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El acantilado formaba una pequeña playa que, tras describir un cerrado arco, se unía a la que pasaba frente al edificio de la lonja para enlazar mar adentro con el espigón. Era un farallón de roca viva, entre cuyas grietas arraigaban los baladres, las chumberas y las piteras de hojas grises armadas de grandes puntas negras. En la cumbre, de cara al mar, se había explanado un extenso patio circular cerrado con veranda de mampostería. En su parte posterior, junto al camino del puerto, se levantaban las edificaciones semiocultas bajo la copa de un viejo y grande laurel. Hacía varías generaciones que los habitantes del pueblo conocían la finca con el nombre de «El Mirador» por la espléndida panorámica que desde allí se descubría.
Las construcciones, un caserón grande de dos pisos y otro de una sola planta que servía de vivienda a los caseros, se alzaban casi a poniente, paredañas al camino que conducía al puerto pesquero. Al otro lado del camino, separadas de éste por un frondoso cañaveral, empezaban las tierras de la finca: sombrías bancaladas de olivos y algarrobos como castillos, cuadros de almendros y tablas de hortaliza, que se regaban con el agua de una vieja noria. Había entre las tierras algunas viviendas huertanas, habitadas por familias de arrendadores y medieros.
Desde lo alto de «El Mirador» se descubría en primer término el ribazo. Se habían tallado en él, en la roca viva, unos rústicos escalones por los que se bajaba directamente a la playa. Veíase también el puerto pesquero, con su espolón penetrando las tranquilas aguas, al fondo de las cuales, ya en el horizonte, azuleaba la isla de Benidorm. A poniente estaba la bahía, con sus playas sinuosas ribeteadas de espuma, el balneario, la farola vieja, el paseo de palmeras y las fachadas pintarrajeadas del arrabal de pescadores. Bajo el acervo de tejados y azoteas, trepando hacia lo alto, se apelotonaba m casco urbano, rematado por el prisma rectangular del campanario. Era el pueblo, La Vila. La casa, con las puertas abiertas a fin de facilitar su ventilación, rebrillaba de puro limpia. Asunta, la mujer del casero, trajinaba en los bajos. Constaban de un amplio comedor rectangular de paredes alicatadas hasta la altura de una persona, dos habitaciones —sala y dormitorio de matrimonio— y cuarto de estar, separado del patinillo que daba acceso al jardín por una puerta vidriera. La puerta era de dos batientes y remataba con un gran arco de medio punto adintelado, a través de cuyos cristales, ornamentados con guirnaldas grabadas a ruego, penetraba la luz de poniente. En aquel cuarto, fresco por las mañanas y soleado de tarde, era donde hacían vida las mujeres, ya que, además, comunicaba con la cocina por una pequeña puerta de madera sin barnizar. En el piso estaban los dormitorios y una saleta amueblada con sillería negra de rejilla, mesa de centro y consola con porcelanas marinas, fotos de la familia y un gran fanal conteniendo un ramo hecho de lapas y caracolillos.
Al otro lado de la puerta vidriera había un pequeño patio cubierto con parral. Dos poyetes de mampostería lo cerraban por delante, dejando un hueco por el que se salía al jardín. Ocupaba éste un espacio de regulares dimensiones, con macizos de rosas y frutales y andadores cubiertos de grava.
Aquella tarde de finales de junio hada bochorno. A pesar de la brisa que entraba del mar, Asunta tenía todo el cuerpo bañado en sudor. Era una cuarentona rubia, entrada en carnes, con los pechos caídos y los brazos fuertes y musculados. Tenía hermosas facciones, pequeños ojos azules, que parecían mirar espantados, o como si reprocharan, y un pelo fino del color del trigo maduro recogido en castaña sobre la nuca. Llevaba puesto un fresco vestido de percal claro a rayas marrones horizontales, de escote cuadrado y media manga. Lo protegía contra el polvo con un amplio delantal color plomo.
