13

El doce de octubre, festividad del Pilar, Beatriz abrazó a su prima Laura en el pequeño recibidor. Exclamó:

—¡Chica, qué alegría! Su prima sonrió.

—Es que hoy Alfonso tiene una reunión en d palacio Arzobispal y no volverá hasta la tarde. Yo he pensado invitarme a comer con vosotros. No te sabrá mal. —Qué cosas tienes. Pasa.

Laura era menuda. Tenía la tez verdosa y conservaba el pelo negro, peinado hacia atrás, muy tirante, y recogido en una castaña bajo la nuca. Sus ojos, negros y vivaces, parecían interrogar constantemente. Rebasaba el medio siglo y seguía soltera, al servicio de su hermano único, mayor que ella, que regentaba una parroquia en El Grao. Llevaba un vestido de sarga negra confeccionado por ella misma y calzaba zapatos de medio tacón, negros también, con las punteras despellejadas.

En el comedor, depositó un beso húmedo en la frente de cada uno de sus sobrinos.

—¿Ya tenéis misa? —preguntó después.

Añadió sin esperar respuesta que ella había recibido en d camarín de la Virgen.

—Estaba así, de bote en bote. Pata que luego digan los republicanotes que en España se ha perdido la fe.

Del interior de la bolsa negra de pana que traía extrajo dos paquetes y un misterioso rollo de papel satinado.

—Son judías. De las de careta. Y cacahuetes para los chicos. Nos lo regalan. A Alfonso, claro.

Desenrolló el papel.

—Y esto es un calendario. Nuestra Señora de Fátima. Está comprado en el mismo santuario. Fijaos en la dulzura que hay en los ojos de la Virgen.

Beatriz buscó el lugar adecuado para el calendario.

Mientras Marta espumeaba la sopa del cocido, Laura hizo alguna confidencia a su prima.

—La cosa está mal.

—¿Tú crees?

—Requetemal. Mira, hoy mismo se han reunido los párrocos en una dependencia del palacio Arzobispal. Compréndelo. No es que tengan nada contra el Arzobispo, que es un santo. Es que necesitan garantías.

Beatriz la miró alarmada.

—¿Garantías?

—Sí, hija. Más de uno está amenazado de muerte. Como a los republicanos nadie les llama la atención, pues hacen lo que les viene en gana.

Se secó las pequeñas gotas de sudor de la frente con un pañuelo arrugado y sucio que sacó de la bocamanga.

—Yo estoy enferma. Mira, hoy mismo, sin ir más lejos, esta mañana, han pisoteado el retrato del Rey en un cuartel de la Alameda. ¿Quieres más?

—¡Qué brutos!

—Y a nosotros nos han apedreado la casa. ¡La casa abadía! Que es un lugar sagrado. Sí, chica, dos veces en menos de un mes. Lo que dice Alfonso es que hay un gran vacío de autoridad. Hacen la barrabasada y al día siguiente se ríen en tus narices porque los jueces los sueltan en seguida.

—¿Y el Gobierno en qué piensa?

Laura suspiró.

—No sé, hija, no sé.

Menos Marta, que había sido invitada a última hora a comer en casa de los León, se reunieron en la mesa todos los Acosta. Carlos comió de prisa, porque Badía le esperaba para ir al cine. Juan, por su parte, salió de casa en seguida que tía Laura dio las gracias.

—Ése sí que me parece todo un hombre —dijo Laura.

Beatriz afirmó que no tenía queja de ninguno de sus hijos.

—Carlitos es un torbellino. Pero se le pasará. En cuanto a Marta...

Suspiró.

—¿Qué sucede con Marta? Siempre fue una buena chica.

—Y lo es. Pero las modas, ya sabes, a veces trastornan a los jóvenes.

Ahuecó la voz.

—Cuando salimos juntas, tengo la aprensión de que mira a los hombres. Eso nunca lo he hecho yo, Laura.

—¿Y ella qué dice?

—Se ríe. Dice que sería mucho peor que mirara a las mujeres.

Un silencio.

—Además, el otro día me pidió permiso para pintarse.

—¡Jesús, María, José! ¡No se lo consientas! Por ahí se empieza. Pintarse rita, como si fuera una de esas busconas.

—Colorete, claro. Aunque a veces le vea los labios no sé cómo. Y como ella se pina y, según dice, lo hacen todas, pues Marta no quiere ser menos.

Laura meneó la cabeza

—Tú no la pierdas de vista. Esto no es el pueblo, Beatriz. ¡Hay cada sinvergüenza por ahí! ¿Y ellas? Ellas están perdidas, con las modas que implantan los empecatados republicanos. O el demonio. O quien sea. ¿Y los bailes, Dios de los justos? Meneo por aquí, meneo por allá... Y no digamos del modo de vestirse. ¡De desnudarse diría yo! Yo te comprendo. Tal como están hoy las cosas, es muy difícil inculcar en las chicas el recato que nos enseñaron a nosotras. Todo está patas arriba. Porque las películas, ya me dirás. Con esas vampiresas fumando, enseñando hasta la partida de nacimiento, dando lecciones de seducción. ¡De porquería!

