5

Marta estaba en Barcelona hacía varios días. Había ido desde Madrid con Begoñita Pontejos acompañando a Blas Piñar, «la voz más clara y limpia de España», para oír el mitin que dirigió a los catalanes en el Palacio de los Deportes. Algo apoteósico. Un bosque de brazos levantados. Gallardetes. Banderas nacionales. Camisas azules. Pancartas con poéticas inscripciones: «Gutiérrez Mellado, estás acojonado.» En la Delegación Provincial de la Coordinadora para el No, Marta y Begoñita Pontejos cambiaron impresiones con Jesús Pascual a fin de que el acto se desarrollara con toda normalidad»: pero sin restarle ni un ápice de virilidad hispana. Resultó. Sólo en parte, porque los altavoces les hicieron la faena. Begoñita había dicho muy seria que todos los altavoces pertenecían a Comisiones. Pero quedó bien. Las cuatro mil personas que acudieron la convocatoria tuvieron ocasión de escuchar el mensaje del futuro Caudillo: «La Constítución es un golpe de Estado porque es la destrucción del pasado.» ¡Ah, el pasado! El glorioso pasado español. En las urnas había que dar el «sí más rotundo a España y, por lo tanto, el no más enérgico y varonil a esta Constitución lacerante contra España», Marta se levantó al final. Se partía las manos de tanto aplaudir. Begoñita, en cambio siguió sentada a su lado. Mientras ella aplaudía, no pudo evitar la tentación de pasar la palma de su mano sobre la cara interna de los muslos de su compañera, que le sonrió con gratitud.

Decidieron quedarse en casa de una amiga, futura delegada provincial de las Juventudes. Unos días. Pero como se lo pasaban muy bien en las excursiones y las visitas a las delegadas locales de los pueblos, fueron aplazando el regreso a Madrid. Ahora Marta tenía el teléfono en una mano y la otra en la cintura de Begoñita Pontejos.

—Al menos llamar, mujer —le dijo sonriendo—. Que no digan luego en casa que una es una descastada.

—Pero aligera. Tenemos muchas cosas que hacer.

Marta dio un salto de alegría al reconocer la voz de su hermano Alejandro. «¿Cómo es que has abandonado a tus etarras?» Alejandro explicó medio en broma que había aprovechado el puente de la Purísima para ir a votar. «¿Y qué has votado, si puede saberse?» Marta oyó la vibrante carcajada de su hermano. Como tenían muy poco tiempo, quedaron en que él las acompañaría al aeropuerto.

Media hora después, recogía a su hermana y a Begoñita Pontejos en la Plaza de Calvo Sotelo.

Se besaron, y Marta le presentó a su amiga.

Habían enfilado la Diagonal, que aparecía desierta a aquellas horas de la tarde. De repente Marta propuso a su hermano que se fuera a vivir a Madrid.

—Vaya. Eso es lo que se dice un escopetazo —rió él—. ¡Hala, Alejandro, deja todo lo que has hecho en San Sebastián y vente a los Madriles! Recuerda que empecé haciendo sustituciones. Y, la verdad, no me apetece volver a empezar.

Marta le dio un papirotazo.

—¡Venga, hombre! Tipos como tú hacen falta allí.

Se quedó mirando a Begoñita.

—¿No crees que mi hermano tendría que hacerse del Opus?

—Si él lo desea, ¿por qué no?

Marta explicó que Begoñita estaba muy bien relacionada con los jerifaltes de la Obra de Dios.

—Su padre es íntimo de Portillo.

—¿Ah, sí?

—Se conocen desde niños —afirmó Begoñita.

Marta dijo que, si se lo proponía, su hermano sería uno de los internistas más conocidos de Madrid.

—En cuatro días como quien dice.

Begoñita opinó que un médico era un peón muy importante.

—Pasan muchas personas por su consulta. Gente enferma y que, por tanto, confía ciegamente en el médico. En lo que pueda aconsejarle.

Alejandro dijo que se lo pensaría.

—¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú? —preguntó a Marta.

—De momento, terminaré COU. Al año que viene, si Dios quiere, me matricularé en Derecho. En la Central.

—¿Picapleitos tú? No te veo.

—Pues lo seré. Pero pienso dedicarme a la política. Pinar en persona me ha prometido lanzarme.

—¿Al Manzanares?

—¡Al Parlamento! Para las próximas elecciones a parlamentarios. Éstas no, claro.

Las de dentro de cuatro años, he de tener el título de abogado. Hay que renovar los cuadros. Y ganar escaños.

Alejandro se sintió un tanto escéptico.

—¿Crees que Blas Piñar saldrá algún día diputado?

—Seguro.

—¿No le hará Suárez una de sus jugarretas? Se está metiendo mucho con él. Con la UCD y sus muchachos.

Begoñita opinó que Suárez tenía los días contados.

—Con investidura o con dimisión, ése es hombre al agua —dijo convencida. Y añadió—: Ahora lo que hay que hacer es buscar personas que amen a España de verdad. Gente joven, que se apodere de las riendas del país. Mientras los hippies hacen sus baratijas y los pasotas juegan a redentores o se lavan las legañas con luz de luna, nosotros tendremos en nuestras manos los resortes del poder. No nos falta nada. El apoyo de la Iglesia. Ya veis lo que ha dicho el cardenal Primado sobre la Constitución. Y ése empieza ahora. Le llaman el Segura de la transición. Tenemos los sables. El dinero. La influencia política. ¿Quién puede hacernos sombra? Lo importante es creer lo que dice el Jefe. A ojos cerrados. Y creer en la obra que hace uno mismo.

Aprovechando un semáforo, Alejandro se volvió. Begoñita, que iba detrás, le miró a los ojos con fijeza.

—¿Tú tienes manías? —le preguntó casi sin mover los labios. Como si rumiara.

—Supongo que como todo el mundo. ¿Por qué?

—Me refiero a eso de casarte. Pamplinas de ésas.

Al mismo tiempo que soltaba el pedal del freno, soltó la carcajada.

—¿Casarme yo? ¡Es lo último que haría en la vida!

—Pues métete en el Opus. Aunque no lo parezca, la soltería cuenta. Naturalmente, puedes hacer tu vida. Como yo. Y como cada quisque.

—¡Cuánto sabéis las nenas de hoy! Estoy maravillado. Y, si he de seros sincero, asustado. Auténticamente acojoné.

—El porvenir está en Madrid —dijo Marta muy seria—. Y la fuerza.

—¿Fuerza Nueva?

—La fuerza, hermanito. Desde Madrid tiene que bombardearse esta cochina Constitución. Los tiempos van a cambiar.

—Yo diría que están cambiando —apostilló Begoñita—. La gente no es lo que era, y eso se debe a nosotros. Vuelven al traje. Me refiero a los hombres. Y las chicas se sienten otra vez mujeres. Si exceptúas a las locas de siempre. A nosotros nos interesa que sigan perdiendo el tiempo en comunas, afiliadas en Sindicatos y Centrales Sindicales que acabarán defraudándolos. Tú fíjate en las modas. Y en las canciones. Y en cómo se está poniendo la tele. No tardarás en ver un programa con el Caudillo Franco dirigiéndose a los españoles brazo en alto; en ver los desfiles del antiguo Frente de Juventudes; a los ideólogos de Falange; al mismo José Antonio. El revival y la moda retro no son casualidades, camarada. Aquí, en este país, la gente es estúpida. En seguida copia. Se mimetiza con los grandes. Con los que tienen el dinero. Y nosotros lo tenemos. Podemos comprar incluso a las imbéciles esas de las artistas. Por cuatro cuartos. Cuestión de invitarlas a unos cuantos cócteles, a unas cenas, con el conde de tal o la marquesita de cual. Si ellas llevan un determinado tipo de vestido, y se mueve de cierta forma y hace una ligera insinuación sobre lo bonito que es el cuplé, pongo por caso, acaban vistiéndose como ellas y cantando El Relicario. A los quince días, toda España las imitará. Y con los tíos pasa lo mismo. Hasta los más reacios pican. Cuestión de unte. Y de mano izquierda.

