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Los heleros que veía ahora en los montes de Poblet eran más grandes que los que había descubierto desde su cuarto en el mas de Guadalest, el primer día que besó a Marina. Alejandro comprendió que el secreto estaba allí, en los heleros. Nadie era culpable. Ni Elena, que conocía sus relaciones con Marina, ni Carlos, ni la familia suya. Ni siquiera él se sentía culpable.
Alejandro recordó las palabras de Marina el día que le habló de visitar los heleros: «Si subieras a verlos destruirías esa belleza que dices que has descubierto en ellos.» Ella había sido el helero. Demasiado hermosa para arriesgarse a una convivencia oscura y rutinaria. No le creyó cuando le dijo que ellos se querían demasiado para casarse. Lo atribuyó a otras causas. Pero Alejandro tenía decidido hacer de Marina el sueño de amor de su vida. Y ahora no le quedaba ni aquello.