15
Una semana de fúnebres resonancias se coló de rondón en el hogar de los Acosta. En la mesa de centro de la sala, sobre el tapete de ganchillo color tostado, ardía la mariposa de los difuntos. Con las puertas del balcón entornadas, la pieza quedaba bañada en una misteriosa claridad opalina. Algo que parecía llegar del otro mundo.
Prohibido terminantemente cantar. Las ánimas del purgatorio exigían para sí el respeto que quizá no habían tenido cuando todavía eran almas.
De a tardecida, novenario en San Bartolomé. Beatriz, que sostenía que la misión del matrimonio era criar hijos para el Gelo, se llevaba a la parroquia a Marta y al pequeño. Marta refunfuñaba. Decía que las chicas de su edad no sacaban abono para las novenas sino para las funciones del teatro Principal. Beatriz replicaba que los hombres, a la hora de casarse, buscaban mujer temerosa de Dios.
—Tú lo sabes, Marta. Una persona sin religión es una bestia. Además, el diablo se hace la cama a la sombra de cualquier deleite terrenal. Por insignificante que a ti te parezca.
Marta daba una patadita en el suelo.
Protestaba:
—¡No seas cursi, mamá!
Pero se ponía el abrigo, cogía el monedero, guardaba en él el velito de diario, el que tenía un agujero del tamaño de una moneda de diez céntimos.
—¿Vamos, Tito? —decía Beatriz.
Y Marta apuntillaba:
—¡Hale, a santificarte!
Un hijo a cada lado. Las primeras bombillas de la calle alumbraban no más que la mariposa de la sala. Trotaban mujerucas arrebujadas en la toca negra de punto. Chaquetilla ceñida y gorra visera, regresaban apresuradamente los obreros de su trabajo. Algún señor con corbata y gabán y la bengala con puño de plata. Escolares chillones con el guardapolvo a rayas, el tapabocas suelto al cuello y un calcetín enrollado sobre el tobillo descarnado y roñoso. Un guardia de Asalto envuelto en su amplio capote azul patrullando la puerta de una joyería. El ruido metálico de las herraduras sobre los fríos adoquines, como una lluvia que aumenta a medida que se acerca. Eran guardias civiles a caballo.
—Apresúrate, que llegamos tarde.
La campana de San Bartolomé tañía a muerto.
Subían los anchos peldaños de prisa, tropezando con las contrahuellas en la oscuridad. Los dedos enguantados de Beatriz pasaban el agua bendita a sus hijos. Olor de incienso. Avanzaban por la nave central con la silla en alto y el catrecillo a rastras. Desde las grandes losas ascendía la humedad como si fuera una risa helada. Pasaba un sacristán esquelético con la sotanilla blanca apulgarada y las puntas de las botas con gotas de cera. Tomaban asiento entre un grupo de viejas tosedoras.
A Tito le impresionaba el enorme catafalco instalado en el crucero. Pensaba que aquello era demasiado grande para un solo muerto, por lo que sospechaba si estaría lleno de huesos y calaveras. Les rodeaban sombras angustiosas, bisbiseantes. Caras goyescas tétricamente iluminadas por la media luz procedente de los altos ciriales. En el presbiterio, un monaguillo friolero se hurgaba la nariz a despecho de los santos difuntos. De pronto, la voz del sacerdote. Cascada, tomada de catarro o de picadura de pésima calidad: «Por la señal de la Santa Cruz.» Manos artríticas, manos flacas y blancas, manos reumáticas cubiertas de escama vegetal, abandonaban de prisa los pliegues de los negros ropones resudados para garabatear sobre el yeso de la frente el signo de la Cruz. Una tos profunda, cavernosa. Otra menuda y frágil. La breve tosecica del tísico. El crujido de la silla descoyuntada. Los apresurados pasos del perrero, que resuenan bajo la alta bóveda con sonoridades lúgubres de fosal percutido. Y el interminable rosario de quince decenas.
