10

A primeros de julio llegaron a la finca Carlos y Juan. Eran más de media tarde cuando los vieron entrar. Sudorosos, cargados de maletas. Juan, cuyos resultados en los exámenes dejaban mucho que desear, estaba pálido y flaco. En cambio su hermano, que había aprobado el curso, seguía igual. Quizás, a decir de Marta, un poco más espigado.

Beatriz habló largo rato en la sala con su hijo mayor. Según él, había aprobado las asignaturas que llevaban catedráticos de derechas.

—Tu padre te tiene dicho que tu única misión es estudiar. No tienes por qué mezclarte en política. Eres demasiado joven.

—Eso ya no es posible, mamá.

—¿Que no es posible que te dediques a tus libros, en lugar de seguir los consejos de tu amigo Sancho? ¡No lo entiendo!

Juan se levantó. Estaba nervioso.

—Papá sí lo entenderá —dijo mientras salía de la sala.

En el cenador del jardín cambió impresiones con Marta.

—¿Qué hay de nuevo por aquí? Parece ser que el pueblo es un gallinero.

Marta dijo que apenas había salido de la finca.

—Para ver a la abuela y echar unas cartas de mamá. Pero la gente no parece la misma de antes.

—Explícate.

—No sé. Las caras de las personas han cambiado. Además, hablan de un modo distinto. Incluso caminan y visten de otra forma. La gente trabajadora es más, ¿cómo te lo diría? Más grosera. No. Tampoco es ésa la palabra. Yo diría que está más alegre y gasta menos cumplidos. Va a lo suyo. Las chicas estudian y trabajan. No paran en casa. A mí me gusta porque veo que hacen cosas. No como yo, que me pudro aquí esperando al príncipe encantado.

—El mundo es de ellos. Los trabajadores son los amos. Pero me parece que en octubre, cuando se vote la Constitución, se armará la de Dios es Cristo.

—¿Qué es eso de la Constitución? Nunca se lo he preguntado a nadie porque me da vergüenza.

Juan explicó que una Constitución compendiaba una serie de leyes fundamentales que obligaban al ciudadano. Le habló del peligro que suponía aprobar algunas de aquellas leyes. De obligarse a su cumplimiento.

—Si la Constitución se vota, España estará en poder de la chusma. Si la religión católica pasa a mejor vida; si los separatistas catalanes se salen con la suya y se desmembra la Patria; si se destruye la vida humana con el aborto y la integridad de la familia con el divorcio, ya me dirás qué va a quedar de España. Esto va a ser un manicomio.

—Pues a mí el divorcio no me parece tan mal. Se lo dije a mamá y puso el grito en el cielo.

—Porque no sabes lo que dices. Los hijos de los divorciados terminan todos suicidándose. Hay datos concretos que lo demuestran. Sobre todo en Inglaterra y Estados Unidos.

—¿Entonces, qué? ¿Hay que aguantar toda la vida a la persona que no se quiere?

—No haberse casado con esa persona.

—Pero es que los hombres y las mujeres no son ángeles. Se pueden equivocar.

—El matrimonio es algo que se tiene que pensar muy bien antes de pasar por la vicaría.

Marta, que no tenía ganas de discutir, le preguntó por Lolita.

—¿La has visto? —dijo bajando la voz.

—No. No la he vuelto a ver. Ni pienso intentarlo.

—Pobre chica.

—A quien he visto ha sido a tu sargento.

El semblante de Marta reflejó cierto fastidio, que su hermano interpretó más bien como coquetería o complacencia.

—Pero ¿qué se ha propuesto ese hombre? ¿Seguirme hasta el fin del mundo?

Juan sonrió.

—Te traigo una carta suya.

—¿Y por qué no me la das?

—La tengo en la maleta. Arriba.

Subieron al dormitorio de Juan. Era una pieza grande pintada de blanco con balcón a la explanada, sobre el laurel. Tenía una cama de cuerpo y medio, armario de luna, mesa para estudiar y un palanganero con jarro de loza decorado con un extraño paisaje policromo. Sobre el cabezal se veía una litografía del Cristo de Velázquez y en las paredes había varios paisajes y una estampa de la Patrona del pueblo, dibujada a plumilla por el propio Juan.

