15
Estaban en carretera, y Natalia dijo:
—Yo creo que todo depende del esquema mental en el que hayamos sido educados. No hay valores absolutos. No existen. Los hacemos nosotros, de acuerdo con los propios intereses y, por supuesto, sobre la base de nuestro esquema mental. Lo que para unos es verdadero, es falso para otros. Lo que es bueno en la India, es malo en la isla de Cuba.
Carlos replicó diciendo que, lo mismo que había evidencias de carácter primario, las había en el orden antológico.
—Quiero decir —aclaró—, que lo mismo que es evidente que brilla el sol y que el mar está ahí, a tu derecha, no es menos cierta la existencia de unos valores morales y otros, más elevados aún, que llamaremos eternos. Por unos y por otros vale la pena luchar. Hasta morir, Natalia. Y uno de esos valores, englobados en sí, juntos, inseparables, son la unidad, la grandeza y la libertad de la Patria.
Natalia le miró con reproche.
—No es de esos valores de los que estamos hablando. Tú me has propuesto algo a lo que yo me niego, y trato de explicarte el porqué. Eso es todo. No me enredes.
Carlos conducía envarado, sin quitar la vista de la cinta plomiza de la carretera.
—Está bien —dijo—. Pero repite lo que has dicho. A ver si se me quitan las telarañas de los ojos. Porque la verdad es que estoy aprendiendo muchas cosas de ti.
—No te burles.
—Es la verdad. Yo sé que soy duro de mollera. Siempre lo he sido. Y tozudo. Pero tú dices las cosas con una sencillez asombrosa. Al menos yo te comprendo perfectamente.
Levantó la derecha del volante, y añadió:
—Ahora bien, de eso a que me convenzas en seguida, va un abismo. Por favor, ¿quieres repetir lo de la suciedad mental?
Natalia se encogió de hombros.
—Vamos a hablar claro, Carlos. Tú me propones lo que aquí en España llamáis los hombres un asuntito.
—Los hombres y las mujeres.
Perdona, las mujeres aquí no cuentan. Van a remolque del marido y nada más. Y voy a decirte algo. Son ellas las que tienen que haceros cambiar.
—Bueno, bueno, vamos a dejar eso. Volvamos a lo de la suciedad mental.
—De acuerdo. Tú dices. Natalia, no quiero perderte. Quiero estar a tu lado. A tu lado me siento un hombre vivo. Y cosas así. Muy bonitas todas, no te lo niego. Entonces yo te contesto que lo pensaré. Y tú vas y me replicas: «¿Pensar qué? Está todo pensado. Te vienes a Madrid y yo te pongo un piso. Además, corro con tus gastos. Podremos vernos a menudo, sin que se entere mi mujer.»
Inclinó el cuerpo hacia adelante y se quedó mirando a Carlos.
—¿Tú crees que es tan sencillo? A mí no me han educado así. Si tuviera que irme con un hombre casado, sería para vivir con él siempre. Y tendría que dejarse a la mujer. A los hijos. Tendría que dejarlo todo. ¿Lo comprendes? Todo. Por eso te he dicho que escondernos de los demás sería jugar sucio. Ensuciar mi mente. ¿O te crees que el cerebro, los pensamientos, no se ensucian? Lo mismo que se ensucian los dientes Carlos. Exactamente igual. Lo que os ocurre a los españoles es que los dientes se ven! Los ven los demás. Por eso los limpiáis. Si no, los llevaríais sucios. Negros.
Tras una breve pausa, continuó:
—A los españoles os importa más el qué dirán que vuestra propia honestidad. ¡Oh el honor! Vamos a ver. Si tú supieras que tu mujer quiere a otro hombre, ¿seguirías viviendo con ella?
—Depende.
—¿Depende de qué?
—De las circunstancias. Pero si quieres saber mi opinión, yo seguiría con ella.
—¿Aunque supieras que te engaña con ese hombre? ¿Que le entrega el cuerpo y los pensamientos? ¿Que se lo da todo?
—Aun así. Para mí, y para la mayoría de los hombres de bien, el peor pecado es el del escándalo.
Natalia soltó una carcajada.
—Hablas de pecado. Y, además, me pones lo del escándalo. Sabes que no es así. Lo que os duele a vosotros es aceptar públicamente que la mujer os deja por otro hombre. Eso no es escándalo. Es aceptar educadamente una realidad. ¡Sois machistas, Carlos! Como si fuera absurdo que una mujer casada se enamore de otro hombre. Entonces, cuando pasa esto, lo más lógico es separarse Para eso está el divorcio.
—Quizá estés en lo cierto. Pero yo sigo creyendo que hay que pasar por todo antes de consentir que se deshaga el hogar.
—El hogar. ¿Qué es el hogar? El hogar está donde haya un hombre y una mujer que se quieren. Una suciedad mental. Para los dos. Y también para los hijos, que acaban participando de esa suciedad.
