13

Desde la iglesia les llegaban las voces del coro. Eran voces delicadas, de mujer, y la entonación era dulce y quejumbrosa como el preludio de un tímido orgasmo de doncella.

Venid y vamos todas

con flores a porfía.

Con flores a María,

que Reina nuestra es.

Juan se acercó a la puerta del templo y escuchó en silencio. El sol de mayo pegaba de firme en la plazoleta. Sobre el plinto que sustentaba las dos columnas, dóricas, un enjambre de moscas zumbadoras revolaba al sol en una especie de juego prenupcial que habría ruborizado a las doncellonas del coro. Juan apoyó la palma de la mano en la convexidad de una de las columnas, empapada de sol. Le traspasó la piel una oleada de tibieza animal, como si la columna se hubiera hecho carne de mujer. Pensó en lo absurdo que resultaba, en aquel ambiente tan sensual, inundado de sol, con el aire espesado del polen de las acacias y el griterío de los gurriatos de la primera pollada, que las mujeres ofrecieron su inútil virginidad a un símbolo de la misma.

Oyó a su espalda la voz de Pedro:

—¿Entramos a ver cómo anda el ganado? Aunque lo más probable es que la Virgen se cabree y nos eche. Al menos a mí.

En el ábside se agradecía el fresco que subía del enlosado. Juan se acercó a la capilla de la Inmaculada. Terna todas las luces encendidas y el altar, sus gradas, hasta la deslumbrante alfombra roja que cubría parte del suelo, se veían cubiertos de ramos de flores. En el centro del retablo, en una hornacina con fondo azul sembrado de estrellas doradas, se levantaba la imagen de la Concepción. Era de considerable tamaño, sin llegar al natural, y el artista la había representado en actitud de profundo recato, con las manos cruzadas sobre los senos, la cabeza levemente ladeada y los párpados bajos, como si se avergonzara de ser mujer y hermosa. El muslo derecho, cubierto por el manto azul y ligeramente avanzado, se revelaba mórbido y demasiado grueso. Casi obsceno.

A la derecha del altar Juan vio como una docena de niñas de corta edad. Llevaban estampados frescos y se cubrían la cabeza con fúnebres mantillas. Las niñas estaban de pie sosteniendo grandes ramos de rosas en los brazos. En el centro, agrupada, se veían unas cuantas mujeres vestidas de negro con velo a la cabeza. Casi todas exhibían un físico poco agradecido.

Salieron. El viento agitaba levemente los renuevos de las acacias. Flotaba en el aire como un desasiego sensual producido por las irreprimibles ganas de vivir a que invitaba el día. El azul del cielo era tan intenso que dañaba la vista, y el sol recalfaba la espalda de Juan como si llevara puesta una túnica templada al calor del fuego.

Pedro la Tona rió:

—¿Estás viendo? Esto no es lo que era antes. Supongo que te acordarás. La iglesia estaba llena, y ahora no hay más que unas cuantas viragos y algunas histérica. ¡Ahí Y el mariposón de Álvaro. ¿No le has visto?

—Sí. Estaba detrás. Junto a la puerta de la capilla.

—Pues ahí tienes lo que hay. Las chicas de hoy no quieren saber nada de estas cosas. Trabajan, hacen cursos de lo que sea. Viajan mucho a Alicante, a preparar cualquier oposición. Pero no pierden el tiempo como antes llevando flores a María.

En la Plaza de la República, Pedro la Tona llamó a un tipo alto y muy flaco con la cabeza al rape.

—Es Santiago —le dijo a Juan—. Te lo presento, y tú mismo le das la noticia.

Juan estrechó una mano huesuda y resudada. El joven Santiago se había cuadrado militarmente ante él y le escuchaba con mucha atención. De vez en cuando asentía con la cabeza. Al mismo tiempo, en sus labios se iba dibujando una sonrisa un tanto enigmática.

—Para dirigir, para crear la Falange aquí, en el pueblo hay mucho que hacer —le dijo Juan—. Yo sólo quiero saber si estarías dispuesto a hacerte cargo de la jefatura local con todas las dificultades y el riesgo que trae consigo. Pedro no quiere el cargo. Y me ha hablado muy bien de ti.

Con humildad casi frailuna, Santiago confesó lo poco que era él para ostentar la representación de José Antonio en el pueblo. Pero que si Juan consideraba que podía ser útil, dijo, estaba a su disposición.

—Te extenderé el nombramiento antes de marcharme a Madrid. Provisionalmente. Luego quiero hacer unos documentos más en regla. Además, te mandaré propaganda. Algunas obras de Giménez Arnau, de García Valdecasas. Ya veré lo que hay.

—Estoy a tus órdenes.

Santiago había extremado tanto la sumisión al jefe, que dio un sonoro taconazo en mitad de la plaza y levantó el brazo. Juan sugirió que evitara exhibiciones innecesarias.

—De momento conviene pasar inadvertidos, pero dejando constancia con el ejemplo de que existimos. El ejemplo y el trabajo, unido al espíritu de sacrificio, siempre acaban dando sus frutos. La teatralidad, por el contrario, sólo crea dificultades.

—Comprendido.

Finalmente se dieron la mano y Santiago desapareció por la Cuesta del Mar.

Pedro la Tona dijo:

—Te invito a un vermú con olivas rellenas. Éste te lo has ganado. Hay que ver lo tranquilo que me quedo.

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