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—Mi hermano Alejandro, y esto que voy a decir lo sabéis mejor vosotros que yo es demasiado sensible. De pequeño era muy reconcentrado. Introvertido, eso es. O sea, que hay una base digamos somática.
»Yo le recuerdo un niño delgaducho de carita alargada. Tenía irnos ojos que te miraban atentamente, pero que en muchas ocasiones sabías que no te hacían ni puñetero caso. Que estaban viendo otras cosas. No sé qué. Esto, de entrada, ya le distinguía de la gente normal.
»Así como Marta y yo éramos abiertos —Juan, el mayor, era como Alejandro—, el vivía siempre encerrado en sí mismo. Mirad, yo recuerdo que muchas veces le llamábamos, para comer, por ejemplo, y él ni nos oía. En otras ocasiones se escondía. Tenía sus lugares preferidos. En Valencia, cuando vivíamos en la calle de Zapateros se encerraba en un cuartito trastero que había en el pasillo. Y allá que se estaba el tío, olvidado del mundanal ruido. Un día le dieron por perdido. Mi madre, que padecía de los nervios, sufrió una de sus famosas crisis.
»En una palabra, siempre estaba en las nubes. Esta forma de ser se la hubiera podido quitar un padre enérgico a bofetadas. Lo habría espabilado para que supiera enfrentarse con la vida. Pero mi padre, que nunca paraba en casa debido a su profesión, no quería problemas cuando estaba en tierra. Al único que le soltó alguna torta, pocas veces, fue a mi Martita era su ojo derecho. Juan, no digamos. Y por Tito, ya sabéis que a tu padre en casa le llamábamos Tito, sentía la devoción que da la paternidad del benjamín de la casa.
»Por si esto fuera poco, vuestro padre se crió entre mujeres. Mi madre y Marta, las tías de mi padre, tía Concha después. Trato de decir que las mujeres le dominaron toda la vida. Además, en los primeros años le dejaban hacer su santísima voluntad.
»Era inteligente, y lo sigue siendo, no lo niego. Y muy culto. Pero tiene una inteligencia poco práctica. Vosotros ya le conocéis. Cualquiera en su caso habría hecho una carreraza. En cualquier cosa que se hubiera propuesto. Pues, no. Él, que siempre fue un tozudo, el espíritu de la contradicción le decía mamá, en paz descanse, en lugar de aprovecharse de las circunstancias, se ponía frente al que estaba sobre él, que es en definitiva quien puede ayudar. ¿Un romántico? Un estúpido, y perdonad que hable así de vuestro padre. Que también es mi hermano, claro.
»Quizá nosotros, Juan y yo, le habríamos podido ayudar. Hacerle comprender que la vida no es estar pensando siempre en las musarañas, escribir versitos y enamoriscarse en cada esquina. No pudo ser. La guerra nos lo impidió. Por si no lo recordáis, Juan murió en el frente y yo estaba en la zona nacional. Siguió, pues, agarrado a las faldas de la pobre mamá, que ya no estaba para nada.
»Vuestro padre vivió la guerra entre los cerdos esos. Los ceneteros, los comunistas. La carroña, la mugre, la hez de la sociedad. Según me ha contado él, era amigo de los capitostes del pueblo. Personas mayores, cuando él era un crío de diez o doce años. Se educó —o sea deseducó—, en la edad más peligrosa, en la calle. Con los rojos. Presenciando horrores. Jugando con los niños refugiados de guerra. Escuchando lo que se decía de nosotros, los nacionales. Oyendo blasfemias y palabras soeces. Todavía me acuerdo del día que llegué a casa, después de la guerra. Más que alegría por verme, después de tres largos años, imaginaos, sus ojos tenían no sé qué de extrañeza. De miedo, diría yo. Y va el tío y me pregunta: "Oye, ¿tú también fusilabas a los trabajadores de la República?" Mira, no sé cómo no le di un guantazo. Los trabajadores de la República, y eso no lo sabía él, habían quemado vivos a compañeros míos. Provisionales como yo. Habían castrado al cura de un pueblo de la provincia de Sevilla, hermano de una muchacha con la que tonteaba yo por entonces, y le habían puesto las partes en la boca. Aquellos inocentes "trabajadores", los leales, como decía Tito, porque se le escapaba, igual que a nosotros nos llamaba fascistas, aquellos angelitos, se cargaron a miles de sacerdotes después de humillarlos y de torturarlos. Quemaron y saquearon lo que les vino en gana. Y fueron ellos, precisamente ellos, los que mataron a mi padre al principio de la guerra. ¿Queréis más? Pues, bueno, mi hermanito del alma, ahí está. Tan pancho. Hecho un revolucionario de campanillas. Despotricando contra el Caudillo, contra todo lo que tiene de sano España, que es lo que aprendimos en casa a respetar.
»¿Vais comprendiendo? Tú, Elena, conoces muchas cosas de éstas. Pero tus hijas tal vez no. Y me considero en la obligación moral de decirles lo que hay. A mí, os lo juro, no me ha sorprendido en absoluto la jugarreta que os ha hecho. Es débil, y como se ha puesto de moda eso de largarse con la primera que pasa y abandonar a la familia, pues ha caído en el garlito porque así demuestra lo demócrata que es.
»Otra cuestión es el porqué de su rechazo a Franco y a todo lo que su obra ha significado para nosotros. La única explicación que le veo es su espíritu de contradicción. Yo tengo la absoluta seguridad de que si los rojos hubieran ganado la guerra, mi hermanito sería hoy más ultra que mi querido amigo Blas Piñar.