Laura escupió una salivilla blanca y espesa y se limpió las comisuras de los labios con las yemas de los dedos.

—Y los hombres no tienen toda la culpa. Ya lo dice el refrán: el hombre es fuego y la mujer estopa; viene el diablo y sopla. Y el diablo está en todas partes. Es el que inventa las modas esas tan indecentes. Porque ya me dirás qué son esas faldas un palmo por encima de la rodilla más que indecencia. El día que sopla el viento, como además las llevan así, sueltecitas, pues allá va. ¿Y los escotes? ¡Un asco! ¡Un verdadero asco! ¡Ah, y las hay que fuman! Sin recatarse de los demás. Delante de todo el mundo. En los escaparates se ven unas boquillas así de largas. Señoritas las llaman. Y cuestan una fortuna. Conque imagínate. Alfonso es el director espiritual de una familia estupenda. Dignísima. El padre tiene negocios con March. Un gran señor. Bueno, pues a la mayor de las hijas, la Rosarito, su madre le pilló en su cuarto una de esas boquillas. ¡No quieras imaginarte el disgusto! Porque, ¿qué se puede pensar de una mujer que fuma? Dime tú qué es lo que está pidiendo a gritos.

Siguió extendiéndose sobre el tema, aduciendo ejemplos concretos, sin fijarse en la mirada de espanto de su prima, que Je confió.

—A mí Marta me tiene muy preocupada. Dice que quiere valerse por sí misma.

—¡Ni pensarlo! Ella, a esperar un buen chico y a casarse. Aquí. En su casa. Con sus padres. Que el refrán es terminante: el buen paño en el arca se vende.

—Y lee.

—¡Jesús! ¿Qué lee tu hija?

—Periódicos. Libros. De todo. Claro que yo se los escondo. O los quema. Según. Hay cosas que sí le dejo. Por ejemplo, ahora está leyendo a Pereda. Al primer vuelo se titula. Amoríos, ya sabes.

—Pues ese Pereda es muy verde.

Laura agitó una mano exculpatoria.

—Claro que hay cada cosa por ahí. Desnudos. Novelitas pornográficas. Cosas de Elíseo Reclus. ¿Qué sé yo?

Quedaron en que si Marta insistía en pintarse intervendría Alfonso.

—Será lo mejor —exclamó Beatriz aliviada.

—Pero te advierto que mi hermano es muy duro. Sobre todo en lo de pintarse es intransigente. ¡No pasa por ahí!

—Lo sé. Y no me importa. Ten en cuenta que mis hijos se crían sin padre. De lo que les pueda pasar, soy yo la única responsable.

Recogía Laura sus cosas dispuesta a marcharse, cuando llamaron a la puerta. Beatriz se disculpó. Dijo que estaba aún sin servicio y que la ayuda de la portera resultaba insuficiente.

—Pero yo quiero una chica de confianza. Me asusta meterme en casa a una desconocida. Tengo los chicos.

Se dirigieron hacia la puerta, donde se les unió Tito. La persona que llamaba era

María José, la vecina de enfrente, a quien acompañaba una jovencita rubia y espigada.

Beatriz las hizo pasar. Presentó a su prima, que se disculpó con María José por tenerse que marchar.

—A ver cuándo venís por casa —dijo desde el rellano—. Ya sabes que Alfonso se alegra.

—Iremos Te lo prometo.

Un poco nerviosa, María José explicó di motivo de su visita.

—Sólo es un momento. Ni siquiera nos sentamos.

Tomó del brazo a la jovencita y dijo:

—Mire, doña Beatriz, ésta es mi sobrina. Sobrina segunda, ¿sabe? Va a vivir con nosotros. Me la he traído del pueblo, Alberique.

La jovencita saludó.

—¿Cómo te llamas?

—Lolita.

La cara de María José se convirtió de repente en una máscara de compasión.

—Lolita —dijo— tiene a su madre en Fontilles hace casi un año. Enfermita, ¿sabe? Y como la hermana acaba de terminar de maestra y ella se queda sola, Vicente y yo hemos decidido prohijarla. Ya tenemos hija. Podrá ayudar, porque acaba de cumplir los quince años. Y ahora dispénsenos. Volveremos otro día.

Se retiraron. Poco después Beatriz paseaba el corredor de su casa retorciéndose las manos de angustia y murmurando: «¡Qué horror, Dios mío. Lepra.»

Tito se abrazó a sus piernas, temiendo que le diera el ataque.

—Mamá, ¿qué es lepra?

Beatriz acarició la cabeza de su hijo.

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