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Girón le había dicho: «Mi querido Carlos, la realidad, la triste realidad, es que estamos hechos unos carcamales.» De la larga conversación que acababa de tener con el jefe de la Confederación de Excombatientes, su jefe natural, Carlos sólo recordaba esta frase.

Conducía sosegadamente su Dodge d'Art por las inmediaciones de Marbella, en uno de cuyos hoteles se había instalado la víspera del lunes, tres de diciembre. Sin pensarlo dos veces, como solía hacer, al quedarse solo en el apartamento de Alicante tras la marcha de Fefa, su mujer, resolvió hacer un corto viaje a Málaga. Fue un viaje feliz, sin complicaciones, que aprovechó para cambiar impresiones con Girón sobre la Constitución que iba a votarse. De paso le habló de sus asuntos.

La tarde era apacible. A la derecha de Carlos, el mar parecía una enorme lámina de metal, sembrada de pequeñas luces a lo largo del camino que sobre él iba dejando el sol en su trayectoria. Aquello invitaba a vivir. Muy distinto el panorama que se abría al otro lado de la carretera. Casuchas de campesinos pobres, casi todas en pésimo estado, con viejos sentados al sol del portal, y sucios chiquillos correteando; extensos eriales perdiéndose en la lejanía abrasada, con el cortijo abandonado o poco menos. A veces el paisaje cambiaba. Se hacía fresco, vital, agradable a la vista. Era cuando asomaban los grandes olivares, que ondulaban hasta el pie de la sierra. O cuando aparecía alguna huerta. «Es curioso —pensó Carlos— que los ricos se reserven el mar para sus gozadas. El pobre, en cambio, se apega a la tierra, aunque lo mate de hambre. Y es de siempre. Los romanos ya lo hacían. Y los griegos, que vinieron después. |O fue antes?» Se encogió de hombros bruscamente. «Para el caso es lo mismo que vinieran antes o después. Entre los griegos y los romanos también hubo imbéciles y espabilados. Seguro que fueron los espabilados los que se quedaron con el mar. Igual que pasa ahora. Como será siempre, qué leches.»

A la Confederación de Excombatientes se había afiliado en noviembre del setenta y cuatro, es decir, en seguida que se fundó. Se decía que tenía más de medio millón de miembros. Todo un reto al programa de Arias, a quien por entonces tachaban los que pensaban como Carlos poco menos que de rojo vendido al oro de Moscú.

Carlos recordó aquella época tan llena de contradicciones. Después de que Carrero volara por los aires aquella mañana de diciembre del setenta y tres, Franco nombrado a Arias jefe del Gobierno. Carlos se lo había advertido a Fefa la misma noche en que el nuevo Presidente apareció en la pantalla del televisor hablando de apertura.

«-Este tío la arma. Si se cree que los españoles de verdad van a tragar con las Asociaciones Políticas, que no son más que germen maligno de los partidos, va dado. Le va a salir la criada respondona.

»—Cuando Franco lo ha puesto, por algo será, Carlicos. ¿O te crees que se chupa el dedo?

»—Franco no es el que era. A buenas horas le hacen a él, en sus buenos tiempos, un pufo como el de MATESA. Es un ejemplo que te pongo. O se le suben los obreros a las barbas. O los imbéciles de los periodistas, como mi hermano, se atreven a levantarle la voz. ¡Y no digamos de la famosa oposición! ¿Eso a Franco, antes? ¿En sus buenos tiempos? ¡Ni soñarlo, mujer!

»—Pues, mira, yo creo que el viejo acertará. Lo de las Asociaciones es para enga— fiar a la gente. Él es gallego fino. Además, no me negarás que conoce a Arias. Como alcalde no lo hizo mal. Y tiene fama de duro.

»—Todo lo que tu quieras, pero ése la arma. Y la arma, porque se cree que puede engañar a Franco.

»—¿Tú crees?

»—Seguro. Pero se equivoca. Porque, aunque pudiera, nosotros se lo impediríamos. ¡Pues, no faltaba más! Que uno se rompa los cuernos durante tres años, en lo mejor de la vida, que vea morir a sus compañeros, para que, al final, venga un mequetrefe y nos traiga a los rojos otra vez. Te digo que este tío la arma.»

Carlos no se equivocó. En los veinte meses que estuvo Arias en la Presidencia del Gobierno, su política, contradictoria e ineficaz, osciló constantemente entre el discurso engolado, en cierto modo esperanzador, y la reacción más decepcionante. La ejecución de Puig Antich y el arresto domiciliario que sufrió el obispo de Bilbao, Añoveros, desgastó rápidamente su Gobierno. Desde la sombra, militares franquistas, como Carlos, y políticos ultras, que parecían haber sido barridos, pero cuya influencia era innegable, presionaban al Presidente con su actitud amenazadora. Piñar aludió a los «enanos infiltrados» en el Movimiento para subvertirlo. Alarmado lo que empezaba a ser conocido como «búnker» por la revolución portuguesa del 24 de abril, atacó en todos los frentes. Girón, el amigo de Carlos, publicó en Arriba un manifiesto apocalíptico denunciando la libertad de Prensa y el liberalismo aperturista de Arias. El «gíronazo», como el manifiesto era conocido, hizo reír a los españoles democráticos. Pero estaba allí, contundente como un puñetazo en la cara. Era el verano del setenta y cuatro, con la interinidad de Juan Carlos con motivo de la enfermedad de Franco, renacieron las esperanzas de renovación. En el país reinó una calma tensa. Pero a poco de hacerse de nuevo el Caudillo con el poder, la bomba de la calle de Correos causaba once víctimas. Carlos estaba como loco.