—De todas formas, piénsatelo. La oferta sigue en pie.
Habían llegado a una curva cerrada, bajo la cual se abría una pequeña playa arenosa. Natalia pidió a Carlos que parara. En seguida que frenó el coche, y antes de que él se diera cuenta de lo que pasaba, se quitó el pantalón y el suéter, abrió la puerta y echó a correr descalza en dirección al mar.
Ya con los pies hundidos en la arena, se volvió y le saludó agitando un brazo. Luego avanzó unos pasos y se zambulló.
Carlos oía los menudos gritos de ella, veía la silueta de su cuerpo, con los senos firmes vibrando. Recordó la tarde en que sorprendió bañándose a Pilar en la playa de «El Mirador». La muchacha avanzaba hacia la orilla igual que ahora lo estaba haciendo Natalia. Pero Pilar llevaba puesta una camisa, mientras que Natalia se había quitado las bragas y salía desnuda chorreando luz por todas partes. Carlos pensó que, si aquella tarde de marras, en «El Mirador», había llegado a su vida demasiado pronto, la tarde que estaba viviendo junto a Natalia llegaba con retraso.
Cuando bajó del coche sintió una punzada en los riñones. Además, tenía la espalda dolorida y el cerebro empapado de alcohol. Sacó un par de toallas de la maleta de Natalia, y bajó a su encuentro. Le sorprendió verla corriendo sobre la arena, ignorando los vehículos que circulaban cerca de allí.
Se acercó forzando una sonrisa.
—¡Niña, que te van a denunciar por escándalo público!
Ella siguió corriendo. Al llegar al final de la playa, dio la vuelta y se dirigió hacia donde estaba él.
—Es bueno el footing —se limitó a decir.
Su piel, tersa y rosada, conservaba adheridas unas gotas de agua mercuriales. Carlos no pudo evitar la tentación y acercó sus labios resecos a la espalda húmeda de ella.
—Soy demasiado viejo —dijo con tristeza.
.-Eres más viejo que yo. Únicamente eso. Y eso, además, tiene remedio. Lo que es más difícil de remediar...
Habían empezado a caminar hacia el coche. Carlos, que sostenía por detrás la toalla que llevaba ella a la cintura, le rogó que continuara.
—Sigue, por favor. ¿Qué es lo que crees que resulta más difícil de remediar?
Ella le dio un golpecito en la frente con los nudillos.
—Eso. Eso que tienes ahí dentro. Te lo pusieron cuando eras un niño y nunca lo podrás sacar. ¡Nunca!
En su mirada había cierta dureza contenida cuando dijo después:
—Para eso no hay pastillas. Y créeme, Carlos, es una lástima.
—¿Por qué?
—Porque creo que me habría enamorado de ti. Al menos durante un tiempo.
Cuando se puso el suéter, en el coche, él deslizó una mano por debajo hasta cogerle un pecho. Ella protestó:
—¿Para qué quieres que me excite? Ahora no podemos hacer nada.
—Discúlpame.
—No es eso, Carlos. Es que haces las cosas a destiempo. Impulsivamente. Sin reflexionar. No me digas pesada, pero sigo creyendo que los españoles no usáis el cerebro como es debido. $
Cuando el coche hubo salido del arcén, Natalia dijo que podía parar en el primer motel que encontrara.
—Necesito ducharme.
Seguía con las piernas desnudas, y dejó que su cuerpo resbalara sobre el asiento. Carlos aceleró. Minutos después ponía el intermitente y torcía hacia la izquierda, donde había un edificio alto con apartamentos y un hotel.
Rodaba ya el coche sobre la gravilla cuando ella se puso el pantalón.
Él le preguntó:
—¿Te parece que pasemos la noche aquí?
—Okey!
Cuando se dirigía a recepción, llevándola orgullosamente del brazo, se dio de bruces con su hermano Alejandro.
Carlos exclamó:
—¡Hombre, qué sorpresa! ¿Qué haces tú por aquí?
Mientras jugueteaba con las llaves del coche, repasaba la indumentaria de su hermano: un deformado jersey de punto grueso color crema sobre la camisa roja a cuadros negros, pantalón de pana acanalada marrón y unos zapatos cualquiera.
Alejandro se limitó a decir que iba a Málaga. Ni siquiera se dieron la mano.
—Tengo mucha prisa —añadió—. Pasado mañana quiero estar de vuelta en Barcelona.
—Para votar la Constitución de la Concordia, claro.
—Para lo que sea. ¿Qué más da?
Alejandro ignoró a Natalia, que permanecía discretamente alejada, tampoco Carlos se molestó en presentársela.
Como siempre que se encontraba con su hermano, Carlos creía dominar la situación. Por uno de esos extraños mecanismos mentales que rigen a las personas, en aquella ocasión le ayudaba la presencia de Natalia, una hembra de lujo, así como su aspecto de gran señor, con el pantalón claro, la americana azul marino de lana, cruzada, con botones de plata oxidada, y el fulard crema asomando por el cuello de la camisa de seda color hueso.