Cuando hubo sacado la carta de la maleta, éste dijo bromeando que su deber era entregársela a Beatriz. Marta dio un grito y se precipitó sobre su hermano, que cayó sobre la cama. Forcejearon riendo, hasta que Marta se hizo con el sobre. Tenía la cara encendida y le brillaban los ojos.

A medida que leía las breves líneas escritas en una cuartilla de tela, su expresión iba cambiando. Pasó de la curiosidad a la sorpresa y de ésta al estupor.

Al fin exclamó:

—¡Este hombre está majareta perdido!

—¿Por qué?

—Dice que quiere venir a verme.

Juan, que ordenaba sus cosas en el armario, opinó que Diéster no le disgustaba.

—Me parece muy formal.

—¡Pero no deja de ser un sargento de la porra! Si mamá llega a enterarse, es que me mata. Y no digamos don Alejandro. Con lo severo que es.

—Puedo ayudarte. Si quieres verlo, claro.

En aquel instante oyeron abajo un alarido. En seguida reconocieron la voz de Carlos. Chillaba desesperadamente como lo hacen los gorrinos a medio degollar.

Juan y Marta bajaron atropelladamente. Sobre la mesa del comedor estaban las pertenencias de Carlos y su maleta abierta. Junto a la mesa, de pie, estaba la madre. Había cogido la oreja de Carlos y la retorcía con todas sus fuerzas.

Mientras Marta trataba de levantar del suelo a su maltratado hermano, Juan liberó la oreja torturada.

—Pero ¿qué pasa? Déjalo ya.

Beatriz, lívida, enseñó a su hijo mayor una fotografía y el sobre abierto en que iba.

—¡Mira quién es tu hermano Carlos! Quiere estropear al pequeño. Ensuciarlo. Matar su inocencia.

Juan tomó la fotografía. De pie, junto a una rinconera con un tiesto de flores, se veía una joven desnuda en escorzo. La muchacha sacaba un culito redondo y terso y miraba al objetivo con unos ojos llenos de picardía. Entre los muslos había una sugestiva dedicatoria: «Para ti, Tito, este inocente retratito.» Y firmaba una tal Puri. En el ángulo inferior derecho de la cartulina podía leerse: «Ba-Ta-Clan. De 1 a 4, animado cabaret con atracciones.»

Juan y Marta se miraron. Apenas podían contener la risa. Pero cuando Marta echó un vistazo al sobre, dijo a la madre que la letra no era de Carlos.

Se encaró con su hermano.

—Di la verdad, Carlitos. ¿De dónde has sacado esto?

—¡Ya lo he dicho, y no pienso repetirlo!

Beatriz explicó que, según Carlos, la había recogido de la portería de Zapateros.

—Le dije que pasara por allí para recoger las cartas. Ha traído éstas de tu padre y asegura que esa porquería iba a nombre de Tito. ¿Vosotros os lo creéis?

Poco después, cuando se le mostró a Tito la foto del escándalo, éste dijo sencillamente:

—Es la Puri.

Beatriz parpadeó.

—¿Y quién es esa Puri, hijo?

—La hermana de mi amigo Donato.

Después de persignarse, Beatriz se sentó. Parecía un muñeco de trapo.

—Anda, ven aquí —dijo desalentada—. Y dime de qué conoces tú a la Puri.

Como empezaba a tener sueño, a Tito se le cerraban los ojos.

—La vi una vez. Por el ojo de una cerradura.

El prospecto, descuidado sobre la falda de Beatriz, mostraba ahora todos los encantos de la joven tanguista.

—Estaba así —declaró para que no cupiera la menor duda. Y añadió metiéndose un dedo en la nariz—. Pero había con ella un hombre. Un viejo desnudo con una sola pierna.

Beatriz puso los ojos en blanco y su hija corrió en busca del frasco de sales. Juan, por su parte, no sabía cómo interpretar lo que decía su hermano. En cuanto a Carlos, seguía con la mano en la oreja. Miraba alternativamente a Tito y a la Puri. Y los volvía a mirar, sin enterarse de lo que estaba pasando.

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