9
Un rato después alcanzaba a Tito en el primer rellano de la escalera.
—Hola. ¿Cómo estás?
—Me duele mucho la cabeza.
Lolita puso la palma de la mano sobre la frente de Tito.
—Estás caliente —dijo mirando sus ojos vidriosos.
Se había arrodillado frente a él y tomó sus manos.
—¿Quieres hacerme un recadito?
—Bueno.
—Mira, le das este papel a tu hermano. Pero sin que se entere nadie, ¿eh? Se lo das cuando no haya nadie delante. Cuando esté solo.
Tito parpadeó. Le pesaban los ojos.
—¿A Carlos o a Juan?
—¡A Juan! Por Dios, Tito, no vayas a equivocarte. Se lo das a Juan. Pero, ya sabes, cuando esté él solito. No quiero que se entere nadie. Ni tu mamá, ni tu hermana. Nadie. ¿Lo has comprendido?
—Sí.
Lolita le dio un beso en la frente.
—Gracias, guapo —dijo. Y bajó la escalera corriendo porque se le hada tarde para abrir la tienda.
Precisamente fue Juan quien abrió a su hermano pequeño. Tito le entregó la nota «de parte de la chica esa, de Lolita». Luego fue a la sala de estar en busca de la madre.
—Tengo ganas de arrojar —sonsoniqueó. Y se restregó los ojos.
Beatriz levantó la cabeza de la labor.
—Acércate.
En seguida que comprobó la calentura del hijo le preguntó si había comido algo fuera de casa.
—No. Nada.
—¿Ninguna porquería?
—No.
—¿Ni un pedacito así de cañamiel? Con la de microbios que tendrán esas porquerías.
Cuando Marta le quitó el termómetro, dijo aludiendo a su hermano Juan.
—¡A ver, el médico de la casa! Tito tiene treinta y ocho con dos.
Poco después lo metía en la cama. Tenía la cara encendida y los ojos brillantes. Don Luis, el médico de cabecera, diagnosticó unas anginas «de caballo».
—Dieta rigurosa y agua con limón.
Y añadió despidiéndose de Beatriz:
—Y le sigue doliendo la cabeza, cosa que espeto, media aspirina.
Cuando llegó Emerenciano Adell con su mujer, se acercaron a la cama del enfermo. Como tenía por costumbre, Emerenciano bromeó. Dijo que lo que en realidad pasaba era que Tito era muy listo.
—Hace un frío de todos los demonios, ¡Y el viento corta las palabras! De manera que este barbián ha pensado que en la camita se está mucho mejor.
Se sentaron, con la madre y los hermanos mayores, en la sala contigua a la alcoba donde le habían acostado. A veces Marta soltaba una de sus carcajadas y Tito oía las palabras de enfado de la madre: «¡No escandalices, mujer, que al chiquillo le duele la cabeza.» Escuchaba sus voces un poco distantes. Como si en realidad no fueran las de ellos o las oyera entre sueños. Su hermano Juan decía algo a Emerenciano sobre unos estudiantes de Madrid. Se habían encerrado en la Universidad y los guardias civiles les tiroteaban desde fuera. Alcanzaba a ver desde la cama a su tía Isabel. Estaba encogida de frío en el sillón con el abrigo puesto y la piel echada sobre la espalda. A su lado, Emerenciano seguía hablando con Juan. Pero a éstos ya no los veía. De pronto se alzó vibrante la voz de Marta. «Pues a mí lo del divorcio no me parece mal.» «Calla, no digas sandeces», le había cortado su tía Isabel. Tito, al oír la tos de nervios de su madre, pensó que su hermana había dicho alguna inconveniencia.
Más bien le molestaban que otra cosa. Pero le gustaba saber que estaban allí. Juntos como siempre. Los revolucionarios, palabra con la que Beatriz designaba a las fuerzas antidinásticas, podrían apedrear escaparates y farolas. Podrían romper todas las pasamanerías de Valencia, como habían hecho con la de don Vicente Esteve. Podrían amenazar a todos los curas del mundo, como le había sucedido al del Grao. Y volar con un avión cargado de bombas sobre el palacio del Rey. Pero contra ellos no podrían nunca. Su familia, los padres y los hermanos, estaban más allá del bien y del mal. Ellos, además, jamás se pelearían. Nunca lucharían entre sí, porque el amor que los unía era indestructible.
Tito pensaba estas cosas amodorrado. Ardía de fiebre entre las sábanas.