—¿Sabes que Fefa está en Barcelona?-preguntó un poco desdeñosamente—. Precisamente voy a recogerla.
Alejandro dijo que había ido a visitarla.
—Hace un par de días. Cenamos juntos en casa de tu hijo.
—Supongo que te habrá dicho que asciende a comandante. A primeros de año.
Lleva una buena carrera Pepe.
Levantó la cabeza y entornó los ojos para dar mayor énfasis a sus palabras: —Ése llega a general. Alejandro volvió a disculparse.
—Perdona, pero ya te he dicho que tengo prisa. He perdido mucho tiempo. ¿Nos veremos en Barcelona?
Se separó de su hermano para recoger a Eulalia, que en aquel momento bajaba la escalera. Carlos compuso un estudiado gesto de indignación, apretando los labios y juntando las cejas. Luego miró descaradamente a Eulalia, como provocándola. A pesar de su indumentaria informal, pantalón vaquero ceñido y chaquetón de piel, comprendió que era una mujer elegante. Esto último pareció calmar su ira.
—Ésa tiene que ser la célebre Eulalia —murmuró al oído de Natalia-| La querida de mi hermano.
Natalia le volvió la espalda.
Les siguió con la mirada hasta que desaparecieron al otro lado de la puerta de entrada.
Ya en la habitación, se quitó la americana y la tiró sobre la cama.
—¡Qué desfachatez! —exclamó—. Ir por ahí exhibiendo a la furcia. A la manceba. Yo no sé dónde tiene la cabeza este hermano mío. Cómo es posible que haya perdido la vergüenza hasta este punto. ¡Nada! El señor se va de viaje y se lleva a la querida. ¡Así por las buenas! Esa desaprensiva, que ni tan siquiera se ha parado a pensar que hunde dos casas. (Bonito ejemplo para los hijos! Luego se quejan. Dicen que son unos gamberros, unos hippies. ¿Qué quieren que hagan?
Entró en el baño en busca de Natalia, que se disponía a tomar una ducha. —¿Te has dado cuenta?
—No. No me he dado cuenta de nada. ¡De nada! Carlos se disculpó por no haberle presentado a su hermano. —Era una situación molesta. Compréndelo. No iba a contarle la verdad. Es mi hermano menor. ¿Qué podía decirle? Así siempre queda la duda. Porque a mí no me colorea nadie la cara.
Natalia le empujó suavemente hacia fuera. —Por favor —dijo.
Al oír el ruido del pestillo se encogió de hombros. Paseaba la habitación a largos trancos pensando en el viaje de su hermano. «¿A qué diablos irá ése a Málaga?» Se dio una palmada en la frente. «¡Lolita, la miliciana! ¡Claro! Son de la misma pasta. Seguramente va a presentarle a su gran amor. ¡Imbéciles los hay!»
Encendió un cigarrillo y salió a la terraza de la habitación. Atardecía. El cielo, en— rojeado en poniente, había adquirido un color lila pálido con esfumaciones moradas.
Exactamente debajo de estas gradaciones cambiantes, penetraba en el mar una colina erizada de horribles edificaciones. Al pie de ella el agua estaba inmóvil. Tenía un color plateado uniforme. Mar adentro, una raya clara sin contornos rompía la uniformidad cromática. Carlos divisó en uno de sus extremos la silueta de un mercante. Pensó en su padre: «Si vieras a tus hijos, seguro que te volvías a morir. De vergüenza. Tú, al menos, supiste renunciar a tu sevillana por nosotros. Pero ya ves lo que conseguiste. Alejandro con su querida oficial y yo, el mayor, con la amiguita. Cada cual a su modo, somos dos verdaderos trastos. Dos tarambanas que, además, viven todavía el rencor de la guerra.»
Cuando entró en la habitación vio a Natalia deshaciendo su maleta. Estaba desnuda. Su cuerpo esplendoroso y fresco llenaba de vida la agobiante habitación. Empapelada. Enmoquetada. Fúnebre a más no poder.
Él se acercó por detrás y la abrazó, trabando sus manos sobre el vientre húmedo.
Natalia le rechazó cortésmente.
—Estoy cansada —dijo sin volver la cara.
Los brazos de él aflojaron la presión.
—Ahora mismo no lo estabas.
—Es igual. Una se cansa de repente.
—No será de mí.
—En parte.
Se volvió cara a él:
—¿Me dejas pasar?
Carlos se hizo a un lado y Natalia cruzó la salita en dirección al dormitorio. Una vez que hubo abierto la puerta volvió la cabeza:
—Voy a ver si puedo dormir hasta la hora de la cena —dijo—. Estoy nerviosa. No sé por qué.
El se refrescó la cara en el baño y bajó al bar a tomar una copa.