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Lo de carcamal, que había dicho Girón, le traía a mal traer. Carlos se miraba en el espejo del baño del hotel y se veía interesante. Un caballero maduro, eso sí, pero con clase. Quizá sobraban las bolsas de los ojos. Y los carrillos descolgados. Y aquel telillo amarillento que enturbiaba su mirada. Pero seguía teniendo la piel fresca, bronceada. Y el color de cobre viejo de su cara le daba un aire distinguido. Como de viejo lord de película.
Carlos, que se había cambiado de ropa, pensó que el carcamal sería él, Girón, que andaba medio derrengado. «Además, tiene unos añitos más que yo. Bastantes más.» Se había puesto un traje azul a finas rayas blancas, que disimulaba su vientre. La camisa clara, con una corbata granate de seda natural, y los zapatos negros de tafilete, completaban su atuendo. L
Después de mirarse en el espejo de cuerpo se acercó a la ventana. Había anochecido, y las luces del paseo que corrían paralelas a la fachada del hotel estaban encendidas. En el lugar donde la playa se estrechaba, hacia el final, algunas de ellas temblaban reflejadas en el mar en un brillo opalino de fuego fatuo. A pesar de la temporada se veían bastantes coches aparcados. Algunos circulaban por la calle que formaba el paseo con la fachada del hotel.
Antes de salir de su habitación, Carlos echó un vistazo a la cartera. Disfrutaba viéndola repleta de billetes verdes. Luego la abrochó, recreándose involuntariamente en el ruidito del clic.
Como el hall estaba en el piso de abajo no tomó el ascensor.
En recepción dejó sobre el mostrador un billete de mil cuidadosamente doblado. Luego preguntó al empleado:
—¿Podría atenderme un momento?
—No faltaba más.
El recepcionista era pelirrojo, tenía la nariz afilada y la cara llena de pecas color chocolate. Su sonrisa se acentuó al ver el billete verde. Carlos tanteó el terreno. Dijo que hacía tiempo que no visitaba Marbella y que desconocía cómo estaba en plan de distracción.
—Ya sabe, a veces, la soledad resulta insoportable.
—Comprendo, señor.
Lo que el recepcionista no acababa de comprender era qué clase de compañía buscaba Carlos.
—Usted dirá en qué puedo servirle. Aquí hay de todo.
Carlos le ofreció un «dunhill», y se lo encendió con el «Dupont» de oro.
—Se trataría de encontrar alguna chica. De confianza, por supuesto. Iríamos a cenar. A tomar copas por ahí.
Sonrió y guiñó un ojo.
—Luego, pues lo que Dios diga. ¡Hemos de fiar siempre en su divina Providencia!
El recepcionista se permitió una risita servil mientras marcaba un número en el teléfono. Carlos le dio la espalda discretamente. Oía su voz apagada, sin escuchar lo que decía, mientras inspeccionaba el espacioso hall, amueblado con severos tresillos de piel oscura en torno a las mesas. Dio irnos pasos hasta el pie de la escalera por la que acababa de bajar. Amplia, alfombrada de terciopelo granate, con barandal de metal pintado de negro y pasamano de cedro sin pulimentar. Luego volvió al mostrador, donde el recepcionista escribía una nota en el reverso de una tarjeta color crema.
—Puede usted acercarse a este pub —dijo—. La señorita irá allí dentro de unos minutos. ¿Le pido un taxi?
Carlos torció el gesto. Después expresó su deseo de encontrarse con ella en el mismo bar del hotel.
—Soy persona conocida —añadió—. Comprenda que no me gustaría verme metido en ningún fregado. Ya sabe cómo andan las cosas con la dichosa democracia.
Tras haber repetido la llamada, el recepcionista le indicó con una seña que podía esperar en el bar.
—Se llama Natalia —dijo. E inclinó la cabeza ligeramente.