Asunta se pasó d antebrazo por la cara, tratando de limpiarse el chorrillo de sudor que resbalaba desde una sien, e inspeccionó el comedor. La mesa de nogal, en el centro, tenía unas dedadas de polvo en el tablero, que Asunta se apresuró a limpiar. Pasó revista a las sillas alineadas a la pared, con asientos y espaldares de cuero repujado, al sólido aparador, a la jardinera grande, en cuya caja había puesto un par de tiestos con vistosas begonias, y salió a la explanada. Delante de la puerta principal, en torno al velador de junco, había dispuesto media docena de sillones de mimbre color tabaco. Asunta los estuvo observando para ver el efecto, mientras se dirigía a la sombra de los pinos, junto al verandal. Allí le esperaba el marido, un hombrón de torso desnudo, que en aquellos momentos ajustaba el clavo de unas grandes tijeras de podar.
—Podrías ponerte algo, Vicente —dijo su mujer—. Pareces un oso. Vicente, en efecto, tenía pelos por todas las partes de su cuerpo menos en la cabeza. Ahora que se había quitado el sombrero de paja mostraba su calva lactescente, sembrada de redondas gotitas de sudor, mercuriales.
—Antes voy a darme un remojón en la playa.
—¿Y si llegan los amos en d entretanto? Él la miró con ojos de veneno.
—¡Que se esperen! Además, ya te he dicho que eso de los amos se ha acabado. Sólo los perros tienen amo. ¿Entiendes? Yo y tu somos aquí trabajadores, Asunta. Tenemos que cumplir. Nada más que cumplir. Las pamplinas se han terminado.
En d silencio de la atardecida se oía d zumbido de las moscas y, en sordina, el lejano jadeo del mar rompiendo a intervalos regulares sobre la grava de la playa.
Vicente dijo que pensaba hablar con la señora aquella misma tarde sobre las condiciones de su trabajo en la finca.
—Tendrá que firmarme un contrato con todas las de la ley. Yo tengo mis horas de trabajo. Necesito saber qué gano. Si soy casero, mediero o arrendador, o qué puñetas soy yo aquí. Que siempre hemos estado a la buena de Dios, expuestos a que nos den la patada cuando al amo le salga de los botones.
—Te dirá que ella no puede firmar nada sin la autorización de su marido. Además, la finca es de él.
—Pues esperaré a que venga. Pero yo tengo que decirle hoy mismo a la señora que no estamos dispuestos a seguir igual que antes.
Asunta suspiró. Aunque de apariencia hosca, era persona cordial y se sentía integrada en aquella finca, en la que había entrado veinte años antes, al casarse con Vicente.
—¿Crees que tardarán? —preguntó ella.
—Por mí, como si no vienen. ¡Jodidos amos! Mejor que se estrellaran en el camino.
—No digas animaladas. Cualquiera que te oyera pensaría que tienes malos sentimientos. Pues a los chicos bien que los quieres.
—Los chicos no tienen ninguna culpa. Son los grandes. ¡Esos! Mucha misa, mucho rosario, pero a los pobres que los parta un rayo.
Vicente hizo una pausa, que aprovechó para pegar el papel del cigarro que terminaba de liar.
—Tú tendrías que venir a las reuniones —dijo entornando los ojos—. Tendrías que escuchar lo que se dice allí. ¡No podemos seguir siendo débiles! Los amos nos ganan de mano por ahí. Por ese lado. Por el lado de la buena voluntad que les tomamos. Porque la diferencia entre nosotros y ellos es que ellos no tienen corazón. Ni hígado. Por eso hemos de ser fuertes. No querer a nadie es ser libre.
Le dio al chisquero y, tras haber prendido, añadió:
—Si ahora que hemos ganado los socialistas no nos aprovechamos, ya me dirás cuándo. Lo primero, Sunta, es lo primero. Y deja ya de ser un alma de cántaro. Los tiempos han cambiado mucho desde que los amos se fueron a Valencia,
Asunta puso cara de vinagre. De pronto su rostro se iluminó y exclamó avanzando hacia la veranda:
—¡Ya están ahí!
Mientras su mujer agitaba el delantal, Vicente corrió hada la casa. Cogidas por sorpresa, las gallinas se dispersaron pipiando alborotadamente.