de una de esas revistas y me dice: «¡Papá, mira qué tetas tiene esa señora! Son más grandes que las de Antonia.» Antonia es la chica que tenemos. Opulenta ella. Desbordante.
El señor de mediana edad que lo escuchaba, y que resultó ser un alto cargo del «Banco de Santander», sonrió comprensivo.
—Eso pasará —dijo—. Ya no va a tardar mucho. Me han asegurado que hay por
ahí una película en catalán, L'Orgia, que reproduce una bacanal. Van todos desnudos. Y cada cual hace lo que quiere con su pareja. Que, además, no es siempre la misma. Pues eso, cosas así, cerrará el ciclo.
La señora se llevó los dedos a la frente y exclamó:
—¡Qué horror!
Torroellas atribuyó tales espectáculos al vado de poder que había en d Gobierno.
—Si desde arriba no se presiona para que los Gobernadores Civiles se pongan en su sitio, no se atajará el mal. Yo estoy de acuerdo en la libertad de expresión. Pero siempre que no se produzca escándalo público. Y eso es lo que habría que matizar convenientemente en las leyes que se deriven de la Constitución.
Se encogió de hombros.
—Mientras, no hay más remedio que soportar estoicamente d mal. Como se soporta un dolor de cabeza.
—Pero para el dolor de cabeza hay aspirinas —rió Sofía.
Torroellas la miró con fijeza y ella enrojeció.
De vez en cuando entraba un invitado y saludaba. Eran personas que no habían podido asistir a la cena, o invitadas a tomar café, y se quedaban un rato. Sofía le dio con d codo a su hermana cuando Torroellas se levantó para saludar a un hombre todavía joven que se había separado del grupo que le acompañaba en la rotonda.
—¿Dónde he visto yo esa cara?
—Es Ferrer Salat. Ha tenido una reunión con gente de Madrid y no ha podido venir.
Apenas acabado de sentar, Torroellas se levantó de nuevo para saludar a un joven de facciones angulosas y aspecto retraído.
—Es Cruyft —murmuró Raquel—. Los periódicos dicen que anda en apuros. Que debe varios millones a Hacienda.
Sofía tomó un pequeño sorbo de anissette, servido en una coctelera llena de hielo machacado, y lo paladeó lentamente. Le ardía la cara y empezaba a sudar. Se levantó para ir al tocador. En la puerta casi se dio de bruces con Torrellas, que aprovechó el momento para disculpar la torpeza del barón de Quatrefons.
—Ha sido un lamentable equívoco —dijo—. Y no sé quién es d responsable. Este Caries es una gran persona. Y un lince para los negocios. Pero en cuanto se toma un par de copas nene que tocar ropa femenina. Ya me entiende.
Sofía parpadeó.
—Lo que no comprendo es por qué dice usted que ha sido un equívoco.
—Voy a serle franco —dijo un poco nervioso—. Al barón suelen sentarle al lado, en la mesa, señoritas agraciadas, digamos que de confianza. Aunque nunca pasa de ahí, de palpar faldas, lo hace siempre. Si le hubieran puesto a su lado a la reina Isabel de Inglaterra lo habría hecho igual. ¿Me comprende ahora?
—No del todo.
—Yo sabía lo que iba a ocurrir con usted. Por eso vigilaba al barón. Cuando vi la cara de pasmo que ponía usted, le dije a Caries que aplaudiera. Era la única forma de que sacara la mano de debajo de la mesa. Supongo que sabrá perdonarme. ¿Puedo confiar en que lo hará?
—Por supuesto.
Torroellas ladeó la cabeza. Había entornado los ojos.
—Y puesta a perdonar, ¿podría perdonarme si le digo que es usted la mujer más hermosa, y la más interesante, que he visto en los últimos años?
—¿Perdonárselo? En todo caso, agradecérselo.
Sofía sonrió un poco turbada e inclinó la cabeza antes de seguir su camino hada d tocador.