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Aquella tarde de noviembre parecía reconciliado con la Humanidad porque había terminado un libro de poemas que no pensaba llevar a las prensas. Exultaba, pues, cuando franqueó la puerta del hotel de cinco estrellas, en uno de cuyos salones se presentaba la última novedad editorial.

Su alegría se disipó en seguida que vio las catas de algunos de los personajes sentados ante la mesa que se veía al fondo del salón, una espaciosa pieza discretamente iluminada. Alejandro reprimió las ganas de marcharse y se situó detrás, de pie entre otros rezagados.

El personaje que hacía uso de la palabra era un atildado sesentón, director de un diario barcelonés en el que había ingresado como gacetillero en los inicios de los años cuarenta. Sentado a su derecha, escuchaba atentamente el parlamento un hombre obeso pensionista a su vez y más o menos de la misma edad que el orador. Estaban también el editor de la obra y un historiador joven de reconocido prestigio. En lugar preferente acomodado en una especie de trono de alto respaldo, Alejandro vio al President de la Generalitat, honorable Josep Tarradellas.

El President tenía los brazos cruzados sobre el vientre y miraba, tratando de reconocerlas, las caras de los asistentes al acto Alejandro no tuvo que esforzarse demasiado para descubrir a quién le había birlado el honorable aquella mirada suya mezcla de cautela, recelo y curiosidad. ¡Estaba viendo al mismísimo John Wayne! Sonrió, pues, mientras observaba las rendijitas que entreabrían los pesados párpados color miel; al ver su cabeza noble y pesada, en la que difícilmente podía precisarse dónde terminaba la línea del patricio romano acostumbrado a la buena vida y dónde empezaba el trazo del payés astuto y sinuoso. Hasta tuvo la osadía de ponerle, mentalmente, un sombrero de cow-boy y un pañuelo rojo atado al cuello. Y volvió a sonreír, porque tenía delante al malogrado abuelo de todos los buenos mataindios que en el mundo del celuloide han sido.

De vez en cuando, John-Tarradellas se rascaba la brillante calva con el dedo medio de la mano derecha. Luego volvía a cruzar los brazos, los dejaba descansar sobre el vientre en una inefable actitud abacial, mientras ladeaba la cabeza hacia el orador, cuyo parlamento discurría brillante, sin un fallo, sin tan siquiera la palabra que se trabuca. La vacilación —un ligero tartajeo— se produjo al final. Es decir, cuando el orador y veterano periodista aludió a la «nefasta guerra cainita» y a los «cuarenta años de opresión» que, dijo, «tantas conciencias había lacerado y tantas heridas abiertas dejaban en el cuerpo del país».

Mientras el orador recogía su cosechita de aplausos, Alejandro se preguntaba cuál era la causa de que los camaleones de la transición manifestaran su frivolidad moral y su ligereza política en público. Le preocupaba esto y que fueran tolerados, admitidos e incluso aplaudidos por muchas personas, algunas de las cuales estaba viendo allí, que habían formado en las filas de la oposición, se habían podrido en la cárcel o en el exilio o, cuando menos, se habían visto calumniadas e injuriadas desde las columnas de los periódicos en que colaboraba el farsante. Alejandro sabía que decir la verdad, y peor aún escribirla, era adquirir fama de mala conciencia o exponerse a que le colgaran a uno el sambenito de resentido. Pero entendía que tal actitud respondía a intolerables presupuestos de cinismo, algo que él no concebía.

Una mezcla de sorda indignación y de vergüenza ajena le hizo bajar la cabeza. Y fue en aquel preciso instante cuando alguien le cogió del brazo.

—Tranquilo, hombre —susurraba en su oído una voz familiar—. Tipos como ése los hay a miles en el país. Más que moscas en estercolero.

Mientras daba la mano a Pablo Forcadell, Alejandro replicó que habría que ir pensando en un buen insecticida.

—Lo menos que podemos pedir para el españolito es un poco de dignidad. Que la tiene por los suelos. Por eso en el extranjero nos toman por el pito del sereno. Desde los bantúes hasta el moro Muza.

- No sacas nada haciéndote mala sangre —siguió Forcadell. Y en sus labios estirados, exangües, culebreó una sonrisa de suficiencia—. Por muchos insecticidas que se inventen, el triunfo de las moscas está asegurado. ¿O es que a tus años aún ignoras esto?

—¿Qué quieres decir? ¿Que aplauda? Ese tipo se expresa públicamente con una absoluta falta de dignidad. Reniega de quien le hizo rico y trata de hacernos comulgar con ruedas de molino. No me negarás que esto es evidente. Forcadell asintió en silencio.

—Y ahí lo tienes. Tan pancho. Él y los del cotarro. Ahora nos aconseja que seamos buenos chicos. Que no caigamos en el error de provocar a los militares, porque nos caería encima otra dictadura. Como si él la hubiera sufrido. Él la ha gozado, mira qué cara jo. Todos sabemos cómo se lo ha pasado, di tío. Recién salido del Frente de Juventudes entró en el periódico del que llegó a ser director. Y lo sigue siendo. Desde esa trinchera ciega nos insultó y nos calumnió. A los que estábamos enfrente no paraba de amenazarnos. Es cómplice, no una víctima como ha querido decir.

Forcadell compuso un gesto de resignación con ojos y cejas.

—Además —dijo—, pregúntale los millones que ha hecho durante los «cuarenta años de opresión».

—Pues, mira lo que te digo. Si esas moscas a las que te refieres siguen donde están, ya podemos pegarnos un tiro. Por cretinos.

Habían cedido los aplausos, y alguien siseó pidiendo silencio. Alejandro volvió la cabeza. Le molestaba que fuera a él precisamente a quien ordenaran callar.

Forcadell susurró:

—Mil millones de moscas no pueden equivocarse. Constituyen mayoría. Y esto es una democracia.

—Pues ya conoces el dicho. Si mil millones de moscas no se equivocan, a comer mierda. ¡Todos!

Tras un breve parlamento del honorable, la marea humana se desplazó hacia la pieza contigua, donde estaba el buffet. Minutos después, copada la mesa, las voces subían de tono.

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