Marta dijo:

—Pero queda mucho por hacer. El cambio, lo que yo llamo la lenta marcha atrás, está empezando. Habrá que ver a España dentro de cuatro o cinco años.

Alejandro empezaba a interesarse.

—Explícate.

—Tú tendrías que oír un par de charlas de Pifiar. Charlas confidenciales. Para los de dentro.

—¿Esoterismo piñarista?

—Llámalo como quieras. Pero está todo previsto. La subida del petróleo desencadenará una crisis económica que dejará indefenso al obrero. Sin trabajo. A expensas, como siempre, de lo que quiera hacer el empresario. Lo dejará sin esos humos que tiene ahora. Y las clases, cada una de ellas, volverán a su sitio. Hasta el punto de que no me extrañaría que el obrero volviera a la alpargata.

Alejandro rió.

—¿Entonces qué? ¿A Madrid?

—A Madrid, hombre —dijo Begoñita—. ¿Qué hubiera hecho Suárez en Ávila? Mira cómo le faltó el tiempo para comprar un apartamento en la Dehesa de Campoamot cuando allí se repartían las canonjías.

—¿Qué pasó en Campoamor?

—Pero ¿es que no sabes la historia? Es algo conmovedor. Suárez, cuando era un don nadie, chico guapo de profesión, compró un apartamento en Campoamor, en el mismo edificio que veraneaban Carrero Blanco, Alonso Vega, Nieto Antúnez. Los peces gordos del franquismo de la época, con doña Carmen a la cabeza, se reunían en aquella playa al principio de los setenta. Fue allí en realidad donde empezó la carrera política de Suárez. Ya ves, un abogadete de por libre, que simplemente por ser falangista llevaba entonces la programación de la primera cadena. Poco después de aquello sería nombrado Director General de Televisión. A través de Herrero, todo se lo debe a Franco. Y fíjate el pago que le ha dado. Y ahora dime. ¿Qué habría hecho Suárez si se hubiera quedado en el páramo castellano?

Marta propuso hacer las primeras gestiones en cuanto llegara a la capital.

—Si te decides formalmente a venir —dijo a su hermano—. Pero en serio, Alejandro. Los Acosta volveríamos a estar juntos. Haríamos que sonara el apellido. Menos Beatriz, que se nos ha hecho catalana.

—Con una condición.

—Tú dirás.

—Que nos llevemos a mamá.

Ladeó ligeramente la cabeza hacia Begoñita.

—Supongo que sabes de qué va —le dijo mirándola por el retrovisor.

—Algo.

—Pues yo opino que hay que separar a mi madre de la órbita de influencia de mi padre. Y mientras estén los dos en Barcelona no va a ser fácil. ¿Qué dices tú, Marta?

—Me parece bien. Mira, yo soy una de las que se largó de allí.

Alejandro preguntó cuánto dinero necesitaría para empezar.

—Del dinero no te preocupes —repuso Begoñita—. Si ingresas en el Opus, yo me encargo personalmente de que se te faciliten las cosas en ese sentido.

—Entonces dadlo por hecho. Además, en Madrid tenemos a tío Carlos. Es persona influyente.

Marta soltó la carcajada.

—¿De qué te ríes?

—Pues de ti. ¿O no sabías aún que precisamente fue tío Carlos quien me presentó a Begoñita?

Begoñita besó la coronilla de Marta.

—Yo quiero mucho a tu tío. Pero nos presentó Fefa. Su mujer.

Poco después de sostener esta conversación con su hermana y con Begoñita Pon— tejos, mientras las miraba subiendo la escalera del reactor, Alejandro pensaba que había llegado el momento de devolverle la pelota al padre. «Viviremos lejos de él. Todos. Que se quede con su Eulalia. Para él para toda la vida.»

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