21

Mientras dialogaban, cada uno seguía el curso de sus pensamientos.

Eulalia recordaba el día que le conoció. Fue en un vernissage de una amiga suya. Él estaba colocadillo y dijo algo sobre la expresión de sus ojos. Una de tantas tonterías que se dicen para halagar. Luego se fue con un conocido hacia el extremo opuesto de la sala. Coincidieron a la salida en la puerta. Como diluviaba, él se ofreció a acompañarla a casa. Comprendió que era un hombre sensible, quizá demasiado para los tiempos que corrían. Al llegar frente al portal, Alejandro se inclinó hacia ella y la besó en los labios. Lo hizo con tanta naturalidad, que ni siquiera a ella le sorprendió.

—¿Ya sabes con qué clase de fauna nos toca cenar?

—Exactamente, no. Me parece que estará Forcadell, Fernandito y no sé si alguien que viene de Madrid. Amigo de Fernandito.

—Supongo que el honorable impartirá su bendición. Es incansable en esto de las fiestas.

—Sí. Viene con su mujer.

Una niña. De repente le había dado la ventolera de la emancipación, y a sus cuarenta y tantos años lo había dejado todo por él. Alejandro se sentía culpable. Ahora ella estaba en un callejón sin salida. El amor que decía profesarle, y del que no dudaba, tenía sin embargo mucho de miedo ante lo que pudiera ocurrir. Era una especie de tabla de salvación. ¿A cuántas mujeres les había complicado la vida? Resultaba curioso, pero todas habían demostrado ser más o menos inmaduras. Como Eulalia. Todas, menos Marina.

—Te has saltado mi semáforo, Lali. Cualquier día nos la pegamos.

—No venía nadie.

¿Una aventura? No, no era una aventura. Aquel hombre, ¿se llamaba Alejandro? le había suplicado después de besarla que no le abandonara. Se lo había dicho en el coche,.con las manos crispadas sobre el volante. Se lo habla dicho temblando. Avergonzado de su actitud. «Mañana no se acuerda», había pensado Eulalia para quitárselo de la cabeza. Pero no había sido así. A la mañana siguiente, al salir de casa, se lo encontró frente al portal. «Lo que te dije anoche no es ninguna estupidez de borracho. Es la verdad. No sé quién eres. Ni me importa. Pero no quiero que pases de largo por mi vida. Ni que tú me dejes pasar a mí por la tuya como un desconocido más. Cuando hayas reflexionado, me llamas a este número.» Ella se limitó a decirle: «Sabía que volverías.»

—Fíjate, Lali, qué goterones.

—¿Sigue flojo el limpiaparabrisas?

—Supongo que sí. Si tú no lo has arreglado.

—Nunca me acuerdo.

—¿Por qué no bajas por Vía Layetana?

—Es lo que intento, amor. Si el zoquete que llevamos delante me da paso.

A los catorce años, Marina era ya una mujer. No sólo de cuerpo. A él, que cuan— do la conoció tenía un par de años más que ella, lo comprendió en seguida. Y se resignó a perderlo mucho antes de que ocurriera. En cambio Lali todavía no había descubierto quién era. Inestable, caprichoso, contradictorio, rezumando vanidad por todos los poros de su piel. Hasta después de haber hablado con su hija Marta, aquella misma tarde, Alejandro no había descubierto su verdadera intención para con la familia. Volver con ella, borrar todo, olvidarlo.

TOC \o "1-3" \h \z Pero ¿y Eulalia? Tampoco era que hubiera dejado de quererla. Tendría que pensar seriamente en todo aquello.

—No corras, rapaza. El suelo está resbaladizo. Ya sabes, el barrillo que se forma. ¿Eh?.

—¡Pero qué miedo le tienes a la muerte! A mí no me importaría. En absoluto.

—Pues a mí, sí. Sobre todo morir a tu lado.

—¿Qué dices?

—¡Ah! La notaría se negaría a pagar misas, en castigo al pecado de escándalo, y yo me achicharraría como el Frankfurt que asaste ayer.

Rió:

—Calla. ¡No menciones el dichoso Frankfurt, por favor!

En cualquier otra ocasión lo habría dudado. Sin embargo, ni siquiera se planteó la cuestión de si debía ser infiel a Ramón. No contaba. No había contado nunca, porque era un egoísta y un ser demasiado vulgar. Un estúpido sin personalidad. Si Alejandro se lo pedía, viviría con él. Rompería con todo lo que hubiera que romper. Hasta con los hijos. Se lo había prometido en las pocas ocasiones que se habían visto a solas, en el reservado de aquel sucio bar del distrito quinto. Por cierto que había sido allí donde Alejandro le habló de su infancia.

—A ver qué nueva ninfa egeria se trae esta noche Fernandito Pons.

—Apuesto por una sudamericana. Las suecas se quedan para los desnudos de Interviú. O de Penthouse. ¿Recuerdas aquel monumento que trajo a la cena del Planeta? Demasiado cacho.

—Pues tú bien que te la mirabas, majete.

—Pensaba cómo habría que hacerlo con ella. Por dónde empezar el frasco.

El apartamento a que la llevó, propiedad de un amigo, olía a tabaco de pipa. Estaba bastante sucio. Desordenado, lleno de libros por todas partes. En las paredes había litografías de Modigliani, un póster del Che y la foto de un venerable anciano, que la miraba con el ceño fruncido. «¿Es pariente de tu amigo?», había preguntado ella. Alejandro se había echado a reír. «Es don Pablo Iglesias.» No quiso desnudarse. Ahora le hacía gracia recordar cómo se acostó en la cama de medio cuerpo, como quien se tiende en la mesa de operaciones. La primera vez no sintió su cuerpo, pero sintió en cambio el de Alejandro. Se sentía libre. Y muy orgullosa, porque acababa de posesionarse de él. Desde aquella tarde le obsesionó la idea de que todo aquello acabara. De que pudiera perderlo un día. Ahora presentía la catástrofe. No era el de antes. Estaba muy raro. Como cansado. ¿Cansado de ella? Lo más probable era que su mujer ganara la partida. Pasaba siempre. Los amantes no envejecían Juntos. Siempre acababan claudicando. Sí. La notarla ganaría la partida. Y Ramón. ¿Cómo lo tomaría Ramón?

—¡Caray, qué cochazos! ¿De dónde saca el dinero la gente? Claro que ahí estarán el de Socías, el de Tarradellas, el de nuestro barbudo Gobernador. Mira, Lali, quédate ahí. Detrás de ese «Renault» negro.

—Espera, hombre.

—No, Lali. Hacia la izquierda.

—Te digo que me dejes, ¡Déjame, por favor! ¿O es que me has tomado por la notaría?

—Perdona, hija. De todas formas, no sé a qué cono mencionas a la notaría.

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