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¿Por qué no había retirado las manos? ¿Por qué la había llenado de emoción la delicadeza de Torroellas? Hubiera podido darle las gracias en otro tono. Incluso salir con una discreta frivolidad que desanimara al financiero. Que le hiciera ver que estaba ante una muchacha vulgar muy alejada del gran mundo. En lugar de ello, se había quedado inmóvil, como un convidado de piedra, esperando no sabía qué.

En consecuencia, había sido culpa suya que Torroellas la cogiera de la barbilla con suavidad y la obligara a levantar la cara, a mirarlo. Culpa suya, además, que ante la mirada bondadosa e inteligente de su anfitrión bajara los ojos, como si fuera una colegiala inexperta o una paleta impresionada por el escenario. Culpa suya, y de nadie más, que permitiera que aquel hombre fuera acercando su cara a la suya hasta poner los labios en los de ella.

No se movió. Entre otras cosas, porque no hubiera podido hacerlo. Se limitó a decir sordamente unas palabras estúpidas, que hubiera querido tragarse en seguida.

«-No tenía que haber hecho esto, señor Torroellas. No tiene ningún derecho.»

Él había cerrado los ojos. Se había sentido herido.

«-Lo siento. Le juro que no la molestaré nunca más.»

Después de retirarte prudentemente un paso, había continuado.

«-Le ruego que me perdone. Estoy profundamente avergonzado. Y ahora, si le parece, iremos directamente a ver sus museos. Si no recuerdo mal, hemos venido para eso.»

Las espaciosas salas, con las cajas de madera conteniendo los objetos que ella misma tenía que seleccionar, no le dijeron nada. Tenía pena, rabia y vergüenza. Sentía ganas de llorar. Sola. En su cuarto. No le decían nada los planos que miraba sin ver, en el despacho de Torroellas. Ni las fotos de él con Móndale, con Jacqueline Kennedy, con la Hutton. Estaban en un panel, a la derecha de la mesa escritorio, y decidió no seguir mirando. Estaba cansada y empezaba a tener frío. Había perdido todo su entusiasmo.

Torroellas había ordenado que se preparara un ligero buffet frío, consomé y fruta seca. Seguía siendo atento con ella. Incluso trataba de bromear. Pero tuvo la habilidad de adelantar el viaje de vuelta, sin que ella notara el cambio.

Hicieron la mayor parte del recorrido en silencio. Al dejarla en casa, Torroellas se había limitado a decirle.

«-No quisiera ser la causa de su tristeza, Soila. Me sentiría muy desgraciado. Si no quiere hacerlo por usted, hágalo por mí. Por la amistad que nos une. Ríase otra vez. No deje escapar su alegría. Le sienta muy bien.»

Ella había cogido sus manos en un arranque de sinceridad.

«_No sé qué hacer. ¡Compréndalo! Y no quiero que me tome por una coqueta vulgar. Una de esas mujeres que disfruta encalabrinando a los hombres. Jamás lo haría. Además, usted no se merece eso.»

Dos, tres flashes seguidos. El tipo que había en la acera de su casa había tenido tiempo de sacar unas fotos. Cuando el chófer bajó del coche, ya había huido. Ella le había visto a través del cristal trasero. Corría, sorteando a los transeúntes, algunos de los cuales volvían la cabeza.

Torroellas la había tranquilizado.

«-No tiene importancia. Y, por supuesto, no va con usted. A veces aparece uno de estos tipos. Tienen que ganarse la vida. Pero ya me encargaré yo de evitar que esas fotos se publiquen. No pierda el sueño por eso. Y permítame que le diga que cada día la admiro más. Que me hace más falta.»

Pero no hubo forma de hacerse con los negativos. Y ahora Sofía abría los ojos a la oscuridad de su cuarto, tan tenebroso como incierta era su situación. Si, como pensaba, aquellos negativos estaban en poder de su suegro, ella estaba atrapada. Pero lucharía. Le declararía una guerra sin cuartel. Porque, además, seguía queriendo a su marido.

Cuando se durmió, tenía hecho el propósito de hablar con su suegro limpiamente. Cara a cata.

La despertó el ruido de un llavín en la cerradura. Encendió la luz y salió al pasillo. Su marido, que acababa de entrar, avanzó hacia ella de puntillas.

Se besaron, y ella dijo:

—¿Sabes que tu padre está aquí?

—No. No sabía nada. Acabo de llegar. Por cierto que las carreteras dan miedo. Están prácticamente tomadas por la Guardia Civil.

Entraron en el dormitorio.

—Pero tu padre no está aquí.

—¿En qué quedamos?

—Perdona. Quiero decir que no duerme en casa.

—¿Dónde ha ido?

—Tiene habitación en un hotel. El «Presidente». ¿No te parece raro todo esto?

Ayudó a su marido a quitarse la americana.

—Tienes cara de cansado —le dijo—. Seguro que has hecho el viaje de un tirón.

El se descalzó y se tumbó en la cama. Dijo mirando el techo:

—¿Sabes que empiezo a pensar que tienes razón? Mi padre está loco. Pero loco de atar. ¿Qué hace en Barcelona, y en un hotel? Podrían detenerle. En cualquier momento.

Se pasó las manos por la cara.

—Madrid es una ciudad sitiada. No se puede andar por la calle, Sofía. La gente está indignada y asustada. Los partidos políticos exigen responsabilidades al Gobierno. A dos días vista del referéndum, el nerviosismo es tremendo. Se dicen muchas cosas, pero la verdad quizá no se sepa nunca. Hay peces gordos metidos en todo eso. Quieren impedir que se vote la Constitución. No pasan por ella. Y, a mi padre, no se le ocurre otra cosa que venir aquí, a meterse en la boca del lobo. Porque él es de los que no se calla.

José se desnudó y se metió en la cama. Cuando apagó la luz, Sofía se abrazó a él. Le pareció que estaba un poco histérica.

—¿Qué te pasa esta noche?

—No me preguntes nada. Y ayúdame a quitarme esto. De prisa.

José sintió los labios de su mujer en el cuello. Sintió su cuerpo desnudo deslizándose hacia abajo. Poco después, la punta de su lengua recorría su pecho. Le sorprendió la caricia, infrecuente en ella. En la oscuridad, la cogió del pelo y levantó su cabeza.

—¿Qué diablos tienes esta noche?

Sofía sollozó.

—Tu padre, José. Tu padre acabará arruinando nuestras vidas. Las de todos nosotros. Y es que está loco. ¡Loco! ¡Loco!

José comprendió que a su mujer le sucedía algo.

—Está bien. Hablaré con él. Mañana mismo.

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