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Pasó la noche desvelado. De toda la sarta de disparates que había dicho su hermano sólo unas palabras no dejaban lugar a dudas: «Si hubiera que sacrificar los afectos más íntimos, los más entrañables, lo haríamos sin vacilar. Por la Patria se hace todo.» Era la amenaza.
Las pocas veces que había conseguido adormecerse soñaba escenas violentas. Veía a su sobrino Juan Antonio, a quien no conocía, con la cabeza destrozada. El amasijo de carne ensangrentada, rota, le impedía reconocer las facciones de aquel rostro fantasma. Se despertaba. ¿Quién era en realidad Juan Antonio Llauder? Se negaba a aceptar el infundio de su cuñada según el cual sería una especie de agente secreto al servicio de Suárez. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, entre otras cosas porque tanto Juan Antonio como su madre habían estado en el exilio y se suponía que militaban en las filas del comunismo soviético. Una cosa era segura. A su sobrino lo habían matado hombres de uniforme en un misterioso control. ¿Existía una mano ejecutora? ¿Había sido una dramática casualidad? ¿Entraba en lo posible que ciertos elementos, enterados en Málaga del viaje de Juan Antonio Llauder, hubieran dado el soplo a algún jefe madrileño? De ser así, ¿quién podía ser esa persona?
A fin de tranquilizarse, Alejandro se decía que, como buen imaginativo que era, estaba urdiendo una trama irreal. Que lo mejor era olvidar toda aquella pesadilla y dormir. De pronto comprendió que únicamente conociendo la personalidad del fallecido podría saber lo que había pasado. Ahora ya no se preguntaba quién era Juan Antonio Llauder. Necesitaba saber cómo era. Cuál era su trabajo, sus aficiones. Qué hacía los festivos, cuáles eran sus amistades, sus lecturas, su modo de pensar y de entender la vida.
Concluyó diciéndose que si tenía la suficiente habilidad para interrogar a la madre del muerto quizá conseguiría ver claro en aquel turbio asunto. Cuando se durmió, el día clareaba en las rendijas de la ventana.