»Se lo dije. Siempre se lo he dicho. Un señor puede hacer de su capa un sayo cuando no tiene que dar cuentas a nadie. Cuando no dependen de él otras personas y, lo que es peor, el nombre y la papanda de esas personas. Si un hombre se compromete con una mujer, si le da su palabra y se casa, tiene que renunciar a muchas cosas. Incluso a lo que los chalados llaman ideales. Y, por supuesto, a las demás mujeres. Pues, no. Él no quiso amoldarse a la nueva situación. Ni a la de la nueva España ni a la personal, a la suya. Él, a su capricho.
»Voy a contaros algo que no he confiado nunca a nadie, porque se trata de un secreto familiar. Nosotros teníamos una finca preciosa en el pueblo, "El Mirador*. Estaba frente al mar. Una maravilla. Veraneábamos allí, y mi padre pasaba con nosotros el mes de agosto. Su mes de permiso. Bueno, pues en la República, me parece que fue el primer año, el treinta y uno, un día, estaba yo en el pueblo jugando, eso que hacen los crios, cuando un municipal me llamó diciéndome que en la plaza había alguien que preguntaba por "El Mirador". Fui corriendo, y me encontré un "Buick" enorme parado frente al casino. El chófer, uniformado y toda la pesca, estaba junto al coche. Como si lo estuviera viendo. Abrió la puerta y bajó una señora espléndida. No muy alta, de mediana edad, preciosa. Muy elegante. Me preguntó si quería indicarles por dónde quedaba "El Mirador*. Yo, imaginaos, encantado. Me senté a su lado, y el "Buick" empezó a bajar la Cuesta del Mar. Supongo que a la señora, por aquello de no ir callados como muertos, se le ocurrió preguntarme cómo me llamaba. Yo, en seguida, "Carlos Acosta, para servirla". De repente su cara cambió. Y va y me dice: "¿Acosta? ¿Tu papá es marino? Le dije que sí, que mandaba el Amanda y que estaba en casa. Como íbamos ya muy avanzados por el camino del puerto, que entonces era muy estrecho, no podíamos hacer marcha atrás. La señora le dijo al chófer que siguiera hasta el puerto. Una vez allí, paramos. Recuerdo que me invitó en un vaso de granizado de cebada, muy bueno, que se hacía entonces, y que se vendía en un aguaducho instalado junto a la lonja. Yo estaba encantado. Como "El Mirador" quedaba frente al puerto, aunque bastante lejos, empecé a saltar y a mover los brazos al ver a mi padre con los prismáticos en la mano. Yo noté que la señora se había puesto muy nerviosa. Era inexplicable que, con el calor que hada, se metiera en d lugar de dar un paseo. Al poco rato me llamó, entré en el "Buick" y emprendimos el viaje de regreso. Hasta que el coche llegó a "El Mirador". Todavía recuerdo la escena.
Mi padre estaba en medio del camino, como quien trata de impedir el paso. Llevaba puesto su pijama a rayas de siempre y liaba un cigarro. En seguida que el coche paró a la puerta de "El Mirador" me mandó dentro. "A casa", dijo sin mirarme. Luego se quedó hablando unos minutos, muy poco tiempo, con la señora de mis pecados. Volvió a entrar, cogió su ABC, y se puso a leer tranquilamente bajo los pinos.
»Nunca me habló del incidente. Yo, por mi parte, con el respeto que le tenía, que entonces los padres no eran lo que hoy, tampoco le dije ni media palabra. ¡Faltaba! Pero aquello dejó huella en mí. Pasó el tiempo, y después de la guerra tuve ocasión de hablar con un tal Cosme, a quien había embarcado mi padre en el Amanda de mozo, y que por cierto llegó a tener varias barcas de pesca en el pueblo. Con disimulo, le pregunté algo sobre la vida privada de mi padre. Por supuesto, me dijo que él lo tenía conceptuado como un caballero. Pero al referirle lo de aquella señora misteriosa, me explicó que, en efecto, en varias ocasiones había ido a buscarlo a bordo. En Sevilla. No tuve la menor duda de que se trataba de la misma mujer, porque Cosme recordaba perfectamente el "Buick".
»Vosotros sabéis que yo fui Gobernador de Málaga algún tiempo. Pues bien, estando allí, esto sería sobre el cincuenta, cincuenta y tantos, descubrí casualmente, por un viejo armador sevillano, quién era aquella mujer y cómo se había colado por mi padre, hasta el punto de seguirlo donde fuera. Se trataba, nada menos, que de una marquesa, o algo así.
»Y ahora pregunto yo. ¿Qué hizo mi padre? Ignoro sus relaciones con aquella mujer, pero es evidente que él no cometió la barbaridad de largarse con la marquesa y dejar a su mujer, que era una mujer sencilla, de pueblo, alegando incompatibilidad de caracteres. Había una lealtad a la familia. Una devoción por los sagrados lazos del hogar. Por eso seguimos unidos los hermanos durante tanto tiempo. Contra viento y marea. Por eso mismo, nosotros, los actualmente vilipendiados fascistas, los retrógrados, que heredamos de nuestros padres aquellos conceptos, y a mucha honra, nunca nos arrejuntaremos con ninguna mujer. Tu padre, ya lo hemos comentado antes, es un caso distinto. Si algo merece de todos nosotros es compasión. De momento, a esperar, que arrieritos somos, y en el camino nos encontraremos.