«-¿Ves lo que yo te decía, Fefa? Este tío la está armando. Da demasiadas libertades, y ya lo estás viendo. Una Prensa desmadrada, obscena. Un Cabanillas poniéndose la barretina. Ahora los comunistas ponen esa bomba. ¡Porque son los comunistas! El país amedrentado por los vascos, con huelgas, atentados terroristas, manifestaciones. Hay que hacer algo.

»—Lo que me preocupa a mí es lo que pasará cuando el viejo cierre los ojos. Creo que aquí no se salvan ni las ratas. Por lo menos los que, como nosotros, nos hemos significado. ¡Con las ganas que nos tienen esos rojazos!

»—A mí no me dan miedo. Les gané una vez y, si se presenta, les volveré a romper la crisma. ¿Y sabes lo que te digo? Que la culpa la tiene Franco.

»—Pobrecito. ¿Por qué?

»—Porque no tenía que haber dejado ni uno. Después de la guerra tenía que haberlos barrido. A ellos y a sus hijos. Así no habría quedado rastro. Ni la semilla.

Pero, no. Fue demasiado blando. Y ahora pagamos todos las consecuencias.

»—El que estará como unas pascuas es tu hermano.

»—Me han asegurado que estuvo en París, en mayo.

»—¿Y qué hacía allí?

»—Carrillo, el angelito de Paracuellos, convocó una conferencia de Prensa. Pues, bueno. Entre los periodistas que acudieron estaba mi hermano. ¡Si mi padre levantara la cabeza!

»—¿Tu hermano qué es? ¿Comunista, anarquista? Porque yo no lo tengo muy claro.

»—Mi hermano es un resentido. Habría podido hacer una carrera brillante, en todos los órdenes, y se puso frente a nosotros. Yo creo que fue la influencia de aquella novia. Marina. Era roja perdida.

»—¡Qué va! Cuando se pelearon eran irnos crios. ¿Qué tendrían? Dieciséis o diecisiete años.

»—Era roja. Y su hermano. Toda su familia.»

Con motivo de su ingreso en la Confederación de Excombatientes, Carlos se ofreció al jefe «para todo lo que hiciera falta». Periódicamente celebraban comidas de hermandad, hacían excursiones a los lugares históricos de la guerra civil y se reunían anualmente en un acto multitudinario, que hacían coincidir con el primero de Octubre, Día del Caudillo. Estaba enardecido, como en sus mejores tiempos de oficial provisional. Pero los rojos, como les decía él, se habían envalentonado. Tenían el apoyo moral que les daban los ejemplos de Francia, donde Mitterrand había triunfado en las elecciones; Italia, que había derrotado a la derecha en el referéndum sobre el divorcio; y Portugal y Grecia, que habían acabado con sus respectivas dictaduras. Por eso, en julio del setenta y cuatro, al conocerse la enfermedad de Franco, se atrevieron a constituir la Junta Democrática en París.

«-¿Sabes lo que piden esos mal nacidos? —le había dicho Carlos a su mujer—. Nada menos que la creación de un gobierno provisional. Como si Franco no existiera. Así, por las buenas.

»—Pero Franco está enfermo, Carlos. Lo dicen los periódicos. Yo estoy que la camisa no me toca al cuerpo.

»—Franco es inmortal. ¿A que no se muere? ¿Te juegas una cena Jockey?

»—Ojalá. ¿Y qué más piden esos de la Junta Democrática?

»—Que suelten a los presos políticos en seguida. ¡Ya ves! Y que se legalicen los partidos políticos.

»—¿Como antes de la guerra?

»—Espera. También piden legalizar las manifestaciones y las huelgas. Y la autonomía de las regiones. Pero lo más chocante es que también exigen un referéndum para definir la forma de Estado.

»—Eso es querer echar a Franco.

»—¡Como que él lo va a consentir! Además, ese referéndum ya está hecho. Hace mucho tiempo. Y todos los españoles, ¡todos!, votaron sí. O sea que, legalmente, Franco puede hacer todo lo que le dé la gana. Hasta pegarle fuego a España. Por la sencilla razón de que es suya. Como este piso es mío. Igual.»

Carlos no se equivocó. De haberse jugado la cena con Fefa, la habría ganado, porque Franco no se murió. Vivió aún lo suficiente como para presenciar una verdadera oleada de atentados, para oír los gritos de adhesión de sus fieles ultras, como Carlos y Fefa, y negarse a indultar a los cinco ejecutados de setiembre. Vio también cómo abandonaban España trece embajadores y leyó las reiteradas protestas del Vaticano ante las ejecuciones.

Aquel primero de octubre,. mezclados entre los miles de fieles franquistas, Carlos y Fefa aplaudieron a rabiar cuando su Caudillo apareció en el balcón del Palacio Oriente tenía los ojos llenos de lágrimas.

«¡Ahí lo tienes! ¿No te decía yo que este hombre no se morirá nunca? Son muchos anos de gritar millones de españoles ¡Viva Franco!

»—Pero, míralo cómo está, Garlitos. Parece una momia.

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