16
Aquella noche en «El Mirador» nadie tenía ganas de hablar. Se habían dispersado por la casa y cada cual andaba a vueltas con sus cosas.
Juan, estirado en su cama, pensaba en el vientre liso de Lolita. Los dolores que sentía en todo el cuerpo le producían una fuerte excitación sexual, y su cabeza se fue llenando de imágenes eróticas.
Tito tenía el pensamiento puesto en su primo Alfonso. El día anterior le había dicho que a él no lo había traído de París ninguna cigüeña, porque las cigüeñas tenían cosas más importantes que hacer que dedicarse al transporte gratuito de recién nacidos. Que él, como todos los mamíferos, era la consecuencia de un acto irracional, violento y sucio. No le había aclarado nada más, pero Tito confiaba en que algún día lo hiciera.
Beatriz —su extraña facultad premonitoria— sólo veía catástrofes. El hijo mayor cargado de suspensos y apaleado como un vulgar maleante. Marta, que había desaparecido de casa poco antes de comer y había vuelto a las tantas negándose a dar explicaciones. Carlos, que no había probado bocado desde que llegó y que seguía encaramado al pino donde se había subido al ver a Juan. Tito, a quien tenía delante mirándola como si ella fuera un bicho raro. Y por si todo aquello fuera poco, el telegrama del marido en el que decía que retrasaba unos días las vacaciones. Beatriz miró al envigado y por un momento temió que la casa se le cayera encima.
Marta se había sentado en el jardín, alejada de los demás, y miraba las estrellas. ¿Sería cierto que trazaban el camino de los mortales? De no ser así, ¿cómo se explicaba que las dos veces que su hermano Juan había estado detenido lo hubieran soltado por la intervención de Diéster? Todavía no podía creerlo. En la puerta de la iglesia lo había visto. Como iba de paisano al pronto no lo reconoció. Le dio un vuelco el corazón cuando se acercó. Pero como la gente huía como loca de los cohetes, pudo hablar un instante con él sin que nadie se apercibiera. «Sólo quería felicitarte por tu santo», le había dicho Diéster entregándole un pequeño estuche. Y en seguida: «¿Dónde puedo verte?» Entre golpes de tos, ella le había contestado nerviosamente que le esperaba a las once en la puerta de «El Mirador». «Tomas un coche. El taxista te llevará.» Y, en efecto, el coche llegó. Pero traía a un Diéster desencajado. «La Guardia Civil ha detenido otra vez a Juan. Trataré de sacarlo», le había dicho. A Marta se le bajó la sangre a los pies. «Voy contigo.» Fue todo lo que se le ocurrió. Luego vino lo demás. La espera en la Casa Cuartel La larga entrevista de Diéster con el cabo de la Guardia Civil que actuaba como comandante de puesto, el rescate de Juan y de Perele. Marta accedió a salir con Diéster por los alrededor de «El Mirador». Era lo mínimo que podía hacer. Aunque fuera solamente por gratitud. Pero también en aquella ocasión se complicaron las cosas. Diéster le había pedido permiso para quitarse la americana. Caía un sol aplomado y Marta pudo comprobar que Diéster no daba su verdadera imagen de hombre dentro del uniforme azul. Tenía el pelo ensortijado, muy negro, y una espalda de atleta que la turbaba. Se habían parado a la sombra refrescante de un algarrobo centenario, y ella le dio las gracias por la pulserita de plata. No se atrevía a levantar la vista. Estaba muy nerviosa. Entonces Diéster la tomó por la cintura con suavidad y ella dejó que la besara. La segunda vez, Marta sintió un temblor extraño en las rodillas. A la tercera se le nubló la vista. Diéster, que había empezado a sudar más de la cuenta, le rogó que contestara sus cartas. «Quiero casarme contigo cuanto antes», le dijo después separándose de ella. Regresaron. Y Marta le prometió que hablaría seriamente con sus padres.