De vez en cuando se levantaba un angustiado vendaval de voces suplicantes:
Romped, romped mis cadenas,
alcanzadme libertad...
El corazón de Tito se encogía. Miraba el gran cuadro de las ánimas, hundido en las sombras de la capilla, a su izquierda, y creía ver que aquellos desdichados huéspedes de las llamas se animaban y exigían de él la máxima compostura. Se ponía tieso en la silla. Trataba de unirse al coro alucinante, pero la sensación del ridículo contaba más que la de su pavor. Inclinaba la cabeza con disimulo para ver qué es lo que hacía Marta. Tampoco cantaba. Estaba muy quieta, con las manos cruzadas sobre la falda y la cabeza ligeramente ladeada.
En los intervalos de silencio se oía el crepitar premonitorio de los velones. Renovábase el padrenuestro. A veces el suspiro profundo de una anciana aportaba a la escena una sobrecogedora carga de dramatismo. Tito la buscaba con la mirada, pero no conseguía localizarla porque todas las viejas eran iguales. Bostezaba. Entonces la mano vigilante de Beatriz apretaba uno de los muslos del hijo. Tito se estiraba en su asiento. Levantaba la cabeza. La lejana crucería de la bóveda le parecía tan irreal como el alucinante mundo que estaba viviendo.
Pasaba el tiempo. Las viejas, incansables, despertaban a Tito de su dulce modorra con los graznidos de terror:
¡Cuán terribles son mis penas,
cuan terribles son mis penas!
¡Piedad! ¡Piedad! ¡Cristianos,
Piedad!
Descubría que se le habían helado los dedos de los pies. Estiraba las piernas. Sólo un instante. El tiempo que tardaba Beatriz en advertirle con el codo que en la casa de Dios había que guardar la debida compostura. Pensaba que, a aquellas horas, se oiría el dulce jadeo del mar desde su cuarto de «El Mirador». Pensaba en la chimenea baja de los caseros, la que tenían en la cocina, con sus olores fuertes, a ajo o ñora, al aceite picante que hacían en «La Senia», en el que flotaba, dentro de la sartén, una sardina arenque reluciente como hoja de sable. «¿Te unto un pedazo de pan?», le preguntaba la mediera. Él nunca decía si ni no. Se encogía de hombros y sonreía. Luego tomaba la rebanada y abría la boca cuanto daba de sí. Decía Sunta que de tan a gusto que comía ponía los ojos en blanco.
—Mamá, tengo hambre.
—Ya falta poco. Calla. Y reza. Reza a las ánimas benditas, que con ellas no se puede jugar. Gastan malas bromas.
Ruido de sillas. Ruido liberador. Un verdadero temporal que se arrastra sobre las losas. Y susurros. Y toses a discreción. Y codazos. Y cuerpos que buscan la puerta de salida, que la obstruyen. A veces, la palabrota de una anciana irascible. O el pisotón intencionado. Tito se preguntaba si aquellas personas eran las mismas que repetían mina— tos antes las hermosas palabras del padrenuestro. Entonces se enfadaba mucho con días.
—Ponte bien la bufanda.
Soltaba la mano de la madre.
—No quiero.
Se quedaba clavado en mitad de la calleja, viendo cómo desfilaban las sombras de las viejas. Cómo se fundían en la oscuridad.
—¿Puede saberse qué te pasa, borrico? —le reñía su hermana empujándolo para que caminara.
—Quiero quedarme aquí.
—¿Toda la noche?
Marta se separaba de él unos metros.
—¿Sólo en la calle con los gitanos?
Cuando veía que se alejaba corría en su busca. Pero se sentía indignado con su propia cobardía.
—Anda, dame la mano.
—¡No!
Los ojos despavoridos de la madre le fulminaban.
—Obedece a tu hermana.
Marta reía.
—¿Y tú eres el que quiere tomar la comunión?
Se agachaba y le daba un sonoro beso en la frente.
Acababa cediendo.