Meditando en el pino de su penitencia, como un nuevo y modernísimo estilita, Carlos había llegado a la conclusión de que tenía la negra. Desde que estaba en «El Mirador» le perseguían las desgracias. Primero fue la carta dirigida a Tito. Tal como le había ordenado la madre, él se había limitado a recoger las cartas de la portería de Zapateros. ¿Tenía la culpa de que a Donato, el compañero de Tito, se le hubiera ocurrido mandarle a su hermano la foto de Purita tal como había venido al mundo? La cosa se aclaró al fin, por supuesto. Pero la oreja de Carlos estuvo ardiendo una semana bajo la untura de miel que le puso Asunta. ¿Y lo de Pilar? Él no sospechaba que aquella mocosa escondiera bajo el vestido de percal las mismas cosas que una mujer de verdad. Había sido el diez de julio. Beatriz había dicho a sus hijos que ya podían bañarse, que pasado san Cristóbal no había peligro de morir ahogado. Sus hermanos y él lo hicieron por la mañana, abajo en la playita de «El Mirador». Pero Pilar bajó a media tarde. Como no llevaba idea de bañarse, se metió en el agua en camisa. Carlos la había visto por casualidad y se escondió detrás de una roca. Estaba sola, y avanzó despacio por las tranquilas aguas hasta que éstas le cubrieran la cintura. Luego se chapuzó. Y en seguida que sacó la cabeza, a Carlos se le cortó la respiración. Los tirantes de la camisa de Pilar se le habían bajado, y Carlos pudo ver sus senos enormes, muy blancos, con los duros pezones tiesos en medio de cada aréola. Pilar, que se creía sola, se frotaba los pechos entornando los ojos. A veces se agachaba, y aquellas rotundidades parecían flotar entre dos aguas como si gozaran de sus caricias. Otras veces, cuando se ponía de pie sobre la arena, adquirían la apariencia de sólidas astas de toro con los pitones apuntando al cielo. Lo peor se produjo cuando Pilar salió del agua. La fina tela de la camisa la desnudaba gloriosamente pegada al cuerpo. Avanzaba perezosamente hacia la orilla con la cabeza hacia atrás y los ojos entornados. Se había subido los tirantes, pero Carlos ya no miraba los senos. Ahora tenía los ojos puestos en el vientre de la muchacha, en el manchón oscuro del sexo, en los gruesos muslos, que se teñían de rojo cada vez que el sol incidía sobre ellos. Y en la grava, Pilar había mirado a su alrededor. Convencida de que nadie la veía, se había quitado la camisa de un tirón para ponerse el vestido. En aquel instante Carlos entornó los ojos. Se sentía muy cansado, sin aire en los pulmones. Luego se quedó muy quieto en su escondrijo. Hundido sobre sí mismo, agotado. Desde aquella tarde huía de Pilar. Las dos veces que ella había intentado bromear, Carlos se había revuelto y la había cacheteado. La última desgracia que se había abatido sobre él fue la maldita carcasa. El aroma dulzón del incienso le había adormecido en el banco de la iglesia en el que se había sentado entre unas viejas. De repente, los truenos, el silbo de los cohetes, el humo, los gritos de las viejas. Saltó sobre ellas despavorido y buscó la puerta de salida. Ya en el atrio, se vio obligado a gatear entre el bosque de piernas. Y fue así, gateando hacia la salida, como tropezó con una carcasa descomunal que guardaba alguien para usarla como broche de oro en tan inusitados fuegos de artificio. Salió a la calle con el cohete en la mano y lo envolvió con un trozo de periódico. En el estanco de la plaza compró una caja de cerillas de las de perra chica. Pensaba explosionar la carcasa en la playa, para su deleite personal, pero quiso el diablo que pasara entonces por la plaza la Banda Municipal. Carlos siguió a los músicos hasta que se pararon frente al Círculo Radical. La revelación bajó de las alturas sin que nadie más que él se diera cuenta del prodigio. Esperó unos minutos y entró con los rezagados en el Círculo Radical. Después fue todo muy sencillo. Carlos encendió una cerilla, prendió la mecha y ocultó la carcasa detrás de un macetón que había en el hueco de la caja de la escalera. Salió por piernas. Pero a consecuencia del «sabotaje», del que hablarían los periódicos, le habían zumbado a su hermano Juan. Ahora pensaba que él no tenía la culpa de que al fantasmón de Pedro Cabanes se le hubiera ocurrido echar a correr. Ni que era responsable de que Perele y Juan se hubieran liado a mamporros con los que pegaban a Cabanes. De todas formas, su conciencia no estaba tranquila.
Hambriento y con el cuerpo lleno de agujetas, decidió bajar del pino. Había anochecido y el rumor de las olas era decididamente adormecedor. Carlos avanzó sigilosamente por la explanada. Desde la balaustrada miró al mar. «Todavía tiene agua», murmuró entre dientes. Luego dio media vuelta y echó a correr hacia su casa.
Cuando entró en el recibidor miró a la madre.
—Tengo hambre —se limitó a decir.
Beatriz repuso que buscara en la cocina, que a ella no le quedaban alientos para nada.
De bruces sobre la mesa de pino vio a Pilar. Tenía la cara apoyada en el brazo, los labios entreabiertos y roncaba sosegadamente. Carlos se acercó por detrás y la abrazó. El aliento era tibio y de la piel de ella emanaba un aroma de carne joven ligeramente acre. Las aletas de la nariz de Carlos temblaron cuando buscó con los suyos los labios de Pilar. Aunque breve, el contacto despertó a la muchacha. Entonces él la besó por segunda vez sin obtener resistencia. Ya despierta casi del todo, Pilar parpadeó. Después levantó la cabeza. Carlos oyó su voz de sueño:
—¿Qué quieres, Carlitos?
Él tomó su cabeza con las manos. La miró a los ojos y dijo con una extraña voz de gallipavo:
—Hazme una tortilla de patata. —Y añadió sin soltarla—. No he comido en todo el día.